Mi padre discriminaba a los negros, los declaraba unos brutos, violadores, por siempre destinados a trabajos de carga o esclavitud; obviamente él era negro. Sin embargo, el destino cumplió su deseo más oscuro, se volvió blanco a punta de vitiligo. Mi madre, por otro lado, discriminaba a los blancos, los consideraba pretenciosos, ridículos, amanerados y ambiciosos. Por supuesto, era blanca de nacimiento, pero a fuerza de solearse terminó como aceituna. No fue raro que se uniesen en matrimonio, en sus momentos de alegría cada uno veía en el otro lo que admiraba y trataba de alabar lo que pretendía ser, así lo odiase; en sus ratos de amargura vilipendiaban lo que le molestaba al otro, así lo amasen. Nadie sabía, ni ellos mismos, la diferencia entre lo que veían en el otro y lo que querían ver; golpeados en su amor propio, amando el espejismo de sus deseos, formaban una pareja maravillosa. En medio de ese torbellino de emociones a flor de piel, después de un encuentro donde se prendían y apagaban las luces, fui concebido. Tras nueve meses de esperanzas y angustias, nací moteado; unos creían que era blanco con manchas negras, otros que era negro con manchas blancas. Mi madre esperaba con ansias el verano para que me broncease. Mi padre el invierno para que me blanquease. Me sentía terriblemente confundido cuando se enorgullecían de sus raíces. A veces aplaudían lo que consideraban mejor en mí, pero siempre tratando de ignorar lo que aborrecían, lo cual me terminaba ofendiendo. En verano, cuando me sentía demasiado oscuro, me tapaba con gorro, lentes, barba, paraguas, guantes, etc. Y lo mismo, pero por el otro lado, en invierno; pasando frío para captar un poco de luz, pues nunca estaba seguro del tono más adecuado. Pero un día vi la solución pasar muy cerca, un grupo de dálmatas jugaban felices en el parque, eran tantos que imaginé que todo el mundo era así, con algo de negro y algo de blanco, desde entonces entendí que no son mis manchas las que incomodan sino las que se llevan a escondidas.
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