Te mueves, ligera. Tocas tu hombro, sacudes tu rostro, tiras de la sábana y desapareces acurrucada como cuchara mostrándome tu espalda. Te miro de reojo, me estiro, giro, te tomo por detrás y te acoplas para que formemos uno. Mi brazo se apoya en tus pechos, tu brazo en el mío. Y te reconozco hasta por el aroma de tu cuello. Por el dentello de tus muslos sin cobertura. Por cómo se deslizan las gotas por los huecos de tu cintura, piel a piel, tu humedad con la mía. Por el sabor de tus labios. Por las caricias de tu lengua y mis labios; mi lengua y los tuyos; tu lengua y la mía. Y por la noche en el balcón en la que, transpirados; tu mordida en mi hombro fue la única manera de mantener silencio bajo las estrellas de autopista.

Exhalas y tu voz suave resbala en un suspiro. Se desinfla tu costado; mi mano acompaña tu marea. Y ahora, tras gritos ahogados, serena, te vas quedando dormida. Un último latido amalgamado y se desmoronan tus brazos en cámara lenta. Los míos te buscan por puro instinto, mi palma fugaz te roza las piernas y se apacigua, somnolienta. Te reconozco por tu respiro, si es como el mío. Por los reflejos automáticos de tu cuerpo dormido, de tormenta y de calma submarina. Por cómo navega mi barbilla entre las olas de tu pelo cual navío. Hasta por el mar de memorias convividas. Como dos corazas de misma tribu, entrañadas, con miel fundidas. Pegadas hasta por espíritu.

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