Desde que tengo memoria, mi hermana Ailema siempre estuvo a mi lado. Cuando éramos muy pequeñas, yo era su hermana mayor, la que la cogía de la mano cuando íbamos al colegio, la que restañaba su orgullo herido cuando se caía en el patio, la que le ayudaba con los deberes. A veces parecía que yo también fuera su madre.

   Más tarde, ella se convirtió en la hermana mayor, la que me ayudaba a encontrar un nombre para el pez que me habían regalado mis padres y que nadaba dentro de aquella pecera, redonda como un globo. Al pez lo llamamos Carlitos.

   Cuando empecé el Instituto, le hablaba de Pablo, aquel chico que me gustaba tanto. Pablo vivía en mi calle, unos números más arriba. Yo procuraba coincidir con él a la salida de clase y hacíamos juntos el camino a casa. Un día se paró en una tienda a comprar patatas fritas. Me dijo que tenía tanta hambre que no podía esperar a llegar a su casa. Naturalmente las fuimos compartiendo por el camino. Una de las veces que metió la mano en la bolsa sacó algo envuelto en papel de celofán. Era una sortija con una piedra roja enorme en forma de corazón. Pablo me la regaló.

   Aquella noche se lo conté a Ailema y ella estuvo de acuerdo en que Pablo estaba enamorado de mí.

   Todo lo que restaba de curso continuamos haciendo juntos el regreso a casa. Y yo le contaba a Ailema lo que él me había dicho o lo que yo le había dicho a él, en fin, ese tipo de confidencias. Al terminar el curso, Pablo me dijo que en verano se iría con su madre y sus hermanas a no sé qué pueblo de la Sierra y se despidió hasta el mes de septiembre.

   Pasó el verano y cuando llegó el primer día de clase, me puse la sortija para que Pablo viera que no me había olvidado de él, pero Pablo no apareció. Según me enteré luego, su familia se había ido a vivir a otro lugar. Por la noche se lo conté a Ailema, que me consoló y me animó a que mirase si había algún chico nuevo. Tendría que echar una ojeada.

   Pero no vi ningún chico que me gustara. Y entonces, justo entonces, empezaron mis padres a reñir. Discutían por la noche, cuando yo ya me había dormido y me despertaban sus voces. Al principio lo hacían de vez en cuando. Luego las discusiones se hicieron más frecuentes.

   Entonces yo le pedía a Ailema que se metiera en mi cama, sentía tanta angustia…. Pensaba que era por culpa mía, aunque mis padres casi nunca me regañaban y mis notas en el cole eran buenas. Aquellas riñas me desasosegaban, sentía miedo aunque no tenía claro de qué, quizás de que algún día se marcharan y me quedara sola. Ailema me abrazaba y me decía que no iba a pasar nada, que todo se arreglaría. Y aunque yo veía que cada día discutían más, seguía confiando en ella.

   Un día, al llegar del colegio, mamá me dijo: “Ven, Amelia, vamos al cuarto de estar, papá y yo tenemos que decirte una cosa”. Mis padres me dijeron que se iban a separar, que yo me quedaría a vivir con mi madre y que los fines de semana mi padre vendría a buscarme y los pasaría con él. Les pedí que por favor no se separaran, que estudiaría más, que me portaría mejor… pero no me valió de nada. Me dijeron lo de siempre: que era muy pequeña, y que ya lo entendería cuando fuese mayor. Salí llorando del cuarto de estar y le di un manotazo a la pecera que se cayó al suelo y se hizo añicos. Tuve tiempo de ver a Carlitos boqueando sobre las baldosas.

   Por la noche le conté a Ailema lo que había pasado. No entendía cómo dos personas que se querían, de pronto, habían decidido separarse. Y le reproché que me hubiera tenido tan engañada, a mí que había confiado siempre en sus palabras: que no me preocupara. “Pues sí que era de fiar”, le dije muy enfadada. A partir de aquel día no volví a hablarla. Ella también había formado parte de la farsa.

   Pasaron los días y los meses y me fui acostumbrando a dividir la semana entre días de colegio y días festivos, entre mamá y papá. Yo misma estaba dividida en dos. Lo único bueno era que se habían acabado las discusiones, que ya no sentía aquella tensión a la hora de irme a la cama.

   Sin embargo, había empezado a crecer en mi algo nuevo: era un sentimiento solapado de odio. Odiaba a mi madre, a la que hacía responsable de que papá se hubiera tenido que marchar; odiaba a mi padre por haberse ido, así, por las buenas, en vez de haberse hecho el fuerte. Y también sentía odio hacia mí misma, aunque no estaba segura de por qué. Tal vez por no haber sido capaz de mantenerlos juntos o por no tener el valor suficiente para marcharme de aquella casa, en la que ya no era feliz.

   Había pasado algo más de un año, cuando papá me presentó a su novia. Ella parecía simpática pero yo sentí que no quería volver más a aquella casa, y aunque papá insistió en que era también la mía y que no había motivos para que dejara de ir los fines de semana, yo me negué a volver.

   Luego fue mamá la que se echó novio, aunque tuvo el detalle de no traerlo nunca a casa. Me lo presentó en una cafetería a la que me había llevado con el pretexto de tener una conversación “de mujer a mujer”, me dijo. Yo no sabía qué esperar pero me temía algo importante. Y sí, fue importante. Mi madre empezó divagando, que si ya era una mujercita, que si tal, que si cual… nada concreto. Y entonces entró él y mamá me lo presentó. Se llamaba Felipe y mamá me dijo que era un amigo, “un buen amigo”, subrayó. Yo hice como que no me daba cuenta de lo que aquello significaba y les seguí la corriente. Ella empeñada en convencerme de que Felipe era una persona estupenda, muy divertida, haciéndole repetir los chistes que le había contado el día anterior. Él, esforzándose en parecer un tipo encantador. Y yo, aguantándome las ganas de dejarles plantados a los dos y salir corriendo de la cafetería y perderme y no volver a verlos en la vida.

   Por la noche, mi madre me preguntó qué me había parecido Felipe. “Bien”, le respondí sin más. Ella quiso seguir la conversación pero le dije que me iba a la cama.

   Y entonces regresó Ailema. Le hablé de la novia de papá y del novio de mamá, de lo furiosa que me sentía, de mi odio hacia todos, también hacia ella por haberme tenido engañada. Odio, esa era la palabra que me venía una y otra vez a la cabeza. Y lo que, en una época tanto había temido, era ahora lo que más deseaba: quedarme sola. A Ailema le afectó mucho aquella confesión, se la veía temblorosa. Antes de quedarnos dormidas, me prometió que me ayudaría.

   Sin embargo, pasaron meses y meses sin que nada cambiara. Empecé a arrepentirme de haber confiado otra vez en Ailema.

   Una noche, sin embargo, Ailema apareció de repente. Pronto se acabarían mis preocupaciones, me aseguró. Y yo estuve segura de que así sería.

   Al día siguiente, en el colegio, nada más comenzar la primera clase de la mañana, me llamó el director a su despacho. Me hizo sentar y después de retorcerse las manos durante un rato, empezó a decirme que tenía que ser fuerte, incluso se levantó y me puso una mano sobre el hombro, había ocurrido una desgracia: la policía acababa de llamar al colegio. Mi madre se había caído por las escaleras, todo indicaba que se había escurrido o había tropezado con algo. Cuando llegaron los médicos no se pudo hacer nada por ella.

   Ahora solo me quedaba mi padre.

   Esa noche hablaría con Ailema.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS