Dos perros me seguían de camino a casa. Uno de ellos, viejo y dócil, que, además, vivía desde su nacimiento en mi cuadra, estaba extrañamente allí, en una avenida lejana al hogar; el otro, más joven y audaz, era un extraño producto de la calle, del cual no despertaba mi interés más allá de seguirme en estos momentos.

Por algún motivo todas las demás personas estaban apuradas y caminaban sin demora, se podría decir que gastaban más esfuerzos al caminar que de haber trotado y, sin embargo, había quienes lo hacían, por lo que sería más exacto decir que nadie trotaba y que todos corrían, como aquellos dos perros que un comienzo empezaron a seguirme a la saga, pero que ahora se lanzaron a querer morder a quienquiera que se cruzase en mi camino.

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