ANTECEDENTES OLOR A SANGRE

Desde que era un niño sus padres supieron que algo estaba mal con él. Evan, un pequeño de rizos castaños y piel de porcelana, poseía una forma de ver muy distinta a los demás niños de la escuela católica a la que acudía; a él le gustaba dar miedo, le divertía ver el rostro pálido de las personas cuando se bañaban en terror, los gritos desgarradores, las súplicas… y la sangre. Roja y sucia sangre, desde la salía de las entrañas de los animales en los documentales que veía a escondidas de sus padres hasta la que había en los raspones en sus rodillas cuando se cayó de la bicicleta.

Siempre que tenía oportunidad, se escondía detrás de la puerta del aula con el fin de asustar a las monjas o cualquier otra persona por el simple gusto de escucharlos gritar.  Pero ese acto solamente fue el más inocente que realizó.

Fue llamado “hijo del mal”, “Satanás”, “la viva imagen de un demonio” durante sus años en la escuela primaria y, a él, sinceramente no le importaba. Las monjas le miraban con temor a la espera de que el niño se transformara en el demonio que tenía por alma y no tardó mucho en ser así. Evan se encargó de mostrarles que se podía temer de un chico con rostro de ángel sin la necesidad de una metamorfosis, no ocupó cuernos ni cola para hacerles saber a sus compañeros que estaban en presencia de alguien que los haría gritar, que les mostraría sangre solo por verlos aterrados.

Entró al aula mientras todos permanecían en silencio concentrados en la actividad escrita en la pizarra, él estaba impasible, con el pequeño cuerpo sin vida del hámster en sus manos, sangre escurriendo entre sus dedos dejando un hilo de gotas rojas en el suelo y el bolígrafo ensangrentado dentro de su bolsillo. Había apuñalado a la mascota de la clase y no parecía arrepentido de sus actos.

Bastó un el grito de un niño para que la profesora se percatara de lo que sucedía. Un grito tras otro, Evan se sentía superior, un poder sobre los demás extendiéndose por su cuerpo, como si se alimentara del miedo.

Sus padres, al enterarse, no sabían qué hacer. ¿Quién podía pensar que su angelito podría hacer tal atrocidad? Su madre había llorando preguntándose qué habían hecho mal y es que ella no lo entendía; Evan era un buen estudiante, tal vez un poco reservado y callado, pero nunca tenía esos comportamientos en su hogar. Por otro lado, su padre buscó una cita con el psicólogo más efectivo, encontrando a alguien del otro lado del país, por lo que se mudaron.

En un par de años, hubo avances gracias a Graciela, su psicóloga, Evan estaba teniendo mejoras en desarrollarse socialmente y los indicios de violencia no pasaban del 3%. Un milagro, diría su religiosa madre.

Las opiniones de él cambiaron también, durante la secundaria y preparatoria. “Un chico prodigio” fue llamado por sus profesores en la academia al notar los dotes artísticos a la corta edad de 17 años.

Nombrado jefe de clase, teniendo excelentes calificaciones y una reputación intacta, se graduó de la universidad. Apenas meses después, consiguió un buen trabajo  y no tardó mucho en enamorarse. Helena, ese era su nombre, quien desapareció dos años después de que ella y Evan se casaran. Una tragedia que lo mantuvo viudo durante un año hasta que conoció a una chica cantante de un bar llamada Catarina con la que, contra todo pronóstico, se casó dos meses luego de conocerla. Por desgracia, Catarina había sufrido un secuestro del que no se supo nada más, algunos decían que se debía a que comenzaba a ser famosa y algún mafioso la había secuestrado por gusto.

No fue hasta que encontró el amor en Graciela, su ex psicóloga quien reapareció en su vida, y apresar de la diferencia de edad, la amó, lo que no esperaba era que la mujer desparecería una mañana de su lado. Estaba a punto de salir de la casa que pertenecía a ella para buscarla cuando escucho un jadeó quejoso y un golpe.

El sótano, pensó.

Tuvo que forzar la puerta, patearla y romperla para enterarse de qué había dentro.

Horror.

Un sentimiento que él antes le gustaba infundir y que ahora comenzaba a adueñarse de él.

Ahí, entre viejas cosas y polvo, estaban dos de sus amores atadas y con miradas aterrorizadas. Helena y Catalina.

“Cariño, lo hice por nosotros, para estar juntos” escuchó tras de si. No quería darse la vuelta, estaba aterrado, verdaderamente paralizado de miedo. Lo último que escuchó fue un dulce “Lo siento” y un golpe en su nuca lo hizo caer inconsciente.

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