«Lo dudo, lo dudo, lo dudo; qué tú llegues a quererme, cómo yo te quiero a ti» -el bolero viejo sonaba a la misma hora en el radio que parece haberse comido todos los años de la ciudad de México. Y es que el bolero carga la melancolía crítica de los amores y los años.

El tiempo que Virgilio pasó en el reclusorio fue el más triste bolero para él. Haber llevado en su carro al «coreano» y su nieto «el gordo» a recoger a un amigo supusieron el inicio a la tortuosa vida de preso; entrar a los 56 años a la cárcel es parecido a entregarte a una casa de retiro llena de becarios que recién saben poner inyecciones, ensimismados y egoístas cómo todos en esta era digital.

-Coreano, no me dijiste que tu nieto iba a esperar a un pinche ratero, tenemos a la policía atrás de nosotros no chingues- te juro que no sabía nada Virgi, este cabrón chamaco está loco-
El gordo y su cómplice ganaron por pies, Virgilio y el amigo de toda su infancia se quedaron atrapados entre dos patrullas. No les creyó nada el Juez, el afectado reiteró la demanda y los dos amigos casi sexagenarios entraron a prisión con todo el peso familiar que eso implica. ¿el gordo?, ja, no volvió más a la familia, se enteró que el abuelo pagaba lo que él se había comido, pero no regresó nunca.

Todo lo que se sabe de cómo es el ingreso a una cárcel en México es sólo un espejo de lo que realmente ocurre al llegar; en sus primeros días tuvieron que limpiar la mierda de las letrinas con un trapo que tenían que lavar continuamente porque pesaba de tanta cagada, el pagar por una cobija, por cada puto metro cuadrado, y pagar porqué no te peguen dentro de ese infierno era algo que ellos no concebían, pero que ahora conocían. Se vieron cómo hermanos desde que fueron a la primaria y hasta que llegaron a la facultad y cada uno tuvo que decidir un camino, una carrera. No fue la excepción en cana; siempre juntos se les veía, a veces callados y otras fumándose el tiempo, mismo que no rinde en los días de visita cuando a Virgilio iba a verlo su gran amor Margarita, cada que iba era un mar de lágrimas y Virgilio solo atinaba a cantarle <que por cierto era una de sus grandes pasiones> «no puedo verte triste porqué me mata, tu carita de pena mi dulce amor, me duele tanto el llanto que tú derramas» Margarita se deshacía en cada visita, al igual que los hijos, los nietos… y hasta el barrio los extrañaba.

Trámites más trámites menos, corrupción disfrazada de legalidad por ser primodelincuentes pusieron afuera a los dos amigos. Gran recibimiento lleno de algarabía para cada uno. Deciden verse de nuevo un jueves en la misma cantina donde un viejo les enseñó a tocar la guitarra y les habló de mujeres y vicios; y al son de 2 cubas con poca coca-cola por la diabetes sonó una estrofa que sonó acorde para ellos: «a mis amigos les adeudo la ternura, y las palabras de alivio y el abrazo, el compartir con todos ellos la factura, que nos presenta la vida paso a paso».

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