A decir verdad no sé cuándo nací, tal vez haya nacido mil veces y a la vez no haya nacido todavía. Mi vida se multiplica y la memoria me mantiene a salvo de desaparecer.
Podría comenzar el relato de viaje junto a la joven pareja de Oliviero y Grazia arribando al Puerto de Buenos Aires en el buque Argentina el 29 de octubre de 1908, pero prefiero remontarme a mis aventuras en la bella Italia.
Sucedió en Lombardía allá por el año 1848 cuando evitando regiones donde se libraban batallas nacionalistas por la independencia, llegué victoriosa hasta la iglesia del pueblo en el Biumo Inferiore de Varese en el momento justo para participar del festejo austero y sentido del matrimonio de Carlo A. y de Marina P., una hermosa mujer de ojos cristalinos oriunda de Suiza.
Tuvieron cuatro hijos, Amábile era el padre de mi abuelo Oliviero que vaya a saber por qué vueltas de la vida su nacimiento se inscribió en la Iglesia San Nicola di Bari, Brindisi Montagna (Potenza). Algunos dicen que allá por el año mil ochocientos setenta y tantos, un pariente, Adone A. había contratado a Amábile para trabajar en su empresa “Aletti – Gritti” que por aquel entonces tendía las redes ferroviarias del sur de Italia, y por tal motivo se habría instalado temporalmente en Brindisi junto a su familia. Años más tarde siguieron rumbo hacia Rocca Imperiale, un pueblo con forma de caracol y castillo en la colina a corta distancia del mar o sea, en el paraíso!
Puedo ver a mi joven abuelo Oliviero intentando conquistar a Grazia, apenas una adolescente, eludiendo la mirada temperamental de su futuro suegro. Es que don Juan Bautista Ranni no se callaba nada, andaba por las calles de Rocca dando la palabra de Dios a viva voz y agotando la paciencia de los católicos que no soportaban sus sermones evangélicos. Y no era para menos! Sus paesanos no le perdonaron nunca que un cura hubiese sido capaz de abandonar los hábitos para casarse, y como si esto fuera poco, también para convertirse en pastor ! Pero con todas sus virtudes y defectos, gracias a él, sus hijas aprendieron a leer y a escribir en la escuela dominical que el mismo Juan Bautista había fundado. Visto a la distancia, su actitud fue de avanzada ya que la educación para la mujer era casi inexistente a fin del siglo XIX.
Recuerdo con cariño a mi abuela Grazia leyendo un libro y muchas veces la Biblia sentada en su sillón de lona plegable. Tal vez haya sido por eso que pasé toda la infancia
intentando definir mi propio culto entre católico y evangélico, un domingo a misa con amigos y otro a la escuela dominical con otros amigos. Ya adolescente comprendí que hay un dios, y es el mismo Dios para todos. Abandoné desde entonces la duda, los íconos, iglesias, templos y estampitas.
Volviendo a Italia, en 1908 ni Garibaldi hubiera podido frenar la miseria y la guerra que se avecinaba. La oportunidad de emigrar como siempre, era para los más jóvenes, los que tenían proyectos por alcanzar, los que arriesgaban su presente por un futuro mejor, y allá embarcaron Oliviero y Grazia con mi papá en la panza de mi abuela.
La travesía llevaba semanas hasta arribar al río color de león y al Puerto de Buenos Aires, percibiendo a lo lejos el extraño paisaje de llanura, y una ciudad en construcción que se preparaba para festejar el Centenario y recibía con orgullo a los más de tres millones de europeos, duplicando su población.
No fue fácil para ellos dejar sus afectos y su tierra natal, y soportar tantos días a bordo del buque en tercera clase, evitando los efectos producidos por “el mal del mar”, resistiendo higienizarse con agua salada para la ducha, compartiendo habitaciones de treinta personas separadas por sexo y cumpliendo estrictas reglas de convivencia. Pero la alegría de su música y canzonetas los acompañaba y contenía mientras apreciaban recibir las abundantes raciones de comida que incluían pasta, vino, anchoas saladas y variedades según el día. – El mismo sabor de aquellas anchoas enlatadas que papá nos preparaba en sandwichs de pan y manteca remiten a aquel viaje -.
Aún conservo el baúl donde trajeron sus pertenencias, y el banquito plegable que usaron para sentarse sobre cubierta. El baúl había estado en casa desde hacía muchos años sin que me diera cuenta, porque mi padre, también llamado Amábile, lo tenía camuflado en su taller como armario para sus herramientas de carpintería. En realidad creo que él guardaba en su lugar de trabajo sus más preciados recuerdos, su cariño y su propia historia, tanto es así que hasta las longanizas y sopresatas las hacía y secaba exhibíendolas colgadas cual banderines de fiesta entre tablas y serruchos rodeados de inconfundible aroma italiano.
En aquellos tiempos empeñar la palabra valía más que mil papeles firmados, y la honorabilidad era un valor relacionado con la actitud frente al trabajo. Así supieron hacer la América mis abuelos Vicente y Oliviero. Ambos se esforzaron por tener no sólo casa propia, un hogar donde criar a sus innumerables hijos, sino también un espacio que reuniera las condiciones para facilitarles el acceso a la educación en el mismo barrio. Esa nueva generación de los años veinte fue la que compensó las carencias de sus mayores dando un salto a la clase media.
La “Casa Chorizo” fue ícono del modelo de construcción adoptado por los italianos, adaptando la casa romana con patio y galería a los angostos terrenos de la ciudad. La de mi abuelo Vicente C. se distribuía en una tira con baño y cocina al fondo, tres habitaciones de techos muy altos con piso de pinotea, galería hacia el patio y un jardín al frente, ese jardín que el progreso personal convertiría años más tarde, en dormitorio, sala, vestíbulo y zaguán.
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Cada vez que paso por la Av. Belgrano me detengo para ver los detalles de la fachada del modernismo catalán que luce el Hospital Español donde Vicente trabajó junto a los arquitectos Juan Moliné y Julián García Nuñez. Observo la delicadeza de la cúpula, los mosaicos coloridos sobre las ventanas, las formas del art nouveau e intento descubrir la mano de mi abuelo, porque debe haber algún ornato allí o tal vez el coronamiento, no sé muy bien, pero en algún lugar debió haber dejado su impronta, aunque pensándolo bien tampoco importa, me alcanza con detenerme a imaginarlo.
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Cuando llegó a Buenos Aires, vivió en el barrio de Monserrat. En 1909 ya habían nacido dos o tres
de sus doce hijos, y estaba construyendo la casa chorizo en el barrio de Flores donde ninguna inundación pudiera destuirla, ya que cualquier inmigrante criterioso debía saber elegir el lugar ideal sobre terreno elevado para poner los cimientos de su obra.
Los Aletti- Ranni vivían en la esquina con un local de almacén y la casa abierta de familia numerosa a cincuenta metros de los Capano- Gentile, reproduciendo el ambiente familiar del pueblo de Rocca que ambos habían dejado. En las casas había enormes jaulas de pájaros, no se concebía tener otra mascota. El loro parlanchín habitaba el patio y se deslizaba por la baranda de la escalera para dar la bienvenida con un “hola”. Siempre había amigos y con ellos aprendí a jugar una partida de canasta sobre la mesa larga de la cocina mientras abuela Grazia preparaba exquisiteces de frutas abrillantadas o esas roscas con forma de trenzas retorcidas y cara de huevo duro que hacía para nosotros. Hasta el último día de su vida hizo taralli! Después se sentó en su sillón favorito y se quedó dormida un 7 del 7 a las 7 de la tarde.
De los once y siete hermanos de cada familia, los solteros vivieron con mis abuelas. Los
casados siguiendo la premisa de independencia que habían aprendido del “casado casa quiere”, ocuparon al principio de la relación otra casa chorizo que habían construido los abuelos para ayudar a los flamantes matrimonios hasta que pudieran construir la propia.
De los solteros, tío Renato, vegetariano y deportista tenía su habitación en la azotea y cada vez que lo veíamos nos hacía probar las frutas más exóticas : caquis, granadas y mangos de Brasil. Nos relataba anécdotas de su juventud cuando los hombres bailaban tango en la calle practicando los cortes y quebradas para lucirse en la noche del Club Pedro Echagüe.
Florindo era mi tío preferido. Solía entrar a casa silvando a lo largo del pasillo y se quedaba jugando con nosotras en el patio de casa.
Edmundo Décimo – fue el décimo hijo – de profesión bombero, estaba orgulloso de haber trabajado en Casa de Gobierno durante la época del General Perón, aunque en la familia ninguno compartía dicha preferencia política y defendían a ultranza el socialismo de Palacios o añoraban la época del presidente Yrigoyen. En el único tema en que todos coincidían era en el fútbol. Seguían con pasión al equipo de Racing y llevaban la camiseta en su corazón!
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Todavía hay historia en esa casa donde vive mi tía menor, y en sus recuerdos sumados a los míos el patio fue siempre el lugar de encuentro y de festejos familiares. Ninguno de nosotros olvida los divertidos almuerzos de Navidad, único día del año en que nos encontrábamos todos los primos y tíos compartiendo una mesa larguísima que iba desde la cocina hasta el vestíbulo, y que fue ampliándose hasta el comedor y habitaciones a medida que la familia crecía. Cada nuevo integrante era recibido con aplausos y bromas a modo de bautismo de novios o novias recién llegados, seguramente sin experiencia en estas costumbres familiares. Llegamos a ser noventa personas en la última década del siglo XX! En la mesa no faltaban los zapallitos largos y las pitas de verdura que hacía abuela. Al terminar la comida se servían los dulces, las rosetas y los borrachitos receta de mamá y las nueces que traía Rena desde Catamarca. También era el momento de los papás noel que bajaban la escalera disfrazados con gorro rojo escoltados por el hada, que dulcemente encarnaba para completar el trío y repartir los regalitos que Ali había preparado para todos!
Aún con los regalos en la mano, aguardábamos expectantes las monedas que tío Flori repartía entre los más chicos.
El Club Pedro Echagüe, fue indicutiblemente el lugar de reuniones sociales. Además de practicar basquet durante el día, se jugaba al truco, y por la noche se bailaba al ritmo de la orquesta. Nuevas parejas se formaron al compás del tango y fueron luego parte de mi familia. De esas uniones resultaron matrimonios entre vecinos y entre parientes lejanos. De hecho algunos de mis primos hermanos Capano, son también primos segundos Aletti y aunque parezca increíble, en Rocca Imperiale aún hoy, ambas familias conviven en la misma zona.
Los hombres tuvieron la posibilidad de salir a trabajar, algunos cumplieron la ilusión de sus padres de ser como “m’hijo el dotor” (libro de Florencio Sánchez), y tal como en la novela lograron un título universitario que honraba a la familia. Otros fueron empleados o encontraron su destino en un oficio independiente que les permitió crecer. Las mujeres estudiaron y se dedicaron a tareas del hogar. Mamá fue profesora de corte y confección en un colegio, y durante toda su vida recordó esa época maravillosa de maestra mientras cosía los vestidos de novia … y reservó los más lindos sólo para nosotras. A ella y a sus hermanas les gustaba recorrer las grandes tiendas Gath & Chaves para ver las tendencias de moda, y deleitarse con un café en la Richmond de la calle Florida.
Visitábamos a mis primos y tíos cotidianamente y encontrábamos motivos para verlos. Los domingos a la hora del vermut íbamos a casa de tío Alberto que esperaba a mi padre para compartir un Cinzano con Fernet Branca. Sábados por la tarde mamá hacía pizza, y la repartía entre sus hermanos. Esa pizza tan rica podía degustarse a cualquier hora, fría, tibia o caliente, siendo mejor que una merienda tradicional.
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La casa de los abuelos fue el centro radial de referencia. Filomena y Grazia nos recibían con ricos dulces en lugar de besos y de abrazos. Conservaban sus costumbres y el dialecto de Rocca intercalando palabras del idioma castellano con bastante esfuerzo. Jamás aprendieron a pronunciar la “j” ni la “c”. Mi padre balbuceaba algunas frases en italiano, y mi madre solía cantar Oh Sole Mío y otras canzonetas inolvidables cada mañana mientras tendía las camas con las ventanas abiertas de par en par.
En el año 2000 volví transportada mágicamente hasta Varese, sentí el calor de las propias raíces entre verde y montaña, casas varias veces centenarias salpicando el paisaje y hermosas vistas hacia el Monte Rosa. Pero lo que más me sorprendió fue reconocerme entre los Aletti, parecidos entre sí, algunos de ojos claros y todos con la misma imperfecta dentadura que nos caracteriza. A pesar de su aplomada apariencia se mostraban bastante temperamentales, y al igual que nosotros, cualquier mínimo inconveniente era motivo de acaloradas discusiones que terminaban invariablemente en risas conciliadoras.
Aún debo llegar a Rocca Imperiale, allí me esperan seguramente otras caras conocidas y
también los taralli de mi abuela!
Alicia Aletti
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