La última vez que te vi fue hace dos años. Estabas en el dormitorio, tumbada en la cama, mirando al techo. Un techo blanco, vacío, desierto, sin nada, todo blanco, pero lleno de recuerdos y de colores para ti. ¿Qué estarías pensando? ¿Qué historias veías?
Un relato melancólico.
Sí, lo veía en tus ojos tristes, aunque una sonrisa te sombreaba en los labios, sabía la nostalgia que sentías. Te llamé por tu nombre. Interrumpí tu viaje al pasado, el lapso del tiempo, el espacio y te devolví a este dormitorio tan ordinario. Este momento tan miserable, menesteroso.
Una habitación que antes de tu llegada, habría habido más almas solos, compartiendo el mismo techo blanco, pero con diferentes historias.
Tú me miraste con sorpresa. Me di cuenta de que no me reconocías. ¿Quién soy yo?
Sí, ¿quién soy yo?
Soy, a la que tú acogiste, educaste, y me amaste. Me dijiste que la vida es dura, pero tengo que guiarme por mi corazón. Perseguir mi pasión y tener fe. Que en la vida voy a ver ángeles y diablos que se meten en mi camino, pero soy yo, quien tengo que elegir la travesía y esto se hace con la formación y educación.
Me hablabas de los poetas persas. De la vida. La existencia. La muerte y el amor.
Te miré. Tú me miraste. Veía que todavía no me reconocías. Eso sí, me saludaste sin saber quien era. Me acerqué a tu cama. Te besé. Te olí. El olor de amor, de mi infancia, y de los recuerdos.
¿Te acuerdas cuando no podía dormir? Tú te acurrucabas a mi lado y yo sentía tu calor y así terminaba quedándome dormida. Te dije que sin ti a mi lado yo nunca podría dormir. Me miraste con ojos tristes pero esperanzados. Me dijiste que pronto llegaría el día en el que yo dormiría solita.
Me acuerdo cuando me dejabas la merienda en la mesa, mientras miraba mi programa preferido y ni te daba las gracias.
También me acuerdo de cuando íbamos al restaurante cerca de la casa, o coger un taxi para visitar a los amigos.
Me acuerdo de tus cuentos imaginarios que me contabas cuando me despertaba de una siesta y lloraba atormentada. No sabía por qué lloraba, pero tú siempre con la paciencia que tuviste conmigo, me tranquilizabas, y entre tus brazos me calmaba y te decía me gusta tu calor y tú me sonreías sin decir nada. Sabías que todo esto iba a cambiar poco a poco.
Te decía que nunca quería irme de esta casa. Me encantaba nuestra casa. Me dijiste que algún día llegaría el momento que tendría que abandonarla y seguir mi camino, tener mi propia familia, mi propia casa. Te dije que, sin ti, no voy a ningún sitio.
Me diste tanto amor.
Y yo… aquí estamos. En esta habitación, en una residencia, fuera de nuestra calle, nuestra ciudad y nuestro país.
¿Quién soy yo? … ¿Quién
soy yo?
Te dije quién soy y tú para no herir mis sentimientos me dijiste que sí, claro que sabías quien era. Y yo tan mala, te pregunté, pues dime quién soy y tú tan orgullosa, después de pensar un poco más, después de pasar unos segundos, me contestaste: mi primera nieta, Nana.
Me alegré mucho y tú al verme tan feliz, embozaste una gran sonrisa.
Para animarte te pregunté que me contaras de nuestra casa en Teherán. Vi el brillo en tus ojos y me di cuenta el tiempo que disfrutamos juntas.
Empezaste a contarme.
Me hablaste de nuestra casa en Teherán. El jardín que tuvimos. Las rosas blancas, rosas, rojas y rosas amarillas. El árbol pérsico que nos daba fruta cada verano. Los tulipanes de diferentes colores. La lavanda que representaba tu calma, la paz, la flor de pensamientos que para ti representaba la nostalgia. Sí, lo sé. Amaste a tus flores. Las cuidaste con mucho amor. Les regabas, les cantabas y les hablabas. ¿Qué les dirías? ¡Quién sabe!
Ni tú te acuerdas ahora.
Te pregunté ¿te acuerdas de la piscina? -¿Qué piscina? Ah, sí, sí, claro, la piscina pequeña que estuvo a lado de la pared me dijiste. La parra que se doblaba hasta ella y ese árbol de baya mágica que nos daba estos frutos blancos y ese jazmín que subió hasta la segunda planta y se cayó a la pared de la vecina de a lado.
Me hablaste de nuestra calle en la que habían pasado muchas cosas.
Vecinos que llegaron y se fueron.
Las bodas que pasaron. Las vidas que vivieron y las vidas que se fueron. Ahí te enamoraste. Ahí te casaste. Tuviste a tus tres hijos. Ahí murió el abuelo; el amor de tu vida.
No supiste qué hacer después de su muerte. Siempre hablabas de él como si estuviera a tu lado. Le mandabas cartas al abuelo, imaginándote que él estaba solo de viaje. Que en algún momento u otro iba a volver. Cartas de amor. Meses pasaron y tú le mandabas cartas contándole lo que pasaba en tu vida cotidiana. Le escribías pomas de amor.
Un día me dijiste:
Un alma que no está vestida
Con el ropaje interno del Amor
Debiera avergonzarse de su existencia… “Rumi”
Me contaste de la familia. Te confundiste el uno con el otro, pero yo no te dije nada. No era el momento para corregirte. No quise interrumpirte. Tú seguías hablando. Pero, de repente te callaste y miraste al techo. ¿Estás bien? Te pregunté. Sí, sí estoy bien, me dijiste con una sonrisa triste. Me di cuenta de que quizá estuvieras cansada. O simplemente quisiste volver a tu mundo especial. O quizá te diste cuenta de donde estabas. Que esta habitación no te representaba. Sí, lo sé. Qué triste abuela. Qué trágico todo.
¿Has comido? Te pregunté. Sí, me contestaste. – ¿Qué has comido? No lo supiste. Te reíste de ti misma por no acordarte. Suele pasar abuela. A mí también me pasa, se me olvidan cosas.
Me dijiste:
“En sueños, otra voz, que me repite, advierto:
La flor abrirá al beso de la nueva mañana»;
mas un rumor que pasa, me dice, ya despierto:
La flor que ayer abrió, dio su aroma y ha muerto”.
Es de Omar Khayyam me dijiste.
Miré el reloj. Me tenía que ir.
Me miraste con preocupación y yo te dije no te preocupes, me quedaré un rato más.
De repente me dijiste me quiero morir y yo me enfadé mucho. Volviste a mirar al techo. Sí, me quiero morir, me dijiste otra vez, y yo no quise discutir contigo. Te miré unos minutos más sin decir nada. Poco a poco, al mirar al techo fijamente te quedaste dormida. Me sentí aliviada. Me fui. Cada vez que me voy de este lugar me pesan los pies, los hombros, todo el cuerpo. Ojalá pudiera cuidarte, ojalá tuviera el tiempo suficiente. ¡Qué engaño! El tiempo engaña. Es el enemigo. No supe que todo es una mentira porque el tiempo no existe.
Me fui de viaje por trabajo. Después de unas semanas me llamaron para decirme que tú estabas peor de salud. No pude volar a verte.
No me dio tiempo.
¡Qué crueldad!
El tiempo hostil me engañó, pensé que iba a tener la posibilidad de verte otra vez, para besarte y para olerte y te fuiste. Viajaste con todos tus recuerdos, con todos tus secretos y me dejaste sola con el tiempo.
Siento que se río de mí. Me engañó y encima me reprochaba. Me siento culpable y me arrepiento porque yo le hice caso al tiempo. Me duele, pero ¿qué remedio tengo?
Escribo tu nombre en trozos de papel, en la piedra, en el tronco de un árbol, en el agua. Todo se borra. Estoy tranquila. Sí abuela, porque tu nombre está escrito en mi corazón, y ahí no se borra nada hasta que me muera.
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