Las notas de In a sentimental mood, de Duke Ellington escurren sobre mi esquelética figura y mis ojos se pierden en el techo de mi cuarto. Desparramado en el sillón permanezco en calidad de bulto y sólo mis pies acompañan el ritmo de esa maravillosa música mientras los sorbos de hirviente café se deslizan por mi oxidada garganta.

A mi edad el tiempo no es una preocupación que me quite el sueño. La vida actual me convirtió en un Harry Haller al garete que se enfila dando tumbos hacia lo incierto. De vez en cuando deploro a aquellos hombres y mujeres que su vida gira en torno a la búsqueda de la medalla, al apapacho, al reconocimiento, a la migajas del ascenso en los escalafones laborales y sociales. Y constato con estupor que los aduladores siempre llegan muy lejos y se instalan cómodamente en su paraíso kitsch. Ante esas personas me siento como una planta marchita que le roba luz a los rosales. He descubierto que mi forma de ser feliz es el resultado de poder ignorar todo lo real. Por otra parte, reconozco que lo que a mí me mueve son las cosas más simples, como leer un libro o deleitarme con una pieza musical, o de vez en cuando la agradable compañía de una mujer.

Esta noche padezco un ataque de recuerdos. A veces pienso que mi síndrome hipermnésico es una verdadera maldición. Veo el pasado al final de un tren, como si los recuerdos vinieran arrastrados en el último vagón. De un tiempo a la fecha no encuentro la razón para estar a gusto en este mundo. Observo que los demás son muy felices hasta con las cosas más insignificantes, como leer horóscopos, o recibir una llamada o consultar frecuentemente sus redes sociales. No me interesa la melancolía ni proyectar en los demás una apariencia de atormentado que camina por el mundo con la mirada perdida. Desde hace tiempo me importa un carajo lo que piensen de mí. Con tal de escapar de este aburrido letargo, a veces intento parecerme a los demás pero termino por sentirme torpe y ridículo.

Me encanta camuflarme entre la masa alienada de mis semejantes, compro objetos materiales – como todos los demás – y en general prendas de vestir y termino por sentirme más infeliz que cuando inicié las compras. Admito que tampoco quiero quitarme la vida, me parece que soy demasiado cobarde para ello. Cuando me ataca una gripe, me alarmo tanto que enseguida busco la manera de contrarrestar la enfermedad.

No puedo reprocharles nada a las mujeres que han compartido conmigo un trozo de su vida, al contrario, han sido muy generosas y entregadas. Pero en cuanto empiezan a hacer planes para el futuro inmediato como pareja, entro en un profundo estado de inquietud y con el mayor tacto posible les comento que no me veo el resto de mi vida con alguien. Por supuesto, enseguida se alejan y me quedo otra vez en mi isla de la fantasía, como un Robinson apolillado.

En la época de lluvias del año pasado, la directora de recursos humanos llegó a mi oficina acompañada de una joven para que hiciera sus prácticas profesionales en la empresa donde trabajo. Mi saludo fue amable y frío al mismo tiempo, debido a que en los ambientes laborales y escolares hay una enfermiza atmósfera para inculpar de acosador hasta por mirar de manera sospechosa a una mujer. Hoy están puestas las condiciones para que con una rapidez asombrosa un sujeto pueda ser señalado como acosador, enfermo, psicópata, libidinoso y caliente, y el escarnio público enseguida se propaga como una pandemia.

Me aterra pensar que yo pudiera estar en el centro del señalamiento público. Esta singular forma de vida de los últimos años me ha servido para ver más de un momento a una mujer, según yo, de manera discreta, aunque las mujeres con las que he salido han mencionado que es eso falso.

Durante tres meses Karla pasó cinco horas diarias en su escritorio, frente al mío y junto a un anaquel en el que guardábamos los dispositivos de almacenamiento de información de todos los datos que diariamente utilizamos en la oficina.

Creo que no existe sobre la tierra algún hombre que pueda mantenerse indiferente al aroma de una mujer, o a su sonrisa, o al sonido de sus pulseras o a su mirada, o a cuando se acomoda el cabello. Son pequeños gritos silenciosos difíciles de evadir para el espíritu de un macho.

Frecuentemente me descubrí observándola con el rabillo del ojo. A veces veía el brillo de su cabello o cómo lo colocaba atrás de la oreja. O cuando se dirigía al anaquel para guardar un CD con datos recientes. Noté sus pasos decididos y su figura espigada. En una ocasión le indiqué que su celular debía permanecer en modo vibrar en la oficina y que no me importaría el número de veces que debiera salir para atender las llamadas en el corredor de la oficina. Muchas veces la vi esbozar una breve sonrisa cuando miraba su teléfono. Sobra decir que los jóvenes son adictos al celular y a sus mensajes instantáneos, carentes de profundidad, y con chistes a la ligera. Vaya plaga que tenemos que soportar quienes seguimos resistiendo con estoicismo el embrujo de los celulares.

Cuando mis compañeros de trabajo me acribillan con sarcasmos diciendo que soy un amargado y un analfabeto digital les comento que Hemingway por muy puto premio Nobel que fuera, jamás me convenció de amar las corridas de toros. Por supuesto que tengo un teléfono celular pero hasta ahora puedo decir que soy indiferente a su hechizo. Sólo hago llamadas con él. Lo mucho que ignoro de la vida lo busco directamente en la biblioteca pública.

Karla llegaba a las catorce horas y se retiraba puntualmente a las diecinueve, de lunes a viernes. Por las mañanas asistía al último semestre en la universidad. Tenía veintidós años, un mechón de pelo azul en la frente, el tatuaje de una rosa en el lado derecho del cuello y un percing en la ceja izquierda. Noté que de lunes a jueves vestía ropa formal y zapatillas, medias y maquillaje. El viernes asistía a la oficina sin maquillaje, pero con pantalón de mezclilla y botines de gamuza, suéter holgado y pelo recogido en un chongo. Siempre la vi como una moneda recién acuñada. Todos los días saludaba de manera amable, con sonrisa de primavera y un fuerte apretón de manos. En cambio, mi saludo era breve y cortante. Enseguida le entregaba una lista con las actividades a realizar ese día y le anunciaba que saldría a comer. Yo sabía que Karla estaba concentrada en el trabajo cuando miraba fijamente la pantalla de la computadora y con la mano izquierda tamborileaba lentamente sobre la mesa.

Por aquella época mi instinto animal – el lazarillo de mi mayor confianza – estaba adormilado, apagado como un sol en invierno.

Karla llenaba el ambiente de la oficina con su singular presencia. Bastaron dos semanas para que yo pasara de un inicial escepticismo a una inquietante devoción por ella.

Al término de la jornada laboral, siempre camino lentamente hacia la estación del metro mientras el bullicio de los vendedores ambulantes y el olor a fritangas invaden las calles. Al final del viaje en metro acostumbro a caminar las seis calles que separan la estación del metro de mi domicilio.

Vivo en un cómodo cuarto de azotea en el tercer piso de un edificio. Tengo lo indispensable para vivir: un guardarropa, una cama individual, mis discos de jazz, una repisa para libros, un sillón, una pantalla de televisión y en otro pequeño cuarto una estufa, una lavadora, y algunos utensilios de cocina. El baño es aparte y compartido, pero soy el único habitante en esa azotea porque los otros cuartos para las trabajadoras domésticas en realidad son pequeñas bodegas de los habitantes de los departamentos del edificio. Mi austera forma de vida se originó desde que llegué a vivir a la ciudad a los dieciocho años en vecindades, en decrépitas pensiones y en cuartos compartidos con varios de mis compañeros de universidad. En este cuarto de azotea me siento en el penhouse de un lujoso hotel mientras escucho a Vic Dickenson. Exactamente enfrente está un parque al que voy a correr casi todos los fines de semana por las mañanas.

Las lluvias de aquel verano como siempre provocaron un caos en la ciudad. En esa ocasión todos los usuarios fueron expulsados de los vagones porque los trenes no pudieron avanzar. Aquella noche toda la tristeza de la ciudad se desplomó con la tormenta. Recuerdo perfectamente que al otro día de aquel bíblico aguacero Karla llegó a la oficina más alegre que de costumbre. Parecía como si toda la noche hubiera cogido mientras el cielo prácticamente de desparramó sobre la ciudad. Su semblante era luminoso y con sus movimientos delicados, inundó el ambiente de la oficina con el aroma que despiden las mujeres sexualmente satisfechas. Para no distraerme con ella recordé la sentencia de Hemingway: El trabajo lo cura casi todo, así que decidí concentrarme en la revisión de un programa de publicidad para una empresa de zapatos. Una hora antes de su salida en aquella noche, se plantó frente a mi escritorio y me indicó que ese día cumplía las ciento veinte horas de servicio social y que iniciaría los trámites en el departamento de recursos humanos para recibir su carta de liberación. Yo levanté la mirada y me encontré apuntado con una mirada alegre y llena de vida. Por un acto reflejo me acomodé el nudo de la corbata y tosí un poco inquieto.

  • Supongo que desde anoche lo celebraste – y lancé una sonrisa llena de malicia. Ella se ruborizó un poco pero recuperó el aplomo enseguida.
  • Voy a extrañar este lugar. Me sentí muy a gusto y sobre todo aprendí muchos trucos que hacen las empresas para publicitarse – dijo mientras se acomodaba el cabello detrás de la oreja.
  • Bueno, sólo hacen lo que hacen con tal de vender. Y ahora cuáles son tus planes. Bueno, si es que deseas comentármelos – dije torpemente.
  • Ahora me dedicaré a terminar mi tesis. Pero lo que quiero en este instante es otra cosa. Más bien es una petición – y volvió a clavar su fiera mirada sobre mí – bueno, en realidad quería agradecerle el haberme dejado trabajar en esta oficina y…
  • Pero eso yo no lo decidí – dije para ponerme a la defensiva – en realidad fue el departamento de recursos humanos quien te asignó a este lugar y…
  • Pero estuve muy a gusto y aprendí mucho – contraatacó – además usted ha sido muy respetuoso y sólo quisiera saber si acepta que lo invite a comer o a cenar.

¿Así será de agradecida con los profesores que se siente a gusto? Pensé un poco disgustado y receloso. Me levanté de mi asiento y caminé hacia ella. Sentí de cerca el hechizo de su presencia pues la milenaria naturaleza de mujer segura de sí misma ella la desplegó ella en ese preciso instante. Ahí estaba justamente el estado emocional más perturbador que un hombre experimenta al contacto de una mujer inquietante. Sin embargo, la atracción y el deseo irrefrenable por poseerla me invadió. La parte más primitiva del macho insatisfecho apareció en ese instante acompañado de un torbellino de advertencias.

  • No tienes nada que agradecer y la verdad no sé qué decir.
  • Es una manera de corresponder a sus atenciones y a que pude aprender en este lugar – y recorrió con una tierna mirada el espacio de la oficina.
  • De acuerdo – dije alejándome de ella, entre nervioso y expectante. Seguro de que había notado mi inquietud. Se adueñó de la situación. Estaba consciente de su poder sobre mí y seguro pensó voy a poner más nervioso a este escéptico cincuentón canoso. Me tendió la mano y se la estreché con suavidad. Ella se acercó aún más y me abrazó. Su aroma y aliento me invadieron, fue una bruma en la que de pronto me vi envuelto. Fue sólo un instante pero lo suficiente para sentir el mortífero calor de un depredador sobre su presa. Hacía mucho tiempo que yo no había abrazado un cuerpo juvenil, y no pude evitar el recuerdo de algunas de mis compañeras de la universidad, cuando en mi cuarto de azotea pasábamos unas tardes y noches haciéndole ofrendas a la diosa que nació de la espuma y teniendo como fondo la música de Chet Baker y Miles Davis. ¿Cómo me veía Karla en ese momento? ¿Amable, atractivo como su tío o su hermano mayor, o peor, como su padre, su jefe acosador? ¿Estaría pensando si me había provocado alguna erección?
  • Estaba claro que ella sabía de su poder de seducción sobre mí. Mi fragilidad se mostró en todo su esplendor. Ahí estaba gran parte de la esencia humana: el dominado y el dominador.
  • Una semana después me llamó a la oficina para preguntarme si el siguiente sábado podíamos charlar en un café. Acudí al lugar y llegué unos minutos antes. Para mi sorpresa Karla ya se encontraba en una de las mesas. Me recibió con una gran sonrisa y ese gesto sirvió para que yo entrara en un estado de tranquilidad. Me contó a grandes rasgos la historia de su vida, y le correspondí de igual manera. Pasaron cerca de dos horas y recordé las infinitas tertulias que tuve con mis compañeros en la universidad, sobre todo después de ver las películas de Woody Allen. Tanta palabrería nos llenó de apetito así que Karla propuso un lugar cercano para cenar.
  • En el trayecto se colgó de mi brazo pero la sensación de peligro que yo experimenté en la oficina había desaparecido. Dejé de sentirme una presa frente a su captor. La sensación de que ella se estuviera divirtiendo a causa de las debilidades de los hombres cincuentones sobre mujeres de veintidós años, me importó un carajo. Asumí que yo iría tan lejos como ella lo permitiera. Aún a costa de que más tarde Karla platicara entre risas y burlas con sus compañeras que se había echado a un vejestorio cincuentón. Durante la cena nos atiborramos de vino. Karla se puso más alegre aún y su desparpajo me contagió. Sus frases eran saltarinas, llenas de vitalidad y su risa contagiosa. Constantemente intentaba comparar a la risueña escandalosa que estaba a mi lado con la chica de las prácticas profesionales que conocí en la oficina. No resistí y se lo mencioné y como respuesta me dijo al oído en este momento me importa un carajo tu barba de metrosexual y el nudo Windsor de tu corbata, y estalló en un nuevo ataque de risa. Nuestros gestos eran ahora como de dos colegas que se han encontrado después de mucho tiempo
  • Casi al fin de la velada recuerdo muy bien que se desternilló de la risa cuando le conté que Hemingway le había dado clases de boxeo en Paris a Fitzgerald y que éste era un debilucho incapaz de lanzar más de tres golpes fuertes a la vez, por lo que Ernest desistió de tan inútil tarea.
  • Al salir del restaurante Karla se volvió a colgar de mi brazo. Caminamos lentamente y en silencio hacia una avenida por unas encharcadas calles de sur de la ciudad.
  • – ¿A dónde vamos?
  • – A buscar un taxi para que te lleve a casa.
  • – ¿No me vas a invitar a la tuya?
  • – No creo que sea prudente. Una chica de veintidós años a punto de graduarse no debe llegar tarde.
  • – No me espera nadie en casa. Mi padre está de viaje y mi madre de seguro anda con su amante.
  • – Bueno, mi casa no es un palacio.
  • – No seas idiota. Quiero pasar la noche contigo.
  • – De acuerdo, pero debemos pasar antes a una farmacia.
  • En esa noche la lluvia caía mansa, como para no perturbar nuestros oficios amatorios. Sentí el gozo de la posesión. El triunfo de lo avasallador sobre lo indefenso. Seguramente Karla gozaba hasta la saciedad su dominio aplastante sobre este quijote desahuciado. En la penumbra alcancé a ver su mirada totalmente descarada. Era una viuda negra meciéndose alegremente en su telaraña mientras cazaba a su presa, al insecto atrevido e ingenuo que decidió cruzar por un lugar equivocado.
  • – Me gustas.
  • – Lo sé. Siempre te vi observándome. Eres un hombre inseguro.
  • – Tengo miedo de que me taches de acosador.
  • – Eres un macho lleno de prejuicios. Debes ser más libre. A las mujeres nos gusta gustar. Nos gusta atraer.
  • – ¿Te refieres a mujeres jóvenes con hombres de cincuenta años?
  • – Bueno, no pareces de cincuenta….sino de sesenta. – Y soltó una risa cálida y amable. Tan amable que enseguida me hizo rechazar mi habitual inseguridad y volví a poseerla. Me sentí Cíniras con la bella Esmirna en esa noche lluviosa.
  • En ese momento la relación licenciado – pasante de profesionista había quedado aniquilada, y en su lugar apareció un hombre inseguro y una mujer completamente desinhibida, que hacía gala de su poder milenario, de hechizadora, de maga incesante y diosa imperturbable.

La música de Duke Ellington había terminado. Escuché cómo el silencio invadió mi cuarto de azotea. La lluvia había amainado. El libro que sostenía entre mis manos ahora estaba en el piso. Esbocé una sonrisa llena de lasitud, me desnudé y me acomodé en mi ruidosa cama, dispuesto a dormir aún con el vivo recuerdo del sabor de Karla.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS