La luna ya se habrá ido. Se lo ha llevado todo. Maldita. Ha iluminado de plata rincones y cuerpos. Hojas, ramas, pechos y tierra. Ha iluminado nuestros susurros y nuestros miedos. En esta noche oscura buscaba calor. Y lo ha encontrado.

     El sol ya estará fuera. Todo estará teñido por la luz. La tierra no será negra. Habrá recuperado el color rojo sangre de los campos de esta zona. Cuando lleguemos a la finca el sol estará en lo más alto. No habrá sombras. Soplará el viento seco y caliente, cargado de polvo, que siempre sopla más allá del límite de los llanos. Y el calor que apretará, que ahogará. Que se meterá hasta los huesos. Esta noche la luna buscaba calor. Y lo ha encontrado. El calor de nuestros cuerpos, de la sangre. Sus mejillas han tenido roja sangre. Cuando lleguemos a la finca ya no habrá más. Tampoco sombras. Sólo verdades.

     Me llevan camino de la finca encima de mi caballo. No siento el calor de su lomo entre las piernas. Ni su respiración jadeante después del galope. Mi cuerpo está inerte. Se mece al vaivén de su paso lento. Ella lo guía. La recién casada, camino de su finca. Camina despacio, se mueve, aunque está muerta por dentro. A mi lado está su marido. Sin vida. Nuestros cuerpos están blandos. Y los brazos, que antes eran duros, son sábanas sucias y raídas mecidas por el viento.

     Fríos están nuestros cuerpos. Nos hemos matado a plena luz de la luna. Ha sido ella, no nosotros. Ella, de fría plata, buscando calor, lo ha encontrado en el hervor de nuestras sangres. La mía hervía de deseo, la tuya, novio de oro, de honor arrebatado. Debes saber que el caballo que ahora te porta es mío. En él nos hemos fugado la recién casada y yo la noche de tu boda. Yo detrás del olor de sus pechos y de sus trenzas. Ella buscando agua para su tierra seca. No hubo sábanas de Holanda. Ni colchas de carmesí. Sólo dos cuerpos desnudos y vivos. Ha sido la luna, no nosotros, que iluminando como un sol, deshizo toda sombra quedando enfrentados tu y yo. Y las navajas que brillaban como la plata. De repente, te he visto aparecer entre las ramas. Sólo recuerdo la silueta de muerte de una mendiga detrás de ti. Desaparecieron las voces de los leñadores que nos buscaban, el trote de los caballos de los convidados que nos cercaban. Desaparecieron también los gritos de miedo de la recién casada. Me abalancé, ciego de estirpe, no hacia ti, sino hacia la muerte. Pero vuestras caras se fundieron en una y me topé con el brillo plateado de tus ojos redondos y fríos buscando el hervor de mi sangre al tiempo que el frío de tu navaja penetraba por mis carnes allá donde tiembla la oscura raíz del grito. No te odio, entérate. Aquí no hay dos bandos. Los dos fuimos movidos por el amor a la misma mujer que era más fuerte que nosotros. Los dos somos llevados a lomos del mismo caballo. Los dos nos fundiremos en la misma tierra. Sé que sentiste el dolor de la muerte. Lo vi en tus ojos. Debes saber que yo no lo sentí. Yo ya estaba muerto mucho antes.

     La tuya no fue mi primera puñalada. Tu navaja sólo ha empapado la tierra con mi sangre oscura y espesa. La primera fue haber nacido en una estirpe sin posibles. Una puñalada que no me dejó comprar tierras ni crear simientes. La obligación de trabajar las tierras de otros sintiéndolas mías. Con el sol del verano cortaba las varetas nuevas de los olivos que salen en primavera para que la savia viva solo llegara a las ramas viejas y produjeran aceitunas hermosas. Los meses de invierno las recogía una a una con el amor de un padre. Las echaba en el capazo y cargada los sacos a la espalda hasta la fábrica. Otros preferían varearlas. Decían que era más rápido. Yo prefería palparlas, sentirlas en las palmas de mis manos porque fueron el fruto del trabajo. Y así un año y otro y otro… con las manos llenas de grietas de tierra roja. Grietas de otras tierras. A veces metía las manos en la tierra recién sembrada. Hundía, poco a poco, los dedos hasta el costado de mi cuerpo. Imaginaba que mis dedos se alargaban como raíces buscando el agua que calmara una sed que no conseguía apagar. Soñando un paisaje de color verde. La tierra es de todos, óyelo. La tierra es el origen.

     Con los primeros dineros me compré el caballo. Me lo vendió uno de criadores que venían a la feria del ganado. Un caballo de negra estirpe. De patas fuertes y cuello redondo y ancho. El caballo que ahora te lleva era el mismo, que exhausto, me llevaba a vigilar a tu prometida por las noches más allá del límite de los llanos. Galopaba como mi deseo por ella. Su corazón se excitaba con el mío cada vez que me acercaba a la finca a verla por la ventana. Al borde de la expiración nos alejábamos apenas sin aliento. El deseo frustrado, la sangre hirviendo y las manos frías. Con este caballo fui a ver a tu mujer el amanecer antes de tu boda. Fui el primero de los invitados en llegar. El resto veníais en carrozas tirados por caballos blandos. Entré a la finca siguiendo el olor de los nardos y los lirios. Escuchando de lejos las voces de fiesta de los convidados que estaban por llegar. Y allí estaba ella. Al frescor del zaguán sentada en una silla de enea. Enmarcada con azulejos verdes y azules. Al verla con las enaguas y el corpiño blanco supe que no volvería a haber un amanecer. Tu no me has matado. Me mataron el orgullo y los azahares de la corona que ella llevaba en el pelo. Estuvimos hablando. De cosas. Reproches de tiempos pasados. No te hagas mala sangre. No fui con intención. Sólo me movió la ceguera de verla tal como, en su día, la dejé. Yo me casé. Justo era que ella también se casara.

     El día de mi boda mis manos estaban atadas por hilos de plata que cortaban como el filo de una navaja. Me casé por orgullo. Por quitarme el velo de culpa que me apretaba las sienes. Ese día no me casé con mi mujer. Me casé con la tuya. Su cara y sus caderas eran las de ella. La noche de bodas las sábanas fueron de hilo y encaje y me topé con la verdad de un cuerpo extraño que no conocía. Mientras una era un olivo de hondas raíces la otra no era sino una fina vareta de las que nacen en primavera y se arrancan en verano. Al poco nació el niño. Un clavel de hojas tiernas fruto de una tierra equivocada. Y otro que está por llegar. Pobre mujer mía ¿Qué culpa tuviste tu? No oiré tus gritos cuando me veas llegar con las entrañas abiertas y la camisa blanca de boda empapada de sangre. Encerrada vas a quedar entre los muros de cal y los cobres en las paredes. Y pobres hijos míos que vais a llevar para siempre el peso de una estirpe de asesinos.

     Mi padre mató a tu padre. Mi hermano mató a tu hermano. Y ahora yo te he matado a ti. La ralea. Que la he llevado dentro como la negrura en la sangre y que me ha llevado, sin quererlo, a cumplir con un destino que no he buscado. No me culpes de tu muerte. Fue tu madre, esa adelfa envenenada de rencor que lloraba la suerte de los otros, la que gritaba en busca de un caballo que te adentrara en el bosque plateado de lunas y navajas. No era la voz de los muertos la que hablaba por ella. Era el grito de la estipe a la que estabas condenado. Ella lo sabía ya desde el momento en fuisteis a pedir a la novia. Recuérdalo cuando sus lamentos atraviesen los muros y su boca se llene de fango hablando de mi familia. Soy Leonardo, el de los Félix. Yo no he tenido la culpa. La culpa es de la tierra. Yo solo fui un hombre enamorado.

     El sol ya estará en todo lo alto. Pronto llegaremos a la finca. Cubrirán tu cuerpo de amapolas frescas. El mío de tierra seca.

     No volveré a sentir el viento caliente y seco de estos campos. Ni el lomo de mi caballo entre las piernas. Ni podré recoger las aceitunas en invierno. Siempre quise ser un olivo. Sembrad un olivo de hondas raíces encima de mi tumba. Que mi sangre sea la savia que haga crecer un árbol dé hojas verdes con el envés plateado.

     Sonarán las campanas de las iglesias y los chismorreos de las gentes del pueblo. No oiremos las voces de las viudas. Se encerrarán en sus casas entre muros de verdades y silencios. Solo quedará el canto amargo de una nana.

Duérmete clavel,

que el caballo se pone a beber.

Duérmete rosal,

que el caballo se pone a llorar.

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