OLGA
de Leandro Marcos Gonzalez
De Olga Esmeralda Costa de Pedriel se cuentan las historias más “historias”. Algunos los llamaran mitos, otros fabulas barriales, para mí son datos particulares que describen, y hacen, un lugar en el mundo “… Puro novela… La gente en estos barrios, se aburre por la monotonía, por la vuelta d´el perro, y se ponen a inventar chismes… Ni ellos mismos se los creen, la mayoría de las veces… Es para darle más importancia al pago, mas color… ¡Si te contara!… Como si no tuvieran cosas más importantes que hacer,… con lo cara y corta que se nos está poniendo la vida…”
Olga Costa no era gorda, más bien “…Medio frisona, era… Más bien macetona… Anchita… Una linda mujer…”, como todas las descendiente de gallegos. Es poco lo que se hereda, en estos barrios: apellido, ladrillos, cariño por el jardín, un parral, y una carga genética incuestionable “… Mucha harina, mucha papa…, mucho de todo. Comemos así, porque los viejos nos querían gorditas. Gordito y rosadito…, sanito. Allá pasaron mucha hambre… Pan y cebolla… ¿Qué pueden saber de hambre los que comen de lunes a lunes? Mirá La Nona, la renguita: ella se lastimó la patita llevándole una sandía a los hermanitos, en medio de un bombardeo, de no sé quién contra que otro… Tiraban de todo, sin mirar para abajo… Una se la dieron en la gamba a La Nona…, que en esa época no era nona, era apenas una piba, con hambre y hermanos… ¡Vos sabes qué yo no sé cómo se llama La Nona!… Somos muy de los apodos en este barrio… ¡No hay cultura, che!…”
Olga tenía la estatura, la anchura, y la solidez ideal, como para convertirse en el personaje central de cualquier mito barrial. Curaba el empacho a distancia “Me alcanza con saber el nombre, el apellido, y la fecha de nacimiento del descompuesto… El resto es cuestión de fe. Me enseñó
a curar
la abuela Tita… ¡qué persona tan especial! Un veinticinco de diciembre a las
doce y cinco,… en punto, como se hace siempre. Me llevó a la pieza de atrás, y con una cinta de raso roja, me lo enseñó todo. Elvira, la chiquita
del Luchin, decía que yo
curaba mal porque la abuela
estaba en pedo la noche en que me enseñó… ¡Viste lo mal llevado que son los retacones!
Elvirita, quería ser ella la elegida para aprender a curar… Pero… si una no tiene fe, no se
puede… ¡No hay caso! No es que se da así nomás…”
Cuentan que, después de la muerte del Coco, se la veía a “La Olga”, en navidad, paseándose por todo el barrio, después de las doce, metida en un disfraz casero de Papá Noel. Cargando una bolsa que le hacía crujir, literalmente, el ciático, como si anduviera falta de lubricación; igual a esos aparatos viejos que cuanto más ruido meten más eficaces se vuelven. Gruesa la tela del traje, no estaba diseñado para el verano, y eso que obra de ella misma… “… ¡Por copiar, a los yanquis, nos pasan esas cosas!…” Repartía regalos a un grupo de niños, prolijamente enrolados en una libretita azul, con pinitos verdes. La bondad de los pibes no los convertía en miembros privilegiados de aquel enrolamiento navideño. Recibían ese pedazo de fantasía si, y solo si, los papás pagaban, con “…un marrón, de 100”, antes del quince de diciembre. Olga pasaba por la casa de cada cliente, tambaleándose, espetando un perezoso y desafinado “Jo… Jo… Jo”; siempre aprovechando el batifondo que metían “… los cuetes, y los borregos…”. Si ella era la encargada de envolver los regalos “… El precio, es otro… Dos marrones de 100…, y depende qué papel elijan. Cada cosa cambia el precio…” Si la entrega se hacía en la puerta, o entrando por algún patio trasero, u otro lugar particular o extraño “… Ahí hay que negociarlo todo de nuevo. Una no está para tanto movimiento raro… Todo cuesta todo un poco más…” En algunos casos, los papis, le encargaban hasta la compra de los regalos… “¿Podés creer que ni siquiera se molestan en comprarle un regalo a sus propios borregos…? A esos les cobro mucho más, de bronca nomas… Mínimo, cuatro marrones. Los de la esquina ¡sí, los de la casa amarilla, con el gomero en la puerta!, el año pasado, le dejaron plata en el árbol. Un billete agarrado con un broche, con un moñito. La plata no les sirve para nada… Ni para regalarla ¡A esos les tengo un asco! ¡Bah,… lástima les tengo! ¿Qué futuro pueden tener esos pobres pibes…, si se crían pensando que la plata la regalan unos tipos mágicos? ¿Para qué los tienen?… ” La maternidad, para Olga, era una cuenta pendiente. Un tema duro que la ponía dura. Un tema que creía abandonado, que se le volvía recurrente.
Hacía tortas para afuera “…Avisar con tiempo. Mínimo 15 días…” Las de cumpleaños ocupaban la mayoría de los pedidos. La decoración no era su fuerte. Pero todo quedaba saldado cuando los clientes probaban ese bizcochuelo húmedo, con pedacitos de ciruela “… del árbol que hay en el patio… de Irma”, ahogaditas en un suave licor, “… tiene una mano para el chupi, la Pirucha. No sé qué le pondrá…, pero no da pataleta al hígado, ni nada…” Los clientes en el primer bocado, se arrepentían de la impresión inicial que les causaban esas cosas con las que intentaba decorar La Olga. Repetían el pedido sin dudar, sin dejarse llevar por la imagen inicial “…la comida es para entrar por la boca, no por los ojos…” Ella misma reconocía, con una sonrisa en los labios, que los conejos le salían un poco como canguros, las princesas gorditas y retaconas, con los ojitos feos “… No hay forma de que me salgan las piernas… y los brazos. Los perros son como caballitos chicos. Y si quiero hacer un caballo, mejor ni te cuento que me sale… ¡Una risa, che! ¿Será por los dedotes que tengo? Decí que la más chiquita de Susi, me hace unos payasitos hermosos con mazapán, que me salvan las papas”. Pan casero los viernes que no había planchado. Sorrentinos, de los gorditos, de verdura y seso, el último domingo de cada mes; no más de 24 por pedido “… quince días antes como mínimo…” Los sábados, todos, empanadas, fritas en grasa, no más de diez docenas “…Más no se puede… Después no hay forma de sacar el olor a grasa…” Cada tanto, le daba duro a la Singer, para ocuparse de algún que otro vestido importante “… ¿Vestir un muerto?… ¡Bueno, está bien! ¡Pobre viudita, pensar que fui al casamiento! ¡De traje fue el Coco, che! ¿Te lo imaginas?” No había nunca un “No”, cuando se hablara de trabajo “… Hay que pucherear Pirucha, por lo menos hasta que empiece a llover guita… ¡Qué lio sería eso! A nosotras seguro que ese día nos agarra durmiendo la siesta, Piru… No estamos hechas para tener plata… ¿Qué harías vos si te ganaras la quinela?…”
Nadie sabe, exactamente, cuando la bautizaron: “Almohadita” “… Es dañina la gente…” Hay una fábula, plagada de mentiras piadosas y animales urbanos, que la tiene como protagonista central. La cuentan en algunos recovecos barriales, donde los murmullos se hacen chisme, se multiplican y dispersan “… Había una vez una señora gordita, media macetona, frisona, que viajaba todos los días en el doscientos trece, desde el Barrio de las Viudas hasta uno de esos complejos de oficinas del centro…” Limpiaba vidrios, dicen, en una de esas enormes torres. El viaje en colectivo duraba un poco más de treinta y cinco minutos, siempre dependiendo del tráfico. “…A la mañana poca gente viaja para allá… Imaginate que los tipos que trabajan en esos edificios no se suben en esos carros horribles, inmundos, con olor a colonia de pino y mate cocido, ni aunque les apuntes con una lanza… A la mañana, antes de las seis, siempre encontras lugar… ¡Claro que esta oscuro! ¿Miedo, yo…, de quién? ¿Quién le haría algo a una vieja gorda que va a fregar vidrios? La tortafrita es lo único que me pueden robar. A la tarde cambia todo, eh. Es otra gente, otro clima, otro olor. Hacete a la idea de que vas a viajar parada, incómoda, toda chivada y enojada…” Olga viajaba simulando que dormía, como en trance, para evitar charlas imprevistas o saludos de esos largos. Siempre con la sien apoyada en el vidrio. Repasando el recorrido de memoria, un mapa hecho de pozos, pocitos, semáforos, pasos a nivel y curvas. Un desafío diario para la memoria, un paliativo contra la monotonía. Si el colectivo por alguna razón cambiaba de recorrido ella se daba cuenta al instante, sin abrir los ojos. Siempre sentada en el mismo asiento, con el bolso en el regazo y con ese saquito apelmazado, marrón, de tienda en oferta. Una mañana, como cualquier otra, un hombre de traje azul, atractivo, muy elegante, con un perfume distinto, se sentó a su lado. Estaban cerca de la Plaza Cabral, ella lo sabía por la curva, y el bullicio. Se le quedó dormido sobre el hombro, no bien pasaron por delante de Capilla de la Medalla. Olga ni se agitó. Hizo un ligero movimiento circular con la clavícula, inclinando ligeramente el brazo, para terminar de acomodarlo, acunarlo bien. Se pasó la parada de las torres, más de cinco cuadras. No se animaba a interrumpir tan plácida siesta. Sabía valorar el precio del cansancio, la ganancia del descansar “… daba la sensación, que el muchacho, soñaba y todo… Nombraba hasta a una mujer… Mariela o Marianela… y se sonreía, bajito…” Repentinamente, y como siempre pasa con la gente del centro, el hombre de traje azul se paró, un poco fuera de sí, desconcertado. Miró el reloj, se repuso, alineó su aspecto, pidió disculpas (varias veces) y encaró hacia la puerta de atrás. Antes de bajar del vehículo giró sobre sí mismo, caminó seguro hasta donde se encontraba sentada Olga, y volvió a darle las gracias (muchas veces). Le pidió los datos, con enorme amabilidad. Olga anotó en un papelito sucio que tenía en el bolso: “… Olga Costa de Pedriel. Cabildo 1834. Teléfono 435879 (Es de Pirucha. Una vecina. No llamar después de las 9 de la noche. Ni los domingos…” Dicen, cuentan, que el hombre la llamó a los dos días. Era miércoles, a las 7 de la tarde, a la hora de la novela. La invitó a su casa. Antes de tropezar con algún malentendido, se sumergió en una curiosa y somera explicación “… Hace mucho tiempo que no lograba dormir una sienta así, tan bien… Como el otro día en el colectivo, sobre usted… perdón, gracias a usted… ¿Se acuerda?… Yo todo el tiempo” Olga tomó un taxi, confiada, que la llevara hasta el domicilio de aquel joven abogado; él pagaba ese lujo. En cuanto llegó, el doctor, con exagerada educación, la invitó a sentarse en el sillón del living “Póngase cómoda, Olga, por favor… Como si estuviera en su casa…” Ella, por esas extrañas razones del tan nombrado olfato femenino, hizo caso sin pronunciar palabra alguna. “… Podés creer que el muchacho, el doctor, se me recostó en el hombro, otra vez, igualito que en el bondi. Se durmió una siesta de dos horas, con sueño incluido… Nombrando otra vez a esa mujer… Marianela. Hay una foto en la mesita ratona…, me parece que el ella. Más bonita, pobrecita. Yo miraba la tele…, estaban dando una de Belmondo… De esas de espías que me gustan a mi” Dicen que le pagó bien. La contrató para repetir la siesta todos los miércoles y los sábados. Olga dudó sobre agarrar los sábados, por el tema de las empanas, pero finalmente se convenció que la siesta era mejor opción, que el olor a grasa en las cortinas. Si pedía un día extra, se cobraba por separado, con recargo. La blanqueó como personal doméstico, con aportes y vacaciones, como se debe. Le alquilaba películas, para que no se aburriera en aquel cómodo sillón, pero Olga prefirió aprovechar ese momento para encarar tejidos “… Dos pájaros de un tiro, Pirucha… En tres siestas te hago un chalequito…” Las cosas que cuenta la gente. Seguro que es mentira.
Olga cuidaba chicos y viejos ajenos. Enfermos, cada tanto, les esquivaba un poco, cierta tendencia a la hipocondría la mantenía lejos de esas changas. Su especialidad eran los viejos “… de esos que siempre están por irse…” Los tomaba como trabajos rápidos, pero la cosa, muchas veces, se hacía mucho más larga de lo planeado “… Los viejos duran mucho más de lo que uno cree…” No les deseaba la muerte, pero le fastidiaba un poco la falta de coherencia. Las amigas (o vecinas) le comentaban, mientras mordisqueando risas malevas “… A vos, al final, se te mueren todos, Olga. Tenes una mano bárbara para eso…” No se ofendía, eran las reglas del juego, así los agarraba. Cuando aceptó cuidar a doña Encarna (Encarnación), la viuda del relojero, realmente estaba convencida que era para poco. Tanto se confió en vaticinar un rápido desenlace, que cometió un error (no esperado en una profesional): especular con los tiempos y comprar una semana de vacaciones en la laguna. Doña Encarna resultó ser un caso engañoso. De esa gente vieja, que se muere muy de a poco, lentamente, tomándose todo su tiempo, como degustando cada último traguito de vida (de aire) Como para que nadie se dé cuenta que se estaba yendo. Aceptó el caso por varias razones: la conocía de toda la vida, eran vecinas de manzana, se trataba de una vieja dócil, y tenían conocidas en común que cada tanto visitaban a la clienta y aliviándole el trabajo. La viuda del relojero, un ruso alto y elegante que solo salía del local para comprar una baguette, era una señora callada, menuda, delicada, ligera. Hablaba con un acento indescifrable, que la dotaba de una belleza enigmática. Callada, siempre, no tanto por la edad o la personalidad, sino más bien por la vida y sus desniveles. En una reunión de cosmética, poco antes que Olga se hiciera cargo de su caso, contó, con lujo de detalles, cierta estrategia que había pergeñado en caso de sentirse indispuesta e impedida para poder pedir auxilio. Solo un sorbo de licor de miel bastó para que adquiriera cierto brío y locuacidad, para acometer con la descripción de su estrategia. Sus compañeras de tertulia la escuchaban con suma atención, como si fueran tomando nota de cada paso, cada detalle a seguir en caso de contingencias. Era tan serena y exacta, al hablar, que resultaba placentero escuchar lo que había tramado para sobrellevar algún sorpresivo momento de zozobra. En medio de la explicación, influida por el licor, y para sorpresa de su circunstancial público, se explayó metódicamente describiendo al, por lo visto no tan bien recordado, relojero. Tres minutos le bastaron para sincerarse sobre la verdadera personalidad de aquel ruso, fanático de la baguette, con el que había pasado el setenta por ciento de su existencia. Las vecinas no dejaron de entrecruzar miradas, mientras escuchaban cómo la imagen que tenían de aquel hombre iba mutando, desgranándose, en cada sinonimia que ofrecían aquellos los labios sabor a miel. Todo dicho como al pasar, como si estuviera describiendo la receta del pastel de papa; con el mismo tono con el que había dicho “Buenas tardes… qué lindo que está el jardín…” Luego de ese pequeño paréntesis temporo-espacial, que remató con un mínimo suspiro final, la viuda continuó con la descripción de su estrategia, en caso de emergencias. Era simple, y no por eso poco contundente “El garaje de casa da a la vereda… No sé por qué les cuento esto… ¡sí habrán pasado, por ahí! Frente a mi casa viven: usted Irma, y vos Clarita… Eso también lo sabemos todas… La cuestión es la siguiente: En caso de que yo, algún día (¡Dios quiera que no!) me llegue a sentir mal… y no esté en condiciones de pedir ayuda les voy a enviar un mensaje. Voy a abrir la puerta del garaje, para que cualquiera de ustedes dos me pueda ver. Me voy a sentar en una silla, blanca de plástico. Con un camisón blanco. Me voy a poner una toalla, blanca, en la cabeza. Entonces: Si Irma y Clarita, o cualquiera de ustedes, un día me ven sentada en el garaje, en una silla blanca, plástica, con un camisón blanco, y una toalla blanca en la cabeza…es porque necesito ayuda, urgente… Pidan ayuda…” El SOS, pergeñado por esta diminuta mujer, no revestía mayor complejidad, era simple.
Olga, se convirtió en eslabón fundamental en la cadena de auxilio “… Primero: Soy la receptora del primer llamado de auxilio. Segundo: En cuando me entere de esto, tengo que llamar a urgencias, ambulancias. Tercero: Llamar a Luisito. Y que el llame a Silvia… No llamar yo a Silvia, porque se pone como loca… Cuarto: Buscar los ahorros que están en la falsa lata de arroz, y dárselo a Silvia, no a Luisito. Nada más. ”
Una tarde de planchado, súbitamente, se llenó el aire de gritos desaforados y exageradas manifestaciones. Olga, leyó rápidamente la situación, reaccionó con la frialdad y la presura que se esperaba de ella, en esos casos… “Vísteme despacio, que tengo prisa… (Como decía su madre,… que le decía un tipo a Napoleón)…” Precavida, desenchufó la plancha “… No sea cosa que por apagar una llama se me prenda fuego el trapo…, y un drama siga a otro” Se puso el calzado indicado, sin pensar en los detalles, ni la estética. Zapatillas apropiadas para acometer la carrera. Dobló la esquina, como si compitiera, secundada por otra vecina, que la empató en un santiamén. Olga, sobre el final, en un esfuerzo irreconocible y a pesar de la zapatilla que quedó en el camino, pudo corregir su performance llegando primera a la meta (al auxilio de la viuda) La puerta del garaje estaba abierta de par en par, como era de esperar. En la silla plástica, blanca, se encontraba desnuda (“… ¿Desnuda?…”) sentada la viuda, repleta de convulsiones y jadeos. Olga, superada por la situación, trastocó su rol, re-escribiendo, improvisando sobre el tan mentado plan. Sin llamar a nadie, pasándose por alto (y por los bajos) los puntos uno y dos del organigrama, arrojó a la viuda al suelo y comenzó a realizarle extrañas maniobras de rehabilitación. Sobre ese débil cuerpo atormentado, experimento extrañas maniobras de RCP. Intentó liberar la boca de una supuesta ahogadura. La viuda era débil, pero parecía irreconocible en los bríos del ataque. Parecía poseída por algún ente funesto. Olga impuso esa fuerza, conocida por todos, de la cual hacía gala, y se jactaba en las tardes de té canasta. No peleaba contra la viuda, sino contra la muerte misma. Tenía como objetivo mantenerla en este mundo, sí o sí, a pesar de que esta realidad la alejara de aquellas vacaciones pagas en la laguna “Ésta no se me va… por más que me pierda el viaje…” Cada vez que intentaba liberar esa lengua escurridiza, recibía mordiscos fuertes, lacerantes, intensos, y nada casuales. Optó por lo mejor: liberar la boca de esos dientes postizos, para trabajar con más comodidad, en el asunto de la lengua. Los dientes no salían, y se empeñaban en lastimar los gordos y robustos dedos de Olga. La vecina, venida a socorrista, ponía todo su esfuerzo al son de frases injuriosas, e insultos ajenos a sus costumbres, pero acordes a semejante cruzada. La dentadura de la viuda, junto con su vida, fueron rescatadas por los enfermeros del 911. Apartaron a Olga con un empellón violento, y dieron debida a tención a la viuda. Fue despedida, por Luisito y Silvia, al mismo tiempo que renunciaba. La dentadura de la viuda no era ajena a su débil cuerpecito “… ¿Por qué la viuda estaría desnuda?…” La señora lo contó, en medio de un suspiro mínimo, en la habitación 502, de tratados intensivos del Hospital Municipal. Ella pensó un plan, la silla blanca, el garaje, la toalla, y la mirada presta de las vecinas. Pero fue muy confiada, y no tomó en cuenta la débil memoria de sus vecinas, Irma y Clarita “… Me miraban sentadas en la silla… como si nada… Con y sin la toalla en la cabeza… Lo único que hacían era saludarme, seguir barriendo… y hablar anda a saber de qué…” No registraron nada, ni se percataron de su estado convulsivo “Me saqué el camisón, para ver si en pelotas les llamaba la atención…” Redobló la apuesta y agregó una variante más, tratando de levantar la medida del impacto visual. Lo logró, surtió efecto, pero no en las receptoras planeadas. La panadera, interpretó algo extraño, y salió corriendo en busca del auxilio más acorde: Olga. No hubo rencores, lo tomó con naturalidad, eran las grietas de su oficio, riesgos que se corren. La viuda siguió en eso de morirse, de a poco, mientras vivía. Olga no la cuida pero todavía le plancha. Los jueves le hace tarta gallega, y es fija los sábados para las empanadas “…Las changas van y vienen… Hay muchas si sabes encontrarlas…” Siempre quedaba la Singer, el pan casero, el planchado y otras tareas menos comprometidas. Olga es, en esencia, una costurera matriculada, no confundirse, de ahí el vicio de curar el empacho con una cinta métrica, y no con una cinta roja de raso.“… ¿Qué puede saber una costurera de oficio, la diferencia que hay entre dientes naturales o implantes?”
La aparición del muchacho ése, seguro que también fue un cuento. El chico llegó una tarde preguntando por el Señor Mario “Coco” Pedriel. Ella lo miró despacio y le contó con pocas ganas que el Coco se había muerto hacia como dos años. Él habló de su madre muerta y de su último deseo “Andá a conocer a tu padre… No le hagás ningún lío, ni a él ni a la señora (es una buena mujer, y te va a atender bien)… No les pidas nada… Saludalo. Después dejalos, y andá en paz…” Olga le contó que tenía unas vacaciones pendientes en la laguna “… Sabés qué lindo lugar. Tranquilo. Lleno de eucaliptus… y sauces llorones. Cada tanto aparece algún churrinche ¿Nunca viste uno? Parece un pajarito de dibujito animado… Sos muy parecido al Coco… los mismos ojos…”
Dicen que se fueron en la camioneta del Coco, les costó mucho hacerla arrancar, otra vez. El muchacho se daba maña con los “fierros”, y la sacó andando. A los quince días llegó solita en una combi… “No le regalé la camioneta… Se la dí para que la trabajara… El Coco se pondría chocho si se enterara que la camioneta sigue andando, cargada… Es buen pibe… Los mimos ojitos, che…”
En fin…
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