Vittorio no tenía apellido. Nadie lo sabía y él decía que lo había perdido durante una tormenta en el mar.

Llegó a Buenos Aires a bordo de un viejo barco desde su Togliano natal en Italia, con su hermano diez años mayor.

Creció en el barrio de Barracas, entre miserias, poca comida y mucha libertad.

Apenas terminó el séptimo grado debió salir a trabajar con su hermano de peón de mudanzas.

Al llegar a la mayoría de edad tuvo suerte y consiguió empleo como chofer de colectivos de la línea treinta y tres. Se casó dos veces y se separó en ambas ocasiones. Tiene un hijo que vive con su madre, su segunda esposa, que no permite que lo vea. Le dijo al niño que su padre estaba muerto.

Cuando murió su hermano a manos de un delincuente durante un robo, se fue a vivir a una modesta pieza en el barrio de San Telmo.

En una de las tantas noches, cuando la soledad lo abrazaba y no lo dejaba respirar, recordó su sueño de niño: ser titiritero. Su abuelo le había enseñado el oficio y su padre le había transmitido el arte en su ciudad natal.

Vittorio tenía el espíritu teatral y la voluntad necesarias para darle vida a esos trozos de madera tallados y finamente pintados que, con mucho esfuerzo y dedicación se transformaban en bellos personajes sin dejar de ser muñecos que pendían de un hilo. “Como la vida”, decía su padre.

Su habilidad para manipularlos era excelsa.

Y así fue que comenzó a crear en madera, personajes que tenía en su cabeza.

Hombres mujeres, niños, animales, casas y árboles.

Al terminarlas, se puso a trabajar en las historias que quería contar y comenzó a escribir. Luego se dedicaría a ensayar con sus “actores”.

Cuando consideró que estaba listo, montó el escenario en el patio del conventillo y convocó a todos los inquilinos.

Dio comienzo a la obra cuando del viejo radio grabador salieron viejas canciones italianas, alegres, festivas.

La emoción y la alegría que transmitían sus muñecos lograron que todos los presentes aplaudieran de pie. Hubo elogios, recomendaciones, correcciones y felicidad por sobre todas las cosas.

Esto decidió a Vittorio. Quería mostrar su primera obra el próximo domingo en parque Lezama. Si gustaba la primera, tenía guardada una segunda.

Pasó la semana y llegó el día.

A las tres de la tarde, con el sol calentando tibiamente las almas, él estaba sentado en un banco del parque. Allí abrió su maleta de cuero viejo y comenzó a armar el escenario.

Cuando estuvo listo, dejó una gorra en el piso y se puso a jugar con sus muñecos para atraer la atención.

Al ver que la gente comenzaba a acercarse, encendió el viejo grabador a pila y la alegre música comenzó a meterse en el alma de los que por allí pasaban.

Consideró que diez personas eran suficientes para empezar.

Aguardó unos minutos más y dio comienzo al show de marionetas.

Sus variados registros de voz les daban más credibilidad a las situaciones.

Los niños sentados en el piso reían y se asombraban con los hábiles movimientos que Vittorio les daba a sus personajes.

El aplauso cerrado al terminar la primera obra atrajo a más personas.

La segunda era una historia de amor no exenta de momentos divertidos.

Cuando Vittorio vio la emoción en los ojos de los adultos, supo que estaba logrando su misión, llegar al corazón de la gente.

Todos aplaudieron y él debió inclinarse varias veces para devolver tanta amabilidad.

El debut no pudo ser mejor.

Y así fue que cada domingo, con o sin sol, Vittorio presentaba sus obras. Recorrió casi todos los parques y plazas de Buenos Aires.

Siempre con obras nuevas, con títeres nuevos, con el alma llena de amor.

Tanto los niños como los jóvenes y los adultos le regalaban un cariño extraordinario.

Y fue en un domingo más, cuando estaba recogiendo del piso la antigua gorra con monedas, que vio dos bellas piernas. Al levantar la vista se quedó petrificado por la mujer que lo miraba con ternura. Su nombre era Eugenia.

Bella italiana nacida en el puerto de Pescara, lo ayudó a levantarse y le preguntó si aceptaba tomar con ella, un café en San Telmo.

Vittorio aceptó con gusto y se fueron caminando como viejos y buenos amigos.

La noche los encontró conversando de su Italia natal, del arte, de la vida, la familia.

Aquella mujer de unos cuarenta años, ojos verdes y cabellos oscuros era artista plástica y cada tanto exponía en alguna tienda de Arte. Era viuda.

Amanecieron juntos en la pieza del conventillo de Eugenia, lugar donde vivía desde que tuvo uso de razón. Sus padres habían muerto allí.

Al ser ella sola, había quedado bastante lugar por lo que pudo montar su atelier, dar clases particulares y dedicarse a su actividad creadora.

Al poco tiempo se fueron a vivir juntos pues se reconocían como almas gemelas.

Eran felices, sentían que se conocían de otras vidas.

Pasó el tiempo y dada la popularidad que habían ganado ambos con su arte, decidieron, luego de hablar con los otros seis inquilinos del conventillo, transformar el lugar en un centro artístico y convocar a todos a mostrar su talento. Todos estuvieron de acuerdo.

Un inquilino, fileteador en sus ratos libres, creó un bellísimo cartel con el típico fileteado porteño y lo colgó en la entrada LA CUEVA DE EUGENIA como le había pedido Vittorio.

Con el tiempo, aquel viejo conventillo de la Boca, se hizo conocido por concentrar a una gran cantidad de artistas de todas las ramas.

Allí se podían encontrar bailarines, escritores, pintores, actores, músicos, escultores.

El movimiento era febril en el lugar, no había descanso, siempre se escuchaba música, charlas, ensayos, gemidos de placer, mientras los escultores, pintores y escritores gritaban en silencio.

La gente comenzó a frecuentar el lugar y cada vez más artistas de todo tipo se acercaban a regalar su arte a los visitantes y curiosos.

Eugenia y Vittorio no podían ser más felices, se amaban con locura y vivían rodeados de arte y sensibilidad, alegría y proyectos.

No existía una poesía para tanto amor pues su amor era naturalmente poesía.

Juntos caminaron por la ruta de la vida, descansaron, caminaron, gozaron de la noche, la luna y sus estrellas, el viento los besó y el sol los cobijó.

Fueron treinta años de dos personas que supieron ser una.

Hasta que una triste enfermedad se llevó a Eugenia.

Durante mucho tiempo, Vittorio lloró su ausencia.

No podía aceptar no verla, no poder besarla, escucharla, sentirla.

Pero un día dejó de hacerlo al recordar las palabras de su amada antes de morir.

– ¡Vittorio, amor mío! Cuando me vaya, vos tenés que seguir regalando tu arte al mundo. Debés seguir haciendo felices a los niños, a todos.

Haciendo eso me harás feliz a mi pues cada vez que estés brindando un espectáculo yo estaré allí, aplaudiéndote…-

Fue así que se levantó y regresó al camino de la vida sin su amor, pero con el recuerdo de sus ojos a todas partes.

Al tiempo escribió una nueva obra.

Eran las tres de la tarde en un domingo cargado de nostalgia.

Vittorio estaba sentado en el banco del parque Lezama, montando el escenario y sacando de su caja a los protagonistas de aquella nueva historia.

Le llamó la atención la cantidad de gente que se había acercado. Muchos lo recordaban y se acercaron a tenderle la mano, gesto que lo conmovió profundamente.

Fue entonces que encendió el viejo grabador y con la música de fondo pronunció las primeras palabras de una marioneta preguntando al cielo.

– ¡Donde estás amor de mi vida que no te puedo encontrar! –

-Aquí mi amor, a tu lado, como siempre-. se escuchó decir.

Los adultos suspiraron mientras que los niños miraron hacia todas partes.

Vittorio se estremeció y su alma casi que se sale de su cuerpo.

Estaba muy seguro que él, no había pronunciado aquellas palabras de amor.

Miró.

Y allí estaba, sonriéndole como siempre lo hacía.

Richard.

2021

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