El día se había presentado esa tarde con uno de sus climas preferidos para aquella árida época, en donde el sol azotaba sin piedad los techos de las casas sin distinguir acerca del material del cual se hallaban compuestos; zinc, acerolit, ladrillos, madera, latón, todos y cada uno de ellos cedía sin mayor esfuerzo ante los incesantes rayos de luz. De tal forma que una ola de calor se paseaba campante por las calles del pueblo, apabullando a sus ciudadanos y obligándoles a llevar consigo constantemente una capa de sudor para mantener cierto nivel de frescura que les permitiese no desfallecer y continuar con las labores del diario. Su cuarto realmente no presentaba nada fuera de lo común a la anatomía de las habitaciones de tamaño mediano: una pared frontal adornada con pequeños recuadros de pinturas sin autor, acompañadas de estanterías cuyo contenido iba desde libros, figuras de porcelana o madera, hasta herramientas de trabajo; una pared lateral en la cual estaba incrustada un ventanal que por las noches dejaba correr libre entre las cuatro paredes el fresco aire del exterior; una pared trasera que se visualizaba como la región abandonada del conjunto, pues tan sólo no carecía de la cubierta color azul que se extendía de forma ubicua sobre sus iguales; otra pared lateral donde se ubicaba la puerta que conectaba la habitación con el resto de la casa y, además, por supuesto, se hallaban todos los objetos necesarios para completar el panorama; una cama individual, un armario, un escritorio con su respectiva silla y algún que otro aparatejo que rondaba por el suelo. Todo esto habíase vuelto, bajo la influencia del mal tiempo, en una especie de horno con la suficiente potencia para cocinar un pollo si se le dejaba encerrado el tiempo suficiente. Es bien sabido tanto por las élites como por el populacho que la lectura es un hábito que se codea con las conductas de los ermitaños, por esta razón los expertos en literatura suelen prescribir un alejamiento crónico del movimiento turbio de la muchedumbre o de la distracción de la andanza en compañía, evitando pues, incomodar a la conciencia ansiosa de volcarse sobre las palabras del escritor, cosa que tenía muy en cuenta Darío cuando aún se hallaba a mitad de su novela y sentía un ávido deseo por conocer el devenir de la historia que lo había absorbido por completo y que, sin embargo, se veía en la imposibilidad de continuar dadas las circunstancias que allanaban su habitación –único sitio conocido hasta entonces por él, donde podía disfrutar de la soledad tan requerida–, donde probablemente habría podido leer sólo unas cuantas hojas más antes de caer derrotado ante las poderosas fuerzas del verano.

Fue así como, luego de meditar durante algún tiempo sobre la coyuntura en la que se encontraba, decidió emprender una expedición con el objetivo de hallar un nuevo sitio lo suficientemente bueno para culminar la lectura de aquel texto. Tomó entonces la camisa más cercana a sí, vistió sus pies con el mismo calzado hogareño de todos los días y asió el libro con la mano colocándolo suavemente bajo su brazo izquierdo. Una vez terminado los preparativos, inhaló profundamente, extendiendo luego con gran lentitud su brazo derecho en dirección hacia la manilla de la puerta, y girándola en el sentido de las agujas del reloj ésta se abrió de par en par dejándole el camino libre para explorar los rincones de la casa. Con paso precavido se introdujo en el comedor, punto máximo de reunión, en donde servíase la comida tres veces al día durante cada día de la semana. Se sentó en una de las sillas que usualmente ocupaba al momento del desayuno, almuerzo o cena. Pero pronto se dio cuenta que aquellos asientos estaban hechos para ofrecer una comodidad temporal de manera que quien se sentase a comer terminara lo más rápido posible, además pudo notar el considerable flujo humano que por allí corría; hermanos, padres, tíos, abuelos, se paseaban de un lado a otro haciendo ruido y preguntas por igual, saludando y distrayendo al mismo tiempo. En este lugar es imposible concentrarme en mi lectura –pensó Dario– de manera que escondió bajo el brazo su libro y partió una vez más en busca del paraíso. Lento pero constante llego sin demasiadas complicaciones a la cocina y para su suerte, durante los primeros años de fundación de la casa se había decidido instalar la nevera en el mismo sitio donde se prepara la comida que luego iría destinada al comedor, por lo que pudo saciar la sed que adquirió en su último trayecto. Iniciaba de nuevo su lectura pero cincuenta palabras más allá, la humedad del lavaplatos, el vapor expulsado por los calderos sometidos a la combustión de las hornillas, aunado a la sensación de estar siendo observado por las ollas, sartenes y platos, comenzaron a asfixiarle de modo que hubo de huir con el poco oxigeno que aún le quedaba en los pulmones y se preguntaba cómo era posible que alguien pudiese sobrevivir a ese ambiente tan hostil. Siguió caminando en dirección al noreste atravesando puertas y surcando zapatos olvidados en el suelo, hasta llegar al portón que daba al patio de la casa, una zona limítrofe o de frontera pues era la franja que separaba el patrimonio de la familia del territorio vecinal. Esta área se hallaba custodiada por un fox terrier, un doberman y un bóxer; cuerpo policial de aduana que pese a sus diferencias raciales trabajaba incansablemente para mantener la seguridad del país-casa. Los canes debieron de haber pensado que Darío llevaba consigo alguna clase de sustancia ilícita pues todos ellos se abalanzaron sobre él, inspeccionando escrupulosamente al sospechoso con la punta de sus narices, para posteriormente atacarlo con andanadas de lengüetazos. Aunque aquella geografía hacía gala de un clima fresco gracias a los árboles que la poblaban, el intenso acoso por parte de los perros le causaba demasiados problemas como para leer tranquilamente por lo que, un tanto apenado, dio marcha atrás mientras replanteaba una nueva ruta. Detúvose entonces un momento para preguntarse dónde podría encontrar su tan anhelado espacio literario mientras le recorría por el cuerpo un sentimiento de desesperanza. Sin mayor demora caminó de frente seis metros planos, viró a la izquierda y luego a la derecha, encerrándose en el baño. Allí se tiró en el típico suelo frío de los baños, el aire flotaba con gran soltura, a duras penas se escuchaban las voces de las demás personas de la casa y la luz se esparcía uniformemente en cada esquina; parece que al fin he encontrado mi tierra prometida después de tantas horas de viaje. Esa gotera es un poco molesta pero seguro no tendré inconvenientes por ella, quizá se agote pronto –dijo Darío–. Pero al cabo de unos minutos se dio cuenta del carácter imperecedero de ésta, pues no cesaba, y una tras otra las gotas caían al suelo, desparramándose en su totalidad, profiriendo un sonido de implosión que se veía intensificado gracias al abrumador eco de la habitación, mutando de su forma de lágrima a la de una mancha incolora; y Darío la observaba estático sin poder librarse de su hipnotizante existencia, sentía cómo con cada gota su cordura se iba perdiendo en el drenaje

¡Qué vértigo tan espeluznante era aquella eternidad líquida! Justo cuando estuvo a punto de enloquecer alguien tocó a la puerta impulsado por sus necesidades naturales, lo que le hizo volver en sí, y raudo, abrió la puerta intentando escapar lo más rápido posible.

Entre el alboroto no logró advertir a tiempo la imagen de uno de los gatos de la casa y al hacer diferentes tipos de maromas para evitar arrollarlo, cayó de frente a la sala. Estando aún pegado al concreto observó de punta a punta lo que tenía ante sus ojos: cuatro enormes ventanas de hierro adornadas con cortinas de seda color dorado dejaban percibir la calle con sus autos, los postes de electricidad, la gente con su moroso trote y el vuelo de las aves, a la vez que permitían la entrada del viento, manteniendo así una frescura que superaba con creces la de las demás partes de la casa; un gran sillón familiar acolchado con múltiples cojines hechos a mano; dos sillones individuales cuya forma se acoplaba perfectamente a la figura del cuerpo humano; paredes adornadas con recuadros, un reloj de agujas y las más bellas pinturas; mesitas que sostenían pequeñas estatuas de yeso y una mesa más grande que servía para colocar cualquier cosa. ¿Por qué no había recordado este lugar antes? ¿Por qué este sitio era tan disímil en comparación al resto de la casa? Y más importante aún ¿Por qué no había nadie allí? ¿Acaso era el único que sabía acerca de esta sala? Darío se hacía mil preguntas a las que no concibió respuestas pues todo aquello le parecía un dislate, por lo que se propuso a consumar su meta. La suavidad de su asiento, la hermosa vista de la que gozaba y el fresco aire que contrarrestaba el febril clima de esa tarde, hacían el lugar perfecto para leer, la sala había trascendido sus sueños más fantásticos. Transcurrieron las horas y permaneció impasible en su lectura como si se hubiera perdido en ella. Cuando se hallaba al pie de la última página le acaeció un terrible espasmo que muy bien conocía por su experiencia en la cocina; lo estaban observando. Al voltear hacia la entrada de la sala pudo ver el cariz de su madre volverse lívido, seguido de un grito de espanto al cual respondió el resto de la familia acudiendo al sitio. Todos quedaron con gran estupor al ver a Darío allí, sentado, leyendo, solo, y él con un ademán les hizo entender que se encontraba confundido por la reacción de sus iguales, cosa que pareció enervar aún más a la turba. De pronto, todos formaron un conciliábulo y al cabo de un rato la resolución estaba tomada. Darío se levantó de su asiento y caminó en dirección al grupo, preguntando qué estaba ocurriendo y por qué lo miraban de esa manera a lo que obtuvo como respuesta un rotundo rechazo: ¡Siempre has sido muy díscolo, pero esto, esto es irremisible, tan sólo mira cómo está tu madre! –Dijo el padre de Darío– mientras éste podía ver estremecer a todos, unos por rabia, otros por temor o tristeza y antes de que pudiese musitar palabra alguna, entraban unos agentes del gobierno por la puerta principal de la casa, arremetiéndole y esposándolo a la fuerza. Lo condujeron hasta la parte trasera de una patrulla. Dentro del auto y cerradas ya las puertas, pudo mirar el cielo vespertino y el sol que ya no parecía tan incandescente como cuando partió de su cuarto, la tarde comenzaba a enfriarse. Allí, en ese preciso momento lo recordó y supo al fin el porqué de su condena; pues era de ley que en la casa, la sala sólo se usaba cuando había visitas.

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