El conventillo del Bajo Flores

El conventillo del Bajo Flores

Eduardo Valerio

17/04/2021

Se trataba de un conventillo del Bajo Flores, un sub barrio pobre ubicado en el sur de Flores. Por lo general la pobreza se concentra en el sur.

Como es sabido, los conventillos crecieron en la ciudad de Buenos Aires a partir de las primeras décadas del siglo xx al compás de la inmigración, sobre todo de españoles e italianos que comenzaron a poblarlos, y se caracterizaban por albergar en una casa grande a distintas familias inquilinas que habitualmente compartían el patio y el baño. Dieron letra a la literatura, inspiraron al teatro y en alguna medida al cine. Por supuesto fueron importantes para el tango, “Aquél que solito llegó al conventillo…”

Se trataba de un conventillo aunque sus moradores no lo vivieran como tal. En parte porque en realidad no eran tan pobres como los habitantes de los típicos conventillos; en parte porque no circulaban entre ellos los chismes y nunca estallaban los conflictos más o menos importantes habituales en los conventillos. Se debía tal idílica situación a la sencilla razón de que las cuatro familias que lo integraban estaban compuestas por personas educadas. La educación, en el sentido de los buenos modales, la “cultura de la sangre” de la que hablaba Yupanqui, es un don que no se relaciona mayormente con el nivel económico o con los estudios realizados. Hay educados y maleducados en todos los ámbitos. Los maleducados que escuchan música a todo volumen molestando la tranquilidad de los vecinos no se corresponden con una clase social determinada, del mismo modo que es una tontería de “izquierda” o de cierto catolicismo pensar que los pobres son buenos por el hecho de ser pobres. Con muy poco de calle o de vida uno ya sabe que hay pobres buenos y pobres malos así como ricos buenos y ricos malos. Y eso sin entrar a considerar de que en realidad en todos los seres humanos anidan el bien y el mal y que la mayor preocupación que deberíamos tener es la de optar por el lado correcto del péndulo.

La casa estaba bien conservada y pintada de un gris claro. El garaje se había convertido en mitad pasillo de entrada y mitad un pequeño cuarto que ocupaba Patricia, la hija de una mujer viuda, Catalina, la que a su vez tenía su habitación del otro lado del pasillo, junto a una cocinita, a la que seguía otra habitación más grande que correspondía al hijo de la referida señora. Si la hija, de profesión peluquera, era una chica alegre y risueña, el hijo, al que todos llamaban Juanjo, era un muchacho reservado aunque también tratable. Había emigrado años atrás a la ciudad de Córdoba empleado por una empresa que finalmente quebró. Regresó pero ya acompañado por su esposa cordobesa, Mariela, y dos hijitos, una nena de tres años y un bebé varón de apenas seis meses de vida. Obrero metalúrgico especializado, consiguió rápidamente un nuevo trabajo. Eran los mencionados los integrantes de la primera vivienda, pero la que sobresalía entre ellos, líder carismática por naturaleza, inigualable representante de las mujeres de temple, madre capaz de criar sola a sus hijos después de haber enviudado tempranamente y no obstante salir adelante, era la mencionada Catalina, mujer extraordinaria, ya de 60 y pico de años pero firme como una roca, siempre atenta a los problemas de los demás, dispuesta a llevar eficaz consuelo a quien lo necesitara.

Y quien más lo necesitaba era Rosa, moradora de la segunda vivienda, pues su marido había fallecido en tiempos recientes en un confuso incidente de tinte policial ocurrido en Don Torcuato, lejos. O se trató de un robo que terminó en tragedia o consistió en un ajuste de cuentas entre gente de avería. En el barrio, los mal pensados daban crédito a la segunda hipótesis basados en cierto talante misterioso y duro que tenía el difunto esposo de Rosa, pero en la casa grande nadie hablaba del tema y únicamente había solidaridad para con la viuda y su único hijo, Javier, que a imagen de su padre era un joven serio, silencioso y de nula simpatía. Madre e hijo compartían la única habitación que les correspondía, grande y dividida en mitades iguales por un biombo. En frente, en parte de lo que había sido un gran patio, tenían la cocina, construida en madera.

En la tercera vivienda, al final, vivía una mujer de unos 50 años con su madre anciana y una corte de gatos, todos en una única habitación. A Elena y a Teodora, la hija y la mamá, les tocó en suerte la cocina grande, original de la casa. Poco la disfrutaban. Elena estaba permanentemente alcoholizada, desvinculada de la realidad, y su madre, callada, era una observadora circunspecta de la adicción y de la autodestrucción de la hija. Apenas las dos mujeres se conectaban con el mundo gracias a la periódica visita de un sobrino de Elena, un joven de menos de 30 años, que llegaba con sonrisas, regalos y palabras de aliento. Muchas veces también con víveres, que Elena en su estado ni estaba en condiciones de salir a comprar. Parecía que sin el muchacho madre e hija morirían de inanición, sin queja alguna. Ambas eran silenciosas y jamás, ni en los peores momentos de Elena, ésta se hacía escuchar con gritos o ruidos. Tampoco nadie supo nunca algo de su pasado, tal vez había sido una mujer bella, con esperanzas y sueños, que amó y fue amada, pero si todo esto había ocurrido, nada quedó.

Al terminar el patio, prudentemente apartado con mampostería de la cocina de Elena y su madre, se encontraba el baño general. Era de grandes dimensiones y los integrantes de las tres familias lo utilizaban con turnos para ducharse y sin disputas para las demás necesidades.

Finalmente, frente a la última habitación y a dos metros de la cocina de madera de la segunda vivienda, comenzaba una escalera que conducía a la última de las moradas. Se trataba de un departamentito con dos habitaciones minúsculas y una cocinita y un baño en el que apenas uno podía moverse sin chocar los artefactos. La ducha funcionaba con alcohol. A la cocina no llegaba el gas natural, había garrafa. La existencia de esta vivienda, independiente del resto salvo por la entrada general, configuraba otro hecho distintivo. Sus moradores eran una mujer de unos cuarenta años, de nombre Nélida, y una chica de 16, Gabriela. Eran nuevas inquilinas, nada se sabía de ellas, pasaban y saludaban con cortesía pero nunca daban conversación. Representaban un misterio, a punto tal de que en un principio se ignoraba si la señora era la mamá, una tía o incluso una hermana muy mayor de la chica. Un dato curioso era que el uniforme escolar de esta última delataba la asistencia a una escuela secundaria privada, insólito en esa época para el nivel del barrio y de la misma vivienda. La única explicación que se daban los vecinos era que un padre ausente pagaba la escuela, pero sólo la escuela. La chica era linda, seductora en su lejanía, y sin llegar al desprecio miraba a todos con cierta soberbia, como indicando de que se trataba de un error su estadía en ese lugar, que ella pertenecía a otra parte. Pero ahí estaba.

En esta vida tranquila, de prudencia y de respeto, en la que todos parecían transitar los lugares comunes como en puntas de pie para no molestar a los demás, una cadencia en el aire que si la casa hubiera estado ubicada en frente de un parque de árboles frondosos parecería parte de un ambiente bucólico, en esta casa común que era una maravilla para su contexto y su época – plena década del 60 con su barullo político; con el novedoso y a menudo escandaloso surgimiento de los hippies enarbolando el amor libre, la popularización de la marihuana y otras drogas más pesadas; la aparición de los Beatles, revolucionando las costumbres, en un principio con mucho ruido antes de verificarse como los creadores de las melodías de calidad más hermosas desde los tiempos de la música clásica -, en este verdadero oasis de paz, de pronto, sin previo aviso, un hecho terrible aniquiló la maravillosa armonía, Javier, el hijo de Rosa, apareció muerto en el patio, al pie de la escalera que daba a la vivienda de arriba. Resultaba evidente que había caído rodando por la escalera y que había muerto como consecuencia de golpear la cabeza contra las baldosas del patio. Al escuchar el fuerte golpe Rosa temió lo peor, salió al patio desde la habitación en la que estaba haciendo una siesta prolongada y se abalanzó con desesperación sobre el cuerpo caído de su hijo para intentar ayudarlo, pero al instante se dio cuenta de que nada podía hacer, de que estaba muerto. Ante los gritos desgarradores de la madre desesperada, aparecieron de inmediato Catalina y Patricia pero no Juanjo con su esposa ya que habían salido con los hijos a pasear por el barrio. Era domingo, el día en que uno menos espera que ocurra un accidente fatal, a pesar de que es sabido que el Diablo no se toma días feriados. Elena miraba desde la puerta de su habitación. Su anciana madre parecía esconderse detrás de ella. Mientras Catalina, con lágrimas en los ojos, trataba de contener a Rosa, ya fuera de sí, berreando, descontrolada de dolor, Patricia corría al barcito de la esquina para pedir prestado el teléfono con el que llamar a una ambulancia. En tanto nadie se asomaba desde el departamento de arriba. ¿No estarían las supuestas madre e hija?

  • No, no estarán, habrán salido, no se asomaron en ningún momento – respondió Catalina al interrogante de Patricia al regresar ésta de haber realizado el llamado de emergencia -.

Pero como la joven peluquera tenía un presentimiento, subió la escalera. Golpeó la vieja puerta de chapa.

  • ¿Hay alguien?

Silencio.

  • ¿Hola, me escuchan, hay alguien?

Se mantuvo el silencio. Algo extrañada, Patricia optó por no insistir más, bajó las escaleras. Pero la sorpresa fue mayor cuando al llegar la Policía, casi detrás de la ambulancia, y mientras dos técnicos, una muchacha y un muchacho, evaluaban la posición del cadáver para pasar luego a revisarlo, uno de los policías, haciendo caso omiso a lo que le dijeron acerca de que arriba no había nadie, subió la escalera para golpear fuertemente a la puerta y, entonces sí, apareció la joven estudiante secundaria, con cara contrariada como si la hubieran interrumpido mientras miraba una novela por la televisión, que en la época era en blanco y negro.

A la semana, en el Departamento Central de Policía, el comisario Juan Ignacio Zabala, apodado “Nacho”, casado, 3 hijos, fuma su sexto cigarrillo del día. Y no eran más de las 10 de la mañana. En tanto su ayudante, el sargento Carlos Pérez, “Pipa” para los de confianza, divorciado y sin ánimo por el momento de reincidir, un hijo al que ve periódicamente, deposita dos tacitas de café humeantes sobre el escritorio para sentarse luego de frente a su superior.

  • Entonces qué tenemos, Pipa, en el caso del conventillo del Bajo Flores – interroga Zabala, con ojos cansados, había dormido poco. ¿Habrá salido con alguna minita? – piensa divertido el subordinado -.
  • Poco, pero algo – responde Pérez mientras abre una carpeta pero sólo por costumbre, lo que tiene para decir lo sabe de memoria.
  • Bueno, dale, enumeremos ¿querés?
  • Sí, Nacho.

1) El cuerpo del occiso aparece tirado muerto en el patio. El óbito se produce por el golpe de la cabeza contra el piso. Eran las 4 y media de la tarde del domingo 14 de junio, el domingo pasado anterior.

2) Es prácticamente seguro que cae rodando por la escalera desde el último escalón ya que había barro en el mismo, así como por toda la escalera, y se verificó que las zapatillas del occiso estaban embarradas. A la mañana había llovido y las calles del barrio son de tierra, incluso muchas veredas están rotas, es imposible caminar sin embarrarse.

  • Esperá – interrumpe Zabala – o sea que pudo ser simplemente un accidente, el pibe se resbala con las zapatillas embarradas . O un asesinato, lo empujan y cae.
  • Exacto, un asesinato tal vez sin la intención de matar. Pero básicamente es como vos decís, o se cayó solo o lo empujaron.
  • Y no tenemos testigos.
  • No. Nadie vio el momento de la caída.
  • ¿Quién llegó primero?
  • La madre, pobre mujer.
  • Sí, pobre mujer.

Transcurre un breve silencio en el que jefe y subordinado parecen preguntarse a sí mismos por el sentido de la existencia sin encontrar respuesta alguna.

  • ¿La pudieron interrogar? ¿Dijo algo que pudiera servir? – pregunta al fin el comisario.
  • No. La mujer, Rosa se llama, está internada. Podemos adivinar como quedó. Viuda, se le muere el único hijo. Ahora está acompañada por una hermana que llegó de Mar del Plata y que nos manifestó que apenas se recupere se la lleva a vivir con ella.
  • Ajá. ¿Y la otra gente del conventillo? ¿Nadie dijo nada interesante?
  • La señora de la vivienda de la entrada, una mujer mayor, de nombre Catalina, nos dijo que el chico muerto era muy tímido, solitario, pero que parecía buen pibe, había dejado la escuela secundaria pero trabajaba de cadete en una farmacia del barrio.
  • ¿Edad?
  • 17 años, los había cumplido hacía un mes.
  • Bien, ahora decime, – dice el comisario mientras enciende un nuevo cigarrillo – en la vivienda del final de la escalera, ¿quién vive?
  • Una madre con su hija adolescente. El de arriba es como un departamentito, sabés, muy chico pero el único independiente, tiene su propio baño. En el momento del hecho que investigamos la madre no estaba, había salido a visitar a una prima…
  • ¿Estaba la chica sola? ¿Edad?
  • Sí, sola. La edad 16 años. De nombre Gabriela. Y he aquí lo curioso, mientras ocurre todo, la caída del joven, los gritos de la madre, imaginate el momento, nos relató la tal Catalina, la que ya te mencioné, que la chica ni se asomó a ver qué pasaba, tampoco después respondió a los llamados de la hija de la señora Catalina, recién salió cuando golpeó la puerta un cabo de los de la seccional que concurrieron al lugar.
  • ¿Y qué fue lo que dijo, está en el Acta?
  • Sí, algo hay. Dijo que no había visto nada. Pero los gritos sí los escuchó, aunque dijo que no se asomó a la puerta porque para qué, ella nada podía hacer. Raro, no.
  • Sí, raro – reafirma Zabala, pensativo. Aunque tengamos en cuenta, permitime que te diga, la chica tiene 16 años, viste como son los adolescentes.
  • Igual es raro, Pipa, tiene 16 años, no 11.

El sargento concede afirmativamente con un gesto de la cabeza.

  • ¿Qué tal si el muchacho, que dicen que era tímido, solitario, aprovechando que la chica estaba sola subió para espiarla, acosarla, o vaya a saber qué, y la piba se defendió empujándolo por la escalera – especula Zabala.
  • Sí. Además una cosa segura – Pérez sonríe por la obviedad de lo que está por decir – es que para caer por la escalera el muchacho primero tuvo que subir. Tenemos la casi certeza de que llegó al menos hasta la puerta del departamento de arriba.
  • Quiero interrogar a la chica, hacé preparar la citación. La quiero mañana a primera hora acá.
  • Con la madre, ¿verdad, Nacho?
  • Por supuesto, es una menor. Apenas la auxiliar tenga la nota preparada la vas a llevar personalmente. Yo te acompaño, pero la citación la entregas vos, yo hoy sólo quiero conocer el conventillo.
  • Disculpame, – vacila Pérez – y si el interrogatorio es en el mismo lugar de los hechos.
  • No, mirá, la piba de local va a negar todo y punto. Acá puede ser diferente, no es joda una citación al Departamento Central. Se puede poner nerviosa y largar algo. Es un caso que lo tenemos difícil, sin testigos, tenemos que presionar en la que puede ser la única oportunidad para que sepamos realmente lo que pasó.
  • Sí, es cierto, sí – Pérez admiraba a su jefe, analítico, sagaz, iba siempre al grano, no perdía el tiempo. Además, se sentía valorado por él, que respetaba su opinión.

Al día siguiente, temprano, cumpliendo el horario de 8,30 que constaba en la correspondiente citación, dos mujeres ingresan al Departamento Central de la Policía Federal por la puerta grande de la calle Moreno. La de mayor edad, la madre, a paso lento e inseguro. La más joven, la hija, desplazándose de modo audaz y decidido. Preguntan a uno de los agentes de seguridad de la entrada y ante la indicación que reciben se dirigen hacia una oficina ubicada en el primer piso. Suben una amplia y larga escalera. En su transcurso mantienen un breve diálogo en voz susurrante.

  • Quedate tranquila mamá. No me van a hacer decir nada.
  • Sí, ya sé. Pero no estoy tranquila.
  • Ufa, vos siempre igual – y cambiando hacia un tono un tanto cariñoso – mamita, quedate tranquila, por favor.

Llaman a la puerta de la oficina en cuyo frente las letras atemorizan: “DIVISION HOMICIDIOS”. La madre mira desolada a su hija, quien devuelve la mirada con una leve sonrisa burlona. Aparece una joven de uniforme distinto al de los demás policías, una auxiliar administrativa de no más de 25 años, quien las invita a pasar a un pequeño antedespacho. Les indica que pueden tomar asiento. Esperar. La espera dura cerca de quince minutos. Es una táctica elemental para que se impacienten, las invadan los nervios. Por fin la puerta de la oficina se abre y aparece el sargento Pérez. La auxiliar sale con él pero para retirarse a otro lugar del edificio.

  • Buenos días. sargento Carlos Pérez – se anuncia el suboficial – ¿La señora Nélida Torres, verdad?
  • Sí, dice la mujer y extiende su mano para saludar.
  • Con todo respeto, señora, con mi jefe el comisario Juan Ignacio Zabala necesitamos hablar primero con su hija, ¿puede ser? ¿nos lo permite?

Para sorpresa del sargento, la madre no pone objeciones a que interroguen a la hija sin su compañía. Mucho mayor sería su sorpresa si supiera que madre e hija tramaron previamente aceptar sin reparos tal situación que imaginaron se iba a producir, de manera de tratar de inspirar confianza. Pero en realidad se trató de un ardid inútil, ya que a Pérez y luego a su jefe sólo se les ocurrió pensar que se trataba de gente humilde ignorante del derecho de la madre a estar presente en el interrogatorio de su hija menor de edad.

La cuestión es que Gabriela entra sola a la oficina de Zabala, anticipándose a Pérez que ingresa a continuación, saluda apenas con un Hola y antes de que se lo indiquen ocupa la silla situada frente al escritorio del comisario. Luce una minifalda, que si bien no es muy corta, es un tanto desubicada para el lugar y la ocasión. Al instante de sentarse se cruza de piernas con la íntima convicción de que unas lindas piernas de mujer obnubilan a los hombres. Pero tanto Zabala como Pérez no responden a tal estereotipo masculino, menos aun con una menor, y mantienen la mente fría. Sólo les llama la atención lo que consideran una desfachatez por parte de la adolescente. Por tal vestimenta, por la pose y por un algo desafiante en la mirada de la joven, por la ausencia de cualquier rasgo de inhibición o grado alguno de nerviosismo, vislumbran un interrogatorio inesperado. No imaginan hasta qué punto lo sería.

  • Bueno, vos sos Gabriela, ¿no es cierto?
  • Sí, la misma.
  • Yo soy el comisario Zabala. Y el sargento seguramente ya se presentó. Te queremos hacer unas preguntas por la muerte del chico Javier, tu vecino. Contanos por favor lo que viste, lo que pasó.
  • Yo no vi nada.
  • Ajá – acepta Zabala – mejor vamos desde el principio. Vos lo conocías a Javier. ¿Era tu amigo acaso?
  • No era nada.
  • ¿Nunca hablaste con él?
  • No.
  • Qué raro, vecinos casi de la misma edad, te habrás cruzado con él muchas veces. No te puedo creer que nunca hayan hablado – aguijonea Zabala.
  • Mire, por si les sirve de algo – responde Gabriela después de unos segundos pensativa – una tarde yo volvía de la escuela y media cuadra antes de llegar a la casa, en la esquina, apoyado contra un árbol, estaba el chico. Al acercarme, me miró y yo pensaba que me iba a saludar, a presentarse como que era mi nuevo vecino, o mejor dicho yo la nueva vecina, pero se mantuvo callado, sólo me miraba. Y apenas termino de pasar escucho que me dice “Hola linda”. Me dio risa lo tonto que era. Me doy vuelta y le respondo con un “Hola” pensando que hay sí iba a empezar a hablarme, pero nada. Se puso rojo como un tomate. Un tarado ¿no les parece?
  • No, sólo tímido – interviene respondiendo Pérez, asombrado al igual que su jefe por la manera desdeñosa y fría con la que la chica habla del joven muerto. Empatía cero. Ninguna lástima, nada de pena.
  • Gabriela, tratá de recordar – pregunta ahora Zabala – ¿en alguna otra ocasión tuviste una charla, aunque sea un breve intercambio de palabras un poco más amplio del que nos contaste?
  • No, si el pibe era….
  • Sí, ya sabemos – interrumpe el comisario ya sin ocultar su fastidio – un tontito. Pero vayamos a la tarde en que se cae por la escalera y se muere. ¿Vos estabas sola en el departamento de arriba, correcto?
  • Estaba sola. Mi mamá había salido – responde firmemente Gabriela, ahora seria, siempre altiva.
  • Y el chico subió la escalera hasta la puerta del departamento. Sabés lo que creemos – acomete Zabala cambiando el tono, intentando desestabilizar a la adolescente -. Que el chico te fue a ver. Vos lo recibiste y pasó algo que a vos te molestó, te molestó mucho, se propasó, lo echaste y al salir lo empujaste por la escalera. Eso fue lo que ocurrió. Además tenemos a alguien que lo vio todo y va a declarar. Mejor que le ganes de mano y nos cuentes vos todo ahora.
  • Nadie vio nada, es mentira.
  • ¿Y vos como sabés, si vos decís que sos vos la que no viste nada.
  • Me quieren envolver. Si alguien hubiera visto algo y les hubiera contado, ustedes ya me hubieran ido a buscar de inmediato, y no una semana después.
  • O sea, estás diciendo, si alguien hubiera visto lo que pasó, que lo empujaste por la escalera.
  • No estoy diciendo eso. – ya la chica, al igual que antes Zabala, eleva el tono de voz, no se amilana, al contrario, sonríe, aunque un tanto nerviosa – ¿Saben lo que me da risa? Que ustedes creen que el pibe quiso intimar conmigo y como yo lo rechacé entonces él se enojó y me quiso tomar por la fuerza, yo me defendí y lo terminé empujando por la escalera. Ni se les ocurre pensar que hay ocasiones en que la mujer puede tomar la iniciativa. ¿Pero en qué mundo viven? Pude ser yo la que me quería ir a la cama con él, porque el pibe era un tarado pero estaba bueno, saben, pero como era muy, pero muy tarado, al final me pudrí de tratar de seducirlo, me enojé porque a mí no se me ignora, no se me desvaloriza de ese modo, y al final lo eché, que se vaya, y con la rabia que tenía lo empujé por la escalera.
  • Gabriela – el comisario, casi sin poder creer lo que acaba de escuchar, bajando la voz y hablando con cierta pesadumbre aunque en el fondo con entusiasmo profesional por suponer haber llegado a descubrir la verdad – ¿es una confesión? ¿es lo que pasó?
  • Por supuesto que no – responde la adolescente con sorna -. Es un ejemplo para que vean lo anticuados que son. Ni se les ocurrió esa posibilidad.
  • Pero eso fue lo que realmente sucedió, – interviene Pérez convencido – de ninguna manera lo inventaste ahora. No toleraste que no se motivara con vos. No lo pudiste soportar. Sos muy orgullosa. Seguramente no lo quisiste matar, pero sí agredirlo con la rabia que dijiste que tenías empujándolo por la escalera. Claro, con tal mala fortuna, que la caída fue mortal.
  • Saben una cosa – dice la chica sonriendo, sin percatarse de que la de ahora es una sonrisa triste – no van a poder probar nada. No hay testigos. Nadie vio nada. El chico simplemente pudo subir para espiarme por la mirilla de la puerta para tratar de verme desnuda, ustedes los hombres se mueren por ver a una chica desnuda, y nervioso porque yo lo descubriera se patinó y se cayó. No, nunca sabrán lo que realmente pasó. Y ahora, ya me cansé y me quiero ir. ¿Puedo retirarme?

Se produce un largo instante de silencio y de tensión al que el comisario le pone término.

  • Sí, andate. Pero antes te quiero decir algo. Tal vez nosotros, como vos decís, no vayamos a saber nunca lo que realmente pasó – reconoce sorpresivamente Zabala- pero si lo empujaste por el motivo trivial de sentirte rechazada, entonces tu conciencia nunca te va a dejar en paz.
  • Gracias por el sermón – se burla la chica antes de abrir la puerta y retirarse – ¡Vamos mamá! – prácticamente le ordena a la madre que la estaba esperando.

A continuación, Pérez, confundido y furioso por la actitud de la chica, consulta a su superior el motivo por el que rápidamente dejó que la adolescente se fuera, sin intentar apretarla más para tratar de sacarle la verdad.

  • No íbamos a conseguir nada. Esta chica tiene todos los rasgos de una psicópata muy estructurada. No iba a confesar jamás. Sabía que no tenemos pruebas para inculparla. Aun en un juicio la salvaría el beneficio de la duda. Encima es menor de edad. Ojo que yo tengo la misma bronca que tenés vos, se burló de nosotros. Pero te digo algo, la verdad es que hasta estoy dudando de si lo empujó o si el pibe se cayó solo. ¿Y vos, Pipa, aparte de la bronca, qué pensás?
  • Yo creo que lo empujó por sentirse rechazada. Es lo que creo… Pero en realidad tampoco estoy del todo seguro. Lo que sí, que loquita la pendeja, ¿no, Nacho?
  • Sí – reflexiona Zabala – acá a los locos uno no termina de acostumbrarse.

Al mes siguiente, Rosa, la madre de Javier, a la que le habían dado de alta en el hospital a los diez días de morir su hijo, y después de estar algo más de dos semanas en Mar del Plata con su hermana, vuelve al conventillo del Bajo Flores. Todo son lágrimas y lamentos al reencontrarse con la señora Catalina, con la hija de ésta, la peluquera, y con su nuera, la cordobesa mamá de los chiquitos, incluso con Elena, que parece recuperar la sobriedad ante el dolor cercano, y su madre, la viejecita Teodora, puro llanto y comprensión de lo ocurrido. Y mientras todas las mujeres hablaban en el patio común tratando de consolar a Rosa, lo bueno que era Javier, pobre chico, trabajador, tan educado, tan compañero de su madre, en ese momento, aparece Gabriela, la chica del departamento de arriba, vestida con su impecable uniforme escolar, el que parece transmitirle orgullo y distinción, quien luego de un instante de aparente vacilación se dirige decididamente a la madre de Javier, la besa y le ofrece su pésame.

  • Hay querida – exclama la madre de luto – te voy a decir un secreto, a mi hijo Javier vos le gustabas, como le gustabas, me decía viste que linda chica se mudó arriba, mamá, no paraba de hablarme de vos.
  • Sí señora – responde Gabriela con cierta sequedad – me parecía. Pero nunca me dijo nada.
  • Lo que pasaba es que era tan tímido – le explica y se lamenta Rosa – por eso no te hablaba. No se animaba nomás.

Si bien hasta el momento la chica se manejaba correctamente en la situación, no obstante había algo indefinido en la mirada, una frialdad que de alguna manera todas las mujeres registraban. Y les llamaba la atención. Pero fue Patricia, la hija de Catalina, la que desde el día de la tragedia tenía un entripado que no se podía sacar, la que interviene poniendo en palabras lo que todas pensaban.

  • Pero no te conmueve para nada lo que te dice Rosa de su hijo, ¿no?
  • No entiendo lo que me querés decir.
  • Ese día, Javier estaba con vos me parece, se cayó por la escalera cuando salió de tu departamento. Tuvo que ser así. ¿Si no cómo se cayó desde arriba de la escalera?

Gabriela sabía que tarde o temprano alguien de la casa le iba a salir con el tema. Ella misma se lo tuvo que advertir a su propia madre. Así que ya tenía la respuesta preparada, la que pudo expresar simulando la mayor naturalidad posible y sin enojo alguno, como el que la había acometido el mes anterior con los policías.

  • Nooo, no estaba conmigo ni salió de mi departamento, yo supongo que subió para comentar o avisar algo, pero ni llegó a golpear la puerta. Antes se habrá resbalado y se cayó.
  • Y cuando yo fui a llamarte, ¿por qué no me respondiste? Si vos estabas. Después le abriste al policía que subió.
  • A vos no te escuché.

Ni Patricia ni las demás mujeres a excepción de la pobre Rosa, subsumida en su dolor y a la que poco le importaba las alternativas que se hablaban y que en nada podían modificar la triste realidad de la muerte de su adorado hijo, aceptaban sin dudar las explicaciones de Gabriela, pero al final terminaron pensando, incluso hasta Patricia, la más desconfiada, que al fin y al cabo se trataba de una adolescente y que no tenía sentido tratar de indagar más en lo ocurrido.

Por consiguiente, en el conventillo del Bajo Flores, el conventillo que no era del todo un conventillo, lentamente las cosas fueron volviendo a los carriles de la normalidad, al igual que la vida misma, que continúa por más que las desgracias y las ausencias muchas veces nos inviten a abandonar, a no ser más de la partida en un juego que nunca alcanzamos a comprender del todo. Pero no, igual la vida sigue, y nos lleva a remolque.

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