
El TIC TAC del reloj de cuco, resonaba en cada una de las galerías de la estancia. Su péndulo se movía de un lado a otro, mientras el resto de relojes—unos de cuerda, otros a pilas, de agujas, de arena, incluso digitales— marcaban el paso del tiempo al unísono. Kronos, sentado en su trono, aburrido, veía pasar las horas, los minutos y los segundos de los pequeños mortales.
Se hallaba apoltronado cuando reparó en ese reloj de cuco. El oscilante se había detenido. Marcaba las seis de la tarde. No había duda. Era la hora en que Anna y Jeremías se besaban por primera vez. Y efectivamente para ellos todo lo que les rodeaba había desaparecido.
Las abuelas de los niños los habían llevado a una explanada ajardinada, confiando en que se convirtieran en buenos amigos de juegos. Estrella—abuela de Anna— y Consuelo—la de Jeremías—hablaban animadamente sin reparar en los chicos.
—¡Demasiado jóvenes!—gritó Kronos, saltando de su sillón —A ver qué piensa la madre de Jeremías—.Y puso en escena una figurilla menuda.
En ese momento Sara, hija de Consuelo y madre de Jeremías, llegó a la explanada y tras hablar con Estrella y su madre pausadamente, reparó en los chiquillos. Escandalizada, cogió al chaval por los hombros y mientras vociferaba:
—¡Esas cosas no muchachita, tú tienes 10 años el sólo 8!—profería colorada por la ira.
Madre e hijo desaparecieron de la explanada, ante los ojos desolados la niña, que vio esfumarse la mitad de su vida. Inhaló por la nariz el aroma de jazmín que aquella tarde de verano impregnaba el ambiente. Pensó que nunca lo olvidaría y dejó caer los hombros.
Cabizbaja y con la cara bañada en lagrimas, volvía al lugar en el que estaban las abuelas, que murmuraban con aire de desaprobación.
Estrella, abandonó la silla de la terraza donde tomaban un refresco, cogió a Anna fuertemente de la mano y—dando pasos tan largos que apenas la niña podía seguir—mostraba su descontento. Cuando llegaron a casa la abuela regañaba:
—¡No te volveré a llevar conmigo a la explanada!¡Me has avergonzado!
—Pero abuela, fue como si el tiempo se parara en un segundo y… ¡buahhhh! Todo se detuvo. No había nada ni nadie—dijo Anna aun entusiasmada.
—No volverás a ver a Jeremías, si es verdad que lo amas, esperaras a ser mayor.
Kronos hizo pasar el tiempo lento, para que nada recordaran, dejando tan sólo en la muchachita, la predilección por el olor a jazmín, para que cuando lo oliera supiera que algo le faltaba y notará el vacío de su media mitad, sin ser realmente consciente de ello.
Así era Kronos cruel y despiadado.
Los primeros días parecieron semanas, las semanas meses y los meses años. Así fue pasando el tiempo, hasta que Anna cumplió los veinte.
Esa tarde en casa de su abuela, Estrella se dirigió a la muchacha de pelo largo y ensortijado.
—Anna—le hablo grave la abuela.—Conozco una pareja que se enamoraron de pequeños y él la esperó hasta ser mayor de edad, hablaron y se casaron.
La muchacha dijo:
—¿A que te refieres, abuela?
Estrella bajo la cabeza decepcionada. Y es que ambas amigas habían echo planes para entonces, que se desvanecían como el humo.
Estrella y Consuelo fallecieron. El devenir de la vida trataba a Anna y Jeremías indistintamente.
Mientras en el Olimpo…
—¡Pero qué rayos!
El péndulo del reloj de cuco oscilaba de forma inconstante, acelerado.
Kronos volvió a saltar, esta vez de su diván.
—Calma Kronos. Te traigo una premisa de las abuelas.— habló persuasivo Hermes al oído del Dios, que había montado en cólera. Había llegado en su justo momento y sin avisar como siempre.
—¡¿Por todos los rayos Hermes que quieres ahora?!
—Sus almas cambio de la felicidad de los chicos. Y te manda esto.—Hermes le entregó un ramito de jazmín.
Era el primer día que Anna asistía a su lugar de trabajo. Charlaba con una compañera, cuando alguien tocó su hombro. Justo cuando se dio la vuelta el reloj de cuco se detuvo nuevamente. Una brisa cálida con olor a jazmín predijo que el momento era el propicio y Kronos deambulaba contento en el Olimpo quemando con dedos la ramita de la pequeña flor.
Allí estaba—Jeremías—con sus amplios ojos, color miel, mirando con curiosidad.
—Yo también soy nuevo.—musitó vacilante.
A ella le parecía graciosa su extremada timidez. Y le guiñó un ojo al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa burlona.
La providencia hizo que se encontrarán en el mismo sitio y el mismo día en que comenzaban su trabajo
Las dos abuelas y amigas intercedieron por la pareja—y ya en el Hades— el Inmortal los volvió a unir convirtiéndolos, no solo en amigos y cómplices, sino en “FAMILIA”.
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