Hijos del verdugo: Juventud Hitleriana

Hijos del verdugo: Juventud Hitleriana

A. de Medina

07/05/2021

RESUMEN DE LA OBRA


Fragmento de muestra:


Capítulo diez

Violencia

1934

Hamburgo, Alemania

Fiedrich Junker se había acercado a mí durante las actividades de las Juventudes Hitlerianas pocos días después de que Loewe nos hubiera presentado frente a la biblioteca. Cuando no estábamos de campamento, compañeros de distintas edades nos reuníamos frente a la biblioteca pública o en la plaza, donde, anteriormente, competía por cigarrillos. Con mis nuevos camaradas no competía, los cigarrillos se compartían. Nos sentíamos orgullosos de ser una piña, éramos el futuro y la esperanza de la nueva Alemania. Nos formaban para ser dignos y eficientes ciudadanos del Reich, el tercero y el más grande. La diferencia de edad no importaba, no importaba el rango, ni la clase social. Éramos arios, éramos alemanes y, solo por eso, debíamos permanecer unidos. Juntos construiríamos nuestro porvenir y el de toda la nación. Teníamos un bien y un fin común. Éramos parte de un todo más grande que nuestras individualidades. Ante todo, éramos uno. Nuestro deber era permanecer unidos por y para el progreso. Combatir todo lo que atentara contra nuestro bienestar hasta que no quedara uno en pie. El enemigo del nacionalsocialismo era enemigo de la patria y del ciudadano alemán. Todo lo que fuera antialemán debía ser erradicado.

Tanto el de ojos miel como yo éramos líderes dentro de la JH y cabecillas de un grupo que habíamos fundado en el verano del treinta y dos. Las actividades que realizábamos no eran muy distintas a las que llevábamos a cabo dentro de la organización y siempre seguíamos las indicaciones de los folletos quincenales que repartía la dirección central cada tanto. Marchábamos y difundíamos los principios de la ideología con himnos y canciones. Lucíamos orgullosos uniforme y brazalete, y excluíamos, conscientemente, a todo aquel que no creyera en nuestro discurso. Ningún vecino que no perteneciera a las Juventudes podía formar parte de nuestro club. Nos sentíamos únicos, elegidos y superiores. Yo había pasado de estar solo a estar rodeado de compañeros.

Nuestro grupo era, particularmente, rígido, en el sentido de que seguíamos las normas a rajatabla. Llegando, incluso, a formar patrullas para amonestar y corregir a aquellos miembros de la organización que no predicaban con el ejemplo. A pesar de pertenecer a la burguesía, me desenvolvía bien entre mis camaradas de clase media u obrera, pues nunca había tenido esa pedantería ni lenguaje fino de los que eran de mi clase. Mi constitución física, mi innata capacidad de liderazgo, mi camaradería y mis continuos logros compartidos para con la organización, ocasionaron que los demás me vieran con buenos ojos. No solo entre la Juventud, sino también entre instructores de la Hitlerjugend. Especialmente, después de haber prestado mi imagen para campañas locales de reclutamiento y a las revistas Wille und Machty Die Kameradschaft, obtuve gran reconocimiento entre los muchachos. Eso alimentó mi ego, especialmente, cuando era mi propio padre el que aplaudía mi nueva educación y estilo de vida.

Mi camarada Junker y yo charlábamos y fumábamos, desinteresadamente, por la acera. Uniformados y con nuestro cuchillo de honor al cinto. Nos íbamos a reunir con los demás en la plaza y avanzamos por una de aquellas calles que daba a la biblioteca pública que, anteriormente, había lucido desnuda y que, después de la victoria, lucía decorada con flamantes banderas rojas que hondeaban al viento y desdibujaban la esvástica en su esfera blanca. En algún momento, mientras discutíamos acerca de las maniobras de combate aprendidas, alguien nos saludó desde la otra acera:

Heil Hitler!

Ambos interrumpimos el paso, arrojamos los cigarrillos al suelo y nos erguimos en dirección a un padre de familia joven que paseaba junto a su esposa e hijos.

Elevamos nuestro brazo.

Heil Hitler!

Seguidamente, siguieron su camino. No lo conocíamos, pero éramos nacionalsocialistas y, por ende, camaradas.

Fiedrich se rio y me dio un toque cómplice a la espalda, luego, se agachó y recogió su pitillo. Dio una calada y me hizo un gesto con la cabeza para que continuáramos.

Reanudamos el paso en aquella dirección.

—La victoria es nuestra —afirmó. Ya se divisaba la plaza y un corrillo de jóvenes uniformados aglomerados alrededor de la fuente—. ¿Vendrás mañana al cine? —preguntó, refiriéndose a un local grande donde proyectaban películas y propaganda filmada. Elevé la vista al cielo y fruncí los ojos. Guardé silencio e intuyó mi respuesta—. ¿Otra vez nos dejarás por el pianista de Múnich? —inquirió, haciendo alusión a Klaus Vogel.

—Así es.

No pude evitar esbozar una media sonrisa que mi camarada no advirtió. Él no sabía que el de ojos verdes se burlaba de ese mote que le habían designado mis compañeros de las Juventudes.

—¿Por qué no le propones unirse a nuestras filas otra vez? —sugirió, ya que él mismo se lo había propuesto en varias ocasiones.

Vogel siempre evadió responder.

—No creo que se una —respondí y me encogí de hombros. Estaba seguro de que no aceptaría. Mi compañero de camisa parda hundió su ceño y desvió la vista al frente. Fumó de su cigarrillo y saludó de lejos a su novia de la sección femenina, también reunida en la plaza—. Él es más intelectual, ya sabes. No es bueno con el ejercicio físico —excusé, ya que Klaus no había dado ninguna explicación para su constante negativa. Después de una o dos discusiones, me rendí ante su voluntad de no enrolarse en la organización—; pero cree, plenamente, en la ideología —añadí, rápidamente.

De ningún modo quería exponer su integridad poniendo en duda su fe en los principios del Führer. Él asintió sin darle importancia y se adelantó cuando la muchacha abandonó el corrillo para lanzarse a sus brazos. Cuando llegué junto a la fuente, los saludé a todos con un «Heil Hitler». Todos respondieron al saludo para luego continuar jugando a la baraja en el bordillo de la fuente.

Poco después de que el partido gobernara en coalición, a principios del año treinta y tres, Otto Dietrich se había unido a las JH. El bruto había abandonado su postura clasista cuando su familia se declaró nacionalsocialista y se afilió a la NSDAP. Comprendió que la unión nos haría fuertes como nación y que las divisiones serían nuestra perdición. El Estado nacionalsocialista cuidaría de sus ciudadanos si sus ciudadanos cuidaban del Estado nacionalsocialista. De mutuo acuerdo, todas nuestras diferencias del pasado quedaron zanjadas. Ambos compartíamos experiencias de camaradería en los campamentos y llevábamos con honor el símbolo de las Juventudes. Aquel día estaba reunido en la plaza con los demás, apostando sellos y chapas. El juego tenía intereses, quien perdiera la apuesta serviría al otro de una u otra forma. En nuestro tiempo libre, cuando no estábamos reunidos allí, desempeñábamos tareas para la Hitlejugend.

Cuando todo sucedió, prestaba atención al juego de cartas de mis compañeros de uniforme. Los muchachos se reían y retaban entre sí con tono bromista, haciéndome carcajear y participar en aquel rifirrafe amistoso. Entre carta y carta, Otto se retiró del corro que participaba en el juego para acercarse a mí con cautela. Me percaté de su corpulenta figura por el rabillo del ojo, pero no le atendí hasta que posó una de sus manos en mi hombro. Pasé a sus diminutos ojos con gesto tranquilo y sin mediar palabra, señaló con la cabeza en dirección a una pareja que subía la calle. Seguí su indicación y encogí mis ojos al reconocer aquellas dos cabezas de cabellos blanquecinos. Fruncí mis labios, rememorando la cantidad de veces en las que el de las orejotas me había traicionado. Inmediatamente recordé su odio y recelo al ideal alemán, así que endurecí mi expresión y tensé mis puños. Desde mi posición, miré a Fiedrich, que se había percatado de todo. Le comentó algo a su novia y se acercó a nosotros. Junto a mí, el de ojos miel tampoco dijo nada. Miró al par y se volvió para observarme con atención. Esperaba de mí una señal para tomar acción.

Antes de la victoria, los tres habíamos sido testigos de la postura antialemana del varón Luft; pero la decisión fue mía. Alentado por mis camaradas, tomé aire y abandoné las cercanías de la fuente, dirigiéndome erguido y con disposición hacia la pareja. Mis dos camaradas me siguieron.

Como los mellizos torcían la esquina, apreté el paso y los llamé:

—¡Luft!

Observé que el más alto le pasó un brazo por los hombros a su hermana y la apremió, impidiendo que se volviera a mirar. Nos había visto en la plaza. Esa falta de respeto me enrabietó. ¿Quién se creía para ignorar mi llamada y tratar de escapar? El resentimiento por antiguas trampas y conflictos afloró y avivó la ojeriza que le guardaba. Volví a llamarlos y añadí velocidad a mi persecución. De pronto, él se detuvo y se volvió a la espera de nuestro encuentro. Apartó a su hermana y la retrajo a su espalda. Nos esperó desafiante. Menguamos, lentamente, el paso hasta llegar a él. A su altura, elevó el mentón con osadía. Esbocé una sonrisa presuntuosa cuando le tuve delante.

Por fin ajustaríamos cuentas.

—Ulrich —pronuncié ante él, cruzándome de brazos.

El de las pecas hundió su ceño con tensión y miró a los que llegaban por mi espalda.

Volvió a mí con resignación y tomó aire, fuertemente, e irguió el pecho.

—Kurt —respondió sin vacilar. Miró más allá de mí con gesto valiente—. Otto — saludó a su viejo amigo.

Un paso por detrás y a mi izquierda, el corpulento se cruzó de brazos y le hizo un gesto con la cabeza.

—¡Y Christa! —añadí, de repente, posando mis ojos claros en su hermana.

La muchacha se sobresaltó cuando me dirigí a ella y bajó la mirada incómoda. Cuando me miró de reojo, le hice un gesto con la mano para que se acercara. Su hermano me fulminó con la mirada y se sorprendió al descubrir que su melliza le pasaba de largo. Trató de impedirle que se acercara a mí en un movimiento rápido, pero ella se deshizo de él sin apartar sus ojos claros de mi sonrisa embustera.

—No la metas en esto —me advirtió él.

Plenamente consciente de por qué lo decía, posé mis ojos celestes en él y los encogí punzantes en su dirección.

—Meterla en qué, ¿Ulrich? —inquirí con tono ruin y mala fe.

En el momento en el que su hermana estuvo con nosotros, Fiedrich habló a mi derecha.

—Dicen que tu familia es antialemana.

El de las pecas miró al instante al de ojos miel y hubo tensión entre ambos. El varón de los Luft, que era impulsivo y peleón, dio un paso en su dirección con gesto violento y Fiedrich respondió clavando su frente en el de las pecas. Intervine. No quería generar una pelea callejera. Nuestro enemigo estaba en desventaja y en presencia de una mujer de su familia. Teníamos que guardar las formas. Apoyé una mano rápida sobre el hombro de mi camarada repeinado para calmarle. Mi tacto lo contuvo y se separó de aquel. Retrocedió y fui yo el que se encaró con el orejotas.

—Seamos discretos —comenté—. Esto es entre Ulrich y yo —dije, apoyando aquella misma mano en su hombro.

Me la apartó de un movimiento brusco.

—No me toques, no soy tu amigo —me advirtió con repudia.

Me lo tomé mal. De un impulso violento, lo agarré del cuello de la camisa con las dos manos y lo atraje a mí con fuerza. Su hermana soltó un chillido.

—No, no lo eres —aseguré entre dientes—. Me lo dejaste bien claro cuando tú y tus primos me patearon como a un perro —mencioné con resentimiento.

—Por favor, Kurt —intervino su hermana al instante.

Puso una de sus manos en mis puños, que sujetaban a su hermano con agresividad. La miré de reojo y, ante su petición de clemencia, sonreí con burla.

—Vaya, Ulrich —dije, volviendo a él—. ¿Tiene que defenderte una mujer? Mis compañeros se rieron a mi espalda. Los papeles se habían invertido.

Ulrich me respiró en la cara, con el pulso agitado por la ira. Le solté bravo y con desdén, como haciéndole un favor a la fémina. Él tomó aire con provocación, fulminándome con sus ojos agresivos. La miré a ella y elevé mis manos a modo de paz. Christa abandonó su expresión de súplica y me sonrió agradecida.

Danke.

—¿Lo recuerdas, Christa? —pregunté, entonces, con malicia, ignorando a su hermano—. Tu primer beso con lengua, digo —recalqué—. Aún recuerdo cómo te apretaste contra mi cintura mientras te estrujaba los pechos. Están más grandes y maduros ahora, seguro que son más blandos que la última vez. —Reí para provocar a su hermano.

Otto y Fiedrich se carcajearon de él. Ella bajó la barbilla, avergonzada.

—¡Desgraciado! —rugió furioso y humillado su hermano, lanzándose contra mí.

Mis compañeros se apresuraron a apartarlo de un empujón. Ulrich seguía siendo flacucho. Otto, Fiedrich y yo éramos más altos y teníamos más cuerpo. No tenía nada que hacer contra nosotros. Los tres habíamos aprendido a defendernos y a apoyarnos los unos en los otros. Él estaba solo.

—Ese día me juré que me vengaría de ti —le dije, apartando a mis compañeros para que me mirara bien a los ojos—. Y, juro por el Führer, que lo haré.

De repente, tomé a su hermana de la mano y tiré de ella con fuerza, apartándola del grupo. No se opuso. Ulrich trató de impedirlo, pero mis compañeros lo sujetaron.

—¡¿Qué vas a hacer, cerdo?! —rugió—. ¡Suéltala, maldito seas!

Lo callaron de un puñetazo en el estómago, le sujetaron del pelo para que mirara cómo me la llevaba al callejón más cercano. Su hermana quiso volverse, pero se lo impedí. La adentré en la penumbra de aquel estrecho pasillo sin salida. Miré por encima de mi hombro para asegurarme de que no nos veían y, entonces, la agarré de la cara y la empujé contra la pared. Christa soltó un quejido y tragó saliva mirándome a la pupila. Quería humillar a su hermano, sabía que el honor de su hermana le importaba y que sobar su cuerpo sería un castigo mayor a cualquier golpiza.

—¿Por qué haces esto? Él ya no te molesta —aseguró sin miedo—. Por favor, Kurt

—suplicó de nuevo.

Quedé mirándola impasible. Su piel se veía manchada por las pecas, pero suave como la porcelana de una muñeca. La acaricié con el pulgar de la mano que le aprisionaba el mentón. Acerqué mi nariz a su cuello e inspiré, su piel olía a perfume barato. Noté cómo se le escapaba un suspiro y tensaba su cuerpo.

Su reacción hizo que me preguntara si sería capaz de sentir atracción por ella y no mera curiosidad, como había sucedido aquel día bajo la sombra de aquel árbol. Al fin y al cabo, ella era una mujer y yo era un hombre. Desde que había comprendido mi rareza, me había esforzado por corregirme. Desde los quince años había pretendido a muchachas. Las había besado y acariciado, pero, después de la novedad, mi cuerpo ya no reaccionaba. Ella era la única con la que había sentido fogosidad y quise revivir eso. Sentirme atraído por ellas era una necesidad. Tenía que esforzarme, tenía que ser coherente con el ideal alemán. Detestaba sentirme un fraude y un invertido. Mi esfuerzo por combatir mi sentimiento y mi atracción homosexual me había desgastado y hartado. Sentir que nada funcionaba me angustiaba más de lo que podía expresar.

—Dime, ¿son tu padre y tu hermano comunistas? —le pregunté al oído.

—No, no —aseguró.

No me gustó que me mintiera.

—Me llamó nazi y manifestó su rechazo al nacionalsocialismo —le recordé, apretando mi mano.

Mis palabras hicieron que sus ojos se empañaran y llevó sus manos a la mía, suplicando de nuevo.

—No hacen daño a nadie —murmuró con tono débil.

—Ahí te equivocas, Christa. Sí que hacen daño… Atentan contra Alemania. Eso es terrorismo y traición.

La muchacha negó con la cabeza, derramando lágrimas en silencio.

—Son buenos —murmuró.

—Sabes lo que les pasa a los enemigos del Estado, ¿verdad?

—Por favor…

Christa cerró sus ojos mientras se le escapaban las lágrimas de entre las pestañas. Su desgracia era real, como su impotencia. Supe que sería capaz de consentir cualquier cosa por salvar a su padre y a su hermano, por salvarse a ella misma.

Sin decirle nada más, apreté mi boca contra la suya. No se resistió. Entreabrió sus labios y me devolvió el beso. Llevó sus manos a mis brazos y se dejó llevar. Mantuve mi mirada celeste en ella cuando hicieron contacto nuestras lenguas.

Esperaba sentir algo. Un cosquilleo, un chispazo, una calentura… lo que fuera. Besarle la boca era agradable, pero yo actuaba por inercia y lo sabía. No sentía nada. No llegaba a aquel punto sabroso, ni fogoso. Me sentí vacío, mecánico.

Consciente de que no estaba sintiendo nada, me apresuré a dejar su boca para lamer su cuello y atrapar su trasero con las manos. La apreté contra mi cintura, buscando excitarme sexualmente. Rocé mi entrepierna contra ella, pero solo sentí fricción.

Me aparté y solté un gruñido.

Estaba desesperado. Aquella zozobra me provocó náuseas, quería vomitar. Me llevé las manos a la cara. Me pregunté por qué nada daba resultado. Quería cambiar. Todos mis intentos resultaban fallidos. ¿Por qué me pasaba eso a mí? Llevaba meses intentándolo sin resultados. Aquella frustración era una carga demasiado pesada, no podía con ella, me superaba.

La muchacha quiso acercarse a mí, pero la aparté en cuanto sentí su tacto.

—¡Quita!

La aparté con desprecio. Contrajo su cara con nerviosismo, no entendía nada.

—¿Qué he hecho? —masculló con debilidad.

Su sola presencia me enfureció. No tenía a quién culpar de mi desdicha, de mi enfermedad… Ella estaba allí, justo cuando más miserable me sentía.

—¡Calla! —rugí, levantándole la mano y golpeándola. La bofetada resonó en el callejón y se llevó las manos al golpe. Se quedó allí encogida y ya no me miró más a la cara—. ¡No eres más que una ramera hija de un sucio comunista! ¡Sois una lacra! — vociferé con labia envenenada.

Sentí tanta rabia por no desearla, que en un impulso violento la agarré de las trenzas y la tiré al suelo. Chilló y cayó de rodillas. Rompió a llorar desconsolada.

Estaba furioso conmigo mismo, furioso con mi verdad.

Salí del callejón violentado. Mis camaradas se burlaban del pecoso mientras lo sujetaban e insinuaban la de cosas que le estaba haciendo a su hermana. Cada vez que intentaba deshacerse lo empujaban contra la pared y la llamaban «puta». Avancé agresivo hacia él. Cuando me vieron llegar tan decidido, me abrieron paso.

Dejaron de reírse.

Ulrich me dirigió una mirada fugaz que le aparté de un puñetazo directo a la mandíbula. Lo tomé del cuello de la camisa y volví a golpearlo hasta que cayó al suelo. Me agaché y agarrándole de nuevo, seguí golpeándole. Descargué toda mi frustración contra su cara. No me importaba el dolor, no me importaba la sangre que comenzó a brotar abundante de su nariz y de su boca reventada. Solo era un sucio comunista, merecía aquella paliza.

Alguien tenía que hacerlo, alguien tenía que corregirle.


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