Aquí donde desconozco a todos y todos me desconocen, en esta carta dejo sentada mi decisión de dar inicio y fin a mi carrera como escritor. Siempre quise escribir y vivir de ello. Deseaba que mis escritos estén en boca de todos. Aspiré a la fama y al reconocimiento, a los elogios y alabanzas, a ser recordado en la posteridad. Hoy, todos esos deseos los desecho al olvido, hoy me retiro sin haber ejercido, me mando al exilio y al destierro. Luego de leer a Dostoievski tengo la certeza de que es lo más sensato.
¿Sobre qué me resta escribir, cuando ya todo fue escrito? ¿Sobre qué puedo pensar, cuando ya todo fue pensado? La pluma se queda paralizada sobre el papel y la mente en blanco vacía. Dostoievski me ha desarmado, ha desnudado el alma humana, lo ha expuesto todo a la luz. No ha dejado nada bajo el tapete y todo lo que pueda tratar de esbozar sería redundancia absurda. No negaré que lo he intentado, que tuve el atrevimiento de haber escrito un par de páginas, pero la ira e impotencia incineraron cada hoja, cada idea. Y es que todo parece tan mediocre, todo es una gran hipocresía al lado de tanta maestría.
Ya no encuentro inspiración, ya todo se ha dicho, si un mínimo impulso emerge rápidamente se extingue. Me siento derrotado, frustrado, mi mente se ha apagado y estoy abatido. Quien haya leído al ruso me comprenderá, quien haya ojeado sus obras sentirá empatía al leer estas líneas, y compartirá este sentimiento de sin sabor, de desazón. Definitivamente no volveré a escribir, las manos me tiemblan, me cuesta hilar palabras, la mente se turba y el corazón se funde ante cada letra. Todo lo que pueda crear será insuficiente, he leído las obras de los comunes, son bosquejos tan ridículos, tan pobres, tan penosos. Pobres repetidores, descarados y farsantes, si supieran, si leyeran, si conocieran al maestro se les deformaría el rostro de la vergüenza y se amputarían las manos.
En medio de mi derrumbe, de esta colisión sin precedentes, he conocido al otro, al viejo y solitario, al sereno y sabio Arthur Schopenhauer. Si Dostoievski expone el dolor y el sufrimiento del alma, Schopenhauer lo abraza y se empapa con él. Sin lamentos, sin consuelos ilusorios, sin doblegar las rodillas gritando letanías al viento, Schopenhauer es la calma, la reivindicación de la vida a pesar del dolor, vivir a pesar de ir muriendo.
Fiódor me ha forzado a la jubilación anticipada, Arthur me hizo aceptarla. Maestros, queridos Maestros, cada uno a su manera y medida, me resigno a escribir para no ofenderlos, prefiero vivir aprendiendo bajo la tutela de ambos. Desde mi humilde sitio les brindaré tributo, leyéndolos, sacándolos del olvido en el que decadentes generaciones los han sumido. Me regocijaré en sus enseñanzas, los tomaré como guías pero no como Dioses, me abriré camino yo mismo, respetando lo que soy pero nunca olvidando quienes fueron.
Hasta siempre maestros, nos vemos en cada duda, en cada revés del destino. En la pérdida de un ser querido, cuando en la soledad de la madrugada embriagado reviva dolores, cuando no encuentre casa ni vocación, cuando la angustia me doblegue y se desatine la razón. Sin embargo, yo sabré levantarme y lúcido seguir, porque es parte del camino, porque así lo he aprendido.
Y cuando pasen los años, cuando la vela esté por consumirse, voltearé a ver mi vida para darme cuenta que nada fue en vano, mirare dentro mío y me reconoceré. Será ahí cuando logré comprender la última lección, porque recién al final del viaje uno conoce su destino. Cuando la llama este por apagarse, habré vivido lo suficiente para darme cuenta que el misterio está por revelarse y no temeré a la muerte, la esperaré sereno como me han enseñado.
Firma: Un ignorante, un eterno aprendiz, nadie.
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