Los incomprendidos
Prefacio
Había una vez, en una República lejana y dis-
tópica, una pequeña niña…
Casas que arden
No tengo muchos recuerdos de mi niñez. Solo sobre
la semana antes de encontrarme en este lugar.
Vivía en la Ciudad de las Leyes.
Cada ciudad en mi República tiene un motivo y un
propósito desde su constitución afín a las necesidades
de la sociedad. Existen seis ciudades principales: Ciudad
de las Leyes, Ciudad Economía, Ciudad Medicina, Ciu-
dad Ingeniería, Ciudad de la Producción y la principal,
Ciudad Religión. Cada una de ellas convive con sus ciu-
dades hermanas en armonía mientras cada una respete
su lugar en el espacio. Los territorios están delimitados
por grandes ríos o montañas que permiten el control
del acceso y movilidad entre ciudades. Hay permisos de
circulación y restricciones determinantes para el ingre-
so a cada una de ellas. Cada quien debe vivir y convivir
con los suyos para asegurar la continua armonía en la
República y para que el conocimiento sea heredado y
potenciado en las futuras generaciones.
Mi familia era la institución de las leyes en la ciudad.
No recuerdo ninguna hoja dentro del árbol familiar que
se dedicara a otra cosa que no fuese defender la verdad,
la justicia y sobre todo lo normado. Las paredes estaban
cubiertas de diplomas y reconocimientos varios que se-
gún ellos eran el motivo de su existencia. Pienso en la
gran biblioteca que estaba en el salón, no me dejaban
tocar esos libros, porque al parecer no se debían mar-
car, ni debían doblarse sus páginas. Eso me hacía sentir
muy mal, había tantos conocimientos en ellos que sentía
como una falta de respeto no tocarlos, no sentirlos, no
hacerlos propios.
Un día mientras volvía del colegio, pasé junto a un
pequeño parque que mostraba las habilidades de la
primavera para embellecer con sus colores las calles.
Entonces vi una manta que me llamó la atención por sus
hermosos colores, un señor muy mayor la había tendi-
do. Parecía alguien muy sabiondo y culto, así que como
era lo que me habían enseñado a valorar en casa no
temí acercarme para ver de cerca qué había sobre ella.
Cuando pude acercarme más vi que había libros de todo
tipo y variedad. Me emocionó mucho pensar en adquirir
mi propio libro. Con el pasar de los días, y al notar que
siempre miraba su manta a ver qué nuevas historias es-
taban tendidas ahí esperando ser leídas, el señor decidió
hablarme.
–¿Le gusta alguno? –me dijo amablemente al ver mi
interés.
–Todos, sinceramente –contesté en medio de la ver-
güenza que me había alcanzado en ese momento.
–Elija uno.
Solo de pensar en hacer mía cualquiera de esas his-
torias me había devuelto la alegría en ese momento.
–No puedo.
–Ellos estarían encantados de que ser leídos, y yo no
puedo ir contra eso.
Entonces leí minuciosamente cada título y decidí
tomar uno llamado –Los incomprendidos–. En ese mo-
mento no conocía la profundidad de esa palabra y lo que
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denunciaba. Pero me gustaba cómo sonaba su título y
cómo resonaba en mi interior.
–Éste es perfecto.
–Es suyo entonces.
Solo sé que desde el momento que lo tuve en mis
manos, al sentir la textura de cada página y olerlo, supe
que era para mí. No tardé más de tres días en devorár-
melo. Cada página era una caricia a mi alma.
Entonces un día pasó algo.
Mientras cenábamos con mi familia en silencio como
cada noche, decidí preguntar. Parece que preguntar es
pecado cuando todo está dicho y escrito. O eso me hicie-
ron sentir algunos minutos después.
–¿Quién creó las leyes? –pregunté, ellos que habían
dedicado su vida a ese tema debían tener la respuesta.
–Los hombres –me respondió mi madre mientras me
miraba de reojo.
–Entonces si los hombres crearon las leyes, pueden
modificarlas.
–¿Por qué las modificarían? –dijo mi padre preocu-
pado por esas inquietudes que habían surgido en mí.
–Tal vez estén mal –respondí sin darme cuenta lo
que acarreaban mis dichos.
–¿Cómo podés decir eso después de haber sobrevi-
vido gracias a esas normas que nos hacen vivir en socie-
dad?
–Solo digo que el hombre puede equivocarse, y si
los hombres crearon las leyes y las normas, pueden estar
mal también y deberían ser revisadas.
–Por favor terminá tu plato y dejanos hablar a solas
–dijo mi padre a modo de sentencia.
Recuerdo las siguientes horas porque por primera
vez escuchaba pelear a mis padres, ellos habían alzado
la voz, pero era tan grande la intensidad de la discusión
que no lograba divisar de qué hablaban. Tuve mucho
miedo y culpa. Odiaba esa sensación que recurrente-
mente se volvía la presencia más cercana en mis días.
Hallaba en mí tantas contradicciones que no era extraño
sentirme mal con todo lo que era.
Cuando escuché los pasos subiendo las escaleras solo
pude abrazar mi libro, eso me hacía sentir protegida.
Los libros no me juzgaban, al contrario, ellos me abrían
puertas a nuevos mundos donde me sentía más feliz.
Entonces entró primero mi padre, él era un hombre
muy alto de cabello claro y ojos estirados que daban
siempre la impresión de estar observándote de cerca.
–¿Quién te metió esas ideas raras?
–¿Qué ideas raras? –No entendía a qué se estaba
refiriendo.
–No estás cooperando ¿Estás buscando que te cam-
biemos de colegio? ¿Tendremos que hablar con la familia
de tus amigas?
No entendía qué había hecho tan mal para que me
hablara de esa forma, mis ojos se llenaron de lágrimas.
–No es momento de llorar.
Pero yo no sabía qué decir, me encontraba atrapada.
Fue ahí cuando abracé más fuerte mi libro contra mi
pecho y él lo vio.
–Dame eso –dijo refiriéndose a mi libro.
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–No lo robé de la biblioteca, lo juro.
–¿Entonces de dónde salió?
–Es un regalo.
–¿De quién?
–Del señor que lee libros en el parque.
–Quiero pensar que no tomaste algo que no era tuyo.
–No, jamás haría algo así.
–No tiene sentido lo que decís, sabés el valor de la
verdad y sabés qué pasa cuando se dicen mentiras.
–Me lo regaló el señor que estaba en el parque ca-
mino a casa.
–Sabés que no debés hablar con extraños y menos
aceptar regalos. No te crié para esto –respondió.
Mucho tiempo después me quedé pensando a qué se
refería con: “No te crié para esto”, ¿qué significaba eso?
¿Ellos ya tenían un propósito para mí? ¿Estaba cada día
de mi vida planificado para un fin? ¿Qué pasaba si yo
me disponía a enfrentarme a ese destino? ¿Qué pasaba
si como todos los hombres, se equivocaban y ése no era
el mejor futuro para mí? ¿O al menos el que yo quería,
contaba lo que yo quisiera? De fondo, detrás de la puer-
ta, se escuchaba a mi madre llorando por lo bajo.
Entonces tomó el libro en sus manos, lo inspeccionó
y comenzó a destruirlo. Rompía cada página, una por
una, mirándome a los ojos. Cuando terminó su ceremo-
nia, su castigo hacia mi insurrección, salió de la habita-
ción y cerró minuciosamente la puerta dejándome en la
oscuridad de mi soledad, mi tristeza y mi única alegría
rota.
Sé que lloré toda la noche, lo sé porque pensé que
me moriría de tanto llorar.
Al día siguiente cuando desperté y bajé a desayunar
noté que algo extraño pasaba. Me acompañarían hasta el
colegio. Eso nunca sucedía, ellos siempre tenían mucho
trabajo y reuniones importantes, que jamás posponían.
Desde el jardín me enseñaron el camino y había apren-
dido a memorizarlo para llegar cada día.
De camino encontramos al señor de los libros, mi
padre se paró frente a la manta y comenzó a patear
cada libro. El señor solo se quedó quieto al verme. Solo
se quedó mirándome durante el desastre. Sentí en ese
momento ganas de correr y abrazarlo, pero si me movía
un centímetro todo sería peor.
Cuando terminó de hacer su escena miró directo a
los ojos del hombre y le dijo:
–No quiero verlo dentro del radio de los mil metros
a la redonda de este lugar o tendrá sus consecuencias.
Entonces me tomó fuerte del brazo y me arrastró
hasta la escuela.
–Perdón –solo alcancé a decirle en mi desesperación
y mi angustia. Temía que no escuchara mi voz.
–Solo tiene miedo –me respondió desde lo lejos.
Al principio no entendí qué quería decirme con eso,
pero hoy diez años después sé que tenía razón.
Cuando llegué al colegio ya todos comentaban acer-
ca de lo ocurrido. Se escuchaba murmurar sobre mí y
la locura que me había invadido para cometer el delito
de preguntar. Hasta mis amigas que me acompañaban
desde mi llegada a este mundo, hijas de amigos de la
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familia, me miraban de arriba a abajo esperando ver en
mí algún tipo de anomalía física que respondiera sus
dudas acerca de mis comportamientos.
Eso me motivó a entablar una conversación que les
diera las explicaciones que no se animaban a pedirme.
–No me pasó nada, o tal vez sí, todo –les dije.
–¿Te sentís bien? –preguntó una de ellas mirándome
preocupada por mi declaración.
–Un poco enojada.
–Es normal, un extraño no debe acercarse para plan-
tar en vos ideas que no son buenas.
–Solo me dio un libro, el resto fueron dudas mías.
–¿Sobre qué trataba el libro? –preguntó una de ellas.
–¿Qué pasaría si pudiéramos elegir en qué mundo
vivir? ¿Qué pasaría si supiéramos que todo fue construi-
do por el hombre, un hombre capaz de equivocarse y así
como él sus normas? ¿Qué pasaría si existiera un mundo
nuevo con infinitas posibilidades para todos? –Me daba
cuenta que a medida que hablaba de lo que sentía, no
podía parar, a cada segundo aparecían nuevos interro-
gantes y se abrían las puertas de nuevas esperanzas ¿Qué
pasaría si cada uno pudiera elegir quién ser, cómo ser y
cómo vestir, quién desea ser? ¿El mundo se acabaría o
comenzaría a existir un mundo más feliz? Donde cada
uno pudiera elegir. ¿Se preguntaron alguna vez qué ha-
bían elegido ustedes en sus vidas? ¿Eligieron su familia?
Por supuesto que no, por cuestiones biológicas. ¿Eligie-
ron dónde nacer? No, ya que dependía de dónde habían
nacido sus padres. ¿Eligieron sus nombres? Tampoco, lo
determinaron quienes no eran ustedes y las definieron.
¿Y si quisiera llamarme de otra manera y si quisiera
cambiar mi apariencia? ¿Y si no quisiera ser eso que
desean mis padres? ¿Y si quisiera descubrir quién soy y
qué quiero?
–¿Por qué querrías eso? Yo sé bien quién soy, soy
Antonia, soy buena en leyes como toda mi familia, deseo
salir del colegio para comenzar mi carrera profesional,
ser de las mejores, como mis padres, tener un buen ma-
rido, a quien conoceré durante la universidad y tener dos
hermosos hijos que se llamarán como nuestros padres,
para seguir perpetuando nuestro legado.
–¿Eso deseás o es lo que te enseñaron a desear?
–Ése es nuestro propósito –me respondió con rudeza.
Minutos después todas tomaron sus cosas y se aleja-
ron, dejándome con las nuevas preguntas que definirían
todo lo que vendría después.
No sabía la magnitud de la revolución que había
causado, no había notado su tamaño. No solo mis ami-
gas habían presenciado mi declaración sino también
maestros que caminaban en los pasillos y el resto del
alumnado.
Al día siguiente me llamarían a hablar con la direc-
tora de la institución.
–¿Cómo estás querida? Me dijeron que tuviste días
difíciles. –Dijo la directora Josefina, mujer entrada en
años, con una tez tan clara como el papel, ojos peque-
ños color verde y una sonrisa indivisible más allá de sus
intenciones de parecer simpática.
–Yo los llamaría liberadores –dije presa de mi im-
prudencia.
los incomprendidos 19
–¿De qué deseás librarte? –me preguntó sonriéndo-
me irónicamente.
–De las normas escritas por otros, otros que no co-
nozco, no conozco su historia, sus intenciones, sus inte-
reses ¿Nunca se preguntó por qué era quién era? ¿Por
qué hacía lo que hacía?
–No. Siempre tuve la certeza de que estaba en el
lugar correcto.
–¿O sea que nunca se lo cuestionó?
–No hubo necesidad, siglos y siglos de hombres me-
jores que nosotros hicieron ese trabajo para facilitarnos
la vida y lograr una sociedad mejor.
–Debo decirle que difiero, hay mucha gente infeliz
¿Usted vio las tasas de suicidio? Eso debería llamarle la
atención.
–¿Está pensando en suicidarse? –Me dijo.
–No, amo la vida, pero no la que tengo ahora.
–Eso es una denuncia muy fuerte para una niña
de solo 15 años. Creo que el problema es mayor al que
creíamos ¿Sabe lo que generó en el colegio? ¿Sabe los
llamados que recibí en tan solo un día de padres preocu-
pados por sus hijos? ¿Sabe el dolor que causó?
–No fue mi intención.
–No tenemos por qué aguantar rebeldías de una
niña, esta institución tiene años de reconocimientos por
los logros realizados.
–¿Qué logros? –me animé a preguntar sin una se-
gunda intención, realmente necesitaba conocer más
sobre el mundo en el que habitaba.
–Hacer ciudadanos mejores ¿O piensa que la vida va
a ser como en las novelas que me enteré que lee? –res-
pondió ella con cierta crueldad.
–Solo leí una –me resigné a contestarle, me hubiese
gustado decirle que me hacía muchísima ilusión pensar
en leer miles y miles de libros.
–Debería dejar de hacerlo, el mundo debe seguir
girando como lo hace desde hace millones de años, y
cada uno de nosotros debe respetar el lugar que le fue
asignado en él.
Había hablado con tal ímpetu que me intimidó su
discurso. Pero en el fondo, más allá del miedo, había
aumentado mis preguntas.
–Llamaremos a sus padres enseguida para que la
vengan a recoger, usted no debe pasar un segundo más
en esta institución.
–¿Qué haría si por un día las leyes fueran suspen-
didas? –le dije antes de salir de la sala. Supongo que la
sumatoria de hechos y cuestionamientos que surgieron
esa semana impulsaron lo que sucedería más tarde, pero
esa frase determinó el acelere de mi destino ¿Una pre-
gunta podría desmoronar una torre de certezas? ¿O ha-
cía falta más que eso para simplemente hacerla temblar?
Por lo pronto, había puesto muy nerviosa a la directora,
quien se mostraba con el rostro enrojecido de tanta ira
y las manos sudadas. Salí de allí con una emoción nue-
va que recorría mi cuerpo. Me sentía excitada por esas
preguntas que aparecieron en mí. No podía dejar de
preguntarme cosas nuevas, y sentía que había adquirido
un nuevo super poder.
los incomprendidos 21
Mi alegría duró lo que tardé en recorrer el camino
hasta mi casa. Cuando llegué una camioneta esperaba
en la puerta. Mis padres se encontraban hablando con
personas hasta el momento desconocidas. Mamá parecía
sollozar por lo bajo, mientras mi padre mantenía su mi-
rada de inquisición que escondía siempre una segunda
intención, quizás de protegerse, durante la conversación.
No sé por qué comencé a tener miedo, esas personas
estaban mirandome cuando me acerqué, sentía cómo sus
ojos inspeccionaban todo mi ser, el llanto de mi madre
aumentó y mi padre comenzó a mostrarse nervioso por
primera vez. Había escuchado historias acerca de lugares
donde era encerrada la gente que rompía las reglas o las
normas de convivencia, pero jamás imaginé que algún
día pudiera pasarme.
Había imaginado que eran cuentos que les contaban
a los niños para mantenerlos dentro de los márgenes.
No había hecho nada malo como para merecer el
encierro en esas instituciones. No quería ir allí.
Solo sé que comencé a correr en dirección contraria
hasta que de un golpe caí al suelo. No recuerdo nada
más entonces. Salvo la voz de mi madre de fondo entre
llantos siendo consolada por mi padre que le decía: “Es
lo mejor”.
Los vidrios de la camioneta eran tan oscuros que
apenas cayó la totalidad del sol dejé de ver qué había en
el más allá de lo que me rodeaba. No tuve miedo por
raro que parezca. Sentía cierta sensación de orgullo,
una sensación en el pecho que no puedo describir bien.
Tomé todo el aire posible en ese momento y luego sus-
piré.
Cuando comenzó a frenar el vehículo pude divisar
luces a lo lejos. Parecía que estábamos rodeados de mon-
tañas. Pero cuando pude descender descubrí que eran
grandes murallas de cemento. Por un segundo sentí que
todo el aire que había tomado durante el viaje y toda la
emoción que me había recorrido habían desaparecido
para dejarme una sensación de desorientación. Giré so-
bre mi lugar y pude descubrir que esas paredes tenían el
tamaño de un edificio y que su color, a pesar de la poca
luz que había, era gris.
–Señorita debe ponerse estos auriculares y caminar
por el sendero que enseña la luz.
No salían palabras de mi boca, sentía que todo es-
taba guardado en mi interior, temiendo lo que vendría.
Me dieron auriculares, había visto estos artefactos en la
televisión, reproducían lo que llamaban canciones. Los
niños y adolescentes no podíamos consumir canciones,
estaba prohibido. En el único ámbito que se permitían
era en las ceremonias que celebraban una vez al año los
ciudadanos de la Ciudad Religión en cada estado. Solo
al ser mayores de edad teníamos acceso a una lista de
canciones que la República nos brindaba.
Cuando me dispuse a colocarme los auriculares una
pequeña melodía comenzó a sonar, al comienzo me sentí
alegre de usarlos por primera vez, pero a medida que
caminaba en dirección a la Casa el sonido que salía era
más monótono y circular, lo que al visualizarlo como una
imagen me dio un gran mareo que casi me deja sentada
sobre la tierra mojada bajo mis pies.
Intenté no concentrarme en la música y percibir con
mayor intensidad lo que pasaba a mi alrededor.
los incomprendidos 23
El lugar podría haber sido percibido como enorme,
pero las grandes paredes que lo encerraban me daban
una sensación de ahogo, de frente se podían ver las
paredes lisas, pero bajas del sitio que habitaría. Había
pocas y pequeñas ventanas, todas ellas altas, y desde ahí
se desprendían luces completamente fuertes que alum-
braban el camino.
Cuando llegué a la puerta un grupo de personas
aguardaban el ingreso junto a mí. Algunos parecían
asustados, otros miraban de manera intimidante, como
si temieran una embestida fatal y otros, sin embargo,
se mostraban tranquilos mirando el poco cielo que
dejaban ver.
No pasaron muchos minutos hasta que una voz agu-
da a lo lejos nos dio la bienvenida.
–Buenas noches a cada uno de ustedes. Mi nombre
es Mayora, soy la directora de Casa. Éste será su hogar
hasta que cumplan la mayoría de edad o hasta que así lo
dispongan las autoridades de Ciudad Religión. Tenemos
algunas reglas aquí, más bien para que nos entenda-
mos mejor, será para ustedes una nueva forma de vida.
Aprenderán todo lo que un buen ciudadano necesita
saber para vivir en sociedad. Tendrán habitaciones in-
dividuales con sus respectivos baños. Allí encontrarán
los horarios estipulados para cada actividad en el día.
No deben faltar ni retrasarse o tendrán castigos. A cada
uno de ustedes les será asignado un nombre nuevo, to-
dos vestirán igual, están prohibidas las distinciones. Las
mujeres tendrán una hora para alistarse por la mañana
y acercarse al salón de limpieza para que su cabello sea
recortado. Los hombres por su parte harán lo mismo y
se les cortará la totalidad de su cabello. –Luego de las
primeras consignas y al ver algunos rostros preocupados
hizo una pequeña mueca de felicidad. –Por último, y no
menos importante, deben saber que desde el inicio de
su día hasta el final deben utilizar sus audífonos, por
este medio les será comunicada toda la información,
durante las clases se transmitirá todo lo que necesitan
saber, la lectura de sus libros, las clases dictadas por la
profesora, durante el resto del día todos los avisos serán
comunicados por ellos y también se reproducirá música
durante los horarios de descanso. El resto de la infor-
mación la irán recibiendo a medida que se disponga. Es
todo, pueden ingresar y seguir las indicaciones hacia sus
habitaciones.
Levanté la mano cuando terminó de hablar, pero la
música comenzó a sonar nuevamente y aunque me vio,
no se volteó a responderme. Entonces decidí levantar la
voz tanto como pudiera:
–¿Señora Mayora qué pasa después de la mayoría de
edad?
Mientras se iba caminando, me miró de reojo y se li-
mitó a contestar: –No debería preocuparse ahora en eso,
si es que sale. Con su temperamento lo dudo–. Sonrió y
siguió caminando.
Unos segundos después apareció un hombre muy
joven, alto y de cabello oscuro, con esas miradas pene-
trantes y esas voces que logran con su tono envolverte.
–Pueden pasar, sean bienvenidos, no olviden las in-
dicaciones, las dudas deberán saldarse al momento de
aparecer con los tutores que les asignarán. –Dio unos
pasos adelante y nos abrió el portón que nos separaba
de Casa. –Como saben está prohibido todo tipo de inte-
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racción que no sea determinada, sugerida y/o propuesta
por las autoridades de esta institución, sepan que todo
lo escuchan y todo lo saben.
Miró otra vez al grupo y se encontró con mis ojos
más redondos y abiertos que de costumbre, estaba sin-
tiendo una sensación entre excitación y miedo nueva-
mente.
–Todo lo que hacemos es para su bien y el de la
República –fue lo último que dijo antes de dejarnos ser
guiados por las señales en el camino que nos llevaban a
nuestras habitaciones.
Las cadenas
Al contrario de lo que imaginaba, las paredes es-
taban repletas de empapelados de diferentes formas
y matrices, eso me perturbaba bastante, no había un
espacio en blanco, ni siquiera en el techo. El baño era
muy sencillo y agradable, salvo por la falta de espejo.
Ahí descubrí que la ducha tenía algo particular. Había
un pequeño espacio en el medio justo debajo de la ducha
y dos apoyabrazos a los costados. Ni jaboneras ni jabón,
y al menos a la vista no había utensilios para el lavado
del cabello.
En la cama me esperaba mi uniforme y al lado una
pequeña bolsa donde debía depositar todas mis perte-
nencias actuales. Supe en ese momento que no volvería a
ver mi vestido favorito nunca más, así que decidí recortar
un pedazo de esa tela color lila para llevarla escondida
conmigo a cada momento y así recordar siempre ese
hermoso color que existía para todos.
Como era de esperar el uniforme era de un color ca-
qui terriblemente feo y aburrido, constaba de una chom-
ba de mangas largas con el escudo de la República y un
pantalón de trabajo ancho sin bolsillos. Los zapatos ha-
cían juego con el asqueroso atuendo en color marrón de
lo más parecido al barro, cercano al negro y al gris. Eran
totalmente cerrados y duros, y me daban cierta sensación
de que se me hincharían los pies todo el tiempo.
La primer noche, esa primera noche, casi no pude
dormir.
Por más intentos y vueltas en mi misma en la cama,
a sabiendas que la mañana siguiente debería estar des-
pierta en el primer rayo de sol, mis mente se negaba a
parar de girar.
Esa mañana tendríamos que acondicionar nuestro
cabello en el salón, así que me dispuse a salir de mi ha-
bitación lo más pronto posible para no llegar tarde. Casi
olvidaba mis auriculares cuando escuché a lo lejos que
salía música. Cuando salí al pasillo me crucé con el señor
que nos recibió el día anterior, no era tan viejo como
había parecido, pero su altura y sus gestos eran lo más
similar a la gente adulta que decidió dejar de jugar con
sus movimientos para limitarse a una linealidad monó-
tona. Lo saludé levantando la mano y entonces sentí un
pitido que salía de mis auriculares. Me hizo arrodillarme
de la sensación que me había generado, hubiese jurado
que algo en mi cabeza estalló, pero a los segundos no
hubo más signos de ese horrible sonido que me había
invadido. Al ver mi repentina caída dos jóvenes que
parecían estar ahí desde hacía tiempo, se acercaron des-
pacio caminando a mi lado en dirección al salón. Quise
saludarlos y presentarme, pero tuve miedo y todavía me
dolía la cabeza por el reciente incidente.
–Cuanto peor es tu comportamiento la música co-
mienza a empeorar, hasta el punto de destruirte los
oídos o generarte grandes dolores de cabeza, hacen que
odiés la música. Bienvenida somos cuatro y quince –me
advirtió el joven que caminaba a mi lado sin mirarme.
–No muevas los labios, no deben saber qué habla-
mos. Me dijo por lo bajo cuatro, casi no lo escuchaba.
Pero siempre me había divertido prestar atención a los
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gestos de las personas mientras hablaban, así que pude
unir mis sentidos y entender a qué se refería, o eso creí.
–No pueden escucharnos claramente por el sonido
que despiden los auriculares, pero no pueden saber qué
hablamos o aumentarán el volumen hasta que sea im-
posible escucharnos entre nosotros o siquiera pensar en
comunicarnos –comentó quince.
–Quiere decir que nos aturdirían para evitar que nos
comuniquemos –dijo cuatro.
–¿Y si mi comportamiento mejora? –pregunté.
–Deberías reformular tu pregunta –respondió quince.
–¿Y si mi comportamiento mejora a los ojos de ellos?
–no entendía todavía por qué después de tantos años
viviendo sentía que cada día sabía menos.
–Entonces comenzará a sonar una melodía más agra-
dable, monótona, pero agradable y te ayudará a dormir
–me respondió quince.
–Ellos no deben enterarse de qué hablamos –conclu-
yó cuatro. Entonces llegamos al salón. Era el único sector
con paredes altas y blancas, me parecía acogedor tener
ese espacio para poder respirar y no sentir cómo las
paredes se alzaban y me aplastaban. También era en el
único lugar donde por lo visto podíamos sentarnos unos
al lado de otros, aunque por supuesto, la división estaba
en el género de cada uno de nosotros. De un lado se sen-
taban las mujeres y del otro lado los varones. Los bancos
de manera con respaldos horizontales que nos sostenían
hasta mitad de la espalda eran bastante pintorescos para
esa zona tan gris y guardaban una distancia entre unos y
otros. Fue entonces cuando apareció la Señora Mayora.
–Demoslé la bienvenida a los nuevos integrantes de
Casa –comenzó diciendo mientras nos observaba desde
lo alto del escenario donde se encontraba parada. En los
auriculares sonaba su voz con el mayor volumen y aplau-
sos de fondo ficticios. –Hoy empezamos su iniciación
con nuestro ritual de bienvenida. Deberán saber que éste
es un espacio sagrado, todo lo que ocurre en este salón
está diagramado para que ustedes puedan convertirse
en mejores ciudadanos y puedan ser perdonados por
la sociedad por irrumpir el orden. Hizo una pequeña
pausa y les indicó a los integrantes de Casa que se encon-
traban en los últimos asientos del salón que se pararan
y ocuparan los lugares que habían sido determinados
para cumplir con su misión. –Adelante, pueden tomar
sus lugares, las herramientas están dispuestas en cada
banco a la altura de cada integrante.
La música comenzó a sonar en los auriculares, había
pasado medio día, pero ya la odiaba, era tétrica y repeti-
tiva y no dejaba lugar a la imaginación. Tenía singulares
tonos y sonidos y hacía que el cerebro estuviese alerta y
pendiente de cada variación que pudiese aparecer. Cuan-
do pude volver a concentrarme en lo que estaba pasando
sentí cómo alguien tomaba mi cabello y comenzaba a
cortarlo. Amaba mi cabello, era largo hasta mi cintura,
cobrizo con pequeñas ondas. Percibí cada corte, cada
caída, supe en ese momento que algo se estaba transfor-
mando. Mi rebeldía había tenido un precio y lo estaba
pagando ¿Pero… dónde me había metido? ¿Serían cier-
tos todos esos mitos con los que nos asustaban de niños
diciéndonos que si nuestro comportamiento era malo
nos llevarían unos señores encapuchados a las tierras de-
siertas de la República donde nos dejarían morir poco a
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poco como castigo? No podía ser, esos eran solo cuentos
para los pequeños y yo había dejado de serlo hace algún
tiempo. Además, las autoridades de la República jamás
hubiesen hecho eso, ellos apelaban por el bien de la so-
ciedad y no les harían daño a sus participantes.
Para cuando terminé de desenredar todo ese nudo
en mi mente ya había pasado el momento, casi no había
sentido las manos de quién había sido mi iniciadora,
solo pude observar que tenía una marca en sus puños.
Parecía una rosa dibujada en su piel.
–Muy bien, se les agradece a los iniciadores sus servi-
cios, pueden volver a sus lugares –dijo Mayora–. Pasare-
mos a la ceremonia de identidad. Cada uno de los recién
iniciados por favor pónganse de rodillas para recibir al
Santísimo quien les dará sus nuevos nombres.
Solo alcancé a ver que una de las personas que esta-
ba hasta recién sobre el escenario bajaba despacio hacia
nosotros. Sentí su presencia cuando se acercó a mí de-
jando caer todo su peso sobre el suelo y diciendo en voz
alta lo que sería mi nuevo nombre. –Bienvenida once–.
Siguió así esta ceremonia de bautismo, donde dejábamos
atrás toda nuestra vida impura para comenzar una nue-
va, gracias a la oportunidad que ellos nos daban. –Ahora
ya iniciados y recordando que todos somos iguales y
debemos nuestra vida a la República como tales– harán
su camino por Casa.
–Muy bien, ahora pueden volver a sus habitaciones a
recoger los respectivos cronogramas con las actividades
y las clases en las que deben participar.
Cuando volví a la habitación tenía sobre la cama un
pequeño libro con instructivos, reglas, indicaciones y
un cronograma para cada día. Me sorprendió que no
hubiese días ni momentos de descanso. Pero quizás solo
fuese el primer tiempo hasta que nos acostumbráramos
a nuestra nueva realidad o una especie de premio se-
gún nuestros comportamientos. Los días comenzaban a
las 5 am con nuestra limpieza personal y la de nuestra
habitación. Seguía con el momento del desayuno en un
salón donde nunca había ido y sería donde servían la
comida. Luego la primera clase cerca de las 7 am, ésta
era de Historia de la República, serían tres horas hasta
la siguiente de Ciudadanía, con tres horas más, después
tendríamos el almuerzo con un tiempo por persona de
15-20 minutos totales antes de tener que cumplir con la
limpieza general de las instalaciones de Casa. A las 15
pm seguíamos con la clase de oficios hasta las 18 pm
hasta la hora de la merienda, con tiempo limitado al
igual que en el almuerzo para dar comienzo a las clases
de Devoción. No entendía muy bien de qué se trataba,
nunca antes había tenido una así, pero sospecho que se-
ría algo referido a las autoridades de la República y sus
valores. A las diez pm era la cena, para desde las 11 pm
volver a nuestros cuartos, asearnos nuevamente y dormir.
Cuando pude ver la hora noté que era momento del
almuerzo y salí corriendo hacia el salón de las comidas.
Parecía un espacio amigable, allí las mesas estaban dis-
puestas para que podamos sentarnos unos al lado de
otros, entonces, cuando miré con más atención advertí
que nadie hablaba, todos tenían puestos sus auriculares,
como “debía ser” y eso me entristeció mucho. Decidí se-
guir con mi día a pesar de esta nueva situación, pero no
entendía cómo era el sistema, así que me quedé parada
observándolos moverse de manera casi mecánica a la
los incomprendidos 33
mayoría de mis compañeros, observé cómo las cámaras
seguían a algunos de ellos particularmente, y así descu-
brí dónde tomar la comida y los cubiertos para alimen-
tarme. Entonces cuando me dirigí hacia allí choqué con
una de mis nuevas compañeras, ella se tropezó con mi
pie y cayó de boca al suelo. Me asusté mucho e inmedia-
tamente me dispuse a ayudarla, olvidando por completo
el maldito reglamento.
–Perdón no quise… –Fue lo que alcancé a decir antes
de que estallara en mis auriculares un sonido tan, pero
tan ensordecedor que me tumbó al piso a mí también.
Cuando pude abrir los ojos ella ya estaba de pie mirán-
dome fijo, parecía analizar mi comportamiento, o mi
estupidez. Entonces se dio vuelta y siguió su camino a
la mesa.
Cuando al fin serví mis alimentos miré rápidamente
las mesas para ver si podía divisar a quienes había co-
nocido esa mañana, parecían agradables. Entonces los
vi, en un rincón, casi detrás de una columna. Me dirigí
hacia allí despacio, casi actuando un recorrido no pla-
neado.
–No puede sentarse con nosotros. –Le dijo cuatro a
quince por lo bajo señalándome a mí.
Pero quince pareció no escucharlo, y me hizo un
pequeño espacio para que pudiera sentarme. Tragué sa-
liva esperando un poco de humanidad de su parte, pero
continuó comentándole al respecto.
–En un solo día ya llamó la atención dos veces. Es
impulsiva y torpe. –Tenía razón claro, pero por eso no
podía ser un peligro. O tal vez sí, pero podría contro-
larme. Temía con todo mi corazón quedarme sola en
medio de toda esa locura. Había sido fugaz nuestro en-
cuentro, pero me había dado esperanzas y alegría, ese
instante de fraternidad, y no estaba dispuesta a soltarlo
tan fácilmente.
–Prometo comportarme. –Dije mirando mi plato, es-
taba intentando aprender a comunicarme sin ser percibi-
da para evitar problemas. Era mi primer día y deberían
tener un poco de compasión.
–¿No vas a decir nada? –Fue lo único que preguntó
cuatro a quince cuando comenté eso, parecía aún más
enojado.
–Ella no es como los demás, quiere lo mismo que
nosotros.
–Apenas la conocés. –Le retrucó cuatro.
–Acabás de hacer una descripción de ella, y tuviste el
mismo contacto que yo. –Respondió calmo quince.
–¿Estás ejerciendo tu bendita piedad? –Dijo cuatro.
–Solo creo que demostró en un día más humanidad,
que cualquiera de nosotros en este último año, y me hizo
recordar esa ingenuidad que perdimos.
–Está bien como digas.
–Gracias. –Les respondí a los dos, me sentía menos
sola y eso me hacía feliz. Aunque sea frente a esta situa-
ción.
–Hay que irse –dijo quince. Hay clases –añadió mi-
rándome. –No te ilusionés, no verás nada nuevo, repiten
lo mismo, hasta el cansancio.
–¿Por qué harían eso?
los incomprendidos 35
–Así no tocarás un libro nunca más en tu vida por-
que lo relacionarás inconscientemente con el aburri-
miento.
En ese momento pensé: “jamás podría pasarme”.
Amaba los libros y solo había sido mío uno de ellos,
imaginarme rodeada de muchísimos más era algo que
anhelaba con todo mi corazón, aunque me repitieran la
misma historia.
Cuando llegamos al aula noté que los bancos eran
individuales, tenían sobre ellos un libro bastante gordo y
un pequeño cuadernillo. En cada banco estaban escritos
nuestros nuevos números en el orden correspondiente y
consecutivo. Sentí cierta tristeza de tener a mis nuevos
amigos lejos de mí.
–Buenos días y bienvenidos alumnos, mi nombre
es Athenas y ahora mientras toman asiento ajustaré sus
auriculares para que mi voz tenga mejor definición. –En-
tonces hizo un movimiento en una pequeña tableta que
tenía y sentí cómo algo se modificaba en mi audición–.
Hoy veremos la Historia de la República, tomen sus li-
bros y ábranlos en la página 15. El título parecía de lo
más heroico y llamativo “La campaña libertaria”. –Hace
más de 300 años estas tierras estaban desoladas, un
barco con las personas más inteligentes y valientes vino
en busca de tierras para poder asentarse y formar sus
familias alrededor de las ideas de igualdad, respeto y
orden. Pero cuando llegaron, salvajes atacaron el barco
y a todos los que allí se alojaban. Entonces, los pocos so-
brevivientes juntaron todas sus herramientas y las armas
que portaban en caso de que algo así sucediera, y monta-
dos en sus caballos comenzaron a dar batalla contra los
bárbaros. Luego de largas luchas y con el apoyo de un
siguiente navío que llegaba lograron vencer. Pero esto
no sería el final, porque más aventuras los esperarían
a medida que recorrieran el territorio. Sabiendo esto y
previendo posibles encuentros con salvajes, se alistaron
y planearon lo que hoy llamamos “el inicio de nuestra
historia como República” así guionaron una campaña
que les llevaría más de 30 años para poder concluir,
liberándonos por fin de todo el mal. Al volver al punto
inicial, recolectaron toda la información obtenida acerca
de los diferentes terrenos, ríos, montañas que habían
descubierto y decidieron formar las bases de la Repúbli-
ca. Crearon seis estados-ciudades, todas ellas fundadas
por los honorables hombres que habían luchado contra
los bárbaros: un médico respetable y necesario para
cuidar la salud de todos los habitantes, un hombre de-
dicado a las finanzas que pudiera decidir qué cosas y en
qué cantidades se necesitaban, controlaría el tiempo de
distribución, y demás especificaciones, un hombre dedi-
cado a las leyes, el primero claro, quien antes fue juez,
ayudaría a sentar todas las bases legales y las normas
para la mejor convivencia, un ingeniero, un inventor de
ese tiempo dedicado a las mediciones, la física y la pla-
nificación de todo tipo de construcciones y creaciones
de manufacturas, un obrero, y un Señor de la Fe que se
dedicaría a decidir qué era lo mejor para el pueblo. Él
dispondría la distribución de los alimentos y los objetos
para la supervivencia, aprobaría cualquier asunto, en
nombre del ser supremo. Así se crearon las seis ciudades
que conocemos como: Ciudad Medicina, Ciudad Eco-
nomía, Ciudad de las Leyes, Ciudad Ingeniería, Ciudad
Producción y Ciudad Religión, todas ellas necesarias
para nuestra existencia.
los incomprendidos 37
La profesora Athenas hizo una pausa cuando le-
vanté la mano para consultarle por una duda que me
surgió en ese preciso momento. Mostró un ademán de
responderme, miró a una de mis compañeras y se limitó
a contestar:
–Todas las dudas deben derivárselas a sus tutores
después de las clases. –Suspiró y miró nuevamente a la
totalidad del alumnado. –Bueno como les decía, cada
uno de ellos llevó a su familia y allegados a las tierras
que les correspondían y sembraron allí las bases de cada
ciudad. Para mantener los conocimientos adquiridos con
el paso del tiempo fue necesario delimitar y controlar los
pasos de una ciudad a la otra, así se mejoraría en cada
generación la sangre de cada casa, potenciada por ser
de la misma sangre, la misma ciudad, sus progenitores.
No pude seguir escuchando su relato porque en ese
momento me sentí sucia, quizás nunca volviera a ver a
mi familia, y quizás mi sangre nunca se potenciaría con
otra para dar origen a un evolucionado descendiente que
generara las leyes que mejorarían aún más este mundo.
Pero mientras me perdía en pensamientos nuevos que
aparecían en mi mente vi que había terminado la clase.
No había finalizado ahí, ahora tendría tres horas más
de clases de Ciudadanía. Pasaron menos de 15 minutos
cuando sentí un ferviente deseo de dibujar como cuando
era niña. Tenía por fin un cuaderno blanco para mí que
mis padres no controlarían y un lápiz a mi alcance. Pasé
las siguientes tres horas garabateando en mi cuaderno
formas que aparecían en mi cabeza, cabezas de mujeres
llenas de flores, animales alados y paisajes remotos que
mi imaginación creaba.
–Parece que alguien tiene cosas más interesantes que
hacer. –Escuché entonces que decía el Profesor. –Señori-
ta, al retirarse por favor, deje su cuaderno en mi mesa.
Cuando levanté la mirada descubrí que se refería a
mí. No entendí cómo logró observar lo que hice por la
distancia que nos separaba, hasta que sentí la mirada de
una de mis compañeras en la espalda. Se había levanta-
do de su banco al parecer y reportó mi comportamiento.
Al salir del aula dejé mi cuaderno con casi todas sus
páginas en la mesa, había guardado debajo de mi ropa
un dibujo que había sido exquisito a mi parecer y me
generó tal alegría mientras lo realizaba que necesitaba
conservarlo.
Ahora sería hora del almuerzo, pensé que lo mejor
sería mantener en algunos espacios distancia con mis
nuevos amigos dadas las circunstancias, quizás tuvieran
razón y mis comportamientos les generarían problemas.
Entonces mientras buscaba dónde sentarme vi a la chica
que anteriormente había tirado por los aires en mi dis-
tracción y le generó al comunicarme con ella un fuerte
ensordecimiento. Quería poder disculparme. Pero debía
ser muy cuidadosa. Fue ahí que se me ocurrió.
Me senté junto a ella mirando al frente y le pasé por
debajo de la mesa el dibujo que hacia algunos momentos
había hecho, una bellísima mujer con flores en la cabeza.
Entendió en el momento de lo que se trataba y lo abrió
con sumo cuidado, al ver el dibujo sonrió y me apretó la
mano como signo de agradecimiento, o eso quise creer.
Después de eso se paró y dejó su lugar libre.
los incomprendidos 39
A los pocos minutos se acercó a mí una mujer, era la
mujer que me había recortado el cabello más temprano
a la mañana, lo supe por el tatuaje que llevaba consigo.
–Buenas tardes, soy siete y desde ahora en más seré
tu tutora, puedes hacerme hasta tres preguntas diarias
sobre tu material de estudio y luego pasaremos a nues-
tras tareas en Casa. Durante ese período no podrás
hablar conmigo.
–¿Solo podremos hablar después del almuerzo para
repasar lo estudiado en clase?
–Aprovecha tu cantidad de preguntas. La respuesta
es sí.
–¿Por qué no describieron el trabajo de la Ciudad de
Producción? Nunca entendí eso, nadie habla de esa Ciu-
dad. –Ahora que lo pensaba ni siquiera sabía el nombre
de las familias fundadoras, no sabía dónde se ubicaba, ni
qué trabajo realmente hacían, no había leído en ningún
libro de historia nada sobre ellos.
–Ellos materializan todo lo que fue pensado y pla-
neado, todo lo necesario para nuestra vida, desde los
alimentos hasta los muebles de tu casa.
–No entiendo entonces por qué no hablan de ellos si
son tan importantes.
–No se pueden hacer comentarios, ni más de tres
preguntas, espero que respetes este sistema o podrías
perjudicarnos a las dos. Es hora de realizar nuestro tra-
bajo. –Hizo una pausa y se dispuso a mirarme un segun-
do, sonrió apenas. –Nuestro trabajo está en el archivo,
debemos controlar que todos los expedientes estén en el
lugar correcto y debemos quitar de las filas los números
de expedientes que no existan más. Podés seguirme.
Me guió entonces fuera del salón, estaba conociendo
áreas nuevas, había perdido la noción de dónde me en-
contraba después de recorrer un laberinto de pasillos y
cruzar grandes salones, entonces llegamos.
El archivo era enorme, tenía cientos de cajas con do-
cumentos, me sentí abrumada dentro de la habitación.
No sabía por dónde empezar. Entonces con una seña
siete me mostró un cajón, allí había decenas de legajos
que ordenar del número uno al cien. Saqué la totalidad
de papeleríos en sus respectivos legajos y los comencé a
ordenar en el piso de a diez.
Cuando casi terminaba noté que faltaba el siete, me
volteé a ver a mi tutora quien me estaba mirando al ver
que ya había ordenado casi la totalidad, quizás presin-
tiendo lo que había descubierto. Sacó entonces debajo
de su ropa el legajo faltante y me lo entregó y me hizo
una pequeña mueca de silencio. Tomé el legajo sin decir
nada y lo ordené en su lugar. Pero mi curiosidad podía
más así que robé la primera página. Necesitaba saber
por qué había robado su propio legajo.
Después de terminar con mis tareas corrí hacia mi
habitación, debía leer lo que escondían esas hojas que
parecían tan importantes para siete.
Me escondí debajo de las sábanas para sacar el papel
y comencé a leer, en unos pocos renglones entendí por
qué necesitaba toda la información que estuviera a su
alcance.
India era el nombre de siete, venía de Ciudad Medi-
cina, era una de las pocas que se encontraba en Casa y
había llegado desde allí. Según su expediente después de
la desaparición de sus padres, por causas que aún desco-
los incomprendidos 41
nozco, tuvo un ataque de nervios en la institución donde
estudiaba, llegando a lastimar físicamente a alguno de
sus compañeros. Parece que era una de las mejores de
su clase y sabía exactamente lo que hacía en el momento
del ataque, les dio una buena paliza en los puntos más
sensibles del cuerpo. Me sorprendía la fuerza que tenía
la mente humana para poder combatir a cualquier otro
contrincante a pesar de nuestro tamaño físico. India o
siete era una mujer de lo más delgada y alta, dudo que
su peso superara los 50 kilos. Aun así, si hubiesen leído
su rostro, advertirían que no debían meterse con ella,
sus rasgos destilaban fuerza y decisión. Luego de ese
incidente cuando supo que la enviarían a Casa decidió
dejarse una marca en la piel que sería lo único que lle-
varía a todos lados con ella. Entonces haciendo uso de
sus conocimientos de química creó una tinta permanente
e hizo pequeños cortes en su piel con la forma de una
rosa. Fue cuando recordé una frase del libro que me ha-
bía condenado a este encierro que decía: “Pueden sacar-
nos todo, menos el recuerdo de lo que somos y el deseo
de lo que queremos ser”. El detalle de su entrevista en el
ingreso decía que cuando se sentía triste miraba su rosa
y recordaba todas las promesas que se había hecho, decía
que ella había sido creada para cuidar la vida de las per-
sonas que la República destruía y por eso fue condenada.
El resto del día solo pude pensar en ella ¿Estaba bus-
cando información sobre el paradero de sus padres? ¿Por
qué se había tatuado una rosa? ¿Cómo lo había hecho?
¿Cómo había conseguido llegar a ser tutora? ¿Por qué
seguía acá siendo ya mayor de edad?
Cuando volví a mi habitación después de ese primer
día quise tomar una ducha, necesitaba poner a descansar
mi cabeza y mi cuerpo. Sentía un agotamiento mental
tan grande como si hubiese competido en una maratón
pensante. Así llamaban en la escuela a las diferentes
competiciones que se daban una vez al año donde po-
níamos todo nuestro conocimiento para resolver distin-
tas consignas que nos daban las autoridades. Luego de
escribir el manuscrito con las posibles sentencias a los
hechos y las medidas a tomar, éste era enviado al jurado
de Ciudad Religión y en unos días recibíamos el dicta-
men con el alumno ganador. Aclaro que nunca gané
ninguno de ellos y más de una vez recibí críticas de mis
trabajos. Pero no me desanimaba, en aquel entonces so-
ñaba con ser la mejor de mi clase, y por mucho que eso
me costara estaba dispuesta a conseguirlo. Me criaron
para ser un animal competitivo e individualista, y creía
entonces que la mejor forma de vivir y tener un futuro
dependería únicamente de mí. Todos esos recuerdos y
pensamientos desaparecieron en el momento donde me
acerqué a la ducha.
No había espacio para que entrara todo mi cuerpo
derecho en ella. Entonces miré a mi alrededor y vi las
indicaciones que me guiaban a introducir solo mi es-
tructura principal allí y dejar mis brazos apoyados sobre
los apoyabrazos en los costados. Sentía cierta incomo-
didad, los elementos estaban a una altura muy dispar a
mi tamaño y tenía que estirarme para poder colocar los
brazos de esa manera. Cuando logré ubicar mi cuerpo
comenzó a caer el agua. No era como la recordaba y
como la había sentido unas horas atrás antes de llegar a
Casa. Era muy fría y caía de una forma rígida sobre mí.
No podía moverme, no podía enjabonarme, porque no
había jabón ni lugar para utilizar mis manos.
los incomprendidos 43
Supe tantos años apreciar la belleza de las curvas de
mi cuerpo y las diferentes texturas que me apenaba no
poder hacerlo ahora.
Los incomprendidos
Terra era la hija de Mayora, no lo hablaban a viva
voz, pero yo lo sabía, no solo por el parecido sino por
cómo se miraban, además de ser una chica de mi edad
que tenía un nombre propio que no fuera un número.
Ella parecía caminar siempre en silencio como para
no molestar, mis compañeros pensaban que era para
poder descubrirnos haciendo cosas indebidas sin que
notáramos su presencia, pero yo creo que era parte de
su forma de vivir. Siempre parecía andar sola por los
pasillos, y más después de haberle asignado el puesto de
celadora, más allá de su soledad parecía contenta con su
nuevo puesto, a veces se le escapan sonrisas a la nada,
eso me hizo confiar en mi intuición. Tenía unos ojos
muy grandes y negros con unas hermosas pestañas, una
nariz que combinaba con sus labios que eran el doble
de los míos seguramente y un pelo negro muy oscuro y
ondulado. Si no la hubiese observado tanto me hubiese
intimidado su presencia, había mucha fuerza guardada
en esa persona. Pero también una manta de ingenuidad
que todo lo suavizaba y humanizaba todo lo que había
formado tantos años de encierro en estas paredes. Un
día las sonrisas cesaron, su mirada era más dura, y por
primera vez comencé a ver cómo denunciaba ella misma
las insurrecciones. Caminaba con el botón de ensordeci-
miento en las manos cada rincón de Casa.
Un día mientras almorzaba con diecinueve interrum-
pieron la sala para preguntar de quién era el cuaderno
de dibujo que había dejado sobre el escritorio del profe-
sor. No entendía cómo lo sabían, o quizás sí lo sabían y
solo querían intimidarme frente a todos. Diecinueve me
tomó fuerte la mano, pero yo decidí pararme. Era mío a
fin de cuentas y tarde o temprano me vendrían a buscar.
Los celadores dieron pasos seguros hacia mí y me toma-
ron de los dos brazos, entonces escuché una voz que dijo.
–Revisen el cuarto de su compañera también, falta
una página. –Había sido Terra la que me denunció con
el profesor y la que ahora denunciaba a mi nueva amiga.
Como era de esperarse encontraron la hoja que
faltaba bajo la almohada de diecinueve. No tardaron
mucho en traerla junto a mí al salón de castigo.
Entonces entró Mayora:
–Saben que está prohibido, se les explicó todo este
tiempo, pero aun así decidieron hacer lo que les parecía
mejor. Toda acción tiene su reacción y consecuencias
¿Lo saben verdad? Serán llevadas al calabozo hasta que
reconsideren sus comportamientos, aprenderán por las
buenas o las malas a ser mejores ciudadanas. Recuerden
que nuestra intención es crear personas nuevas, limpias
de pecado para instalarse nuevamente en sociedad y que
tengan una vida próspera mientras contribuyen con la
República.
Después de decir esto hizo una seña a los celadores
y se retiró.
Nos taparon la cabeza con capuchas y nos ataron las
manos. La sensación de adrenalina y rabia me invadía
una vez más. Hubiese deseado destruir todo a mi alrede-
dor, estaba maniatada y con la cabeza tapada, no podía
ver a dónde nos llevaban y no podía defenderme. En-
tonces me sentí caer sobre un suelo rocoso y sentí cómo
los incomprendidos 47
diecinueve caía casi encima mío. Diecinueve comenzó a
gritar y a llorar, no entendía qué decía, los auriculares
sacaban definición a los sonidos del alrededor.
–No grités. Nadie te va a escuchar. –Dijo una de las
voces de los celadores.
–Tengo derechos. –Gritó diecinueve.
–Tenías derechos hasta que pasaste por esas puer-
tas. –Contestó la voz. Diecinueve comenzó a ponerse
más impaciente y su voz se quebró nuevamente. –No
llores ratoncito. –Así escuché que le decían a veces, por
su cabello marrón y sus formas escurridizas de evitar
cualquier incidente. –Ya te acostumbrarás al lugar al que
perteneces.
Era normal que más allá de nuestros nuevos nom-
bres, nos hicieran comparaciones con animales, sospecho
que les hacía más fácil olvidar que éramos tan humanos
como ellos y que teníamos derechos, como los que nos
estaban negando. El sentimiento de supremacía entre
una especie sobre otra había sido una forma de justificar
la opresión.
Había perdido la noción del tiempo después de
cierto momento, tenía en la cabeza una capucha que me
asfixiaba con el simple hecho de estar ahí puesta, todo
era oscuro, diecinueve respiraba agitada, parece que sus
alergias le impedían respirar bien en este agujero.
–Deberías intentar calmar tu respiración si no querés
hiperventilarte en el esfuerzo por respirar mejor. –Le
dije.
–Preferiría que no hables más. –Me respondió, sabía
que estaba enojada, la había metido en problemas nue-
vamente. –Y hagas…
¿Que haga? No entendía a qué se refería ¿Qué po-
dría hacer yo?
–No puedo hablar mucho antes de que nos descu-
bran, pero si sigo debajo de esta capucha el tiempo que
nos resta me voy a morir ahogada. ¿Cómo sería yo capaz
con las manos atadas de ayudarla a sacarse la capucha?
–Necesito que te pares enfrente, y que abras lo suficien-
te la boca como para poder morder la punta de esta
maldita bolsa de papas que tengo en la cabeza y tirarla
adelante para poder sacármela.
No teníamos muchos intentos, ni podíamos dar de-
masiadas indicaciones, podían oírnos y empeorar nues-
tro castigo. Entonces me senté de rodillas frente a ella
y busqué con la boca la punta de su capucha, tenía que
morder a través de la mía para poder hacerlo, y hacer
suficiente presión como para sacarla. Noté que ella se
colocaba en una posición de servidumbre para poder
facilitarme el movimiento. Tenía mucho miedo, no por
mí, ni los posibles castigos, tenía miedo de no ser capaz
de ayudarla. Nunca había visto respirar así a nadie, y
temía por su vida.
–Ahora. –Me dijo.
Tiré, tiré con todas mis fuerzas y me caí de espalda
contra el suelo del impulso que tomé, con la capucha de
ella todavía colgando de mi boca. Lo había logrado. Po-
día escucharla respirar mejor y eso me alivió cualquier
miedo y nervio que podría sentir.
–Ahora tengo que recostarme cerca de ella para
cuando vuelvan poder colocármela fácilmente.
Me sorprendía lo calculadora que podía ser y ese ins-
tinto tan intelectualizado de supervivencia, tenía mucho
los incomprendidos 49
para aprender de ella. No se trataba solo de sobrevivir,
sino de cómo.
–Hay que dormir ahora, así pasarán más rápido las
horas y no enloqueceremos.
Y así fue, dormimos durante la estadía en el cala-
bozo, me había habituado a la oscuridad solo por saber
que alguien estaba al lado mío. Siempre había dormido
con alguna luz encendida, me desesperaban las plenas
penumbras.
–Despierten señoritas. –Dijo una voz que recordaba
conocer. Entonces sentí que alguien me sacaba la capu-
cha de la cabeza, y lo vi. Era el hombre que nos recibió
al comienzo y por el que me habían dado mi primera
descarga. Ahora parecía mucho más amable y sereno.
Despacio tomó una cuchilla para cortar las sogas que
ataban nuestras manos y así soltarnos. Nos llevó a una
pequeña sala muy clara, donde la luz hacia que me due-
lan los ojos y nos pidió que tomáramos asiento. Cuando
mi vista se acostumbró a la luz pude divisarlo mejor,
parecía un hombre muy triste y hermoso.
–No debería mirarme así once. –Dijo.
Tragué saliva, hubiese querido poder hablar, pero
prefería mantener mis oídos a salvo. Bajé la mirada y
noté que las cerámicas del piso estaban recién lavadas.
Eso me sorprendió bastante por alguna razón. Si era
un lugar de castigo, y generalmente no se utilizaba por
el buen comportamiento de la mayoría de los alumnos,
este lugar no debería tener mucho uso y por lo tanto no
necesitaría una limpieza continua.
–Bueno. Muéstreme sus muñecas. –Me indicó.
Solo levanté la mirada cuando noté que estaba mi-
rando de cerca mis manos. Era posible que al subirla se
encontrara con la mía era algo que prefería evitar.
–Parece que su piel es muy fuerte, casi ni marcas tie-
ne. –Dijo. Luego de estas palabras me las untó con una
crema y comenzó a masajearlas, en minutos las vendó y
me indicó que tomara una siesta al salir. Repitió el pro-
cedimiento con diecinueve y nos llevó por otra salida.
Lo supe porque a pesar de que el recorrido era bastante
oscuro y parecía también ser parte de un laberinto, ha-
bía contado mis pasos anteriormente y eran el doble de
los que habíamos hecho esta vez.
Salimos directamente al patio de Casa.
–Vayan a sus habitaciones y descansen hasta la cena.
–Fue lo último que dijo antes de desaparecer nuevamen-
te detrás de nosotras.
Miré a diecinueve y asentí con la cabeza, habíamos
salido por fin y estábamos bien.
Me dirigí a mi habitación e intenté dormir, pero no
pude. Había tanto que pensar, me confundía todo lo que
había pasado, toda la crueldad con la que nos habían en-
cerrado y cómo después nos había venido a rescatar ese
hombre que con amabilidad nos curó las muñecas y nos
liberó. No parecía tan malo después de todo. Hubiese
querido poder acercarme más para poder ver por qué
había tanta tristeza en él, pero estaba prohibido.
Cuando llegó la noche me vestí para salir de mi ha-
bitación y recordé que nos había indicado quitarnos las
vendas. Mis manos parecían no haber pasado por todo
lo que había sucedido hace unas horas. Estaban más
suaves y rosas que de costumbre. No quedaron marcas.
los incomprendidos 51
Llegué al salón y noté que dos miradas me seguían
mientras buscaba algo que comer. Me di vuelta y me
encontré con que esas miradas eran de cuatro y quince.
Así que decidí que esa noche me sentaría con ellos para
comentarles lo que había sucedido, quizás tendrían al-
gunas respuestas.
–Sabemos lo que pasó. –Dijo cuatro.
–Ellos intentaran deshumanizarte, que olvides quién
sos, qué querés, te quieren vaciar de cualquier contenido.
–Me comentó quince al ver mi semblante.
–Para poder manipularte, necesitan un molde vacío
para poner rellenarlo con lo que creen que debe tener
dentro y crear nuevos ciudadanos, arreglar lo que la cu-
riosidad y la duda dañan. –Sumó cuatro.
–Digamos que el segundo paso después de intentar
dejarnos sordos si nos comportarnos mal, es encerrar-
nos. –Dije.
–¿No te das cuenta todo lo que hacen desde el pri-
mer día que llegaste acá? –Cuatro parecía estar indig-
nado con mi ingenuidad. Pero esa pregunta me había
hecho pensar. Tenía razón, nos habían encerrado, nos
quitaban el nombre, nos nombraban con números, nos
vestían y peinaban igual, no nos permitían hablar, nos
castigaban como animales que adiestran si no nos com-
portábamos como ellos deseaban, nos vigilaban a cada
instante, no nos dejaban espacio para pensar entre los
sonidos que se escuchaban en los auriculares, apenas si
podíamos tocar nuestro cuerpo en algún momento del
día, ya ni las duchas nos daban lugar a la privacidad
con nosotros mismos ¿Recordaba cómo se veía mi rostro
después de tanto tiempo?
–Con cuatro pensamos en algo que te podría inte-
resar, pero necesitamos saber qué tan lejos podés llegar.
–Dijo quince mientras revolvía las sobras de su plato
intentando encontrar algún rastro de carne.
–¿Podés recordar qué sentiste cuando llegaste? –Pre-
guntó cuatro.
–Puedo recordar qué pensé, supe que siempre había
estado en el lugar incorrecto y me sentí un poco más
libre. –Respondí.
–Eso es estúpido. –Cuatro siempre parecía estar en
desacuerdo con cualquier cosa que dijera.
–Antes me sentía incomprendida. –Dije un poco
apenada por sentirme bien por haber encontrado a otros
como yo.
–¿Y ahora? –Preguntó quince.
–Los tengo a ustedes. –Me dio vergüenza decirlo en
voz alta, pero era lo que sentía. Con ellos no me sentía
tan sola y me habían hecho sentir cierta esperanza, cier-
ta noción de que podíamos ser más, más incomprendi-
dos, dispersos por toda la República, buscando nuevas
preguntas que hacer.
Solo se miraron y asintieron.
–Me gusta ese nombre. –Fue lo siguiente que dijo
cuatro, se rascaba su barba tupida mientras lo pensaba
en voz baja. Los pensamientos también podían ser es-
cuchados, en los gestos podían escucharse, él lo sabía y
practicaba muy bien ser casi invisible para las cámaras.
–Los incomprendidos, entonces. –Dijo quince.
–La pequeña revoltosa acaba de bautizarnos. –Se
mofó cuatro. Yo solo sonreí, por primera vez era parte
los incomprendidos 53
de algo, de alguien, alguien que era más grande que
la suma de muchos. Comprendí en ese momento que
seríamos un equipo y que teníamos nombre, teníamos
una identidad.
Cuatro se levantó entonces y se dirigió a su habita-
ción. Solo quedamos quince y yo sentados uno al lado
del otro. Él parecía querer decirme algo, pero tenía
miedo. Sus piernas no dejaban de moverse y eso no hacía
más que desesperarme.
–Podés contarme cualquier cosa, es la primera vez
que tengo algo así – le dije. –Nunca los traicionaría.
Fue entonces que se decidió a hablarme. Quince se
llamaba Javier.
Javier venía de la Ciudad Religión, nunca había escu-
chado de él ni de su caso. Me parecía casi imposible que
alguien nacido sagrado estuviera encerrado con todos
nosotros. Creo que se dio cuenta que lo estaba observan-
do cuando comenzó a hablarme por lo bajo tapando su
boca con la mano disimuladamente, mientras ponía cara
de interrogación mirando la nada.
–Nos enseñan a pensar en ciclos, en circular, nos
enseñaron a pensar que la vida, el tiempo, y el sentido
de las palabras va en esa dirección, en ese movimiento.
El tiempo empieza y termina y vuelve a empezar. Los
relojes son circulares para marcar el tiempo. La aguja
vuelve siempre a empezar. En la tragedia griega hay un
momento de auge, luego crisis, luego depresión, y nueva-
mente comienza el ciclo con un momento de esperanza
y oportunidades para dar lugar nuevamente al auge. La
tierra es circular y se mueve de esa manera alrededor
del sol ¿Pero si existieran a la vez otras posibilidades?
¿Si pudiéramos a su vez pensar de manera lineal, como
un progreso y sin una crisis o una debacle necesaria?
Un progreso constante ¿Alguna vez pensaste en cómo
funcionaba tu razonamiento? ¿Cómo funcionaba eso que
llamabas lógica?
Me había quedado quieta yo también, mirando la
nada. Había tanto que pensar y aprender.
Fue esa noche que me entregó el primer papel en
blanco que escondía en sí nuevas indicaciones, un plan.
El humano podía ingeniárselas para crear nuevas
formas de comunicación. Nunca iban a poder matar
eso en nuestro interior, esa capacidad de supervivencia,
de adaptación a nuevas circunstancias. Ellos se habían
deshumanizado tanto creyéndose superiores y los únicos
creadores de la verdad, que habían olvidado nuestra ma-
yor herramienta en la vida, y lo que nos hacia diferentes
al resto de los seres, el lenguaje que creaba pensamiento.
Se habían limitado a suponer que el único tipo de len-
guaje era el oral, habían borrado la historia y sus prime-
ras formas, la habían borrado tanto para todos, que has-
ta la habían olvidado ellos. Quizás quince tuviera razón
y el tiempo pudiese ser lineal y progresivo, y pudiéramos
ser partícipes de una nueva forma de comunicación.
Habían inventado una manera de enseñarnos lo que
sabíamos y poder comunicarnos. Durante clases tenía-
mos un bloc de hojas blancas donde podíamos tomar no-
tas, en general estos documentos eran revisados antes de
salir de las aulas. Entonces decidimos sacar la tinta a las
lapiceras y marcar las hojas con lo que queríamos decir,
las hojas en blanco salían del aula sin problema y además
desde las cámaras no podía detectarse qué decían y si
sabíamos escabullirnos bien de ellas jamás sospecharían
los incomprendidos 55
lo que habíamos desarrollado. Las leíamos en nuestras
habitaciones a contraluz, así se podía ver resaltadas las
letras marcadas sobre la hoja.
El primero en comenzar había sido Danile, no era
exactamente poético al hablar y menos al escribir, pero
me agradaba sentir que nos enseñaba como dándonos
ingreso a sus pensamientos. Eso hacía más fácil las lec-
turas.
“El poder no es algo que oprime, no es una bota
sobre tu cabeza, que vos le sacás la bota de la cabeza
porque la liberaste del peso del poder, sino que el poder
es algo que produce cosas. Produce sujetos. Sujetos suje-
tados, sujetados a este sistema como régimen de opresión
¿Cuáles son los procesos de subjetivación de los que hay
que hablar? Los regímenes de opresión. El que quieras.
De clase, racial, de género, sexual, el Estado como ma-
triz de inteligibilidad, la idea de que alguien tiene que
venir y defenderte. Por ejemplo, alguien que se somete a
la opresión del régimen laboral, obedece al jefe, se sienta
16 horas en una silla, eso produce una subjetividad de
sometimiento. Entonces revelarse a la subjetividad es una
manera de subvertir el orden social ¿Hay límites mate-
riales? Sí, pero hay algo de ese sometimiento al poder
que hace a la relación de dominación. Por eso un filósofo
dice: “Para producir deseos distintos hay que hacer co-
sas distintas con el cuerpo, porque el sometimiento del
deseo produce deseo de sometimiento”.
No sabía qué era un filósofo, pero me pareció de lo
más interesante su pensamiento, si su deber era pensar
¡Yo también quería serlo!
Los días eran más hermosos ahora porque no todo
encierro es físico, existe también uno mental, y habíamos
descubierto cómo salir de él.
Un día mientras salíamos de clase, vi cómo la profe-
sora se acercaba a Javier. Lo que hablaba era casi inen-
tendible entre la distancia, los auriculares y el ruido que
hacía la gente a mi lado. Solo noté en sus gestos que le
pedía que le entregara su cuaderno. Lo abrió y lo cerró
a los segundos. Una pequeña sonrisa se dibujó en su
rostro, pero al segundo se paró más erguida y le indicó
que saliera de la sala.
Durante la cena, decidimos dividirnos, sabíamos que
habíamos estado cerca de ser descubiertos. Y no quería-
mos levantar sospechas.
Me había quedado pensando en lo que me había
enseñado Javier.
Antes existían otras reglas, se condenaba lo que lla-
maban asesinato y robos. Cuando se eliminó legalmente
a modo de castigo a toda la casta que “sobraba” en la
República esas leyes quedaron obsoletas. Y se crearon las
que conocemos actualmente: la condena al destierro y la
traición a la República ¿Pero por qué antes se debía le-
gislar eso? ¿Por qué decía que esa gente sobraba? Había
muchas cosas que todavía no alcanzaba a entender ¿Esa
gente era mala? Si esa gente era mala y fue eliminada,
borrada, asesinada, ¿por qué nos hacían esto ahora a
nosotros? ¿No estaba mal todo esto que pasa dentro de
estas paredes?
A los pocos días, después de clases, nos indicaron
que habría un cambio de disposición de las habitaciones.
Eso me pareció de lo más extraño, aún más cuando noté
los incomprendidos 57
que quien lo anunciaba era la profesora Athenas. Para
nuestra suerte, en la disposición, mujer-varón, los in-
comprendidos habíamos sido asignados en habitaciones
contiguas apartados del resto de los habitantes de Casa,
parecía una ironía y un regalo, o tal vez habían descu-
bierto que éramos una etnia marginal, una enfermedad
que debían apartar para no contagiar al resto.
–Es una trampa. –Dijo cuatro cuando nos sentamos
a cenar.
Javier solo suspiró, sintiéndose responsable de haber
sido casi descubierto por la profesora.
–Quieren encontrar pruebas, quieren que nos dela-
temos.
–Quizás solo quiere ayudarnos. –Dijo por fin Javier.
–¿Qué estás diciendo? –Preguntó cuatro.
–Ella viene de Ciudad Religión, donde el conoci-
miento es poder, aunque se termine usando para domi-
nar. –Cuando terminó de comentar eso, entendimos a
qué se refería, quizás simplemente quería ayudar.
–Hay que dejar de entregarnos el material de lectura
en clase. –Dijo cuatro pensativo y nervioso. –Creo que sé
cómo solucionarlo.
Habíamos creado en las habitaciones vecinas pe-
queños agujeros donde ahora nos pasábamos escritos
y socializábamos el conocimiento. Así pudimos seguir
enviándonos cartas y perpetuando todo lo que habíamos
aprendido. Fue también una forma de preguntarnos co-
sas nuevas, otros interrogantes aparecían cada día, con
una variedad hermosa de posibles respuestas.
En esos días descubrí que al lado de la habitación
de Javier se encontraba diecinueve. Después de mucho
debatir e intentar convencerlos de que era una nuestra, y
una posible nueva amiga, los convencí. Pero solo a darle
una oportunidad de entender por sí misma de qué se
trataba todo eso. Así que un día dejaron caer al lado de
ella un pequeño papel blanco marcado con lapicera sin
tinta que decía “Bienvenida a Los incomprendidos”. Si
podía entender el mensaje y no delatarlos en los próxi-
mos días entonces recibiría nuevas indicaciones.
Supe desde el primer momento que ella sería parte,
cuando notó que nos acercábamos comenzó a mirarnos
de reojo, y al ver caer el papel lo pisó para que no sea
visto por las cámaras. Hizo que se acomodaba los zapatos
y lo leyó agachada en el suelo. Después volvió a escon-
derlo en su zapato. Ella era una nueva incomprendida.
Las marcas
El tiempo pasó casi sin poder percibirlo, hablaba de
su relatividad como una vez me había dicho Javier. Había
pasado ya un año desde mi llegada a Casa y si no fuera
por los pequeños momentos que me tomaba antes de
dormir para tocar mi rostro y sentir mi cabello hubiese
jurado que me había olvidado cómo me veía. Agradecía
tener al alcance de mi vista el resto de mi cuerpo para
poder apreciarlo. Algunas cosas habían cambiado. Mi
piel parecía más rígida y menos suave, mis pies se veían
lastimados por los zapatos, y los colores del resto de mi
cuerpo habían variado a un tono blanco pálido.
Pero lo que fue inamovible y me daba fuerzas cada
día para resistir el desaparecer de mi persona, eran Los
incomprendidos.
Un día una letra desconocida comenzó a enviarnos
pequeñas frases, firmadas por un tal Freud. La primera
carta comenzaba así: “Un día, en retrospectiva, los años
de lucha te parecerán los más bellos”. Me pareció emo-
cionante la forma en la que podía unas pocas palabras
podían mostrar un sentimiento de esperanza tan puro.
Cada semana las frases parecían reproducirse y darnos
fuerzas para seguir resistiendo las embestidas de un sis-
tema que quería reprimir nuestras mentes.
Esta semana llegó una en particular que me había
hecho recordar mis días haciendo garabatos sobre las
hojas de los libros de mis padres, era muy pequeña
cuando tomé algunos libros de la biblioteca para jugar
a leerlos, aún no había aprendido a leer o a escribir si-
quiera, pero me gustaba imaginar el contenido de esos
libros, noté entonces que estaban vacíos de figuras y
dibujos, así que decidí hacer algunos dibujos al margen.
Cuando mis padres lo encontraron decidieron castigar-
me y quemar todos esos libros que había, según ellos,
arruinado con mis locas ideas de niña pequeña. Decían
que la imaginación de los niños debía ser algo a tratar
o llevarían a grandes problemas. Desde entonces había
dejado de dibujar los libros para limitarme a hacerlo
cuando sentía que la pena inundaba mi vida, entonces
inventaba personajes sobre las hojas en blanco que me
hacían compañía. La frase en cuestión que me había
recordado todo esto era la siguiente: “La función del
arte en la sociedad es edificar, reconstruirnos cuando
estamos en peligro de derrumbe. Freud”. La siguiente
mañana éste incomprendido anónimo nos envió la frase:
“El hombre loco es un soñador despierto.”
Y me atrevo a decir que, un peligro para esta so-
ciedad. Era verdad, nos habían encerrado por locos y
rebeldes, pero tal vez el miedo que se escondía detrás de
eso era el miedo a lo que deseábamos, a que lo que deseá-
bamos se hiciera realidad, que tuviéramos la capacidad
de pensarlo, de imaginarlo, y quizás un día, de hacerlo
realidad. Pero habían olvidado que al encerrarnos juntos,
solo podían aguardar el momento donde uniéramos todos
nuestros sueños y fuéramos más que la suma de nuestras
individualidades, y eso, era algo que no podría pararse.
Los días eran más agradables desde que había apare-
cido con sus pequeñas frases que encendían en nosotros
el impulso de salir a buscar respuestas a nuestros inte-
rrogantes y quizás algo más.
los incomprendidos 61
Habían pasado algunos días cuando nuevamente
apareció con una de sus frases: “El precio que pagamos por
nuestra avanzada civilización es una pérdida de felicidad a
través de la intensificación del sentimiento de culpa.”
Era un día gris y su frase había quedado impregna-
da, como la humedad del ambiente, en mi cabeza.
¿Qué querría decir con eso? Quien fuera éste tal
Freud, llevaba consigo una denuncia, del tamaño de un
edificio, sobre esta sociedad en la que vivíamos. ¿Pero
qué buscaba de nosotros?
Tal vez solo ser leído, tal vez ser comprendido. O
quizás estaba intentando cesar nuestro sentimiento de
culpa y miedo ante nuestras rebeldías. Quizás intentaba
mostrarnos que eran necesarias, necesarias para repen-
sar todo lo que ocurría a nuestro alrededor.
Más allá de todos mis pensamientos había generado
en mi un sentimiento de cariño y admiración, con algu-
nas lineas cada día, se había hecho parte de mi mundo y
del resto de los incomprendidos y esa era una capacidad
a valorar.
Una mañana mientras todos desayunábamos la pa-
trulla de la obediencia irrumpió con el normal silencio
del salón y nos llamó a reunirnos en la sala principal.
No entendía bien qué pasaba, nunca habían hecho más
que merodear por los pasillos y mirarnos de manera in-
timidante. No entiendo cómo muchos de los habitantes
de Casa querían participar de ella. Me parecía de lo más
nefasto vigilar a tus compañeros y preferir a tus autori-
dades antes que a tus pares. Pero para ellos no era más
que una carrera y un reconocimiento dentro de estas
paredes.
Cuando llegué al salón vi cómo India estaba parada
sobre el estrado inmóvil, con la mirada perdida en el
horizonte. Entonces noté que esta vez no tenía los auri-
culares puestos y se notaban sus orejas lastimadas a la
distancia.
–Hoy es un día que espero recuerden por el resto de
sus días. –Dijo Mayora que se encontraba en un rincón del
escenario. Su voz retumbaba en nuestros oídos de manera
abrupta. –Como verán la tutora siete cometió el delito de
traicionar las tradiciones y las reglas que fueron creadas
para nuestra mejor convivencia y desarrollo en sociedad,
todas las insurrecciones serán castigadas, y no se tendrá
piedad por quienes quieran quebrar los mandatos esta-
blecidos. –Cuando terminó de dirigirse a nosotros miró
a India con severidad. –El juicio está siendo ejecutado en
este momento, por favor quítese la ropa delante de todo
el alumnado para que podamos ver su piel.
No entendía entonces qué pasaba hasta que India
comenzó a desnudarse frente a todos, sin mayores ver-
güenzas y con una serenidad digna de una novela, por el
contrario de lo que hubiese sentido la mayoría, no desti-
laba un gramo de sensación de humillación. Al contrario
mostraba su cuerpo de una manera digna y orgullosa.
Cuando terminó de desvestirse pude ver porqué
había sido castigada, llevaba en sí todas las frases que
habíamos recibido en ese tiempo tatuadas en su piel. Ella
nos había enviado esos mensajes todo este tiempo.
–Pueden llevársela. –Dijo Mayora. La tomaron de los
brazos dos sujetos que eran parte del aparato de control
y la llevaron arrastrando hacia las puertas detrás del
escenario. Pero antes de que desapareciera cuando Ma-
yora ya se había retirado de allí gritó en alto: “Un día,
los incomprendidos 63
en retrospectiva, los años de lucha te parecerán los más
bellos”. La primera frase que nos había enviado sería la
última que escucharíamos de su voz, pero ahora todo
cobraba sentido. Ella siempre lo había sabido, solo había
esperado el momento indicado.
Cuando vimos eso no pudimos controlar nuestros
impulsos, sin darme cuenta cuatro estaba corriendo
conmigo en dirección al escenario. Pero antes de llegar
sentí que se me dormían las piernas y caí desplomada
en el suelo.
Cuando desperté noté que había sido llevada nue-
vamente al calabozo, esta vez no habíamos llegado
encapuchados y conservábamos todo lo que llevábamos
puesto de una manera impecable. Vi que a mi lado esta-
ba cuatro. Parecía de lo más sereno en esta situación en
la que nos encontrábamos. Hasta creí haberlo escuchado
tararear una melodía por lo bajo.
–¿Qué hacés? ¡Ponete los auriculares!
–Ellos no pueden vernos, estamos en penumbras y
no hay cámaras en el calabozo.
–¿Ya estuviste antes acá?
–Cuando te meten solo pasan cosas peores, peores
para nuestro cuerpo por así decirlo, ya te imaginarás,
eso que evitan contar en los libros, torturas.
–No sé qué son. –Era verdad, dentro de lo que había
conocido de mi mundo hasta ahora era una palabra desco-
nocida y por lo tanto no tenía significado para mí. Aunque
por la forma de manifestarla de cuatro no era nada buena.
–Son una especie de castigos físicos.
–¿Como cuando te dan un cachetazo? –Le pregunté.
–Como cuando te dan un cachetazo, pero miles y
miles de ellos. –Mientras lo decía parecía recordar esos
momentos. Su mirada se había perdido en un punto fijo
en el rincón.
–Debe ser terrible. –Me estremecí de solo pensarlo.
–Eso no es lo peor, lo peor es lo que pasa por tu ca-
beza, sentís miedo, pero a la vez se potencian tus ganas
de destruir todo esto. Ellos creen que te debilitan, pero
cada marca, es un recordatorio de por qué luchás.
–No debería ser legal. –Arremetí.
–No lo es, pero nadie lo sabe, no se puede hablar de
eso, ni te quedan marcas visibles, te dejan el suficiente
tiempo como para que desaparezcan.
Se hizo un silencio cuando comenzó a mirar las pare-
des que nos rodeaban y noté que había escritos en ellas.
Después de ese momento se dirigió a mí: –Seguro debes
preguntarte cómo llegué a este lugar. Yo estudiaba en
la Ciudad de las Leyes al igual que vos. Mi familia era
reconocida, no importa ya mi apellido, ni quiero recor-
darlo, pero ellos tenían determinado todo lo que querían
de mí y yo estaba seguro de querer lo mismo. Hasta que
un día no lo estuve más y quise irme de la ciudad, llegué
a Ciudad Ingeniería, allí conocí a una mujer hermosa y
sumamente inteligente que me escondió en su casa, me
enseñó todo lo que sabía y vivimos felices, lo que recuer-
do de ese sentimiento, hasta que me encontraron. Por mi
apellido tenía la opción que absolvieran los cargos hacia
mí y me dieran otra oportunidad, como si nunca hubiese
pasado. Pero no quise volver. Dejar de tener un modo de
vida panfletario me llevó a encontrar otra conformidad
con lo que hago. –Hizo una pausa, miró nuevamente al
los incomprendidos 65
punto fijo revisando lo que pasaba por su cabeza para en-
contrar las palabras adecuadas. –La pregunta por el modo
de vida me llevó a encontrar otra conformidad con lo que
hago. Con lo que hago en tanto ser. –Sonrió a la nada
y me miró. –Y es que no sé de qué otra manera decirlo.
Porque si esos cambios, esas mutaciones, las enuncio de
a una, siempre me quedo corto: tendría que hablar de lo
que hago a nivel político, a nivel filosófico. De lo que hago
como amigo, como compañero, lo que hice como hijo,
como hombre blanco. –No entendía a qué se referida con
esa última aclaración. –Lo que hago a nivel económico,
musical, lúdico. Y no solo esto, cuando diga alimenticio
tendría que incluir gastronómico, nutricional, deseante,
digestivo. Porque esa pregunta es una manera de cocinar,
es una manera de nutrirse, es una manera de desear los
alimentos, y todo eso tiene consecuencias digestivas. Ali-
mentarse distinto para, entre otras cosas, digerir distinto.
Infinitas ramificaciones, quizás rizomas. Como te mostrás
ante el mundo es en gran medida lo que terminás hacien-
do. Corrijo. Como te mostrás ante el mundo es en gran
medida cómo terminás haciendo. Esa es mi pregunta
hoy. Es un gran cómo. –Mientras él hablaba yo solo podía
pensar en el vértigo que me había hecho replantearme
todos esos aspectos que nunca había tenido en cuenta en
mi vida. Entonces –siguió diciéndome cuando le das un
gran portazo a la pregunta sobre cómo me muestro, todo
se transforma. Pero también es una dimensión a cuidar.
Estrategias defensivas hay que tener. Hay lugares donde
es necesario seguir ocupándome de cómo me muestro.
No me puedo relajar como si la cuestión no existiera, no
se trata de eso. Es hacer equilibrio, coexistir pacíficamen-
te. Inventar un agenciamiento. –Quise preguntar si esa
respuesta se refería a cuidarse a como se mostraba dentro
de Casa o si lo comentaba en general, pero él seguía ha-
blando, parecía hablarse más a sí mismo que a mí. –Luego
entendí que la pregunta no era: ¿cómo me muestro? Más
bien era: ¿cómo me muestro dentro de este paradigma de
lo que es mostrarse? Y ese paradigma no tenía nada que
ver conmigo. Ahora sí se dirigía a mí directamente. –Ya
no sé si para mí mostrarse significa lo que significaba
antes. Lo dudo seriamente. No siento que le deba nada a
nadie. Y lo que se me proponía como ser en el mundo no
me interesaba. Creo que simplemente lo aceptaba. Acepta-
ba lo que se me proponía sin mucho filtro. O con un filtro
que no era lo suficientemente sofisticado, ciertamente
no era el que yo necesitaba. Colaba algunas cosas, pero
cada tanto algo de basura pasaba. La metáfora del agua
quizás se corresponda. Colar, filtrar algunas impurezas.
Mejorar el filtro mejora el agua, su calidad, su sabor. Pero
el agua también se pudre si se estanca. Estoy encerrado
hace 520 días, es claro que en alguna medida me estoy
pudriendo ¿Cómo ser agua en el encierro? Vi esas peceras
pequeñísimas que con apoyo de un oxigenador logran
mantenerse aireadas. No son el océano, están lejos de él,
pero disfrutan su espacio, su aire. Claro radiantes en una
pecera. Es que no puedo dejar de mirar los bordes. Mi no-
ción de espacio es decimonónica, pero este pozo ya es un
lugar. La mente es otro. Bucear en el cuerpo. El espacio
es multidimensional. El plano fijo tiene más posibilidades
que mi mapa mental. Hay movilidad en el plano. Soy un
cuerpo en movimiento ¿No te pasa que mirás el espacio
y te dan vértigo sus límites? ¿Qué hay del otro lado del
límite? ¿Y si no hay nada después del límite, si dentro del
límite soy infinito? ¿A dónde estás queriendo ir?
los incomprendidos 67
–¿Qué?
–Mi nombre es Danile. –Dijo y me estiró la mano
para presentarse.
–Preferiría bautizarme con un nombre que yo elija.
–Perfecto podemos hacer eso. –Agregó. –¿Cómo te
vas a llamar de ahora en adelante?
–Creo que Lía es perfecto.
–Me gusta, es fácil de recordar.
–Podrías haber dicho que es hermoso.
–Podrías haber mencionado que mi nombre es her-
moso cuando te lo dije. –Me respondió y nos reímos.
No entiendo por qué quiso ser mi amigo, apenas
podía preguntarme qué quería de mi vida, y él se mos-
traba tan seguro de sus preguntas que me intimidaba y
me hacía sentir pequeña, muchas veces no entendía qué
decía. Utilizaba palabras que nunca había escuchado y
desconocía su significado. Él me había enseñado todos
los días sobre temas nuevos. Menos los días que el dolor
de cabeza lo invadía por las descargas de sonido que
daban sus auriculares cuando percibían que él estaba
intentando socializar. Decía que posiblemente le habían
dañado sus oídos y que por eso se sentía muchas veces
mareado al borde de perder el equilibrio. No entendía
qué tenía de relación sus oídos y los mareos, pero dijo
que un día me explicaría. Creo que él tampoco sabía
mucho del tema.
–La última vez que estuve acá creo que pasé un día
encerrada.
–Acostumbrate a utilizar tu imaginación dentro de
estas paredes, si sabés cómo usar esto que está pasando,
puede ser una especie de bendición. Podemos sacarnos
los auriculares, podemos hablar y podemos soñar. –Noté
que se recostaba sobre un rincón mientras miraba sus
zapatos. –Dentro de toda esta opresión me voy a guar-
dar una carta de libertad, si hay un espacio al que no les
voy a permitir entrar para destruir es éste –y señaló su
cabeza.
Había perdido la noción del tiempo que había trans-
currido mientras estábamos ahí dentro. Entonces sentí
un temblor.
Danile se paró de repente y me abrazó.
–Es hora. –Fue lo único que me dijo.
–¿Cómo que es hora?
–¿Cuánto creés que sos capaz de soportar?
–Con la imaginación activa supongo que algún tiem-
po más.
–Necesitamos esa imaginación fuera de este lugar, la
necesitamos a salvo antes de que se pudra.
–No entiendo.
–Cerrá los ojos e imagina el lugar a dónde quisieras
estar.
Cerré los ojos y me imaginé mirando el mar, abrien-
do mis brazos para sentir mejor el viento, para poder
recibir toda esa fuerza que me entregaba el océano y su
alma, enterrando mis pies en la arena, sintiendo cada
grano pulir mis pies, sentí el frío de esa arena que está
mojada aún, sintiendo la brisa salada colarse en mi piel y
dejarme una humedad que me recordaba la profundidad
de mi vida.
La libertad
Cuando la explosión sucedió me encontraba aún en
el calabozo. Todo mi alrededor vibró aunque estuviése-
mos metros abajo de donde había sucedido.
Me había desmayado.
Mi cabeza sangraba y mi pierna estaba enterrada
debajo de un cúmulo de escombros, intenté moverme,
pero todo fue en vano.
Llamaba desesperada a Danile, pero no me respon-
día, en ese momento entendí a qué se refería con que
era hora.
Había sido casi suicida lo que habían hecho, por eso
no me lo habían contado, él sabía todo, sabía de la explo-
sión ¿Pero por qué? ¿Por qué la habían generado? ¿Esta-
ría debajo de esos escombros? Comencé a llorar cuando
entendí que podía estar muerto al igual que el resto de
mis compañeros, hasta que escuché una voz que tosía en
las habitaciones continuas, no eran mis amigos, era él.
Ésta podía ser una posibilidad de escaparme, pero
¿de qué manera lo haría si apenas podía pensar entre
tanto dolor? No sentía mi pierna, toda una pared se ha-
bía caído encima de ella, posiblemente la perdiera, mi
cabeza sangraba y mi cuerpo parecía haber sido sacudi-
do por un remolino.
Si le pedía ayuda, se enterarían que seguía con vida
y me encerrarían nuevamente, pero si no lo hacía iba
a morir. De cualquier manera sabía que las únicas dos
opciones que tenía no eran buenas.
Hubo otra explosión, esta vez más cerca de nosotros,
posiblemente se había activado por el movimiento.
–Danile, por favor necesito saber si estás ahí. –Fue
lo único que alcancé a decir. Tenía mucho miedo, esta
vez la muerte estaba rodeándome. Quizás era la mis-
ma suerte con la que corría mi amigo, necesitaba salir
de ahí, poder mover mi pierna y rescatarlo. No podía
parar de llorar, todo lo que había construido todo este
tiempo había sido lo más cerca de una verdadera vida
que había tenido ¿Cómo podía terminar así? Quizás si
me lo hubiesen contado, habría traído algo escondido
para protegernos, pero decidieron ocultármelo y ahora
estábamos bajo los escombros.
¿Quería morir yo también? ¿O podría seguir con un
plan que ni siquiera conocía y en el que sus planificado-
res posiblemente estaban muertos?
No tenía opción.
–Ayuda, por favor. –Grité con la poca fuerza que me
quedaba, pero con todas las ganas de vivir que seguía
teniendo. –Por favor si alguien está ahí.
–¿Dónde está once? –Me respondió una voz.
–Por favor siga mi voz.
–Siga hablando ¿Cómo es el lugar donde se encuen-
tra?
–Estoy en uno de los calabozos, es más amplio que el
resto, las paredes están escritas.
–La voy a sacar. –Me dijo esa cara que siempre había
sido un misterio para mí. Sus ojos estaban rojos esta vez,
parecía que el polvo lo afectaba más que a mí. –¿Cómo
está su respiración? –Me preguntó.
los incomprendidos 71
–Bien. –No podía hablar demasiado, me cansaba,
pero todavía podía respirar. Entonces rompió un pedazo
de su camisa y la arrolló.
–Necesito que muerda esto mientras intento sacar
su pierna de ahí, toda su fuerza tiene que estar concen-
trada en agarrarme lo suficientemente fuerte para que
podamos sacarla lo antes posible, no quiero que pierda
fuerzas gritando. –Me dijo y supe que sabía lo que hacía.
En ese momento sentí que había tomado la decisión co-
rrecta. No quería morir, y no iba a poder sobrevivir sola,
ni tampoco salvar a mis amigos si seguían vivos. Lo aga-
rré de los dos brazos lo más fuerte que pude, mientras
mordía el pedazo de tela y él me sostenía. En el primer
tirón sentí que iba a partirse mi cuerpo en dos, quería
estallar en llanto, pero tenía que resistir.
–Lo está haciendo muy bien y vamos a intentar sacar-
la en este tirón. Respiré profundo y sentí cómo la fuerza
me recorría el cuerpo y lograba mover los escombros.
–Gracias, gracias, gracias. –Fue lo que alcancé a
decirle antes de que otra explosión hiciera que más es-
combros cayeran sobre nuestras cabezas.
–¿Está bien? –Me dijo después de cubrirme para que
nada cayera encima mío.
–No sé tu nombre y salvaste mi vida.
–Soy Marco. –Dijo mientras se enfriaba su mirada.
–Necesito sacarla de acá o va a perder la pierna. –Solo
asentí antes de ver mi pierna sangrar.
Desperté en una especie de enfermería ambulante.
Por lo visto no había mucha gente herida, podía recono-
cer algunos profesores, celadores y trabajadores de Casa,
pero no había alumnos cerca. Había, flotando en el aire,
cierto olor a pólvora y se sentía como el azufre quemado,
no sé si alguna vez había olido algo así, pero mi mente
me traía esas descripciones como si las conociera desde
antes. Donde estábamos llegaba toda la luz del sol, y a
pesar de que este ámbito se sostenía con algunas colum-
nas de donde colgaban grandes y largas telas blancas,
con su precariedad, cuando el viento soplaba se podía
ver en el espacio que dejaban algo más del afuera. Tarde
algunos minutos en percibir que no llevaba puestos los
auriculares, y que tendría que inventar alguna excusa
para mantenerme así.
Pero entonces nos indicaron que debíamos ponernos
los auriculares cuando comenzaron a decir:
–Procederemos a leer la lista de fallecidos. –Se me
erizó la piel, no encontraba a mis amigos, Danile había
desaparecido de al lado mío, quizás se había escapado,
o quizás seguía sepultado bajo los escombros. De Javier
no sabía nada, menos iba a saber de Debra. –Comenza-
remos diciendo que lamentamos la muerte de nuestra
querida profesora Athenas, luego de la primera explo-
sión, ella se encontraba socorriendo a algunos alumnos
en los pasillos y fue muerta por una gran viga que cayó
sobre ella. Su cuerpo quedó irreconocible luego del
fuego, solo quedaron algunos rastros de su vestimenta
y su cabello, que serán enviados a Ciudad Religión para
ser esparcidos. –Su rostro destilaba tanta frialdad que
ni aún luego de derrumbes, heridos y muertes, parecía
sentirse tocada por esto. –Ahora sí daremos comienzo
al resto de la lista, el número de fallecidos es pequeño a
pesar de la gran explosión, debo aclarar, por una fuga
de gas. Entonces hizo una pausa para sostener mejor sus
hojas que no dejaban de temblar al ritmo de sus manos,
los incomprendidos 73
vi cómo apretaba más la hoja. –Demoslé la paz a cuatro,
quince y diecinueve.
Dejé de escuchar en ese momento. No pude evitar
romper en llanto, mi cuerpo deseaba partirse en mil
pedazos para poder dejar salir lo que estaba sintiendo.
Toda mi vida me había sentido sola hasta que había lle-
gado a este lugar. Ellos no solo eran mis amigos, eran mi
familia, me ayudaban a vivir más acorde a mis sueños,
me enseñaban todos, me acompañaban, me cuidaban y
me hacían sentir menos incomprendida, no estaba sola,
éramos muchos más de lo que creíamos. Pero mientras
todo ese dolor sacudía mi cuerpo, un nuevo dolor apa-
reció, me estaban inyectando algo que simplemente…
Salidas
Cuando volví a abrir los ojos seguía sin saber dónde
me encontraba, ni el tiempo que había pasado sedada.
Miré a mi alrededor y noté que ya no estaba en la en-
fermería ambulante, ahora estaba en una habitación
totalmente blanca, había una pequeña ventana que de-
jaba entrar el sol. Un rayo de estos me alcanzó la frente
cuando comencé a escuchar llorar a una joven en la ha-
bitación de al lado. Me levanté como pude, mi pierna se
veía hinchada y tenía un arco iris de colores que habían
formado los moretones. Fui saltando sobre una de mis
piernas hasta que pude llegar al marco de la puerta para
poder escuchar mejor.
Reconocía esa voz, reconocía ese llanto, lo había
escuchado antes. ¿Pero de quién era? Mi curiosidad se
sintió alimentada por estos cuestionamientos, por cierta
familiaridad y no tuve mejor idea que pasar a la habita-
ción de al lado. Mi presencia se hizo notar por la forma
en la que me estaba transportando. Entonces cuando la
vi las preguntas se multiplicaron.
–¿Qué es este lugar? –No tenía mejores cosas que
preguntarle ¿No le preguntaría qué le pasaba para llorar
de esa manera? No, parecía que yo era el vivo ejemplo
de su madre en este momento.
–Es un hospital. –Dijo secando sus lágrimas.
–¿No estamos en Casa? –Pregunté.
–No, y es mi culpa. –En ese momento volvió a rom-
per en llanto y al intentar acercarme caí redonda al sue-
lo. Terra entonces mostró su primer acto de humanidad
en tanto tiempo, se acercó despacio hacia mí, y me le-
vantó por los hombros. Me sentó junto a ella en su cama
y levantó mi pierna sobre un pequeño banco.
–Gracias. –No sabía qué decir, todo era sorpresivo,
nos había perseguido, nos había denunciado, por su
culpa nos habían encerrado infinidad de veces, y ¿ahora
me estaba ayudando? –¿Por qué estás acá?
–Tuve una crisis de nervios y me desmayé, caí en
el suelo golpeando mi cabeza contra la esquina de una
pared. Pero nada de eso se compara con lo que les pasó
–Nuevamente comenzaba a llorar. Antes se había echado
la culpa y ahora comentaba esto ¿Acaso había tenido que
ver con las explosiones?
–¿Por qué tenés la culpa? –Me habían enseñado que
no debía preguntar, pero en este momento poco me
importaban los castigos, si ella era responsable de algo
y yo era la única capaz en este mundo de hacer algo al
respecto, lo iba a llevar hasta las últimas consecuencias.
–Yo lo sabía, yo sabía lo que planeaban…. –Miró al
fondo de la pared y se perdió–. Pude evitarlo, pero…
–¿Pero qué?
–Una parte de mí quería que algo cambiara. –Seguía
mirando fijo a la pared, pero a los segundos volvió en sí.
–Si hubiese denunciado lo que sabía ellos estarían vivos.
Me quedé helada mirándola, no, no tenía la culpa.
Ellos sabían lo que hacían. Los había protegido, los
había ayudado en el plan. Y ahora, aunque todo había
salido mal no podíamos volver atrás.
La abracé tan fuerte como mi salud me permitió.
los incomprendidos 77
Al día siguiente apareció Marco en el hospital, pa-
recía estar apurado y buscando a alguien. Cuando vi su
mirada husmeando en mi habitación lo saludé con una
sonrisa, pero él siguió de largo.
Entonces escuché que entraba en la habitación de
Terra.
Cuando llegó la noche decidí tocar la puerta de al
lado.
–Hola ¿Puedo pasar? –Le pregunté a Terra.
–Sí pasá por favor, necesito un poco de compañía.
–Me respondió.
–¿Pasó algo? –Había sido extraña la llegada de Mar-
co al hospital y aún más extraña esa visita puntual que
le había hecho.
–Mi hermano quería saber cómo estaba.
–¿Tu hermano? –¿Me había perdido de una visita?
–Marco es mi hermano, pensé que ustedes lo sabían
todo. –Me respondió Terra confundida.
–Yo no… –Había sido un alivio esa respuesta. Algo
dentro de mí se había tranquilizado. ¿Qué me estaba
pasando?
–No te preocupes, no se lo voy a contar a nadie.
Parecía que algo había cambiado entre nosotras. Ella
ya no se mostraba intimidante, ahora parecía una joven
más, con sus circunstancias particulares.
–¿Te sentís mejor? –Le pregunté.
–Sí, es raro, me siento algo emocionada. Es la prime-
ra vez que salgo de Casa.
–También la mía desde que vivo ahí.
–Quiero decir la primera vez en mi vida.
Me quedé mirándola anonadada, no entendía a qué
se refería.
–Nací ahí, dentro de esas paredes, no conozco nada
más. Es mi vida entera, no imagino mi vida de otra ma-
nera.
–¿Y tu papá?
–No tengo, eso dijo siempre Mayora.
Decidí hacer silencio, era muchísima información
para procesar. Ahora entendía más su comportamiento,
su ambición por ser respetada por sus pares, al final ella
también era una víctima más, el único lugar que conocía
y al que pertenecía era esa máquina de deshumanizar
gente.
La abracé con timidez, temiendo su reacción, pero
ella lo recibió muy bien.
No habían pasado más de tres días cuando nos die-
ron el alta. Las heridas en mi pierna no habían termi-
nado de cicatrizar, pero ya podía mantenerme en pie.
Cuando me avisaron que pasaban por nosotras,
sentí cierta tristeza. En el hospital no había auriculares
ni prohibiciones para socializar. Había tenido suficiente
tiempo libre para pensar y recordar todo lo que había-
mos vivido con mis amigos. Me volví a poner el uniforme
y acomodé mi cabello lo mejor posible. Lo único que me
daba alegría era saber que al volver a Casa podría ver a
diario a Marco.
Pero cuando salí noté que algo extraño pasaba, vi de
lejos la cara de terror que llevaba Terra. Me estaba mi-
rando a lo lejos mientras subía a una camioneta similar
los incomprendidos 79
a la que me había buscado. Parece que había otra más
esperando para mí. Avancé hacia ella y dos hombres me
tomaron de los brazos y me ataron las manos. No alcan-
cé a gritar del dolor cuando taparon mi boca también.
Seguía luchando en vano por soltarme cuando noté que
estaban metiéndome en la camioneta con suma brutali-
dad y rapidez para evitar escándalos.
Llevábamos viajando cerca de una hora, sentía cómo
el auto iba cambiando de rutas, algunas parecían asfal-
tadas y otras me hacían sentir dentro de una batidora,
la camioneta subía y bajaba y se movía a los lados, pare-
cíamos estar en una zona rocosa, en un camino que no
era transitado.
Cuando por fin dejó de andar, escuché cómo baja-
ban del auto. Sentí miedo ¿Qué harían conmigo? No
recordaba que el camino a Casa fuese así. Abrieron por
fin mi puerta y me sacaron de un tirón. Me llevaron con
la cabeza gacha unos cuantos metros y entonces escuché
el sollozo de Terra, pero parecía que no éramos las úni-
cas, había más voces, más llantos alrededor. Alguien más
se acercó, nos sacó uno a uno las capuchas. Estábamos
en otro lugar que no era Casa y no parecía ser mejor
tampoco.
Nos empujaron hacia la puerta y nos sacaron las ca-
puchas. Entonces lo vi, estaba Marco ahí también, pero
sin las manos atadas. Me tomó del brazo y me arrastró
hasta una sala.
–Perdón, pero es necesario, me lo vas a agradecer
algún día –me dijo mientras preparaba una soga a una
columna de madera que había en el lugar. Miré el piso y
había restos de sangre ¿A esto se había referido Danile
cuando me había hablado de las torturas?
Bajó mis pantalones y me sentó de rodillas sobre
granos de maíz. Al principio no sentí que eso fuera tan
doloroso, hasta que después me ató sobre uno de los pa-
los que había allí y suspiró. Rompió la parte trasera de
mi remera con una cuchilla en dos.
Una ráfaga de dolor me atravesó, sentí cómo se
hinchaba la piel de mi espalda con cada látigo que me
golpeaba, mientras él recitaba en cada golpe “Por la
República”, “Por nuestros ancestros”, “Por la paz”, “Por
el orden”… Creo que perdí la cuenta de la cantidad de
latigazos que me había dado.
Cuando terminó me felicitó: “Recibiste tu castigo de
manera decente, sin llorar, ni resistirte” ¿Qué significaba
eso? Me confundía todo lo que me decía y lo que hacía.
Parecía contento, excitado por lo que había pasado.
–Ahora te voy a curar –limpió cada una de las mar-
cas y me dio ropa nueva. Después de la ceremonia, me
abrazó y me dejó ir.
Estaba en shock todavía no había podido entender
nada de lo que había pasado a mi alrededor. El dolor fí-
sico que seguía sintiendo me tenía abrumada. La espalda
me ardía y todavía sentía el reflejo de mi cuerpo inten-
tando resistir a los embistes. Las rodillas no se quedaban
atrás, había intentado moverme lo menos posible para
evitar más lastimaduras, pero había sido en vano, el peso
de mi cuerpo con el paso del tiempo había hecho la sufi-
ciente presión como para que me las dejaran sangrando.
En esta nueva Casa había más habitantes que los que
habíamos sido trasladados. Caminaban en fila atados
de pies y manos con cadenas, las cadenas de las manos
sostenían la cadena que tenían en su cuello y hacia que
los incomprendidos 81
caminaran con la cabeza gacha. Tenían el cuerpo lleno
de polvo, sus ropas eran ya retazos de tela sucios con sus
propios desechos. Pude entender más cuando llegué a
la habitación que estaba dispuesta para mí, las paredes
ya verdes de humedad, la cama sin colchón, solo fierros,
y sin baño ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Eran capaces
de hacernos defecar y orinar en nuestra propia habita-
ción, todo se llenaría de un olor insoportable y bichos
por doquier? Sí, eran capaces. Con el pasar de los días
la rutina se repetía, las horas de tortura, el momento de
la curación, volver a la habitación y pasar ahí el resto del
tiempo junto a nuestra propia mugre. A diferencia del
resto de los residentes originales de esta Casa, a noso-
tros nos permitían caminar por los espacios sin cadenas,
como dándonos la lección de nuestros privilegios, o un
presagio de nuestros destinos.
El despertar
Un mañana mientras esperaba a Marco para lo que
llamaba “la rutina de cada día” me preguntaba mientras
miraba a mi alrededor ¿Cómo lograba este gran engra-
naje que nos acostumbráramos a estas formas de vida?
¿Esto se podría llamar vida? Algo estaba mal, muy mal.
Pero todos mis pensamientos se desvanecieron cuan-
do vi entrar a los dos hombres que me habían traído
hasta acá en la camioneta.
–Hoy te toca con nosotros muñequita. –Dijeron. No
entendía lo que estaba pasando, me estaban sentando
de rodillas como cada día, pero esta vez, sabía que algo
en el aire era diferente ¿Habían bebido? ¿Eso era lo que
sentía en el ambiente? No, era otra cosa, y lo supe cuan-
do aparte de mi remera rompieron mi ropa interior.
–No llorés muñequita, te va a gustar mucho más
que lo que te hacen generalmente. –Me decía una de las
voces.
–Ayuda ¡por favor!, ayuda –era lo único que alcan-
zaba a decir mientras comenzaban el ritual de castigo
con el látigo. Era la primera vez que hablaba o lloraba
durante la sesión, no era falta de voluntad para aguantar
todo eso, tenía miedo y sabía que entre los dos podían
acabar conmigo en un abrir y cerrar de ojos. Cuando
dejaron el látigo de lado se acercaron a mí, y noté cómo
sus manos tocaban mi cuerpo con deseo. El asco recorrió
toda mi mente, quería salir de ahí, quería destruir esa
habitación, no, no, no.
Entonces sonó un disparo.
–¡Los dos! ¡Quietos!, déjenla tranquila, hagan sus
bolsos y váyanse antes de que los torturados sean uste-
des. –Dijo Marco.
Apenas me soltaron las lágrimas bañaron todo mi
rostro, casi me ahogaba entre sollozos cuando me soltó
las manos y me abrazó en el suelo.
–Todo va a estar bien, esto no es parte del aprendi-
zaje, ellos son todo lo que no queremos que seas vos, una
salvaje –apenas escuchaba sus palabras en tanto dolor. El
miedo podía ser un maestro muy eficiente muchas veces,
y lo estaba siendo conmigo. No quería volver a vivir algo
así nunca más.
Después de ese día no hubo más castigos, solo pasá-
bamos el tiempo en silencio en la habitación de torturas,
cuando llegaba la hora, me dejaba ir sin más.
Había perdido la noción del tiempo cuando tocaron
la puerta de mi habitación.
–Es hora de irnos. –Me dijo Terra y me estiraba la
mano para que se la tomara. Parecía casi un sueño. Ha-
bía sido irreal pensar en esos días en una salida posible
a este encierro. Pero íbamos a volver a Casa, nunca ima-
giné sentirme tan feliz de esto.
Cuando dejábamos atrás esa maquinaria de tortura,
me puse a pensar ¿Por qué esa gente estaba ahí? ¿Qué
habían cometido como para esa continua condición de
vida? Había notado que no tenían auriculares, pero tam-
poco hablaban. Sus miradas estaban perdidas en el sue-
lo, quizás viendo cada paso que daban. Quizás temiendo
caerse uno encima del otro. Quizás ensuciarse sobre los
restos de los desechos en la ropa de sus compañeros.
los incomprendidos 85
Necesitaba respuestas, pero esta vez no tenía a quién
preguntarle. Eso me sumió en más angustia de la que ya
cargaba. Pero entonces me di cuenta que en la camione-
ta viajábamos Terra, Marco y yo. No lo había percibido
antes, mi imaginación podía absorberme hasta el punto
donde el resto de mis movimientos funcionaban sin el
más mínimo control de mi parte. Como todavía no ha-
bíamos llegado a Casa, no teníamos auriculares puestos
y eso nos dejaba un pequeño margen para hablar.
–¿Por qué esa gente está ahí? –Pregunté. Terra me
miró con cierto signo de interrogación en el rostro y se
giró para mirar a su hermano que conducía la camioneta
esperando alguna respuesta.
–Pónganse los auriculares por favor. –Fue la única
respuesta que recibí por parte de Marco. Mientras nos
entregaba los auriculares nuevamente. Supongo que ellos
no iban a darme la información que necesitaba. Ahora,
sin Danile ni Javier, ¿quién iba a hacerlo?
Pasaron unos cuantos días dentro de la nueva nor-
malidad de Casa cuando Marco tocó la puerta de mi
habitación.
–Sé que está prohibido, pero quizás acá encuentres
algunas respuestas. –Dijo y me entregó un manual de
los delitos y las condenas determinadas para cada uno.
No me dio tiempo siquiera de agradecerle, que
desapareció apenas tomé el libro. Entendía que estaban
prohibidas las lecturas, pero un segundo más no iba a
cambiar las reglas que ya estábamos rompiendo.
Cuando tomé el libro me encontré con las mismas
respuestas que había imaginado, esas personas posible-
mente estarían catalogadas en la segunda categoría de
delitos como escaparse de su ciudad natal, resistirse a la
autoridad y causar algún daño en los mobiliarios sagra-
dos, realizar pintadas en paredes de espacios públicos
y/o privados, hacer denuncias contra la identidad de la
República y/o dañar algún símbolo patrio.
Yo pertenecía a la tercera categoría de los delitos,
básicamente todo lo relacionado con el pensamiento y
palabra estaba en éste.
Los delitos eran encabezados por las incitaciones
a traición a la patria, revueltas y terrorismo. Aunque
también había un espacio guardado para todo quien
rompiera las reglas de las instituciones de corrección.
No aclaraba cuáles eran los grados o los delitos a los que
se refería, pero me puso la piel de gallina de solo leerlo.
Esta categoría estaba castigada con pena de muerte.
Pero a pesar de todo, el libro era de lo más aburrido.
Me pareció un regalo precioso, poder compartir con
él uno de los cuentos que llevaba el libro que me había
cambiado la vida. Así que tomé la lapicera que me había
robado en clases y utilicé los espacios en blanco de las
últimas paginas para contárselo:
“Cuentan las historias de cuna que en un jardín, como
cualquier otro, habían nacido junto a la llegada de la prima-
vera, unos pimpollos de alelí. Como todos los pimpollitos al
nacer, estos eran risueños y cantarines, celebraban cada día
el estironcito que pegaban y desperezarse cada mañana con el
primer rayo de sol. Un día terrible un picaflor que trabajaba
en el diario del pueblo, les contó sobre las cosas que les pasaba
a las flores que desobedecían ciertas leyes, que él nombró como
naturales y de la sociedad. Cada día les dictaba en voz alta
una serie de recetas para que lograran ser lo que se decía que
los incomprendidos 87
debían ser. Cada atardecer se parecían más entre entre ellos
y menos a sí mismos. Pobres pimpollos, les habían hecho creer
que todo sería muy difícil si no regulaban sus formas, si no
respetaban los pasos a seguir. Así día a día, noche a noche,
aprendían a vivir con la mutilación de su sentir.
El tiempo fue pasando y fueron creciendo, adoptando el
color que, según fuentes confiables, la naturaleza había esco-
gido para ellos. Pero en la medida que florecían, mientras sus
pares admiraban esos colores que vestían, también crecía su
insatisfacción.
Los pimpollos ya convertidos en flores maduras pasaban
sus días muy serios y elegantes, manteniendo de manera in-
mutable la postura y la quietud. A veces me pregunto si en el
fondo de sus enmudecidas almas no esperaban que el viento
soplara tan fuerte como para despeinarlos, obligándolos a reír
sin culpa.
Pero una mañana, quien sabe si por tristeza o aburri-
miento, se dejaron marchitar.
Murieron sin atreverse a preguntarle a la vida, frente a
frente, qué había de verdad en todo eso que les habían dicho
en su infancia, y que sin chistar habían aceptado. Quizás si
hubieran preferido el coraje, a la comodidad, se hubieran ente-
rado que la vida nunca había sabido distinguir entre el bien y
el mal, ni lo bello de lo feo, y mucho menos lo que ellos debían
merecer. Solo sabía responder a todos aquellos que aprendían
a elegir el color de sus días, solo sabía escuchar a todo quien se
rebelara contra las falsas historias que la mala prensa había
contado de ella para vender más”.
No pude resistir la emoción y decidí correr el riesgo.
Tomé el libro, lo escondí debajo de mi ropa y fui hasta la
habitación de él. Toqué la puerta, pero nadie me respon-
dió. Así que antes que alguien descubriera que llevaba
un libro conmigo preferí dejarlo en su habitación. Cuan-
do entré descubrí que era una habitación más espaciosa
que en las que había dormido en estos años, las paredes
eran blancas y había algunos cuadros colgados de los
fundadores, también se podían divisar medallas, cuando
me acerqué más, vi de cerca que eran de tiro y lucha.
–¿Qué hacés acá? –Pegué un salto apenas escuché su
voz atrás mío.
–Solo quería devolverte el libro. –Le respondí tími-
damente.
–Está bien, pero quiero creer que no se lo contaste a
nadie, no podés confiar en el resto de los internos, cual-
quiera podría denunciarnos.
–No, solamente me tomé la molestia de escribir algo
para vos, quería poder compartir un cuento.
–¿Un cuento? –Me miraba preocupado, abrió el li-
bro al final y comenzó a leerlo. Apenas unos segundos
después arrancó las páginas y las quemó en un pequeño
recipiente que parecía ya guardar cenizas anteriores. –
No debiste hacer eso ¿Sabés que cualquiera podría haber
entendido eso como una traición, como incitación?
–Pero es un cuento casi de cuna.
–Es perverso. –Respondió. –No voy a decir nada,
pero casi nos metés en graves problemas, nunca tuve que
haber pensado que quizás…
–¿Que quizás qué?
–No importa.
–Perdón. –Le dije mientras daba la vuelta sobre mis
pies y me dirigía a la puerta.
los incomprendidos 89
–Esperá. –Dijo antes de que saliera y trabó la puer-
ta. –Perdón, le saco el seguro si te sentís más cómoda.
–Había notado que eso me preocupaba. –Solo quería
asegurarme de que nadie pudiera entrar y enviarnos a
los calabozos.
Había optado por mantenerme en silencio, eso hacía
las veces donde la inteligencia me decía que podía hacer
mucho más tal vez escuchando de vez en cuando a los
demás y poniendo cara de pensativa. Parecía funcionar,
era la primera vez que me hablaba tanto.
–Mi padre era un rebelde, casi morimos mi madre,
Terra y yo, en uno de sus intentos por volar este lugar.
Apenas lo conocí, él nos abandonó para unirse a una
guerrilla. Un día atacaron este lugar, ese día lo volvía
ver y entendí de qué lado quería estar. –Me dijo Marco
mientras tomaba asiento en su cama.
Por un segundo suspiré, entendía su dolor, pero tam-
bién entendía la falta de perspectiva.
–No creo que puedas entenderlo, vos sentís que te
robaron tu libertad y ahora te encontrás encerrada.
–Ni siquiera se trata de eso, lo que tenía antes tam-
poco era libertad.
Se quedó mirándome sin entender de qué estaba
hablando.
–No quise lastimarte en el calabozo. –Me dijo mien-
tras se miraba las manos.
–Pero lo hiciste –le recordé.
–Es mi deber y es por tu bien –la misma respuesta
de siempre.
–Ni siquiera fuiste capaz de preguntarme qué era lo
mejor para mí. –Le dije, esta conversación comenzaba a
hacerme enojar.
–No voy a volver a hacerlo, lo prometo –señaló.
Mientras procesaba sus palabras y calculaba cuánto tiem-
po más podríamos pasar ahí encerrados, se me olvidó
notar que se estaba acercando a mí. –¿Podría abrazarte?
–Creo que sí –por dentro temblaba, no sabía qué es-
taba pasando. Cuando me abrazó noté cómo mi cuerpo
se acomodaba perfectamente en el pecho de él. Olía a
café y maderas. Nos mantuvimos así un largo rato hasta
que alguien tocó la puerta. Cuando abrí los ojos por
el susto noté que él me miraba desde arriba con cierto
gesto de duda.
–Ya voy –le respondió a quien tocaba la puerta.
–Supongo que voy a tener que esperar un tiempo
luego de que salgas para poder irme yo también.
–Sí. –Se acomodó su camisa y sin saludar salió de la
habitación.
Estaba totalmente desconcertada.
Los días pasaron como cualquier otro desde que
vivía en Casa y a pesar del tiempo lo único que seguía
doliendo era la falta de mis amigos. Terra había casi des-
aparecido, cada vez que nos cruzábamos en los pasillos
esquivaba mi mirada, y Marco, bueno, ni siquiera podía
considerarlo como tal. Además, hacia días que no lo veía.
Una tarde mientras estaba sentada en el patio, vien-
do cómo el cemento se había teñido con la humedad y
se dibujaban pequeñas siluetas verdes sentí que alguien
me observaba.
los incomprendidos 91
Cuando busqué con la mirada a ese alguien, solo
encontré a Marco a la distancia. Al percatarse comenzó
a acercarse sin mirarme directamente. Hizo una pe-
queña seña con su mano y entendí que me pedía que lo
siguiera.
Lo seguí hasta su habitación y noté que había dejado
la puerta media abierta.
–Permiso –dije cuando pasé.
El solo me respondió con señas indicándome que
haga silencio hasta que la puerta estuviera cerrada.
–Por favor tomá asiento –me dijo y me hizo un gesto
para que me sentara a su lado.
Apenas podía contener la respiración, toda su per-
sona me atraía y me intimidaba a la vez. Las ganas de
quedarme ahí y ver qué pasaban eran proporcionales al
deseo de salir corriendo. Entonces en medio de mi con-
moción interna decidió darme una pequeña rosa hecha
de papel.
–Es hermosa, aunque amaría poder sentir nueva-
mente alguna vez una de verdad.
–Podés desarmarla –y tomó la rosa de mis manos y
la abrió para que yo pudiera leer lo que decía adentro.
“La única belleza que encontró mi alma, después de haber
enterrado en la memoria a mis muertos”.
¿Cómo podía haber sintetizado tan bien lo que yo
sentía también? Presa de mi emoción y mi impulsividad
solo atine a abrazarlo con toda mi intensidad y la mayor
de las ternuras como una niña a su oso favorito. Él me
devolvió el abrazo y luego me alejó un segundo. Enton-
ces me besó.
No duró mucho el beso, pero solo recuerdo haber
sonreído en todo el momento.
–Bueno, debo seguir con mi trabajo –me dijo aleján-
dose.
–Está bien.
–Podemos vernos esta noche después de cenar, nadie
revisa este sector de las habitaciones.
–Se supone que ustedes son correctos –le dije rién-
dome.
Él solo hizo un gesto de risa falsa y desdén. Entonces
se acomodó como siempre y salió de la habitación.
Lealtades
La emoción me inundaba de nuevo, esto venía a sa-
nar todo el dolor que había sentido este último tiempo.
Quizás todavía había esperanzas para mí.
Volví a mi habitación y decidí tomar una ducha. A
pesar de los disgustos había aprendido a disfrutar de la
comodidad de no hacer nada. Sentarme ahí y dejar que
el agua me limpie todo el mal.
Cuando terminé y salí del baño vi que alguien había
dejado una nota bajo mi puerta.
“Es una trampa” decía aquel papel.
No podía haberlo escrito Marco y por lo que sabía
nadie me había visto llegar a la habitación. Si alguien
de los altos mandos se hubiese enterado ya me hubiesen
detenido. Pero… ¿Y si era verdad? Entonces tocaron la
puerta, apenas había salido de la ducha hacía unos mo-
mentos, tenía puesta la toalla cubriéndome el cuerpo y
un turbante en la cabeza.
–Por favor espere –dije con voz temblorosa.
–Soy yo. –Era Marco el que estaba detrás de la puer-
ta. –Es urgente. Quizás había sido él quien me había
dejado la nota, y por la falta de respuesta al no poder
salir en su búsqueda, porque estaba bañándome, había
venido a buscarme.
Apenas abrí la puerta noté cierta excitación en su
ser. Se había abalanzado sobre mí con cuidado, pero
con fuerza. Toda mi compostura se había desarmado
y el miedo había desaparecido. Ahora solo me concen-
traba en sentir cada espacio de su piel. Para cuando me
percaté todo mi vestuario de recién salida de la ducha
se había desarmado y me encontraba completamente
desnuda frente a él.
Entonces derribaron la puerta.
Ahí fue que entendí todo.
El cimbronazo fue increíble, estaba mareada todavía
perdida, como ebria de tantas emociones encontradas.
Una ráfaga de violencia me acomodó en tiempo y lugar
cuando me tomaron de los pelos entre dos celadoras y
me arrastraron hasta el salón principal.
Ahí le comentaron todo a Mayora que miraba de
reojo a su hijo mayor y con desprecio a lo que quedaba
de mí después de ese espectáculo y ahora estaba en el
piso.
–Llamen a todos, que salgan de sus habitaciones, hoy
mismo haremos el juicio –indicó Mayora a sus celadores.
No pasaron más de diez minutos cuando todos col-
maron la sala principal de Casa. Mientras tanto ahí me
encontraba desnuda, frente a la multitud, a punto de ser
condenada.
–Sabía que está prohibido tentar, seducir, manipular,
o tener cualquier tipo de relación sexual con cualquie-
ra de sus compañeros –me miró y levantó la voz. –¿Lo
sabía?
–Sí –le respondí.
–Entonces se hace cargo de su conducta y su delito.
–Sí ¿Qué más podía decir? En estos juicios poco im-
portaba la palabra del acusado, solo importaba el dedo
que señalaba, la fuerza y el poder que tuviera.
los incomprendidos 95
–¿Sabe usted qué condena le corresponde? –me pre-
guntó casi inquisidoramente.
–Sí, el calabozo –le dije.
–Usted lleva acumulados más de tres delitos ¿Sabe
lo que eso significa? –Cuando percibí a qué se refería se
me erizó la piel. Nunca me había detenido a pensar en
eso ¿Qué tan lejos había llegado? ¿Hasta dónde llegaría?
No pude concentrarme en nada más después de
eso, mi mente se había apagado, era demasiado para
procesar, mi cuerpo respondió automáticamente cuando
vinieron a buscarme los celadores para encerrarme en
el calabozo. Todos los que habían presenciado el juicio
miraban con terror todo aquello, sentía en sus miradas
piedad ¿Pero: qué podían hacer? Los habían aislado, los
habían maniatado, como a mí, pero yo había tenido la
posibilidad de encontrar una ventana dentro de todo eso
y se lo debía a mis amigos, amigos que habían muerto y
ahora me tocaba a mí.
Esta vez el calabozo parecía más frío y más oscuro
que otras veces. Mi cuerpo se había raspado por la tex-
tura del suelo, y tenía pequeños cortes. El escenario no
podía ser más tenebroso. Era el fin.
Fue entonces que recordé el ejercicio que había
hecho Danile cuando nos encerraron. Él miraba las
paredes, se pasaba horas haciendo eso. No le encontré
el sentido hasta la mañana siguiente cuando a través
de una pequeña rendija entraba luz y reflejaba escritos
escondidos en la pared:
“El deleite más importante en la vida del macho –en caso
de que esta criatura tensa y siniestra sea capaz de deleitarse
con algo– es denunciar a los demás. No importa demasiado
qué descubre sobre ellos mientras sean descubiertos; así distrae
la atención que podría recaer sobre él”.
Era un manifiesto y una denuncia, eran las puertas
de una rebelión que había quedado encerrada en las
paredes de este calabozo. Y seguía:
“No posee una individualidad profunda, pues la indi-
vidualidad se origina en la curiosidad, en aquello que se
encuentra fuera de uno mismo, que lo absorbe, aquello con lo
que uno se relaciona”.
“Papá no se enfada, pero expresa su desaprobación,
actitud que, a diferencia de la cólera persiste e impide la
aceptación profunda, dejando en el niño un sentimiento de
inferioridad y una obsesión por la aprobación que durará toda
la vida; el resultado es el temor al propio pensamiento, motivo
inductor a buscar refugio en la vida convencional”.
“El hombre que, carece del sentido de lo verdadero y de lo
falso, carece de conciencia moral, (solo puede ser producto de
la capacidad para ponerse en el lugar de los demás) carece de
fe en su yo inexistente, es necesariamente competitivo y, por
naturaleza, incapaz de cooperar, siente la necesidad de una
guía y de un control procedente del exterior. Por lo tanto, in-
venta a las autoridades sacerdotes, especialistas, jefes, líderes,
etc.– y al gobierno. No existe ninguna razón para que una so-
ciedad formada por seres racionales capaces de cooperar entre
sí, autosuficientes y libres de cualquier ley o condición natural
capaz de obligarles a competir, deban tener un gobierno, leyes
o líderes”.
“La solución ya no es dejar que todo se derrumbe y vivir al
margen. Vivir al margen, es dejar el campo libre a quienes se
aprovecharán de él; marginarse es hacer justo lo que quieren
que hagamos los líderes establecidos; es hacerle el juego al po-
los incomprendidos 97
der, al enemigo; fortalecer el sistema en vez de minarlo, ya que
está absolutamente basado en la inactividad, en la pasividad,
en la apatía y en la retracción de las masas”.
Valerie Solanas.
Todo aquello había sido casi como un balde de agua
fría. Pero esos que necesitás para despertar de un largo
sueño que no era más que una creación de tu mente
para sobrevivir. Por fin había recordado los días de lucha
contra este sistema con mis amigos, había recordado cuál
debía ser el motivo de seguir respirando. No se trataba
solo de mí, nunca se había tratado de eso. Se trataba
de todos los incomprendidos, los marginados. No sabía
quién era esa mujer, pero me había dado la fuerza para
encarar los días venideros.
Había llegado el día, sabía lo lejos que había llega-
do. Cuando llegué al patio, noté que todas las cámaras
apuntaban a la pared donde estaba marcada la cruz
sobre la cual debía pararme. Iban a grabar mi muerte.
¿Qué tan sádica podía ser la gente? Ellos intentarían res-
paldar su idea de justicia y purga, el orden y la ley por
sobre cualquier necesidad humana. El miedo por sobre
cualquier otra forma de gobernación. Pero mi muerte no
debía ser en vano, tenía que significar algo más.
Mientras me perdía en mis pensamientos lo vi. Ahí
estaba él, parado, sosteniendo el arma. Él que había sido
tan responsable como yo, el que había sabido ser mi cóm-
plice. Ahora era mi verdugo. No había más que decir, la
traición y la muerte había atravesado mi vida desde ha-
cía tiempo y había llegado mi hora. No quedaban nuevas
esperanzas, lo había perdido todo, mi familia me había
entregado, mis amigos habían muerto y mi amor ahora
iba a asesinarme.
–La vida sagrada decidirá ahora tu destino, el arma
está cargada con tres balas.
Ése había sido siempre el ritual, para al final culpar
al destino de la muerte de inocentes.
Apuntó a mi cabeza y desde ese momento cerré los
ojos. Quise escuchar a través del sonido de los auricula-
res el ruido que hacía el mundo al girar, pero entonces
un ruido ensordecedor me dejó postrada sobre mis ro-
dillas.
Cuando volví a abrir los ojos él seguía ahí, pero ya
no me apuntaba, había bajado el arma. Ahora caminaba
en dirección al salón principal dejándome atrás. No sa-
bía qué significaba eso, pero sentí que tenía una nueva
oportunidad de vivir.
–Levántenla y llévenla al calabozo –dijo Marco a los
celadores.
Apenas podía moverme de la conmoción cuando vi
los ojos de Terra de nuevo, ella me levantó y me llevó
sobre sus hombros hasta los calabozos, cuando llegamos
abrió sus manos, estaba repleta de balas, había descarga-
do el arma, había vaciado la pistola. No se había tratado
de suerte, se había tratado de amor. Terra había arries-
gado su vida para evitar mi muerte.
–Quizás yo no tenga salida, pero vos sí, hoy a las
12 van a venir a buscar a todos los que se van a Ciudad
Producción, la única manera de escapar es ésa. Necesito
que te prepares.
–¿Y vos?
los incomprendidos 99
–Tengo que quedarme acá dentro para poder cam-
biar algo.
–Entonces me quedo con vos –le dije mientras llora-
ba en su hombro.
–Solo es cuestión de días para que se enteren que
robo las balas y un día de estos te van a matar –mientras
me decía eso descubrí que ella me hablaba como una
hermana mayor, como una que yo nunca había tenido.
–Está bien –sequé mis lágrimas y me preparé men-
talmente para todo lo que venía.
Apenas podía contener el llanto y ya tenía que estar
preparada para salir.
–Solo quiero una vida normal, una vida tranquila –le
dije mientras se iba.
–Ahora vas a tener una nueva oportunidad –me dijo
despidiéndose.
Cerca de las 11.45 bajó corriendo debajo de una capa
negra, parecía una superheroína que venía a rescatar-
me. Se la quitó, se desvistió enfrente mío y la dejó en
un costado. “No tenemos mucho tiempo, ojalá las cosas
hubieran sido diferentes, me voy a sentir muy sola, pero
sé que algún día las cosas van a cambiar” me dijo mien-
tras me abrazaba y me alcanzaba toda su ropa. Cuando
terminó de disfrazarme para adentrarme en la noche,
ella quedó desnuda como estaba yo hacía unos minutos
y se encerró en el calabozo.
–Deberías leer las paredes antes de morir del aburri-
miento –le dije mientras la miraba para recordar siem-
pre a esa mujer escondida detrás de esos barrotes. Nos
reímos juntas, mientras ella comenzó a tocar la pared y
sentir que estaba marcada.
–No hay luz, voy a intentar leer mientras siento las
formas de las letras.
–No lo había pensado.
–¿Pensaste que solo vos tenías imaginación?
Entonces entre sonrisas sonó la bocina del camión.
Era la hora. Me despedí con un gesto, y me decidí a
recorrer con mi memoria el laberinto que llevaba a la
salida. Cada paso aceleraba más mi corazón ¿Qué pasa-
ría después de este encierro? Me apreté el brazo para re-
cordarme que no estaba dormida. Cuando abrí la puerta
vi entre la oscuridad el camión, estaban todos alistados
en fila esperando para subir. Todos esos que habían
cumplido su condena dentro de este infierno irían a otra
Ciudad. Me acerqué al camión despacio y con la capucha
tapándome la mitad del rostro. Si el miedo me invadía
iban a descubrirme.
Solo mostré mi identificación y me ayudaron a subir.
No hubo preguntas, no hubo interrogatorios, no hubo
dudas.
Mientras el camión se puso en marcha, sentí cómo
el cielo se abría a nuestro alrededor. Volvían a brillar las
estrellas, a medida que avanzábamos comencé a sentir el
olor a tierra, recorrimos un camino de árboles de euca-
lipto, frescos y mentolados. Deseaba abrir los brazos para
sentir mejor toda la vida cerca.
La oportunidad
No sé cuánto tiempo pasó, porque al poco rato me
quedé dormida.
–Buenos días, Bella Durmiente. –Mierda, me había
quedado dormida y ya todo el resto había bajado. –El
conductor pensaba que estaba muerta, no reaccionaba
a los llamados–. Apenas pude abrir mejor mis ojos para
ver, pero el sol quemaba mis pupilas, hacía tanto calor,
que esa capa se sentía como una manta de fuego encima
de mí. –No se preocupe, no le voy a hacer nada, solo
quería corroborar que no estuviera muerta.
–¿Dónde estamos? –le pregunté a ese extraño que
ahora parecía mirarme con cierta curiosidad.
–Debería bajar primero –me indicó. Entonces me
alcanzó su mano y me ayudó a bajar.
–Ahora sí ¿Dónde estamos? –le volví a preguntar.
–¿Usted no es Terra verdad? –me dijo mientras in-
tentaba ver debajo de la capa. –Ya es la segunda vez que
pasa, la primera no corrió con tanta suerte.
–No se lo diga a nadie por favor, ellos iban a ma-
tarme –por alguna razón confiaba en este nuevo ser, él
ya me había descubierto, mi única carta era decirle la
verdad y confiar. Volver tal vez a confiar.
–No se puede enviar a una persona que viene de
Casa aleatoriamente a una ciudad sin esperar que sea
denunciada –me respondió.
–Necesito su ayuda.
–Debería agradecer que el que pasaba por acá era yo,
y no otro, porque lamentablemente me encanta meterme
en problemas y rescatar damiselas, o eso debe manifes-
tar mi cara –sonrió irónico.
–Necesito su ayuda –repetí.
–Está bien, sígame. Mientras le contaré un poco dón-
de está. Mantenga su capucha puesta el resto del camino.
Solo asentí con mi cabeza y comencé a caminar al
lado suyo. Noté mientras caminábamos que era poco
más alto que yo. Parecía esbelto, sus brazos eran flacos,
pero bien marcados y sus piernas parecían de lo más
ágiles. Su voz me transmitía cierta tranquilidad, como
si me hablara alguien que llevaba paz dentro suyo hacía
mucho tiempo, ese tipo de personas que habían luchado
tiempo atrás contra grandes monstruos y habían logrado
vencerlos, aprendiendo a vivir de una manera más calma
su vida y aceptar lo que traía.
Quien sea que sea, bienvenida a Ciudad Producción.
Esta ciudad es la que materializa todo lo necesario para
la existencia y reproducción de las demás ciudades. Es la
ciudad más grande y con más población de la República.
Levanté un poco mi cabeza para poder ver lo que
me estaba contando. La gente parecía caminar triste,
con la cabeza gacha, mirando sus zapatos, me habían
hecho recordar mucho a la gente que había visto en la
segunda Casa, pero esta vez no colgaban cadenas reales
de ellas, había algo simbólico tan desolador que me hizo
estremecer.
–¿Por qué la gente se ve tan triste? –le pregunté.
–Hay múltiples razones –me respondió.
los incomprendidos 103
–¿Por ejemplo? –insistí al ver que quería evadir mi
pregunta.
–Miedo, enfermedades, tal vez, algún hijo enfermo
esperando en su casa, tal vez, un anciano, o simplemente
cansancio.
–No parecen solo cansados –le dije mientras miraba
a mi alrededor. La gente parecía mimetizarse con el
entorno, las paredes de las fábricas eran color tierra al
igual que los uniformes de quienes trabajaban ahí, y sus
caras llenas de suciedad también parecían de ese color.
–Algunos de ellos trabajan casi 16 horas diarias.
–Eso es imposible –No me lo podía imaginar. ¿Cuán-
do comían? ¿Cuándo estudiaban? ¿Cuándo estaban con
sus familias? ¿Cuándo dormían?
–Su vida es esto, no hay mucho más en el horizonte.
–Es una tragedia –dije y seguí mirando el piso y con-
templando mis pensamientos.
–¿Qué está pasando por esa mente? –me preguntó
al ver mi silencio.
–Hay muchas formas de tortura ¿Sabés?, condenar
a la gente a trabajos precarios y su explotación, es una
de ellas. Las condiciones de vida de estas personas me
hacen pensar lo fuerte que puede ser el ser humano para
poder adaptarse a cualquier cosa, pero lo injusta que es
esa misma condición.
Entonces, ahora el silencio lo hizo él. Tal vez, lo ha-
bía asustado, pero al poco tiempo me dijo:
–Llegamos –y me señaló una pequeña casa de la-
drillos y un techo de tejas verdes. Por fin veía colores
en esta ciudad tan marrón. Tenía un pequeño espacio
con tierra delante, donde imaginé un hermoso jardín o
una huerta. De lo que estaba segura es de que ese lugar
merecía hermosas flores y plantas que llenaran de vida
esa ciudad tan muerta.
Luego de hacerme pasar, me indicó dónde estaba
cada cosa.
–Esta habitación sería para cuando tuviera un hijo,
pero estoy tan lejos de casarme como de tener uno y por
el momento hasta que arregle tu situación podés dormir
acá –me había hecho un lugar en su casa. A mí. Una des-
conocida. No supe contener mi emoción y me abalancé
sobre él para darle un abrazo. Noté que se había queda-
do duro al sentir mi brote de agradecimiento, pero a los
pocos segundos sacó sus brazos de mi abrazo dejándome
abrazando solo su pecho y me abrazó también. Hizo un
pequeño bailecito, un movimiento de un lado a otro, y
me soltó.
–Es hermosa –le dije.
–¿Puedo tutearte verdad? –me preguntó.
–Sí, gracias –era una persona de lo más amena y
amigable y claro que no me importaba un trato más
cálido.
–Debo irme a trabajar, podés tomar una ducha y
luego descansar.
–¿A qué hora regresás?
–Cuando caiga el sol –me respondió y se fue.
Me pasé el día bailando entre las paredes de la casa,
sintiendo los diferentes aromas e imaginando cómo lle-
naría, como regalo, el jardín de flores.
los incomprendidos 105
Cuando quise darme cuenta, el sol estaba cayendo
y apenas si había pensado en darme un baño. Corrí al
baño en ese momento, me desvestí y entonces me vi en el
espejo. Había pasado tanto tiempo de la última vez que
lo había hecho. Esa máquina había intentado robarme
todo, me había dejado la piel como la de una mujer ma-
yor, reseca, arrugada, con pequeñas manchas, pálida en
el encierro. Mi cuerpo se había consumido en el último
tiempo, hasta dejarme casi en huesos. Notaba con cier-
ta impresión cómo había perdido toda la vitalidad, mi
cuerpo lo decía, lo decía a gritos. Pero ellos me habían
prohibido mirarme y casi olvidaba en donde habitaba,
casi había olvidado cómo se veía mi pequeño templo.
Mientras algunas lágrimas comenzaron a caerse, mis
brazos tomaron fuerzas y me abrazaron. Entonces abrí
la ducha, una ducha por fin caliente. Y me metí bajo esa
lluvia. Cerré los ojos y sentí cómo cada gota lavaba mi
piel. No sé cuánto tiempo pasé ahí dentro. Solo recuerdo
que salí cuando el agua comenzó a enfriarse y entonces
me di cuenta de mi desproporción.
Cuando salí del baño entonces lo vi cocinando. Era
rubio, un poco más alto que yo como había percibido,
pero ahora podía ver mejor su cara, era hermoso, tenía
unos ojos alargados color miel, pecas por toda su cara,
pómulos marcados y una boca grande y roja. Me sonrojé
al notar mis pensamientos y entonces recordé que debía
ser más precavida.
–Creo que disfrutaste el baño –me dijo sonriéndome.
–Sí, eso, perdón.
–Me imagino que estabas en aprietos para que Terra
te ayudara a salir de ahí.
–Ajam –me sentía todavía intimidada por mis pen-
samientos.
–Y también imagino que no querés hablar de eso.
–Por ahora prefiero no recordarlo –le respondí con
franqueza, había un mundo nuevo para mí y no quería
empañarlo con esos recuerdos. Hasta hacia unas horas
estaba encerrada desnuda en uno de sus calabozos y to-
davía temblaba de solo pensarlo.
–Bueno te preparé algo de ropa que ya no me que-
daba –me dijo cambiando de tema.
–Gracias, voy a pasar entonces a la habitación a cam-
biarme para cenar.
Cuando subí a la habitación por fin vi ropajes de
otros colores, azul, rojo, morado, violeta, me había de-
jado unas buenas mudas de ropa. Las abracé contra mi
pecho y sentí su olor a perfume. Un nuevo aroma ahora
inundaría mis días.
Bajé despacio, sin querer molestar y me senté en la
mesa.
–No escuché cuando bajaste –me dijo mientras co-
menzaba a servir la mesa.
Solo hice un gesto de disculpas.
–Nunca me presenté, soy Leo –me dijo y extendió su
mano. –Ahora podés dejar de tratarme de usted.
–Soy Lía –por fin podía presentarme con mi nom-
bre. Ahora alguien volvería a llamarme así.
–Mucho gusto Lía, espero que te guste lo que prepa-
ré, no suelo tener visitas.
los incomprendidos 107
–¿Por qué me dejaste pasar? ¿Por qué no avisaste a
las autoridades? Una bocanada de preguntas se había
escapado por mi boca al ver tanta amabilidad.
–Una delincuente no se hubiese quedado dormida
mientras escapaba –me respondió con cierta sonrisa.
–Quizás nunca conociste a una como yo –bromeé.
–Quizás. Espero que no escapes con todo esta noche
–me dijo y dio el primer bocado. Había preparado car-
ne al horno con unas pequeñas papas. Antes de llegar a
Casa, mamá preparaba comidas exquisitas. Ya había ol-
vidado cómo se sentía el calor de un hogar y una sabrosa
comida. Devoré mi plato en unos pocos minutos.
–Parece que tenías hambre.
–Hacía mucho tiempo que no comía.
–¿Qué pasó? –me preguntó Leo.
–Preferiría ir a dormir.
–Ya sabés dónde está tu habitación –me respondió
entendiendo a qué me refería.
Esa noche después de mucho tiempo volví a dormir.
Cuando desperté lo encontré mirándome al otro lado
de la habitación.
–No te asustes solo te contemplaba –me dijo. Pero yo
solo atiné a taparme hasta la cabeza con las sábanas. –
Durante la noche tuve que venir a revisar si estabas bien
varias veces, llorabas dormida, te arrancabas las sábanas
y te volteabas de un lado al otro. Entonces dejé una pe-
queña luz prendida y entonces parece que te calmaste.
–No quise molestarte –le dije apenada de mi com-
portamiento, no recordaba nada de todo eso que él me
comentaba. Solo me di cuenta que era verdad cuando
noté el desorden en la cama y la pequeña luz que había
dejado cerca.
–Sigo preguntándome ¿qué te hicieron ahí? –me dijo
preocupado. Pero no respondas, sé que no querés hablar
de eso, aunque si lo quisieras hacer estaría dispuesto a
escucharte. Ahora solo tengo que ir al trabajo y a la no-
che podemos conversar si te interesa.
Por supuesto que esa noche tampoco le comenté
nada, no quería arruinar nada de eso que estaba pa-
sando con toda mi tristeza, los traumas que me habían
dejado grabados en la piel, en la mente y que parecían
aparecerse de noche. Cenamos mientras escuchábamos
algo de música en la radio, que por suerte distaba mucho
de lo que se escuchaba en Casa. Cuando terminé de ce-
nar comencé a mirar los detalles de mi alrededor. Había
pequeñas fotos colgadas, niños pequeños jugando en un
jardín, algunas flores disecadas enmarcadas.
–Podés ver de cerca si te interesa –me dijo, observan-
do mi interés por todo eso que había allí.
–¿Es tu familia? –le pregunté señalando la foto fa-
miliar.
–Era, murieron durante una explosión –no parecía
inmutarse mientras me comentaba todo eso.
–¿Qué pasó?
–Ellos trabajaban mientras comenzó un incendio en
una de las máquinas de la fábrica y para hacerlas traba-
jar allí había mucho combustible, fue inevitable.
Me quedé congelada, contemplando la situación. Los
dos habíamos perdido a quienes amábamos durante una
explosión, no tuvimos tiempo de despedirnos, solo había
quedado un gran vacío.
los incomprendidos 109
–Lo lamento –le dije mientras le acerqué mi mano.
Él me estiró la suya y la apreté con fuerza. No estaba
preparada para contarle toda la verdad. Temía que me
juzgara, pero intenté hacerle saber que entendía lo que
sentía.
Nuevos vientos
Los días y las noches comenzaron a sucederse dentro
de esa dialéctica, hablábamos lo suficiente, compartía-
mos momentos amenos escuchando música durante la
cena y luego tomando un té en el sillón mientras mi-
rábamos el cielo que se acercaba por la ventana, luego
cada uno se iba a dormir a su respectiva habitación y en
la mañana él siempre me despertaba con un desayuno
alegando que lo hacía solo para animarme después de
otra noche de llanto entre mis sueños que no lograba
recordar.
Una mañana no trajo el desayuno, se quedó apoyado
sobre el marco de la puerta. Cuando desperté vi cómo
los rayos de sol que entraban por la ventana le ilumina-
ban los ojos. Entonces sentí que jamás se borraría en mí
esa imagen. Así lo vería siempre, esa media sonrisa y esa
cara de bueno cuidándome en silencio apoyado sobre el
marco mientras el sol lo iluminaba.
–Ya pasó suficiente tiempo y conseguí que te acep-
taran en la fábrica donde trabajo, necesitan más manos,
no iban a negarse ni preguntar demasiado acerca de tu
procedencia –me dijo mientras me alcanzaba un nuevo
uniforme en mi vida.
–Entiendo que tendré otro nombre –le dije enten-
diendo que perdería nuevamente mi identidad para
poder seguir sin llamar la atención.
–Sí, tu nombre es Lucía.
–No me desagrada tanto como once-le respondí
analizando mi nuevo nombre –creo que podré acostum-
brarme.
–¿Así era tu nombre antes? ¿Como un número? –me
preguntó Leo.
–Sí, quizás algún día te cuente más –le respondí
mientras sostenía mi nuevo atuendo.
–Se parece a lo que usaban en Casa –me dijo notan-
do que realmente era parecido.
–Sí –fue lo único que alcancé a decir antes de que
una nueva angustia comenzara a apoderarse de mi mi-
rada.
–Si no querés ir, está bien –me dijo viendo mi reac-
ción.
–Tengo que hacerlo, ya pasó suficiente tiempo.
Entonces él salió de la habitación y me dejó para que
pudiera cambiarme. Supe en ese momento que no debía
quedarme mirando todo lo sufrido anteriormente. Tal
vez ésta era la oportunidad de la que me hablaba Terra,
tenía que tomarla con mis manos y hacerla mía. Poder
aprovechar todo esto que me estaba pasando, al fin y al
cabo, ya no estaba encerrada.
Caminamos juntos hasta la fábrica donde trabaja-
ríamos cuando noté que mi cuerpo se resistía a entrar
allí. Me había quedado helada mirando desde lejos esa
inmensa construcción, esa humareda que brotaba por
la chimenea, esas pequeñas ventanas altas por donde
entraría la luz.
–Puedo darte la mano, todo va a salir bien –me dijo
y me extendió su mano. La tomé renegando conmigo
los incomprendidos 113
misma, pero a sabiendas que a veces al miedo se lo podía
enfrentar de a dos.
Cuando llegamos no hubo bienvenidas ni preámbu-
los, la gente no me miraba mientras caminaba cerca de
las máquinas y las veía en funcionamiento. Nunca había
visto estos aparatejos tan enormes, pesados y ruidosos.
Leo me explicó que en este lugar fabricaban artículos de
limpieza. Mi tarea era poner las tapas de cada botella,
controlar que su contenido estuviese bien depositado y
limpiar lo sobrante.
Llevaba solo media hora trabajando cuando noté que
la eternidad me abrumaba, miré el reloj y noté que el
tiempo corría más despacio. Supe en ese momento que
debía concentrarme totalmente en mis tareas para poder
actuar de manera automática y darle, de esta manera,
espacio y tiempo a mi mente para cantar y divertirse.
Cuando llegó el final del día mis manos parecían
sulfuradas por los ácidos que contenían los productos y
mi cabeza parecía haberse intoxicado entre tantos olores
y químicos.
–Parece que fue un día terrible –me dijo Leo miran-
do mis gestos al revisar mis manos –te vas a acostumbrar
con el tiempo.
–No sé si quiero acostumbrarme –le respondí.
Él no me contestó más nada, a veces había huecos
intelectuales y de dialéctica entre nosotros. Los dos
habíamos sufrido, no habíamos elegido la vida que nos
tocaba vivir y aun así ahí estábamos dando lo mejor de
nosotros mismos. Pero aunque pareciera una pequeña
diferencia, yo quería cambiar todo eso y él prefería adap-
tarse y aceptarlo. Quizás fuese lo más maduro, quizás lo
más sensato, pero algo dentro mío se negaba a vivirlo de
esa manera.
En cierta medida había tenido razón en algo, casi
podía acostumbrarme a ver mis manos destrozadas por
el trabajo, mi cuerpo se había vuelto más rígido para
sostener ciertos engranajes y acomodarlos cuando se
salían de su lugar, así poder burlar a todos esos que
menospreciaban mi trabajo y mis fuerzas por ser mujer,
mi piel ahora lograba resistir el calor quizás pararlo,
temperaturas que jamás hubiese imaginado soportar
ahora las vivía como una normalidad, esas fábricas casi
no tenían ventilación, el calor se acumulaba a medida
que las máquinas y el calor humano trabajaban. El humo
se filtraba por las chimeneas rotas y viejas de tantos años
de funcionamiento y sin mantenimiento. No era extraño
que la gente se enfermara o se intoxicara por la inhala-
ción de esas sustancias.
Por momentos me recordaba a Casa, nadie hablaba
con nadie, todos estaban concentrados haciendo su me-
jor trabajo, parecían partes de las máquinas, sus ojos pa-
recían haber dejado de brillar y nublarse hacia tiempo.
Pero una noche pasó algo diferente.
Leo había salido antes del trabajo, había comenzado
a sentirse mal desde temprano.
Cuando llegué a casa, noté que las luces estaban apa-
gadas ¿Acaso habría estado durmiendo hasta el anoche-
cer y se había olvidado de prender las luces? Ya casi me
había olvidado de pensar lo peor antes de que cualquier
cosa me sorprendiera ¿Me habría abandonado? Abrí la
puerta principal y entonces lo vi.
los incomprendidos 115
Tenía puesta su mejor ropa y había estado espe-
rándome con un hermoso ramo de flores silvestres. Me
agaché a la par de él entre la emoción y la vergüenza.
–Gracias –le dije mientras le llenaba su cara repleta
de pecas de besos. Era la primera vez que lo besaba y
esperaba que no fuese la última. Temía intimidarlo, pero
entonces me dijo…
–¿Te molestaría casarte conmigo?
–¿Es broma no? –No podía ser verdad solo hacía
unos meses que nos conocíamos.
–Está bien, entiendo –me dijo y se alejó unos centí-
metros.
–¡Oh mierda! es verdad, esto está pasando en serio
–lo abracé por la espalda –¡Claro que sí! Jamás pensé
que me pasaría a mí.
No pasó mucho tiempo hasta que nos casamos, la ce-
remonia la celebró un amigo de la infancia de Leo. Ese
día llovía con sol, me alegraba que combinara el día con
todo lo que había significado su amor en mi vida. Había
logrado coser un vestido color lila con algunas telas que
encontré en el camino de vuelta a casa un día a la salida
de una fábrica textil.
Fue el inicio de una nueva etapa en mi vida. Me
despertaba cada mañana con el desayuno y me abraza-
ba cada noche para dormir. Con el tiempo cesaron las
pesadillas y el llanto repentino en los sueños. Todavía
tenía miedo, pero intentaba evitar ese pensamiento para
poder seguir adelante.
Pero un día mientras estábamos en la fábrica la
música en la radio paró y se escuchó la voz de un lo-
cutor decir: “Alerta ciudadanos de Ciudad Producción,
rebeldes se encuentran merodeando por las calles de
nuestra divina ciudad, no abran sus puertas a extraños
y si llegaran a reconocer a alguno den aviso inmediato
a las autoridades, la tranquilidad de nuestra comunidad
está en sus manos”. Miré entonces a Leo y me derrumbé
en el piso.
A los minutos recobré el conocimiento, no podía ser
verdad, no podía ser lo que imaginaba.
–Deberías volver a casa, ya te conseguí un permiso
para que puedas retirarte antes, intentá descansar –me
dijo Leo mostrándome un pequeño papel.
–Esta bien –esperé algunos minutos sentada, toman-
do algo de agua y un poco de azúcar. Cuando sentí que
había recuperado ciertas fuerzas me decidí a volver a
casa.
Llegué y puse a lavar el uniforme, tenía que hacer
tareas para evitar todos esos pensamientos que me
atormentaban ¿Quiénes eran estos rebeldes de los que
hablaba? ¿Acaso ellos seguían vivos?
Vientos del ayer
Tocaron la puerta del jardín. Los vi, mis piernas
dejaron de responder y me caí al suelo nuevamente. En-
tre Debra y Javier me levantaron y me apoyaron en un
pequeño banco. Danile sacó un pequeño frasco con licor
y me lo alcanzó.
Apenas recobré las fuerzas se lo eché encima.
–¿Cómo pudieron hacerme eso? –No sabía si quería
llorar, gritar, enojarme, denunciarlos, golpearlos, cerrar-
les la puerta, o abrazarlos y contarles cuánto los había
extrañado. Estaba tan enojada, me habían abandonado
durante años en pleno encierro.
–El plan salió mal, cuando la explosión sucedió algo
me golpeó la cabeza y me dejó inconsciente, Javier solo
alcanzó a rescatarme a mí. Volvimos a buscarte el día de
la condena, pero te vimos a lo lejos viva. Entendimos que
había sido una trampa para llevarnos hasta ahí –Danile
parecía muy tranquilo con su justificación y yo solo que-
ría estallar de la ira que me recorría.
Se me hizo un nudo en la panza, recordé nuevamen-
te ese momento. Había sido un antes y un después en
mi vida. Lo habían logrado, había sido el inicio de mi
doblegación. Pero a pesar del dolor no podía evitar los
interrogantes y la rabia que me inundaban.
–No creo que haya podido hacerlo solo –le repliqué.
–Athenas está con nosotros –me dijo Danile– ella nos
ayudó desde adentro de la institución, nos consiguió los
planos y se encargó de dispersar explosivos en lugares
claves, también mantuvo a los alumnos dentro de un
aula segura para que no sufrieran heridas.
–¿Cómo está Terra? –Por un tiempo casi había olvi-
dado lo que había dejado en Casa. Ella había sido como
un pequeño destello en la oscuridad que me inundaba
en ese lugar, me había salvado la vida y yo casi la había
olvidado en mi nueva vida.
–Es la nueva directora de Casa –me dijo Athenas.
–¿Cómo? –No entendía qué estaba sucediendo ¿En
qué momento había pasado?
–Mayora y Marco salieron con el resto a cazarnos
apenas comenzaron a atar cabos y descubrieron que se-
guíamos vivos, habíamos dejado demasiados rastros de
nuestra vida. No pudimos reemplazar por un cadáver el
cuerpo de Danile y eso ya era más que evidente. –Res-
pondió Javier.
–Ella quedó a cargo –sumó Debra.
Quise mantener mi postura de distancia y enojo,
pero verlos ahí después de tanto tiempo y saber que
habían estado buscándome. El hecho de pensar en la
esperanza que me generaba saber que seguían vivos no
me permitía hacerlo.
–¿Necesitan un lugar dónde esconderse?
–Sí y no, pero después te lo explico mejor –me dijo
Danile.
Preparé la habitación que había libre para ellos.
Mi alma volvía a aparecer, esta vez con más fuerza que
antes, quería poder abrazarlos, contarles lo mucho que
los había extrañado y cómo me devolvía la vida ver sus
rostros.
los incomprendidos 119
–¿Nunca pensaste qué hubiese sucedido si no le hu-
bieses dicho que estabas ahí? –Me preguntó Debra.
–Quizás hoy las cosas serían diferentes, de eso estoy
segura –dije mirando a través de la pequeña ventana
que había en mi habitación. –Sufrí mucho ¿sabés? Los
primeros días estuve en un hospital, pero después, cuan-
do me recuperé me torturaron, nos llevaron a todos los
posibles culpables encapuchados hacia otra Casa, a Terra
también la llevaron, se enteraron que ella se comunicaba
conmigo y su madre no le creyó que no sabía nada de lo
que había pasado.
–¿Existen otros centros?
–Sí, por lo menos sé que hay uno más, e imagino que
habrá decenas en toda la República.
–Eso es escalofriante.
–No es lo peor, parece que responden a diferentes
niveles de deshumanización según el grado que ellos
consideren que tenés de peligrosidad –hice una pausa,
todavía me costaba pensar en eso.
–¿Cómo era?
–No sirve que te cuente que por fuera se parecía
bastante a una fábrica, paredes blancas en el exterior,
grande y con una chimenea gigante. Eso no significa
nada, era toda una fachada, ese lugar era aterrador,
había ratas por donde caminaras, cucarachas de diferen-
tes colores y tamaños, la humedad se te colaba por los
huesos, las paredes estaban repletas de moho y parecía
que el aire estaba contaminado por el hollín. Las noches
eran más oscuras de lo común, así como no entraba el
sol, tampoco llegaban los rayos de la luna.
Por un segundo el silencio inundó la habitación, en-
tonces entró Danile corriendo.
–Tenemos que irnos –dijo agitado mientras tomaba
algunas de sus pertenencias.
–Pero si acaban de llegar –no podían dejarme de
nuevo sola en este mundo, no podían haber llegado para
irse otra vez.
–Saben que estamos acá y nos están viniendo a bus-
car –me respondió. Fueron apenas unos segundos, pero
los suficientes como para verlos levantar todo lo que
apenas hacía una hora había puesto sobre las camas.
Su ropa, algunos artefactos, mapas, unos pocos libros, y
algunas armas.
–Voy con ustedes –grité y me paré de un salto.
–Pero ¿y tu vida? ¿Tu marido? –me dijo Debra.
–Él siempre supo que esto algún día podía pasar, es
un hombre bueno –le respondí.
–Al menos deberías dejarle una carta –recomendó
Danile.
–Voy por un lápiz y un papel y ya me alisto para
irnos.
–Juntaremos algunas de tus cosas –me dijo Debra.
–Gracias.
Corrí a mi mesa de luz y me propuse escribirle:
“Mi querido Leo, creo que siempre supiste que esto podía
pasar, solo estabas esperando que no fuese tan pronto. Tal vez
por eso me conseguiste un certificado para poder retirarme
antes y dejaste que me fuera sola. Supiste entender desde el
primer día que yo no podía vivir mucho tiempo esto que llama-
bas vida. Aun así fuiste el compañero que siempre deseé tener
los incomprendidos 121
conmigo, tan amigo, tan amable, tan fuerte. Te amé con todo
mi corazón en este tiempo que compartimos juntos y agradezco
haberte encontrado en mi camino, fuiste como unas vacaciones
felices frente a ese mar que yo siempre te contaba que existía
detrás de las montañas. Una brisa de aire fresco en mi cara
cuando todo parecía derrumbarse.
Hoy tengo que dejarte, sabrás entender que me cuesta
muchísimo el solo pensar en no ver tu cara todos los días al
despertar y compartir el pasar de las horas en el trabajo, donde
todo se hacía más ameno gracias a tu presencia.
Pero hay algo más importante que eso, y debo hacerlo. Sé
que existe otra forma de vivir, porque puedo imaginarla, sé
que podemos estar mejor, ahora que pude de ver de cerca las
injusticias de este maldito sistema siento la imperiosa necesi-
dad de cambiar algo.
Espero volvamos a vernos alguna vez, pero si no es así,
entonces deseo que puedas encontrar la mujer que siempre me-
reciste, una que te cuidara mejor que yo y que por supuesto, su-
piera cocinar todo eso que siempre se me quemaba en la cocina.
Abrazos y besos desde el alma.
Lía”.
No sentiría pena de dejar toda esa vida atrás si no
hubiese sido por la próxima ausencia de Leo.
La noche era una de las mejores que había vivido en
años, el cielo estaba estrellado y apenas una pequeña bri-
sa fría nos despeinaba y nos alentaba a seguir corriendo.
No sé exactamente cuántas horas corrimos y trepa-
mos por la montaña, cuando paramos a descansar ya
era el mediodía y el calor parecía doblemente peor en la
altura. Entonces escuchamos disparos.
–Debemos separarnos, tomen las armas, están todas
cargadas, ellos van a tirar a matar –dijo Danile dándo-
nos indicaciones. –Nos encontraremos donde indica el
mapa la primera parada.
–Corran –gritó por último Athenas y comenzamos a
correr en diferentes direcciones.
Corrí con todas las fuerzas que había guardado en
estos años, pero entonces sentí cómo una ráfaga de ca-
lor me abrazaba la pierna. Alguien me había dado en
la pierna. Tenía que volver a ponerme de pie, tenía que
escapar. Pero cuando di media vuelta noté que quien me
había dado era la persona que menos esperaba encontrar
ahí después de tantos años.
–Marco –le dije.
–Lía –me respondió mirándome con un desprecio
que jamás había visto en sus ojos.
–¿Por qué? –No sabía qué más preguntarle, no que-
ría preguntarle nada más. Después de tantos años espe-
rando respuestas, después de todo lo que había pasado
¿Por qué seguía siendo él que me atormentaba en cada
paso? ¿No le bastaba con su traición? ¿No le bastaba con
su mentira? ¿No le bastaba con haberme arrastrado a la
más profunda desesperación, que ahora se aparecía para
lastimarme nuevamente? ¿No le habían bastado los años
en los que me había confinado a la invisibilidad?
–Me enteré que te casaste –me respondió.
–No es algo que debería preocuparte –no podía pen-
sar bien, mi pierna no paraba de sangrar y mi cabeza
daba vueltas.
–No me preocupa, me sorprende lo rápido que supe-
raste tu supuesto amor hacia mí. –¿Me estaba haciendo
los incomprendidos 123
un planteo en este momento? ¿Eso era lo único que pen-
saba decirme? Me había destrozado, me había torturado
psicológicamente a través de los años, pero lo único que
le importaba era que había seguido con mi vida a pesar
de él.
–Nunca tuve que haber confiado.
–No, no debiste hacerlo, ni yo –se rió un segundo
mirando el horizonte. –Casi caigo en tus trampas ¿Hace
cuánto tienen planeado esto con tus amigos? ¿Yo siempre
fui parte de su plan? ¿Quién te mandó a seducirme? Se-
guro esos dos bobos con los que siempre estabas, siempre
mirándome de reojo, ellos tuvieron que haber muerto
sepultados el día que volaron todo lo que tenía.
–Yo no te seduje. –¿Él pensaba que en todo este tiem-
po había planeado lo que sentía? –No soy una máquina,
ni quiero ser parte de ésta.
–Te paseabas mirándome a lo lejos con esos ojos de
pobrecita.
–Es de lo más estúpido lo que estás diciendo y no
pienso hacerme cargo de tus retorcidas y rebuscadas
ideas. Nadie más que yo sabe ahora que hubiese evitado
que cualquier cosa pasara.
–Pero parecías pasarla bien –me respondió. Me esta-
ba manipulando como siempre, intentaba hacerme sentir
culpable, castigarme enroscándome en sus palabras.
–¿Eso justifica todo tu acoso y tus mentiras?
–Te ves casi hermosa con esa cara llena de polvo y
esa pierna muriéndose –parecía regocijarse con mi dolor.
Sentí cómo el miedo endurecía mi cuerpo, mi corazón
había comenzado a latir más fuerte, sabía que tenía que
salir de ahí. Tenía que distraerlo de alguna manera.
Pero fue tarde, cuando hice un pequeño movimiento mi
pierna comenzó a sangrar más y él se abalanzó sobre mí.
–Pobrecita, va a morir desangrada –me acariciaba la cara
y me pellizcaba la piel– no va a escucharte nadie, nadie
va a venir a rescatarte, no existe el príncipe azul ¿En se-
rio pensabas que podía enamorarme de vos? –Mientras
me hablaba, sentía todo el peso de su cuerpo aplastán-
dome cada segundo más, casi sin dejarme respirar. No
podía terminar así, concentré toda mi fuerza, relajé mi
cuerpo para que él notara el cambio y alivianara el suyo,
quizás tuviese una posibilidad de escapar.
–Perdón –le dije.
–¿Qué? –me respondió. Y en su distracción aprove-
ché para empujarlo con todas mis fuerzas hacia un lado.
Había volado su arma, era mi oportunidad. Sentí que mi
corazón podía estallar en cualquier momento, era mu-
cha la sangre que había perdido, pero no tenía tiempo
para rendirme, era este momento o morir en manos de
un violador. Tomé el arma y le apunté por primera vez.
–Es mi turno –le dije. Recobré cierta fuerza y ahora
podía mirar a los ojos a mi torturador. Era mi momento,
era momento de que pagara lo que había hecho. Lo que
seguía perpetuando en el tiempo. El dolor, los traumas,
las noches de llanto, las mentiras, vinieron todas a mí y
me embriagaron.
–No esperaba menos de vos –me respondió y abrió
los brazos– dispará, pero que sea certero ¡Eh!, a ver si
puedo caminar y escaparme para contarle a las autorida-
des que todos siguen vivos. ¿No vas a hacerlo verdad? Po-
bre chica, tan débil, tan poca cosa. Todos tus demás ami-
guitos tan llenos de ideas, y vos solo sabiendo preguntar
¿Alguna vez hiciste algo bueno por ellos? Ni siquiera
los incomprendidos 125
confiaban en vos, los creíste muertos. Los lloraste y aho-
ra parecen necesitarte y vos, tan estúpida, corriendo en
su ayuda. Asesinando a la única persona que amaste, a
la única persona que pudo haberte rescatado de esa ca-
becita sucia. Pero no vas a hacerlo, no vas a asesinarme,
ni siquiera te corre sangre por las venas, ni siquiera sos
una buena mujer, apenas algo pequeño e insignificante
andando por ahí, creyéndose mejor que los demás.
–¿Qué te hace pensar que no soy capaz? Resistí que
me aislaran de mi familia cuando apenas era una niña,
resistí el encierro, en el encierro intentaron robarme mi
identidad, quemar todo lo que había sido, hasta mi nom-
bre y mi apariencia, mis sentimientos, mis pensamientos,
resistí la tortura sobre mi cuerpo y en mi mente, resistí
la desolación de la soledad, sobreviví a mis pérdidas,
resistí más de 16 horas diarias de trabajo esclavo en con-
diciones que ni siquiera en tus peores pesadillas podés
imaginarte, la humillación por ser mujer, por ser apa-
rentemente menos fuerte que todos los demás hombres
que estaban ahí, aguanté el hambre, la mugre, y cuando
pensaba que no podía más, que nunca más volvería a
soñar, que nunca más iba a sentir, que ustedes habían
ganado, entonces ellos aparecieron y con solo eso me
devolvieron la vida que ustedes quisieron robarme. Así
que si con todo eso no pudieron doblegarme ¿Qué te
hace pensar que un simple hombre va a poder hacerlo?
Lloraba mientras todas esas palabras salían de mi
boca, estaba recorriendo mentalmente todo lo que había
pasado y en lo que me había convertido a pesar de él.
Quise apretar el gatillo, juro que quise hacerlo. Pero no
podía, no podía ser como él. No era capaz. Algo en mi
alma no me lo permitía, quizás era coraje, quizás amor.
Pero ya ni siquiera por él. Sentía lástima por él. Un po-
bre humano adiestrado para sufrir y hacer sufrir ¿Qué
peor que eso? ¿Había tenido alguna vez un segundo
para pensar otro posible futuro para su vida? Era parte
de este engranaje y ni siquiera lo sabía tal vez. Al menos
yo tenía eso, tenía esa cabecita sucia como él decía, que
me ayudaba a soñar que otro mundo era posible, y eso
llenaba mi vida de colores y me abrazaba.
–Tenés razón, no te voy a asesinar, yo no soy un
monstruo como vos. Pero que te quede claro no te tengo
miedo, solo siento lástima. Una mujer, como vos decís,
hoy tuvo la posibilidad de acabarte, pero me toca a mí
darte una segunda oportunidad ¿No es eso lo que me
dijiste cuando hicieron esa farsa de mi supuesto fusila-
miento? Te perdono la vida me dijiste, como si tuvieras
ese poder. Mi vida es mucho más digna que todo esto,
que vos. Yo no te perdono la vida, no soy quién. Además,
vos solo ya te condenaste. Sos tu propio asesino.
Solté el arma y la dejé caer. Di media vuelta y seguí
caminando en la dirección donde estaban dirigiéndose
mis amigos.
–Cabecita sucia –me gritó. Me di vuelta y vi cómo
sostenía el arma apuntándome. –Hoy vas a dejar de
pensar y me vas a hacer agradecer desde el más allá,
tuve que haber hecho esto la primera vez que tuve la
posibilidad –Vi cómo el arma estaba apuntando a mi pe-
cho, respiré hondo y cerré los ojos, si ese sería mi final,
entonces iba ser como me había enseñado Danile, nunca
dejaría entrar todo ese odio a mi cabeza, a mi imagina-
ción y mi última imagen sería feliz. No los iba a dejar
ganar. Entonces escuché el disparo.
Tejiendo redes
Después de eso el silencio.
¿Estaba muerta?
Abrí los ojos y lo vi tendido en el suelo. Había muer-
to, había muerto delante mío.
Había muerto y se había llevado a la tumba todo lo
que tenía para decirle, eso y su odio. Pero, ahora, des-
pués de vomitarle en la cara todo lo que había cargado
durante años, ya no me pesaba su muerte. Me sentía
aliviada, no le haría más daño al mundo. Si alguna vez
había tenido algo de esperanzas sobre él, hoy había ter-
minado de asesinarlas. Solo me preocupaba Terra, al fin
y al cabo, era su hermano.
–Tenés que dejar de meterte en problemas –escuché
que me decía Danile a lo lejos. Entonces entendí. Había
llegado justo para salvarme.
Suspiré tranquila después de todo. Fue en ese mo-
mento donde todas mis fuerzas se desvanecieron y caí.
–No solo me hacés salvarte, sino que ahora tengo
que cargarte hasta el próximo refugio. Me debés un par
de vidas –se rió y me levantó del suelo, antes me había
hecho un torniquete en la pierna para frenar el sangra-
do. Me apoyó en su hombro y empezamos a caminar. El
camino hasta el refugio me hizo entender la inmensidad
del territorio que era desconocida para mí. Praderas
llenas de pequeñas flores blancas, pastizales desmenu-
zados, algunas lagunas pequeñas, en el fondo algunos
cerros de colores cobrizos ¿Por qué nos estaba prohibido
conocer todo esto? ¿Por qué debíamos mantenernos es-
táticos en nuestras ciudades? ¿Cuántas otras bellezas se
habían escondido de mis ojos?
Caminamos hasta que se puso el sol. Casi no sentía
mi pierna cuando pude ver a lo lejos una pequeña casa
de piedra con una pequeña chimenea. Estaba casi al pie
del cerro, parecía parte de él, salvo la luz que despedía
de las ventanas.
–Casi llegamos –me dijo Danile y yo cerré los ojos
para intentar no gastar energía más que en seguir ca-
minando.
Apenas sentí las voces de mis amigos volví a abrir los
ojos para recordar en mi memoria esa imagen. Volvía-
mos a ser Los incomprendidos. Estábamos juntos y eso
nos daba fuerza.
–¿De qué te reís? –me preguntó Danile.
–Estoy feliz, y ser feliz, es algo más que estar con-
tento –Le dije muerta de risa al notar que había estado
a punto de morir, con una pierna sangrando, pero aun
así feliz.
–Me imagino que no debés estar contenta, estás por
perder la pierna, no quiero pensar en el dolor que sen-
tís –su sentido del humor era tan ácido y tan necesario
en algunos momentos. Nos reímos hasta que llegamos
a la casa.
Cuando entramos todos corrieron a socorrerme, me
dejé caer en todos sus brazos. Los necesitaba para sen-
tirme viva, los necesitaba para vivir.
Pasé los primeros días en reposo mientras me cura-
ban la herida que había dejado la bala. A su vez me re-
cuperaba por la sangre que había perdido en el camino
los incomprendidos 129
y la conmoción emocional por toda la revolución que
había vivido. Desde la ventana del refugio se podía ver la
inmensidad del paisaje y eso me acompañaba para poder
recuperarme más rápido.
Era sabido que no tardaría en regresar la hora de
volver a ponerse en marcha.
Ahora que estábamos afuera debíamos hacer algo
más para destruir esta máquina del horror que nos so-
metía.
Los chicos me explicaron cuál era el primer paso,
ellos habían estado trazando el plan desde que habían
huido de Casa. Primero debíamos liberar a todos los
prisioneros de las Casas que conocíamos y podíamos lo-
calizar. Por una cuestión moral y en un intento de sumar
más manos a nuestras filas. Pero ¿cómo hacerlo? Su ubi-
cación no aparecía en los mapas ya que el acceso estaba
prohibido para todo quien no perteneciera al lugar.
Entonces se me ocurrió.
Uno de nosotros debía volver a Ciudad Producción,
debía cambiar los químicos que usábamos para hacer los
elementos de limpieza, los mismos a ciertas temperaturas
y combinados con otros químicos actuaban como explo-
sivos, entonces los pondría en el envío que llegaría a las
dos Casas de las cuales sí sabíamos la ubicación.
El primer paso entonces se trataba de enviar a dos
de las Casas que conocíamos elementos para armar ex-
plosivos, escondidos dentro de bienes y utensilios que
eran manipulados por el personal de limpieza que no
eran más que Javier y Athenas disfrazados. Si había una
brecha en su sistema era ése, en su intento de deshuma-
nización, al no socializar con quienes ellos no creían sus
pares también los desconocían. Y en el caso de la Casa
donde Terra era la nueva directora confiaba en ella para
poder disfrazar el plan de un accidente que se había
dado por la indebida mezcla de químicos. Aun así para
asegurarnos de que el trabajo estuviese correctamente
hecho, antes de que llegaran hasta sus puestos, estos em-
pleados debían ser interceptados en las rutas de camino.
Para que Javier y Athenas se hicieran cargo de que no
hubiese heridos y de poder alertar sobre la posibilidad
de escape a los prisioneros.
Era peligroso, pero necesitábamos hacerlo, si quería-
mos generar una revolución necesitábamos ser más, ser
suficientes como para dar la batalla y si algunos caíamos,
entonces otros seguirían con la lucha.
Cuando llegó la hora hicieron explotar los accesos
de entrada y salida y ayudado a liberar a los prisioneros.
Ese era el primer movimiento, sumar más personas a
nuestro plan. Además, serviría como distracción. Ahora
debíamos volver a Ciudad Producción para poner en
marcha la segunda fase del plan.
Debíamos encontrarnos en mitad del camino con Ja-
vier y Athenas más todos los prisioneros recién liberados.
Teníamos unas pocas horas para ejecutar la segunda
parte. Pero cuando nos encontramos solo habían llegado
con ellos diez personas más.
–¿Qué fue lo que pasó? –preguntó Danile.
–La mayoría no quiso venir con nosotros –respondió
Athenas.
–“Muchas mujeres y hombres engrosarán las filas,
pero habrá muchos otros, que hace tiempo se han ren-
dido al enemigo, que están tan adaptados a la condición
los incomprendidos 131
animal (adoran las restricciones y las represiones, no
saben qué hacer con la libertad) y siguen siendo adula-
dores serviles y lameculos, así como los campesinos que
cosechan arroz siguen siendo campesinos que cosechan
arroz cuando un régimen derriba a otro”. –respondí
modificando y adecuando uno de los textos que había
leído sobre las paredes del calabozo, escrito por la tal
Valerie Solanas.
–Está bien –dijo Danile –somos muchos más que
antes, debemos seguir con el plan.
–Creo que antes deberíamos explicarles qué vamos a
hacer y quiénes somos y que puedan elegir si seguirnos o
no –le dije antes de que siguiéramos con el plan.
–Athenas… –le dijo Danile intentando invitarla a
hacer la bienvenida.
Ella entonces dio un paso adelante y saludó con la
mirada y una sonrisa a todos nuestros nuevos compañe-
ros.
–Bienvenidos, nosotros somos Los Incomprendidos,
esta noche comienza nuestra pequeña batalla, una bata-
lla contra lo establecido, porque lo establecido nos opri-
me, nos esclaviza y nos enmudece. Pueden acompañar-
nos y en el camino les contaremos el plan paso por paso,
o pueden seguir su viaje a nuevos horizontes. No vamos
a prometerles nada que no podamos cumplir, ¡y lo único
que podemos cumplir es acompañarnos hasta el final,
hasta la victoria, siempre juntos! –y entonces levantó su
puño y pudimos ver cómo todas esas personas que aún
no habían podido procesar su salida del encierro, ahora
tenían que decidir sobre el resto de su vida.
–Esta claro que estamos hoy acá reunidos porque
tenemos otra idea de República. Una República donde
en todos los sectores se practique la cooperación, donde
no haya alguien arriba aplastando la cabeza del que está
abajo, donde la justicia social no sea una utopía. todos
necesitamos cosas diferentes, todos vivimos experiencias
diferentes, pero que eso no significa que no podamos
llegar a un acuerdo. La otredad es una forma más de
existir, de vivir y debemos entenderla y visibilizarla.
Las vías deben ser las conversaciones, los consensos y el
aprendizaje sobre esos otros que no podemos negar que
existen tanto como nosotros.
–Y quizás no podamos hacer mucho, pero algo va-
mos a hacer, y si ese algo es devolverle la voz al pueblo,
todo este trabajo no va a ser en vano. –Se notaba el
miedo en sus rostros, pero aún así cuando terminamos
de hablar todos levantaron sus puños y hasta algunos
miraron el cielo buscando alguna señal o dando quizás
las gracias por tener otra oportunidad.
Esa noche el cielo brilló más que antes y sentí por
primera vez que no estábamos tan solos y que Los in-
comprendidos quizás fuéramos más y fuéramos la regla
y no la excepción, que lo estándar era la verdadera uto-
pía que unos pocos pretendían para el dominio y que
podíamos lograr todo lo que soñábamos estando juntos.
Entonces comenzamos la procesión, todas las auto-
ridades estaban controlando lo que había pasado en las
Casas, y quedaban pocas guardias por pasar para llegar
a las fábricas.
El plan era el siguiente, nos dividiríamos en cinco
grupos, uno dirigido por Danile, otro por Athenas,
otro por Javier, otro por Debra y por último uno por
los incomprendidos 133
mí, cada uno fue a una fábrica diferente, mientras cada
uno hablaba con su grupo me sorprendían los conoci-
mientos de los espacios que tenían, habían estudiado y
analizado todo este tiempo mapas y planos para poder
saber exactamente cómo ejecutar cada movimiento, a
diferencia mía que solo conocía los caminos y las ubi-
caciones después de haber vivido prácticamente un año
dentro de ellos.
Cuando llegué a la fábrica donde trabajé todos esos
años entonces algo de nostalgia y sentimiento del compa-
ñerismo se apoderó de mí, quería darles una oportuni-
dad de vivir de otra manera, pero temía que después de
tantos años de esta lógica tomada por única verdad ellos
no quisieran cambiar. Porque cambiar al fin y al cabo
era dejar viejas creencias y embarcarnos en un mundo
nuevo donde quizás no tuviéramos las herramientas
para poder enfrentar lo que viniera. Era un riesgo que
yo estaba dispuesta a correr, pero ¿ellos?
No tenía mucho tiempo para seguir pensando en
eso, cuando noté la hora y me di cuenta que debía en-
contrar el control principal y esperar la señal.
–Ahora es momento de demostrarles el poder que
tienen, vamos a parar las máquinas –se escuchó decir
por la radio.
Entonces rompimos todos los controles principales
y cuando terminamos, vestidos como el resto de los
operarios nos escabullimos y escapamos hasta el refugio
nuevamente.
Habíamos causado un revuelo, la gente debía volver
a sus casas hasta tanto no arreglaran los controles cen-
trales, y ahora el gobierno debería prestar atención a los
establecimientos donde ellos trabajaban.
Al hacerlo en poco menos de unos minutos llegaron
las autoridades, las máquinas no podían parar de fun-
cionar y debían seguir produciendo.
La intención era comenzar a modificar la subjetivi-
dad de toda la masa, había que dar esa batalla, hacerles
saber sobre su poder, sobre sus derechos, sobre las po-
sibilidades que tenían de elegir otra cosa, de modificar
su realidad, quizás, al demostrarle la importancia de su
trabajo entonces se empoderarían. Pero no fue así, al
poco tiempo luego de arregladas las máquinas todo vol-
vió a la normalidad, ni su perspectiva ni sus condiciones
se habían modificado.
Había que ir un poco más allá, una maquinaria qui-
zás sería fácil de arreglar o quizás podían reorganizar a
los equipos para ir a hacer otros trabajos si una fábrica
se cerraba, pero si el equipo fallaba, se enfermaba y no
podía concurrir entonces entenderían que eran impres-
cindibles, necesarios e importantes.
Un grupo de Los incomprendidos entonces se de-
dicó a ir a las cocinas de las fábricas y contaminaron su
alimento con laxantes y les provocaron diarreas e indi-
gestiones varias.
Esto imposibilitó que la mayoría de ellos pudiera ir
a trabajar.
Pero había ejército de reserva para cubrir sus pues-
tos.
Así que intentamos hacerlo de manera masiva, y nos
escabullimos en los más recónditos rincones de Ciudad
los incomprendidos 135
Producción, contaminando los alimentos que llegaban a
los hogares y los que salían de ellos.
El siguiente día fue una explosión social enorme, se
escuchaban las sirenas por doquier. Todo el mundo se
encontraba en reposo sin poder salir de sus casas por un
posible patógeno que se encontraba en las comidas.
Entonces mientras veía cómo la ciudad caía para dar
comienzo a algo nuevo entraban mis contradicciones.
Quizás la gente así entendería el mensaje, ellos eran
la parte fundamental para este sistema, sin ellos nada de
esta maquinaria funcionaría, habían perdido noción de
la relación de las fuerzas de poder.
Pero ¿qué tan buenos y tan sabios éramos nosotros
para contaminar todo su alimento sin su consentimiento
para hacerles entender lo que nosotros considerábamos
correcto?
Entonces quizás por el ejercicio de ser más pragmá-
tica cuando aparecían estas ideas recordaba lo siguiente:
con las personas que hacían funcionar las maquinarias
enfermas en sus casas debían pensar en una nueva solu-
ción. La automatización debería darse de forma inme-
diata. Eso liberaría a las personas de todo ese trabajo
esclavo, del trabajo precario, de todas esas horas de su
vida puestas simplemente para hacer cosas que se po-
drían solucionar fácilmente con la invención de máqui-
nas más inteligentes. Entonces tendrían tiempo para el
ocio, los placeres, el crecimiento personal, el desarrollo
de su intelecto, el arte y la cultura.
¿No era acaso eso maravilloso?
Pero no serviría de nada la automatización si la
distribución de los bienes seguía en manos de una élite
corrompida y discriminadora, cargada de odio y deseo
de dominio y destrucción de todo aquello que fuese di-
ferente.
Dejamos que descanse la conmoción y entonces nos
acercamos con pequeñas imágenes de la sociedad que
queríamos para todos a las casas de los trabajadores, ha-
bíamos pensado en algo que fuese común a todo quien
recibiera el panfleto, y recordamos que muchos de ellos
no sabían leer ni escribir, pero algo que podía ser enten-
dido y aprehendido eran las imágenes.
No todo el mundo nos había recibido bien en sus
hogares y más de cien personas había amenazado con
denunciarnos si seguíamos con el alboroto, no entendía
por qué no lo hacían directamente, y entonces pensé que
quizás en el fondo algo les había movilizado a imaginar-
se otra forma de vida, pero no lo creían del todo posible
y temían por su vida. Así que decidían hacernos saber
su postura acerca de la cuestión, pero no tomaban más
cargas en el asunto.
Por otro lado un pequeño grupo de gente se sumó
a la causa y dejaba escrito en las paredes de las fábricas
algunas consignas y la firmaban con una I. Ellos nos
ayudarían y serían nuestros ojos y nuestros oídos en la
ciudad.
Luego de varios días de paro por la enfermedad
que atacó a toda la población de Ciudad Producción,
la República se había paralizado, y para solucionarlo
decidieron enviar a algunos intelectuales de Ciudad In-
geniería era un gran laberinto envuelto entre montañas
y mar. Una gran colmena con casas de ladrillos rojizos y
sin puertas, solo aberturas.
los incomprendidos 137
Era una ciudad fuerte, sus habitantes se sabían parte
fundamental de la República, habiendo sabido reprimir
sus impulsos luego de una gran revolución de colores
que había invadido la planificación de sus creaciones, y
había llevado al líder de la ciudad, a limitar la paleta de
las casas construidas al color rojizo.
Las montañas que la rodeaban hacían que la luz del
sol permeara pocas horas al día, lo que la hacia, iróni-
camente, llamarse la ciudad de las luces. A cada hora es-
taban encendidas las luces en las calles y dentro de cada
casa para no dejar ciegos ,durante sus investigaciones, a
sus habitantes.
Nunca iban hacia el mar, los asustaba la idea de que
los invadiera sus olas y por este motivo habían construi-
do un fuerte que limitaba el acceso de éste al resto de la
ciudad.
Sus habitantes eran llamados, por el resto de las ciu-
dades, los estirados.
Eran más alto que el resto de los ciudadanos de la
república, según los cuentos, eran así ya que tenían cier-
to parecido a las plantas, las cuales se estiran para poder
recibir los rayos del sol.
Con las noticias de primera mano de nuestros nue-
vos mensajeros no tardamos en interceptarlos en medio
del camino.
Luego de acampar la noche anterior en los costados
de la ruta detrás de la primera línea de árboles, vimos
llegar la camioneta negra con los pequeños banderines
que nos indicaban la ciudad de procedencia y que era
una camioneta autorizada para el acceso a las demás
ciudades.
Fue entonces que decidimos pararnos frente a ella
haciendo una barrera humana de dos filas.
Cuando bajó el primer hombre de la camioneta
parecía no entender qué estaba sucediendo hasta que
observó que nuestro vestuario no estaba dispuesto de
manera casual, cada uno de nosotros estaba vestido de
un color diferente y en su posición formábamos una
bandera con los colores de un arco iris.
–¿Quiénes son ustedes? –nos gritó desde su lugar.
Otros hombres bajaron del auto en ese momento.
–¿Quiénes cree que somos? –le respondió Athenas.
–Son los fugitivos ¿verdad? –respondió otro de los
hombres.
–Nos gusta más el nombre de Los incomprendidos
–le indicó Debra.
–¿Quién de ustedes es el líder? –preguntó el primer
hombre haciendo caso omiso al comentario de Debra.
–Todos. –Respondió Danile.
–Debemos irnos y avisar a las autoridades –dijo uno
de ellos.
–Yo que ustedes no lo haría. –Contestó Danile.
–Si se disponen a cortarnos el camino deberemos
pasarlos por encima –respondió el segundo.
–A simple vista debería ver que somos mayoría y que
además están cercados –mientras ellos discutían con
nosotros no advirtieron que otra fila se había armado
detrás de la camioneta. Era cierto, esta vez éramos más
que ellos. No tenían escapatoria.
los incomprendidos 139
–Son unos miserables –respondió el primero.
–¿Cuál es el trato? –preguntó el segundo.
–Deben acompañarnos a la Ciudad –les dije.
–No me estoy dirigiendo a usted –respondió éste.
–Yo sí, y debería seguir mis órdenes –lo amenacé.
Hubo un segundo de murmullo inentendible y el
primero indicó que lo iban a hacer. Bajamos a dos de
ellos, y con Danile tomamos su atuendo y su identidad.
La camioneta pasó sin problemas por los controles
de seguridad en la entrada de la Ciudad.
Mientras tanto el resto del grupo traía a los otros dos
hombres en uno de los vehículos que habíamos consegui-
do por un camino alternativo que habían construido en
los últimos tiempos mis compañeros.
Cuando llevamos los dos grupos a la fábrica hicimos
una pequeña asamblea. Sentamos en los bancos de los
trabajadores a los hombres de Ciudad Ingeniería para
hacerles saber nuestros planes.
–Ustedes diseñaron estas máquinas, a sabiendas del
trabajo pesado que requería utilizarlas, ahora las redise-
ñarán para que trabajen solas –le dijo Danile al jefe del
equipo de ingenieros que se acercó.
–Pero necesitamos herramientas, artefactos nuevos,
para poder modificarlas –reprochó uno de los hombres.
–Entonces utilicen las maquinas viejas que ustedes
mismos crearon y formen todo lo que necesiten, busquen
al resto de sus pares y pónganse a trabajar –le dije mi-
rándolo directamente a los ojos, sabía que me reprocha-
ría, sabía que podía no tomarme en serio por ser mujer,
algunos hombres seguían pensando que no merecíamos
el mismo respeto y éste parecía ser uno de ellos.
–Eso es imposible –dijo dirigiéndose a Danile. Me
estaba ignorando.
–Ya nada es imposible si podemos pensarlo –le res-
pondí.
–Llamaremos al resto de las autoridades –me ame-
nazó.
–Están cortadas las llamadas telefónicas, nadie tra-
baja en los centros de comunicación –le dije redoblando
la apuesta.
–Esto es inaudito –respondió mirando alrededor
haciendo un gesto de mareo.
–Hagan lo que les decimos, tuvieron años, décadas,
siglos, para mejorar las condiciones de trabajo de toda
esta gente y lo único que hicieron es crear más engrana-
jes para mayor producción, sin pensar jamás en quiénes
trabajaban aquí, ahora es su turno, tal vez así puedan
entender el dolor y la miseria de la que fueron parte.
–Ahora me tomaría en serio, su vida estaba en nuestras
manos y no dejaríamos pasar ninguna falta de respeto a
ninguno de nosotros ni a ese pueblo que intentábamos
liberar.
Al darse cuenta que no tenían escapatoria nos in-
dicaron dónde vivía el resto de ingenieros que podían
ayudarlos y un grupo de incomprendidos viajó con las
identidades de ellos hasta la Ciudad Ingeniería para
traerlos. No teníamos mucho tiempo, en cuestión de
días se darían cuenta que las comunicaciones estaban
cortadas. Además, ¿qué pasaría cuando la gente volviera
a salir de sus casas y se dirigiera a sus trabajos, entonces
los incomprendidos 141
encontraría a otros trabajando en sus máquinas, modi-
ficándolas?
Había que seguir el plan antes de que todo aquello
pasara.
Esa noche fue la primera vez que esos hombres
sentirían en carne propia lo que debían vivir cada día
de sus vidas todos aquellos ciudadanos de la Ciudad
Producción.
Un grupo de nosotros se quedó asegurándose de que
se encontraran trabajando y otro grupo se encargaba de
proveerles alimento y agua, al fin y al cabo no éramos
como ellos. O eso quería creer.
Nosotros por otra parte caminamos hasta el refugio
y nos dispusimos a separarnos en grupos de cuatro.
Algunos irían en busca de medicinas para seguir el
recorrido a Ciudad Medicina y con Danile y Debra nos
dirigiríamos a Ciudad de las Leyes.
Pero antes debía despedirme, saber cómo se encon-
traba Leo, en esos días no lo había visto y temía por su
bienestar.
Cuando llegué a la que había sido nuestra casa, vi
cómo había sembrado todo el jardín de adelante y brota-
ban del suelo hermosas rosas, flores de colores, un limo-
nero y un árbol de mandarina. Entonces toqué la puerta,
pero nadie respondió. Sabía que estaba ahí dentro y supe
también que él sabía que era yo.
Fue así que recordé otro de los textos de Valerie que
había leído en las paredes: “El amor no puede florecer en
una sociedad basada en las reglas y en el trabajo mediocre;
requiere una libertad económica y personal total, tiempo para
el ocio y la oportunidad de comprometerse en actividades in-
tensamente absorbentes y emocionalmente satisfactorias; tales
actividades, cuando se comparten con aquellos a quienes se
respeta, desembocan en una profunda amistad. Nuestra So-
ciedad no brinda oportunidades para comprometerse en esta
clase de actividades”.
Y decidí seguir mi camino, antes de plantearme
ideas sobre el amor, debía pensar en un mundo mejor
para poder desarrollarlo. El egoísmo no me llevaría muy
lejos y tarde o temprano terminaría reprochándole la
vida que llevábamos en esta ciudad.
Cuando llegué nuevamente al refugio noté que se-
guían discutiendo.
–Sus programas de investigación tienen una pre-
ferencia por los objetivos viriles, la guerra y la muerte
–comentaba Debra.
–¿Cómo piensan entonces convencerlos? –preguntó
Javier.
–No lo sabemos aún, pero en primera instancia, de-
bemos intentar robar la mayoría de medicamentos que
estén a disposición –respondió Athenas.
–¿Qué está pasando? –pregunté.
–Están terminando de planear los objetivos de su
visita a Ciudad Medicina.
–¿Y cuál es el problema? –no entendía a dónde iba
la conversación.
–Quisiéramos poder sumarlos a la lucha, los necesi-
taremos –manifestó Athenas.
–Yo intento decirle que los que no responden a obje-
tivos bélicos, responden a los intereses del gobierno de
la República –señaló Debra.
los incomprendidos 143
–Deberíamos entonces olvidar por el momento con-
tar con ellos –añadió Danile.
–Creo que lo que intenta decir Athenas es que arries-
garse por ir a buscar medicamentos y no hacer ninguna
intervención es muy pobre –comenté.
–¿Qué se te ocurre? –preguntó Danile.
–Quizás si realizáramos algún tipo de intervención
artística podríamos captar su atención señaló Javier.
–Deben tener en cuenta que no van a contar con
mucho tiempo – aclaró Debra.
–Lo sé, pero hay que dejar una marca –respondió
Athenas– es cuestión de llevar latas de pintura y hacer
algo sobre las paredes, será de noche y podremos esca-
bullirnos en caso de peligro.
–Entonces antes de dirigirse a Ciudad Medicina
vayan a la fábrica número cinco, es un edificio un poco
más angosto que el resto y allí encontrarán lo que nece-
sitan –les indiqué.
–Muy bien eso vamos a hacer –dijo Athenas con una
sonrisa que le desbordaba la cara. Nunca había visto al-
guna ilustración o fotografiá de Ciudad Medicina, pero
había escuchado decir que allí vivían las personas más
soberbias de la República. Decían que era por el grado
de cercanía a la muerte en el que crecían, donde el ra-
ciocinio servia más que cualquier emoción.
Yo creo que cualquiera que pudiese tener el acceso
a tantos conocimientos, se volvería loco o soberbio. No
los culpo.
Cuando Javier y Athenas dijeron que irían a aquella
Ciudad quise pedirles que trajeran en sus mentes el di-
seño de ella, para poder relatármelo, pero antes de que
dijera cualquier cosa, Javier me contó como era.
En Ciudad Religión se solía llevar de paseo a los
niños por las diferentes ciudades, todos aquellos eran
potenciales lideres y debían conocer todas las realidades.
Él me contó que Ciudad Medicina le había parecido
la más hermosa de todas las ciudades. Decía que tenia
enormes edificios blancos de mármol con puertas y ven-
tanas altas, de un estilo que el llamaba gótico, pero yo
no supe, hasta mucho después, que significaba aquella
palabra.
Me contó también, que, como toda ciudad con poca
tierra y cercada por montañas, habían creado formas de
cultivo especializadas en las grandes alturas.
Un valle en las alturas.
Tristemente Ciudad Medicina no tenia salida al mar,
pero Javier decía que a los ciudadanos no les importaba,
ellos preferían contemplar las altas cumbres. Supongo
que tenia coherencia con su visión del mundo y de los
hombres.
Por otro lado con Danile y Debra nos dirigimos a la
Ciudad de las Leyes, nuestra antigua ciudad. Conocía-
mos todos los recovecos y dónde escondernos en caso de
una persecución. En este caso íbamos a intentar acercar-
nos a la casa de nuestros conocidos más cercanos para
que corrieran la voz de las experiencias vividas en Casa,
todo lo que pasaba allí dentro, era una denuncia muy
grave, porque al llegar éramos solo unos niños a los que
tenían la potestad de torturar y desaparecer si así lo qui-
sieran. Posiblemente no creyeran en nuestras palabras,
pero tampoco conocían lo que había pasado los últimos
los incomprendidos 145
días y eso nos daba un margen para que creyeran en
nuestra versión antes de pensar que éramos guerrilleros
sin propósitos y con un simple deseo de sangre.
Nos dividimos y arreglamos volver a encontrarnos
apenas cayera la siguiente noche en donde habíamos
dejado la balsa que nos había permitido cruzar el río sin
ser percibidos en medio de oscuridad y la neblina.
Sentía mucho miedo, quizás mis padres no me reco-
nocieran, quizás me rechazaran, quizás me denunciaran,
pero debía intentarlo.
Caminé hasta su casa recordando sus rostros, imagi-
nando cómo estarían ahora, qué pensarían de mí. Pero
entre mis pensamientos jamás hubiese imaginado encon-
trarme con lo que había detrás de la puerta.
Cuando llegué recordé que en esta Ciudad no había
llaves, las puertas solo tenían un picaporte y era cuestión
de anunciarse y pasar. Lo hice muy despacio intentando
no molestar, o tal vez con cierto miedo.
Entonces la vi.
Una pequeña versión de mí correteaba por todo el
salón, hasta que me vio y se quedó helada. Me había
consternado esa imagen ¿Quién era esa persona que
miraba con cierta indulgencia con su pequeña estatura
y sus rulos cubriéndole el rostro?
–No puede ser –escuché decir. Levanté la mirada
y vi a mi mamá saliendo de la cocina y rompiendo en
llanto. Todo era impactante para mí, ahora ella corría a
abrazarme. –¡Estás viva! ¡Estas viva! –Me decía mientras
me apretujaba y se alejaba un poco para mirarme mejor.
–¿Qué está pasando? –dijo mi papá bajando por las
escaleras –¡Oh por Dios! –él también corrió hacia mí y
me tomó en sus brazos para abrazarme.
No me salían las palabras. Habían pasado ya diez
años desde la última vez que los había visto, y allí esta-
ban tan irreconocibles si no fuera porque sus rostros no
habían cambiado.
Después del momento de emoción y abrazos me
llevaron al comedor y cerraron las cortinas. Ellos me
explicaron que me pensaban muerta, al año en Casa
les habían notificado que había muerto enferma de un
virus mortal. Todos esos años habían llorado a una hija
que estaba viva, encerrada en un infierno, pero viva al
fin. Nunca terminaría de conocer lo escabroso que era
el sistema como para mentir sobre el paradero de una
hija a sus padres.
Mientras recibían cada una de mis palabras con
dolor y entendiendo que nada era como ellos pensaban,
miraron por un momento a la pequeña criatura que se
había sentado al lado mío. Había entendido ese gesto,
ella era como yo, una incomprendida, lo había visto en
su rostro cuando llegué, si todo esto seguía así ella se-
guiría mi destino.
Entonces me explicaron que ella era mi hermana, al
creerme muerta habían intentado seguir con sus vidas y
ella apareció para devolverles algunas de las razones que
perdieron. No había necesitado esa aclaración, lo supe
apenas atravesé la puerta, no hacía falta la ciencia, ni los
análisis, para notar nuestros parecidos.
Luego comenzaron las preguntas, dónde había es-
tado este tiempo, qué había pasado en Casa, qué estaba
los incomprendidos 147
haciendo nuevamente en la ciudad, por qué no había
regresado antes.
Y supe entonces que debía contarles toda la verdad,
ahora ellos debían ayudarme y debían comentar al resto
de los amigos de la familia y vecinos lo que estaba pa-
sando.
Pero en medio de mis relatos las voces recriminado-
ras comenzaron a sonar.
–Nada salió bien porque siempre fuiste rebelde, nun-
ca entendiste razones, siempre fuiste caprichosa. –Estaba
leyendo unos pequeños escritos que había relatado en los
días anteriores para distribuir y contar en detalle todo lo
que ocurría allí dentro. –¿No te parecen fuertes algunas
cosas? Pero bueno, vos lo quisiste así, todos tienen alguna
cosa en la vida y no lo estás contando a todo el mundo.
Aún así lo haré.
–¿Qué enseñarán en las escuelas si desarman todo?
¿Cómo se controlará a la población? –Me dijo papá.
Había entendido que no había sido maldad en ningún
momento todo su accionar, ellos verdaderamente habían
querido lo mejor para mí, aunque no me habían pregun-
tado qué quería. Había entendido también que a veces
la sobreprotección no era necesariamente algo bueno.
–Se pueden enseñar subjetividades, se puede enseñar
sobre el bien, se puede enseñar desde el amor, entonces
no se conocerá el mal y no habría manera de practicarlo.
Se puede enseñar sobre otredades, sobre el desarrollo de
las capacidades particulares de cada ciudadano.
–Me gustaría aprender sobre eso –me dijo Antonella
agarrándome por el vestido.
–Pensé que estábamos haciendo lo correcto esta vez
–dijo mi papá mirando a mi pequeña nueva hermana y
sonriendo mientras miraba los parecidos.
Apenas la conocía, pero me parecía que con esos
enormes verdes podía mirar el mundo como un crisol.
Me recordaba esos arrebatos de pequeña que tenía y eso
me generó cierta empatía con esa criatura.
–Esta noche debo partir nuevamente –dije notando
la hora.
Entonces tocaron la puerta.
Algo en mí supo que no estaba bien que eso pasara,
ni Debra ni Danile tocarían la puerta principal sin antes
enviarme algún tipo de aviso. Miré entonces a mis pa-
dres y entendieron lo que estaba pasando. Alguien me
había denunciado.
–Escondela con vos –me dijo mamá. –A pesar de no
lo entiendas así, siempre quisimos lo mejor para vos.
No entendía por qué me lo decía ahora, no entendía
qué sabían ellos que yo no sabía.
Fue lo último que escuché, sabía que en estos mo-
mentos no había margen para quedarse meditando todo
eso, había que actuar rápido, llevé a mi hermana por la
puerta de salida de atrás de la casa y trepamos juntas
los muros hacia otras casas vecinas. Nos escondimos
detrás de los arbustos cuando los gritos de resistencia
de mis padres estallaron por el ambiente, se los estaban
llevando.
Podrían haberme entregado, pero en vez de eso,
ellos habían sido secuestrados, posiblemente por trai-
ción, por la sospecha de ayudar a su hija.
los incomprendidos 149
Cuando cesaron los gritos miré de cerca el rostro de
Antonella que ahora me miraba fijo y sin llorar, creo que
entendía perfectamente todo lo que había pasado.
–Tenemos que rescatarlos –me dijo en voz baja.
–Eso vamos a hacer, para cuando todo esto termine
te prometo que todo va a estar bien –le respondí mien-
tras la abrazaba para darle fuerzas para poder volver al
punto de encuentro. No podía dejarla sola, sería difícil,
pero la llevaría conmigo.
Las batallas
–Deberíamos ir al oeste y acercarnos a Ciudad Reli-
gión –me comentó Danile mientras estábamos sentados
mirando la caída del sol en la cima del cerro que escon-
día nuestro refugio.
–¿Porqué nunca viajamos a Ciudad Economía? – le
pregunté a Danile.
–Supongo que porque no vale la pena – me respon-
dió con cierta frialdad.
–¿Qué significa eso? No conozco a nadie que haya
venido desde allí.
–Quizás porque esa suma de intelectualoides no
aportaría en nada.
–¿Porqué?
–Porque sus mentes solo entienden al mundo me-
diante leyes, estándares y matemáticas. Se decía, que en
sus inicios seria una ciencia social la que desarrollarían,
pero fue lo opuesto a eso.
–¿Cómo es? ¿Cómo son ellos?
–Casi tan soberbios como los habitantes de Ciudad
Medicina. Unos señores regordetes llenos de orgullo
por sus estadísticas, las cuales están bastante lejos de la
realidad. Posiblemente sean los ciudadanos que menos
conozcan al resto de los habitantes de las ciudades, se la
pasan haciendo congresos donde solo ellos participan.
Son los preferidos de Ciudad Religión.
–¿Cómo es la ciudad?
–¿Cómo te la imaginas?
–No me la puedo imaginar por alguna razón.
–Exacto, no hay lugar para la imaginación, es la más
gris de todas, las formas de las casas y los edificios son
cuadradas, las plazas están repletas de cemento bien pin-
tando, existen dos grandes avenidas que llevan hasta el
mar. Pero casi nunca nadie llega a él. Solo se acercan en
la temporada de descanso, donde liberan sus pulsiones
reprimidas en grandes fiestas con mucho alcohol y de-
más alegrías prohibidas para el resto de los ciudadanos
de la República. Como tener una casa de verano frente
al mar. –dijo por último haciendo una mueca que de-
mostraba cierta ironía.
–Eso es injusto.
–Estos señores responderían que lo vale su trabajo.
–Pero ¿y el de la la gente de Ciudad Producción?
–¿Venimos a cambiar eso no?
Solo esbocé una pequeña sonrisa ante su último
comentario, tenia razón, debíamos cambiar eso, a eso
estábamos dispuestos.
–Cada día es más peligroso caminar –contesté con-
templando la noche. Nunca se sabía cuándo podía ser
el último día de paz. –Estos meses fueron difíciles, pero
los más felices también. Me siento en casa con ustedes.
Es una sensación que no había vuelto a sentir cuando
desaparecieron.
–¿Ni siquiera cuando te casaste?
–Ni siquiera. No es que Leo no fuese suficiente, él
me daba fuerzas para seguir. Mi fe estaba deshecha,
sentía que estaba condenada a perder todo lo que quería
los incomprendidos 153
¿Como iba a poder seguir adelante cuando estaba obse-
sionada con mi pasado? No me resignaba a perder, no
podía aceptar los no. Yo no lo toleraba y entonces lasti-
mé, y me lastimé, y ahora florece todo lo podrido y no
me alcanzan las manos para enfrentar toda esa mierda,
soltar todas las anclas que no me permiten andar. Pero
esta vez la que se fue fui yo. Fue distinto. Espero que lo
entienda y que me perdone.
–Supongo que ya lo entendió. –Fumó de su pipa
mientras miraba cómo el humo se deshacía en el aire.
–Nunca volvimos a tener una conversación profunda
como la que tuvimos en el calabozo ¿Seguís sintiendo
que te estás pudriendo?
–No lo sé, tendría que pensarlo.
–¿No sabés cómo te sentís?
–Creo que prefiero que no hablemos de eso.
–Pero jamás te juzgaría.
–Es por mí, preferiría no hablar de eso.
–Si no podemos contarnos esas cosas, ¿entonces qué
podemos hacer? –Me sentía enojada, frustrada, confiaba
en él plenamente y él no era capaz de expresarme sus
emociones.
–No es algo puntual con vos.
–Entonces no sé qué es, y no voy a seguir perdiendo
tiempo en esta conversación, seguramente ya sabés qué
hay que hacer, podés notificárnoslo mañana.
–Podemos hablar de eso.
–Ahora yo preferiría que no lo hiciéramos.
–¿Te vas a ir?
–Sí, deberías saber con quién estás tratando, hay co-
sas que sigo sin poder controlar. Además, tengo que ir a
ver cómo está Antonella.
–Está bien.
Cuando regresé al refugio noté que alguien se acer-
caba a lo lejos.
–Antonella debés esconderte debajo de esas maderas
detrás de la escalera y no salir hasta que te lo indique –le
dije previendo lo que podría ser ¿Cómo la vida podía
dar esos cimbronazos? Unos segundos me alcanzaron
para recorrer ese pensamiento, mi vida había sido un
huracán de sucesos inesperados que apenas me habían
dado tiempo para poder alistarme para la siguiente
batalla.
Entonces noté que levantaban una pequeña bande-
ra multicolor. Era la señal, eran Javier y Athenas. Pero
algo no andaba bien, ella lo cargaba a él como hacia un
tiempo me había cargado Danile, pero él se agarraba el
estómago.
–Está herido y son menos que los que habían viajado
–le dije observando que faltaban varias personas que los
habían acompañado.
–Hay que buscar las compresas y esterilizar la mesa
–me dijo.
–No quiero que Antonella vea esto, por favor dame
unos segundos para llevarla a una habitación.
–Esta bien –me respondió. Mientras él se disponía a
armar todo el equipo, yo llevé a mi hermana a mi habi-
tación y la arropé para que pudiera intentar descansar.
Hubiese querido evitarle todo esto que estaba viviendo.
Cuando bajé busqué una pequeña camilla que habíamos
los incomprendidos 155
armado con unas maderas meses antes por cualquier
inconveniente y salí a buscarlos. Cuando llegué noté
que eran varios los heridos y temí que nuestras reservas
fueran insuficientes para curarlos a todos.
–¿Qué pasó? –le pregunté a Athenas mientras cargá-
bamos en la camilla a Javier.
–No pudimos traer casi nada, todo estaba sumamen-
te controlado, cuando quisimos hacer la intervención nos
interceptaron y tuvimos que dividirnos.
–¿Por eso no llegó todo el grupo? –le pregunté.
–Perdón, perdón –me dijo y rompió a llorar –todo
es mi culpa, si solo hubiésemos buscado los medicamen-
tos, pero yo, en mi intento de colaborar, arruiné todo, y
quizás estén muertos.
Me rompía el corazón, todo había empezado a com-
plicarse y tenía razón tal vez no hubiese consuelo, quizás
había sido responsable, como lo éramos todos los que
estábamos ahí.
–Ahora solo lleguemos al refugio e intentemos sanar
lo que se pueda –le dije. No podíamos perder el eje, esto
era algo más grande que nosotros y se nos estaba vinien-
do encima. Pero debíamos seguir.
Cuando llegamos noté que Javier casi no hablaba, su
piel se veía pálida, sus ojos estaban brillosos y su mano
se mantenía apretando la herida.
–Necesito que lo pongan sobre la mesa –indicó Da-
nile.
Eso hicimos, era el caso más grave, después seguiría-
mos con los demás.
–Amigo –le dijo mientras le agarraba la otra mano
que tenía disponible– va a estar todo bien, necesito que
seas fuerte.
–Athenas por favor no llores, necesitamos que nos
indiques cuál es la gravedad de cada herida de la gente
del grupo que está esperando afuera –dijo Debra que
había llegado justo cuando yo salía a buscarlos. Acondi-
cionaremos las habitaciones para que puedan descansar
más cómodos mientras estén heridos.
–Deberíamos pensar en agrandar el refugio –comen-
té viendo que el grupo había crecido y debía ser un lugar
para albergar a todos.
–Apenas podemos sobrevivir, te necesitamos con
los pies en la tierra, después podremos soñar, ahora
necesitamos que nos ayudes a curar a los heridos –me
respondió Debra. Tenía razón, a veces uno debía atender
prioridades, urgencias, ciertas situaciones difíciles ¿Pero
qué pasaba cuando esas situaciones eran constantes?
¿Íbamos a quedarnos inmóviles en el tiempo atajando
todos los golpes sin planear una defensa? ¿Un ataque?
–Está bien, voy a ir a acomodar las habitaciones,
Athenas por favor mientras prepará algunas gasas y al-
cohol para esterilizar –indiqué poniendo en marcha lo
que me había propuesto Debra.
Mientras acomodábamos las habitaciones y las acon-
dicionábamos para que entrara la mayor cantidad de
personas en ellas, mientras subíamos los almohadones
de los sillones y los cojines de las sillas, mientras hacía-
mos almohadas haciendo pequeños montoncitos de ropa
escuchábamos los gritos de Javier mientras Danile inten-
taba curarlo. Iba a ser una noche muy larga.
los incomprendidos 157
Cuando terminamos hicimos subir a todos y los
acomodamos como pudimos en cada rincón para que
pudieran descansar. Muchos de ellos desacostumbrados
a los cuidados, al provenir de alguna de las Casas, aún
nos miraban con desconfianza frente a ciertas amabilida-
des. Al comienzo no nos permitían curarlos ni ayudarlos
con la limpieza de las heridas, pero a medida que otros
de grupos que aún no habían sido tan maltratados con
anterioridad en las Casas donde vivían, nos permitieron
acercarnos, entonces todo el resto comprendió que no le
haríamos mal.
Cuando bajé a ver cómo seguía la situación con Ja-
vier, noté que Danile estaba en uno de los sillones ahora
ya sin almohadones, sobre las maderas, bebiendo de la
botella de whisky.
–¿Qué mierda estás haciendo? –le grité.
–Él se va a morir, se va a morir en mis manos –me
dijo entre trago y trago de la botella.
–No se va a morir, tenemos que salvarlo –le dije.
–Necesito estar preparado. –Nunca lo había visto así
estaba destrozado. Ahora me necesitaba a mí.
–Dame un trago de eso y vamos a salvarlo los dos,
no estás solo – entonces tomé la botella y le di un trago
profundo que quemó toda mi garganta y me mareó por
un segundo, al siguiente un calor recorrió toda mi piel
y me ayudó con toda la ansiedad que estaba sintiendo
entonces. –Dame la mano, vamos, levántate. –Le estiré
mi mano y lo levanté. Fuimos entonces hasta la mesa y
noté que Javier se encontraba dormido, quizás desma-
yado, quizás inconsciente. –¿Qué deberíamos hacer? –le
pregunté entonces a Danilo que todavía lo miraba cons-
ternado e incapaz de hacer algo.
–Hay que sacar la bala y coser –me indicó temblando
–controlé por el momento el sangrado y le di un sedante.
–Entonces tengo que encontrar la bala.
–Cualquier movimiento ahí dentro que hagas puede
ser mortal para él –me dijo advirtiéndome y explicándo-
me sin saberlo por qué no había continuado él.
–Está bien, alcanzame la pinza –le dije. Entonces me
concentré e intenté levantar la piel para poder encontrar
la bala. Cuando pude ver algo noté que había atravesado
al otro lado de las costillas, pero sin tocar el pulmón, la
bala no parecía haber entrado en su totalidad, solo una
parte de ella, y ahora se encontraba en el fondo conte-
nido por una de sus costillas. Si la bala se movía de ahí
podría ir a cualquier otro lugar del cuerpo y causarle la
muerte. Pero ahora teníamos una posibilidad.
–¿Qué ves? –me preguntó casi recobrando el sentido
Danile.
–Está en el fondo, necesito que lo pongas de costado,
si intento sacarla en esta posición quizás rompa algo yo y
quiero evitar eso –le indiqué.
–Pero –me dijo.
–Es la única forma que tenemos de salvarlo.
Nunca había visto tanta sangre en mi vida, nunca
me imaginé estar frente a frente con el cuerpo de una
persona, manipulándolo para intentar salvarle la vida.
Buenos días
Pasaron algunos días antes de que Javier desperta-
ra, mientras tanto habíamos conseguido de algunos de
nuestros nuevos colaboradores de Ciudad Producción,
insumos para mantenerlo hidratado.
Una mañana Antonella se acercó a él durante el de-
sayuno, no habíamos querido subirlo a una habitación y
su camilla improvisada estaba sobre la mesa principal a
la vista de todos.
–¿Qué estás haciendo? –le pregunté.
–Le doy la mano, para que se cure más rápido –me
dijo con seriedad.
–¿Lo estás cuidando muy seguido vos? –le pregunté.
–Le gusta que le hable –me respondió.
–¿Cómo que le gusta que le hables?
–Sí, aprieta mi mano cuando le hablo.
–Danile, Debra, Athenas, por favor vengan –le dije al
grupo en voz baja mientras desayunaban.
–¿Qué pasó? –preguntó Athenas.
–Está reaccionando –les dije mirando fijo la mano
que tomaba Antonella.
–¿Qué? –dijo Danile –Podría ser solo una reacción
involuntaria.
–Solo lo hace cuando ella le habla –le respondí. –Por
favor Antonella hablale como solés hacerlo.
–A veces solo le hablo en el oído –me respondió.
–Hacé lo que creas –le dijo Athenas mirando espe-
ranzada la situación.
Fue así que comenzó a hablarle al oído, no podíamos
escuchar qué decía, pero notamos que él entendía, a
cada palabra apretaba su mano.
Entonces decidimos que cada uno se turnaría entre
las tareas y los planes, y se dedicaría a hacerle algunos
masajes, caricias, contarle historias, contarle de nuestros
planes y cantarle mientras se encontrara así.
No perdimos las esperanzas ni un segundo, a pesar
de las circunstancias.
Por el contrario toda esa fuerza se potenció durante
los cuidados.
Mientras tanto algo raro sucedía conmigo, había
surgido un sentimiento extraño en mi alma hacia esa
pequeña persona que ahora nos acompañaba, había mo-
vilizado mi vida de una manera que no esperaba a esta
altura y me había llevado buscar una pequeña agenda,
había arrancado una de sus páginas y le había escrito
las palabras que resonaban en mi cabeza cada vez que
la veía corretear por ahí, para que cuando el mundo se
cayera a sus pies tuviese un camino de regreso:
“Y ella camina, camina mucho, pero a veces no camina
bien. Va con el ritmo de su alma que no descansa si no es con
quien no debe. Camina y se come el mundo y llena la valija de
tiempo. Y ahora y a veces tiene miedo.
Ella camina porque andando es libre y con sus pies puede
ir a donde quiere y camina para llenarse el alma de rutas y
paisajes.
Y mira, mira mucho. A veces se distrae queriendo compar-
tir ese nuevo mundo que está conociendo.
los incomprendidos 161
Y ella se promete vivir las noches como si fuesen las últi-
mas y disfrutar los días como si fuesen los primeros, como leyó
en un libro alguna vez”.
Cuando me di cuenta la descubrí leyendo todo eso
apoyada sobre mis hombros, con la mirada fija en cada
palabra que dibujaba sobre el papel. No quería perder
más tiempo, la terminé y se la regalé entre un abrazo.
Unos pocos días pasaron hasta que otro aconteci-
miento irrumpiera con el curso que habíamos estable-
cido.
Mientras se acercaba la noche, notamos a lo lejos que
alguien gritaba.
Salí a la puerta a ver qué pasaba, entonces la vi en la
distancia, era una pequeña brisa de cabellos color negro
y unos ojos grandes que me miraban sonrientes.
Era Terra.
–¡Terra! ¡Por aquí! –le gritaba mientras iba a su en-
cuentro.
Volvimos a abrazarnos después de todo este tiempo.
Había tantas cosas que contarnos, había tanto que resol-
ver, ¡qué bueno tenerla de nuevo conmigo!
–Debemos volver rápido al refugio ¿Cómo nos en-
contraste? –le pregunté entre tanta emoción.
–Es una historia muy larga –me respondió.
–Bueno cuando lleguemos te voy a preparar un té
para que puedas contarme mejor –estaba tan emociona-
da que estuviese acá que no noté que se veía lastimada
y golpeada.
–Gracias –me dijo cuando ya estábamos llegando.
Abrí la puerta y la presenté al grupo. Muchos la
miraban con recelo a sabiendas que ella era la hija de
Mayora y había sido la última directora de Casa. Pero
sin dar tiempo de ninguna explicación ella miró a un
costado y vio a Javier en la cama.
Entonces salió corriendo hacia él y lo abrazó. Había
roto en llanto, y a pesar de nuestros esfuerzos de querer
calmarla parecía un mar de lágrimas. Fueron unos mi-
nutos de mucha confusión, ella solo lloraba, lo miraba,
intentaba abrazarlo sin lastimarlo, y después se volteaba
a agarrarse la cabeza y golpear la pared.
–¿Qué pasa Terra? –le pregunté cuando en un mo-
mento se dejó caer en el suelo.
–No puede estar así, no puede estar así –me dijo
entre lágrimas– cuando supe que seguía vivo me dio
esperanzas, cuando volví a verlo el día que hicieron vo-
lar la entrada de Casa no pude decirle, no pude decirle
nada –el llanto la había invadido de nuevo –resistí todo
este tiempo, los golpes, las torturas, no saber qué podía
pasar porque pensé que aún seguía vivo, y ahora va a
morir, y yo nunca llegué a decirle…
–¿Qué cosa no llegaste a decirle? ¿Cómo qué tortu-
ras? ¿Por eso tenés esos golpes?
–Cuando fueron las explosiones nadie creyó en
mi palabra, y pensaron que siempre había seguido en
contacto con ustedes, intentaron sacarme información,
me tuvieron encerrada, yo no sabía nada, y si lo supiera
tampoco lo hubiese dicho –dijo mientras se secaba las
lágrimas– escapé cuando intentaban llevarme a otro
lugar, no sé a dónde me llevaban o si simplemente me
iban a asesinar en medio del camino, los busqué todo
los incomprendidos 163
este tiempo, hasta que llegué a Ciudad Producción ¡Dios
mío qué ciudad tan triste! Allí un hombre me ayudó, Leo
creo que se llamaba. Él me dijo dónde podría encon-
trarlos. –Por un segundo todo se paró, él sabía dónde
encontrarme, pero nunca había venido hasta acá.
–Está bien, tenés que descansar, Javier va a estar
bien, solo se está recuperando –le dijo Athenas.
Terra solo hizo un gesto de aceptación y la llevaron
a una de las habitaciones.
Todavía ella no sabía que su regreso sería un milagro
y la primera pieza en moverse para que todo también
comenzara.
Los días siguientes ella se encargó de cuidar a Javier
mientras el resto nos preparábamos para dar los siguien-
tes pasos.
Una noche mientras el resto dormía escuché ruidos
en el piso de abajo.
Bajé para poder ver a qué se debían a estas horas y
noté que era Terra, le estaba hablando a Javier. Tenía
una mano en su pecho y otra acariciándole la cabeza:
–Y estábamos ahí, quietos, abrazados, o quizás no tan
quietos, invadidos por los espasmos del llanto que brotaba de
mi pecho. Y él no sabía que ese llanto era por vos, que en cada
lagrima cabían los intentos fallidos de alejarme, un intermi-
nable bumerán de despedidas y nuevos comienzos, ráfagas
de lluvia y sol. Años de intentos, diferentes yo, diferentes vos,
diferentes ámbitos, pero siempre habíamos sido los mismos,
encontrados, pero sin poder vernos o quizás eso era lo que yo
quería creer.
Entendí entonces que su amor hacia él había surgi-
do hace tiempo, un amor platónico a mi entender, pero
quizás de esta manera se justificaran sus intentos por
dejarlo ir libre la primera vez que él voló por los aires la
mitad de Casa y luego ella se sintió tan culpable por su
muerte, sintiendo que podía evitarlo. Como en mi caso,
ella ahora sentía que la esperanza que había vuelto a
resurgir al volver a verlo se veía opacada por la angustia
de quizás esta vez perderlo de nuevo. Pero las noticias
buenas no tardarían en llegar.
–¡Despertó! ¡Javier despertó! –escuchamos una ma-
ñana decir a lo lejos. Era Terra, estaba junto a Antonella,
y las dos saltaban de alegría. Javier había despertado.
Entonces sin previo aviso entre la emoción y la felici-
dad que nos había dado la noticia, los vimos venir, detrás
de uno de los cerros del lugar pudimos ver que un ejér-
cito caminaba hacia nosotros, delante de ellos Mayora.
Nos habían encontrado.
El movimiento
En un mes hicimos volar por los aires todos los con-
troles puestos entre una ciudad y otra. Todas debían
conocer las realidades de las demás. Al fin y al cabo
todas pertenecían a la República. Solo con la fuerza de
la mayoría de la población podríamos ganar la batalla.
Pero ellos tenían la estructura para vencer. Ellos
habían formado durante años a pequeños soldados en
cada ciudad, en cada barrio, en cada casa. Personas que
darían su vida en nombre de la República, sin saber qué
significaba exactamente. La obediencia debida sería su
justificación moral y entonces nos destruirían sin dejar
rastro de todo lo que habíamos conseguido hasta ahora.
Nuestros nombres no aparecían en los libros de historia,
y solo habrían llamado al orden para evitar cuestiona-
mientos.
El inicio de la guerra había comenzado cuando des-
cubrieron lo que habíamos hecho en Ciudad Producción,
cuando se restablecieron las comunicaciones.
Alguien había dado aviso de nuestros nombres, nues-
tras características, nos habían denunciado, y les habían
dado indicaciones de dónde encontrarnos.
Pero cuando bajaron el cerro nosotros ya habíamos
puesto en marcha nuestro plan de escape, habíamos
conseguido caballos y algunos vehículos, sabíamos que
cualquier día podía pasar. El plan era viajar hasta llegar
a las murallas, los cortes en los accesos y toda forma que
habían creado de cortar el paso y la comunicación entre
las ciudades.
Entonces dimos el primer golpe en la batalla que
sabíamos que íbamos a desatar.
Luego de allí planificamos que cada grupo se queda-
ría resguardando lo realizado en cada ciudad, maneján-
dose con sigilo, escondido entre los bosques, las laderas
de los ríos y en las montañas.
Mientras tanto con Danile, Debra, Athenas, Javier,
aún en recuperación siendo especialmente cuidado por
Terra, que no dejaba de demostrar que a pesar de los
años dentro de Casa no se había quebrado cierta ternura
de niña que escondía dentro, seguimos otra ruta.
Era la parte más peligrosa del plan, si algo salía mal,
entonces todos estaríamos muertos.
Viajamos al centro de Ciudad Religión, cruzamos un
gran canal que separaba la ciudad del resto de la Repú-
blica y nadamos por un túnel que conectaba con la salida
de desagües de la ciudad, después de llegar a tierra den-
tro de esos túneles debíamos llegar a una parte llamada
Ciudad Antigua, era una ciudad prohibida para quien
no fuese de la élite de la ciudad, ciudadanos ejemplares
con grandes cargos en el gobierno.
La ciudad estaba bajo tierra, estaba desierta a simple
vista, casi nadie conocía su ubicación, estaba llena de
galpones, jamás hubiésemos imaginado que allí encon-
traríamos todo lo que necesitábamos para seguir con el
plan.
Esos galpones estaban llenos de artefactos, pinturas,
esculturas, herramientas y demás, allí además encontra-
mos los primeros modelos de aviones, naves voladoras
los incomprendidos 167
prohibidas, de las que se creía que eran un mito. Estas
naves tenían la capacidad de poder ver todo a lo lejos, de
poder saltar las barreras impuestas, de poder desplazar-
se con más velocidad, de no poder ser capturadas.
Eran muy hermosas, tenían unas alas con cierto mo-
vimiento como la de las aves.
Aun no creía en sus capacidades hasta que, luego de
una semana de viajes, entrando y saliendo de la ciudad
antigua para robarnos todo lo que había allí dentro,
descubrí que había un modelo de ese avión que había
visto en los planos escondido detrás de una gran cortina
de tela.
Entonces supimos que debíamos hacerlo nuestro,
fue así que decidimos pintar las alas del avión de colores
rosados y dibujarles pequeñas escamas o alas de algún
animal volador, según la interpretación de cada inte-
grante del grupo y su imaginación. Me parecía increíble
poder pensar en suspenderme a tantos metros del suelo.
Aunque no lo pudiéramos sacar de allí, ahora sería
nuestro.
Volvimos a cruzar el canal de noche. Habíamos crea-
do balsas para poder llevar los artefactos.
Acampamos dentro de un campo lleno de arboledas,
allí pusimos pequeños puestos del color del paisaje, y
supimos que no podíamos hacer fuego, solo podríamos
alimentarnos de los alimentos como cereales, algunas
frutas y agua. Debíamos evitar llamar toda la atención
posible hasta que pensaran que habíamos desaparecido,
para que bajaran la guardia y poder realizar el siguiente
movimiento.
Una gran tela color verde cubría todo eso que había-
mos encontrado y habíamos traído con nosotros. Pero
había algo que había escondido para leer esa noche, era
una nota, de un tal Lacan. Se titulaba: “La psiquiatría
inglesa y la guerra”.
Esa noche quise compartirlo con el grupo. Nos
sentamos en una de las tiendas en ronda y comencé a
leerles.
“Debemos, pues, llegar a hablar de heroísmo y evocar las
marcas, desde las primeras apariciones a nuestra llegada, en
esta Ciudad devastada, cada doscientos metros de calle, por
una destrucción vertical, con el resto perfectamente descom-
brado, que se acomoda mal al término ‘ruina’, cuyo prestigio
fúnebre, si bien asociado, con una intención aduladora, al
recuerdo grandioso de la Roma antigua en el discurso de
bienvenida pronunciado en la vigilia por uno de nuestros
enviados más eminentes, había sido mediocremente saboreado
por gentes que no se apoyan en su historia.
Después de todo, esos sujetos, por el hecho de ser agrupa-
dos entre sí, se muestran de inmediato infinitamente más efi-
caces, por una liberación de su buena voluntad, correlativa de
una sociabilidad así reforzada; incluso los motivos sexuales de
sus delitos no pasan a un segundo plano, como para demostrar
que, en su caso dependen menos de una presunta prevalencia
de los instintos de lo que representan como compensación de
su soledad social.
Las unidades así depuradas de sus elementos inferio-
res vieron descender, en una proporción que se puede decir
geométrica, los fenómenos de shock y de neurosis, los efectos de
claudicación colectiva.
los incomprendidos 169
¿Qué hay que hacer para que de este agregado irreduc-
tible llamado “compañía de disciplina”, surja una tropa en
marcha? Dos elementos: la presencia del enemigo que suelde
al grupo frente a una amenaza común, –y un jefe al que el co-
nocimiento de los hombres permita fijar, con la mayor proximi-
dad– el margen a dar a sus debilidades, y que pueda mantener
el límite con su autoridad, es decir, que cada uno sepa que una
vez asumida una responsabilidad no se ‘desinfla’.
Después de algunas semanas, el servicio llamado de ree-
ducación se había convertido en la sede de un espíritu nuevo
que los mismos oficiales reconocían en los hombres en el mo-
mento de las manifestaciones colectivas, de carácter musical,
por ejemplo, durante las cuales entraban en una relación
más familiar: espíritu de cuerpo propio del servicio, que se
imponía a los recién llegados, a medida que partían aquellos
que habían sido marcados por su beneficio. El sentimiento de
las condiciones propias de la existencia del grupo, mantenido
por la acción constante del médico animador, constituía su
fundamento. Aquí reside el principio de una cura de grupo,
fundada sobre la prueba y la toma de consciencia de los fac-
tores necesarios para un buen espíritu de grupo. Cura que en
los países anglosajones asume su valor original después de
varios intentos hechos, aunque por vías distintas, en el mismo
registro.
Nos parecería digno de la psiquiatría que, a través de las
mismas tareas que un país desmoralizado le propone, sepa
formular sus deberes en los términos que salvaguarden los
principios de la verdad”.
–¿Qué está intentando decir?
–Es un análisis de una especie de doctor de la mente
y el comportamiento sobre cómo forman a las personas
en el ejército y se parece mucho a lo que replican a nivel
general en las Ciudades.
–No entiendo del todo –dijo Debra.
–Está queriendo decir que su ejército está prepara-
do para entender cualquier muerte o sacrificio según
una moral específica, una moral de tropa, una forma
específica de la moral donde hay un sentimiento de
honor y orgullo compartido que permite sobrellevar las
dificultades y cumplir con las tareas asignadas mante-
niendo el entusiasmo y la motivación, así tolerarían los
sacrificios más duros sin rendirse. Además, explica qué
hacen grupos homogéneos para que se sientan parte y
se potencien. Como si la suma de sus debilidades fueran
su fuerza. Es una maquinaria con la que no pensábamos
luchar.
–Debemos seguir el plan –dijo Danile.
–Pero deberemos repensar el golpe final –comenté
al analizar lo que habíamos descubierto.
–Sí, eso creo –respondió Javier.
–Tenemos que confiar en que las masas van a movili-
zarse y vamos a poder hacer algo que ellos no esperaban
que hiciéramos, ellos piensan que nosotros somos los
enemigos y queremos exterminio al igual que ellos hicie-
ron al comienzo de la historia –comentó Danile.
–Algo creativo, algo que remueva los cimientos de su
subjetividad –dijo Athenas.
–O tal vez algo simple, debemos hablarle directa-
mente –señaló Javier.
–No vamos a obligar a la gente a que piense como
nosotros, ni podemos obligarla a cambiar sus formas de
los incomprendidos 171
vivir, debemos lograr captar su atención para mostrarle
todo lo que sucede y que decidan si quieren acompañar-
nos o no –dijo Terra.
–Podríamos intentar con las dos cosas, como hizo
India con nosotros –comenté.
India fue uno de los primeros eslabones que habían
roto la cadena, ella nos había dado poder, nos había
mostrado la injusticia, nos había dado una consigna,
una simple frase que resonaría tiempo después dentro
de nosotros para motivarnos a seguir, en su cuerpo es-
taba escrita la frase: “Un día, en retrospectiva, los días
de lucha serán los más bellos” y no solo había sido una
invitación a luchar, sino que nos daba esperanzas, y nos
mostraba un horizonte hermoso y próspero, un después
de todo este caos donde alcanzáramos la verdad y la jus-
ticia para todos los habitantes de la República. Ellos de-
bían poder elegir, y para poder elegir debían tener cierta
libertad que estaba coartada por mandamientos que los
obligaban a la represión, ya no para una cuestión de su-
pervivencia, sino para reproducir por siglos el dominio.
Iguales
El siguiente movimiento sería uno de los más impor-
tantes, hacía unos días habíamos recibido una señal roja
en el aire que nos indicaba que los cazadores estaban
cerca de encontrar al resto del grupo.
Habíamos puesto la pauta en caso de emergencia,
podían causar un estruendo a las diez de la noche espe-
cíficamente, debía ser de noche para poder divisar desde
la distancia cualquier movimiento y a su vez para que sea
más fácil escabullirse si el enemigo estaba cerca.
Debíamos dispersar la atención, generar una peque-
ña crisis que movilizara todos los cimientos.
Cargamos los vehículos de todos los aparatejos que
habíamos encontrado y los llevamos hasta donde estaba
el resto del grupo.
Todavía me sorprendía la capacidad que habían
tenido años antes durante el exilio de encontrar nuevas
rutas, de planear una logística clandestina, por caminos
y horizontes desconocidos.
Fuimos a cada puesto y llevamos cierta cantidad de
bienes que estaban prohibidos. Esta parte del plan era
tanto o más peligrosa que las anteriores, pero también
necesaria.
Entramos a hurtadillas a altas horas de la noche en
las casas de las Ciudad Medicina, de Ciudad Ingeniería,
Ciudad de las Leyes y Ciudad Economía.
Escondimos en cada casa de cada ciudad elementos
que estaban prohibidos.
Y luego realizamos una seguidilla de denuncias anó-
nimas comentando que había guerrilleros escondidos en
las casas.
Cuando las autoridades fueron a verificar cada una
de ellas, notaron que todas tenían algún elemento pro-
hibido. No podrían encarcelar a todo el mundo, y menos
asesinarlo.
Con las autoridades sin entender qué sucedía, con la
población desconfiando de todo su alrededor, con cierto
pánico entre las calles y la sensación en el aire de que
algo grande estaba por ocurrir, nos decidimos a poner
en marcha el siguiente plan.
Volvimos entonces para dar el golpe final a Ciudad
Religión, era el único día del año donde grandes ca-
miones llevaban a las personas más sobresalientes de las
ciudades al santuario principal. Era una fiesta donde
se celebraban los años de la República y permitía cierta
heterogeneidad.
Pero este año teníamos preparado algo diferente,
habíamos sumado camiones a las filas y habíamos he-
cho correr la voz para que la mayoría de los ciudadanos
de Ciudad Producción pudieran participar. A su vez
habíamos intervenido los altoparlantes del resto de las
ciudades para poder transmitir en vivo todo lo que iba
a suceder.
Habíamos llenado Ciudad Religión de todos los
trabajadores de Ciudad Producción, las calles estaban
colmadas. Nunca habían viajado lejos de los muros de la
ciudad, no conocían a dónde iba su trabajo y las Ciuda-
des que se habían levantado a costa de su trabajo, hasta
que lo vieron con sus propios ojos, trabajaban 16 horas
los incomprendidos 175
al día para que unos pocos vivan con todos los lujos a
costa de ellos.
Al principio se sintieron parte de la celebración,
todos ellos sentían que por fin eran parte de algo más,
se sintieron reconocidos y alegres mirando maravillados
todos esos altísimos edificios, una iluminación privilegia-
da, toda esa decoración festiva, calles asfaltadas, puestos
de comida por doquier con las mayores exquisiteces y
música festiva en cada rincón.
Para ellos todo parecía un regalo hasta que parte del
ejército comenzó a sacarlos de la ciudad.
Pero para nuestra sorpresa una nueva orden llegó a
los ejércitos. El líder había hablado y había ordenado que
pudieran quedarse.
Era más inteligente de lo que nosotros creíamos, sa-
bía que si armaba un conflicto, o si los excluía, entonces
todos ellos se sentirían atacados y al volver a la ciudad,
luego de ver todo aquello se sentirían desanimados, y ese
amor ferviente a la República, motivo por el cual traba-
jaban cada día de sus vidas en las peores condiciones,
sería desarmado.
Entonces mientras caminaba junto a ellos, marchan-
do hasta la plaza principal vi a Leo entre la multitud.
Debía acercarme a él, decirle todo lo que estaba
pasando, cuidarlo de alguna forma, devolverle todo eso
que había hecho por mí.
Pero en un segundo lo perdí de vista.
Comencé a buscarlo cuando sentí que alguien ponía
una mano en los bolsillos de mi capa.
Cuando los revisé noté que había un pequeño papel
doblado en ellos.
Había sido Leo.
“Lia:
Ésta es la primera carta que escribo.
Cuando me dejaste tardé mucho tiempo en entender que
era lo que había pasado. Pensé que te había dado todo y no
supe ver que te había faltado. Pero ahora viéndote nuevamen-
te creo que por fin lo entiendo.
Viví la mayor parte de mis días dentro de un mundo
limitado y aunque no era un mundo cómodo, era un mundo
conocido. Pero ese mundo nunca hubiera sido suficiente para
vos y no estoy seguro de que yo lo sea tampoco.
Seguramente no lo sea por la misma razón que no puedo
dejar de intentarlo. El único mundo con el que yo sueño no
requiere la lucha y la esperanza que tiene el tuyo, solo requiere
tu ombligo. …”
“Te regalo la aceptación de tu cierre de etapa, es lo me-
jor que puedo darte, sabiendo que es lo que más me cuesta
aceptar. Perdón por no haber sido lo suficientemente mágico
como para que te quedaras, perdón por las promesas que no
pude cumplir, perdón si alguna vez te causé dolor, o no supe
entender el que llevabas a cuestas. Perdón por no haber sido lo
suficientemente valiente cuando la vida lo requería”.
El mundo se había parado en ese momento a mi
alrededor.
Sin saberlo tal vez él había entendido mejor que yo
que no podía quedarme, por el contrario de lo que yo
imaginaba se estaba lamentando de no haber podido
seguirme. Tal vez por eso no había querido volver a apa-
los incomprendidos 177
recer directamente. Aun así había estado ayudando en el
plan en silencio, enviándonos información o ayudando a
Terra a llegar. Hubiese querido volver a encontrarlo para
abrazarlo y sentirme de nuevo protegida. Pero entonces
escuché las campanas sonar, era hora.
Los camiones principales tenían un lugar privilegia-
do en la fiesta y eran espacios para que los líderes pudie-
ran hablar con la gente desde un escenario preparado
para moverse en caso de cualquier accidente.
Habíamos disfrazado uno de los nuestros para que
pudiera pasar desapercibido en la multitud hasta llegar
a la plaza.
Lo hicimos llegar a una de las puntas de una de las
plazas principales, y allí comenzó el show.
Apenas se estacionó levanté la tela trasera que daba
a uno de los edificios y me preparé junto al resto del
grupo que se encontraba dentro.
El primer paso era comenzar el espectáculo sin lla-
mar demasiado la atención, pareciendo una más de las
atracciones, entonces salimos disfrazados de pequeñas
marionetas, maquillados en nuestra totalidad, con los
labios de cada color del arco iris e hicimos estallar los
primeros fuegos artificiales.
Luego de eso comenzó nuestra obra. Cada uno de
nosotros había escrito una carta al pueblo y la leeríamos
mientras corrían detrás nuestro las imágenes de todo lo
que sucedida en las ciudades y en las Casas. Como en un
cine habíamos armado la estructura para poder repro-
ducir sobre una tela gigante las imágenes que habíamos
grabado durante nuestro viaje, en cada visita a las Casas
y a las ciudades, habíamos dejado cámaras que grababan
todo lo que ocurría.
La desigualdad, la marginalidad, la tortura, la des-
humanización, ahora todo se compartiría con la multitud
cegada que se paraba frente a nosotros.
–Todos ustedes deberían saber que todos ustedes
pueden, que todos juntos son más que la suma de cada
uno, una gran masa puede demoler cualquier muralla.
–Fueron presos de un orden que no eligieron y del
cual no los hicieron participar.
–Les dijeron que la libertad llevaba al caos, pero la
libertad no es necesariamente hacer lo que uno quiere,
la libertad también puede ser construir juntos nuestras
reglas.
–¿Se imaginan un mundo donde el trabajo fuese
automatizado o quizás compartido en partes iguales por
todos? Tal vez solo bastara con trabajar una o dos horas
al día, cada uno como ciudadano para conseguir saciar
nuestras necesidades, el resto del tiempo lo destinaría-
mos a buscar la verdad, el ocio, la cultura, a cuidarnos
los unos a los otros.
–¿El único propósito de un ser humano es trabajar?
¿O es la forma más fácil de someter?
–Pasamos el ochenta por ciento de nuestra vida ha-
ciéndolo, dedicándole desde niños nuestra vida a nuestro
supuesto futuro, “nació en una familia de las leyes, usted
debe seguir la tradición”, nunca un margen de elección
para dedicarle toda mi vida a algo que ni siquiera pude
considerar.
–Si tal vez se permitieran preguntarse acerca de todo
eso, quizás las cosas serían diferentes.
–Ustedes no saben de loque son capaces como hu-
manidad.
–Grandes mujeres y hombres capaces de construir
una República nueva, una consciencia nueva.
–Aunque para muchos sean solo rebeldes y hayan
perdido la razón.
–Aunque deseen confinarlos al encierro y desgarrar
toda su humanidad.
–Aunque para muchos nosotros seamos criminales,
por llamar la atención sobre la injusticia.
–Aunque hoy el sol caiga, mañana habrá una nueva
oportunidad.
Humanx
“La historia de la vida sobre la Tierra comenzó hace más
de 3.800 millones de años con las primeras formas unicelula-
res de diseño simple, o eso nos dice la ciencia, eso nos enseñan
en Ciudad Medicina. Un Tal Darwin en su libro “El origen
de las especies” y en el libro “La descendencia del hombre” nos
da ciertas concepciones acerca de la evolución de la vida y
especialmente de los seres humanos.
Estos conceptos establecen que los humanos descienden de
una forma de vida preexistente a través de un lento proceso
que abarca un sinnúmero de generaciones y que se halla mo-
delado por la selección natural.
Pero no debemos olvidar una parte fundamental, el proce-
so de hominización, las fuerzas selectivas favorecieron el desa-
rrollo de la inteligencia y de las capacidades de autorreflexión
y pensamiento abstracto.
Existen muchos científicos que consideran que el carácter
distintivo de la cultura humana radica en el gran desarrollo
que ha tenido el lenguaje, con sus derivaciones en cuanto a la
posibilidad de simbolización.
¿Pero qué tiene que ver esto con la evolución? ¿Qué tiene
que ver esto con el humano?
El tamaño del cerebro y su desarrollo, llamado encefa-
lización, permitió el desarrollo de ciertas áreas del cerebro y
la mayor complejidad de las conexiones interneuronales, las
cuales están relacionadas con la aparición de las capacidades
que nos definen como seres humanos: el lenguaje, la confección
de herramientas y el pensamiento abstracto.
182 ayelén di iorio
¿Qué pasa entonces cuando se intenta coartar al humano
de sus capacidades para el lenguaje y el pensamiento abstrac-
to?
Sus cualidades principales como tal desaparecen, y así, es
más fácil dominarlo”. India.
Devolverle al pueblo su poder, recordarle que era
una parte fundamental de la historia, recuperar los sen-
timientos enterrados, ponerlos en jaque para obligarlos
a cuestionarse lo establecido y demoler las viejas formas
de opresión.
Ése había sido siempre el plan.
Entonces, sin haber percibido entre la emoción, que
nadie se había acercado a arrestarnos, que no habíamos
volado en miles de pedazos junto con el camión, apare-
ció él.
El líder.
La gente se había quedado enmudecida después de
nuestros discursos y después de ver las imágenes de todo
lo que pasaba a su alrededor, delante de sus narices sin
que ellos lo hayan percibido quizás.
Cuando lo vi llegar noté que en su mirada no había
nada, un vacío que congelaba el ambiente, la frialdad
que mantienen los verdugos en el momento de cortar la
cabeza de otro ser al igual que él. Caminaba a nuestro
alrededor como flotando y se paró junto a nosotros en
el escenario.
Entonces la gente comenzó a aplaudir.
Nada había salido como lo habíamos imaginado.
los incomprendidos 183
Ahora nosotros éramos los que estábamos en jaque
frente esta situación.
Cuando miré a mi lado para encontrar la mirada de
Danile, noté que cada uno de Los Incomprendidos que
estaban en el escenario estaban escoltados por un guar-
dia parado junto a ellos.
–Buenas tardes queridos ciudadanos –dijo entonces
el líder. –¿Qué hermosa fiesta verdad? Queríamos en
este día agradecerles por el esfuerzo en el trabajo diario
para sostener y embellecer la República. –Los aplausos
cada vez sonaban más fuertes, todo ese anterior estado
de confusión había desaparecido. –Esperamos hayan dis-
frutado nuestro espectáculo dramático. Quisimos hacer
algo diferente este año. Quisimos poder mostrarles las
caras que tanto pedían.
No podía seguir estando ahí, di unos pasos atrás,
entonces él me llamó. –Por favor Lía pase al frente –me
estaba haciendo una seña para que lo acompañe. –No
seas tímida –me dijo y luego se dirigió al pueblo. –Lía es
una de las líderes de nuestro grupo revolucionario al que
le permitimos la bella puesta en escena que vimos hoy. –
Al ver que no me movía me sujetó del brazo con fuerza y
me llevó hacia adelante. –¿No debería una mujer tan be-
lla como ella acaso estar en este momento de la mano de
su marido caminando por nuestras calles y disfrutando
de la fiesta de la República? El pueblo clamaba ¡Sí! pleno
de entusiasmo. –Sí, también lo creo hermanos, pero aun-
que no lo sepan decidió abandonar a su esposo para irse
con su amante, otro sublevado que la llevó a exponer su
vida para ganarse su aprobación. –La gente comenzó a
silbar y abuchear. Yo pertenecía inmóvil del brazo toma-
do por él. –¿No debemos ayudar a esta pequeña oveja a
184 ayelén di iorio
volver a su rebaño y con su marido y alejarse de esas ma-
las influencias? –Mujeres y hombres cantaban al unísono
¡Sí! Su poder era sorprendente. –Eso haremos entonces
y les daremos una lección a todos aquellos que deseen
romper con el orden y la tradición. –Trajeron entonces
maniatado a Danile al escenario. Y en un segundo un
disparo le atravesó el costado del tórax.
–¡No! –Grité y me solté del brazo del líder.
–Esta mujer es un vivo ejemplo de lo que sucede
cuando uno se deja dominar por los impulsos y las emo-
ciones, las tragedias nos invaden a nosotros, nuestras
familias, el matrimonio. ¿Vale la pena? ¡Claro que no
mis hermanos! Vivamos en esta continua y permanente
armonía que nos asegura la felicidad.
Una canción de lucha había comenzado a sonar en
los parlantes, era el Himno de la República, el líder en-
tonces levantó las manos y se despidió de su pueblo.
Me desplomé en el piso de madera junto a Danile
que me abrazaba con las pocas fuerzas que tenía mien-
tras la sangre corría.
Todo había sido en vano, toda la lucha, todo el dolor,
las despedidas, todo sería en vano si ahora él moría. Ya
no importaba qué hicieran conmigo. Ya no importaba
esa multitud que se acercaba con deseos de carnearme.
–Hola –dijo con una mueca en la cara como si se
estuviera acordando de un chiste que no le causa tanta
gracia –es raro como terminan las cosas algunas veces.
–Esto recién esta empezando. Tenes que guardar tus
fuerzas.
–Hablando de principios ¿Te acordás la primera vez
que nos vimos?
los incomprendidos 185
–Solo recuerdo que me miraste con cierto desprecio.
–Yo no recuerdo el desprecio, estaba seguro te depa-
raba un destino trágico. Pero en mi perversa imagina-
ción los roles estaban invertidos. Me alegro haber estado
equivocado una vez más.
–No sigas hablando –dije mientras notaba como la
sangre se colaba por la tela de mi vestido hasta llegar
a mi piel. Era su sangre, debía parar de hablar, debía
seguir mirándome, debía seguir conmigo.
–Una vez leí que la única manera de ser sincero es
morir solo.
–Eso es terrible.
–En este momento te daría la razón, ¿te puedo pre-
guntar algo?
–Solo si vas a dejar de hablar de esas cosas.
–No prometo nada, pero supongo que no le vas a
negar a un moribundo su ultimo deseo. ¿Pensas que si
hubiésemos vivido en otro mundo igual nos hubiéramos
encontrado?
–Yo te hubiera ido a buscar.
–Entonces cuando termines acá te voy a estar espe-
rando –dijo mientras sonreía. –Lo único que me apena
de esta historia es pensar en lo mucho que vas a hacer
en el mundo nuevo que vas a ayudar a construir y que yo
no esté ahí para verlo.
Deberías saber algunas cosas –me dijo mientras in-
tentaba seguir mi mirada.
–No deberías hablar, conservá tus fuerzas –le dije
entre el llanto.
186 ayelén di iorio
–Pero tengo que decírtelo –dijo entre la tos y el
dolor que le generaban las heridas –hace tiempo ya lo
vengo pensando, quizás nunca supe cómo demostrártelo,
no tengo la capacidad para demostrar amor, nunca la
aprendí hasta que te conocí, pero por más intentos que
hiciera para acercarme, siempre aparecía una pregunta
nueva –hizo entonces una pausa –cuando volvimos a
buscarte y me enteré que estabas casada, me negué a
interrumpir tu vida, en el fondo sabía que te necesitá-
bamos, pero más aún yo te necesitaba, porque todo eso
podrido había sido reconstruido desde que llegaste y en
alguna parte de mí tampoco quería perderte. Sé que no
tuvimos el tiempo, ni la oportunidad, y que quizás lo
mejor es que sigas con tu vida sin preguntarte como yo
¿qué hubiese pasado si hubiese hablado antes?
–¿Qué? –le dije mientras lo sostenía en mis brazos. –
No te podés morir ahora, tenés que seguir con nosotros,
tenés que seguir conmigo. Estamos a un paso de conse-
guirlo. No te podés morir, no ahora, yo debería estar en
tu lugar, fue mi estúpida idea –no podía dejarlo irse –yo
no soy una heroína.
–Sos algo mejor que eso, sos una persona real, las
heroínas no existen.
–No te vayas. Seguí mirándome, no te voy a soltar
hasta que alguien venga a buscarnos, alguien debe venir.
–Todos los adioses deben ser dichos. –Me dijo Danile y
cerró los ojos.
Lo besé en la frente mientras el mundo parecía
haber dejado de girar, por un segundo repasé cada mo-
mento compartido y me pregunté también por qué no
había sucedido antes.
los incomprendidos 187
Habíamos priorizado algo más que una posible re-
lación que quizás terminara hecha trizas y con ella no-
sotros y todo lo que habíamos conseguido hasta ahora.
Pero ahora que el mundo se caía a pedazos todo lo
que me quedaba eran los recuerdos y sentía que eran
insuficientes.
Entonces apareció Leo.
–Hay que esconderlo –me dijo.
¿Dónde estaba el resto del grupo? ¿Dónde estaban
todos? Habían desaparecido atrás mío.
–Lía no tenemos tiempo.
–Sé a dónde podemos ir –le dije intentando concen-
trarme.
–Necesito tu capa para poder hacer presión sobre la
herida, perderá mucha sangre de camino.
–No necesitamos caminar –le dije y me dirigí a la
cabina del camión. Antes me di vuelta para mirarlos
–Debes prometerme que vas a cuidarlo, mantenelo con
vos y estén cerca de los bordes de la salida para cuando
tengan que saltar –Ya no había nada que perder. A toda
velocidad y sin medir consecuencias, me dirigí entre la
gente a uno de los acantilados.
–¡Lía! –escuchaba que me llamaba Leo mientras au-
mentaba la velocidad.
Entonces cuando estábamos por llegar al acantilado
giré el volante en su totalidad y el acoplado del camión
tomó el impulso suficiente para dejarme con la cabina
de cara a la ciudad.
Poco a poco comencé a ir en reversa hasta dejar la
totalidad del acoplado colgando.
188 ayelén di iorio
El resto fue imposible de controlar.
Me vi caer con el peso del vehículo.
La fuerza
–Lía –decía una voz suavemente. –Debés despertar,
se hace tarde para desayunar.
Cuando abrí los ojos la vi, era mi pequeña Antonella.
Ahora me hablaba a mí para despertarme. No podía res-
pirar bien, sentía mi cuerpo pesado y un dolor de cabeza
que me mareaba.
–¡Despertó! –escuché gritar.
–Por favor –le dije mientras le agarraba la mano.
–Perdón, perdón, tranquila –me respondió mientras
me acariciaba la cabeza y daba pequeños saltitos de ale-
gría.
–¿Dónde estamos? –le pregunté.
–En la cueva –me dijo mostrándome los techos de lo
que sabía era la ciudad antigua que habíamos encontra-
do bajo tierra.
–¿Cómo pasó?
–¿Cuál de todos los sucesos? –me preguntó risueña.
–¿Cómo llegaste acá? –le dije mientras intentaba
incorporarme.
–Es una larga historia, pero digamos que estaba
escondida en la cabina cuando todo pasó y cuando es-
cuché el disparo salí y encontré a los chicos corriendo.
Entonces les recordé este lugar, y al parecer estaban tan
confundidos que no notaron que les daba ordenes una
niña –hizo un gesto entonces de ponerse en puntas de
pie y estirar su pelo mostrando su grandeza.
190 ayelén di iorio
–¿Cómo nos encontraron?
–Escuchamos el impacto del camión al caer al agua
y supimos que eran ustedes –me respondió.
–¿Danile? ¿Leo?
–Leo está como para seguir dando batalla, tiene mu-
cha fuerza ese chico –me dijo mientras hacía un gesto de
fuerza con sus brazos.
–¿Danile? –¿Había logrado darle otra oportunidad?
–Lo están atendiendo, la bala lo atravesó de costado
y no lastimó ningún órgano al parecer.
Sentí cómo mi pecho se expandía y volvía a respirar.
–¿Puedo ir a contarles? –me preguntó inquieta.
–Sí –le dije– pero antes dame un abrazo –casi reti-
cente y sin entender mi demostración de amor se acercó
y dejó que la abrazara mientras ella apoyaba suavemente
sus manos en mis hombros.
A los pocos minutos llegaron los demás.
–Perdón, pensamos que lo mejor… –dijo Debra.
–Está bien, si nosotros moríamos otros debían seguir
vivos para seguir dando batalla –les dije antes de que
terminaran de hablar, a veces la mejor decisión era la
supervivencia frente a esos momentos, conservarse para
poder seguir.
–¿Podés respirar mejor? –me preguntó Athenas.
–Sí –le respondí.
–Cuando te sacamos del agua, no reaccionabas, fue-
ron los peores minutos de mi vida hasta que vomitaste
todo el agua que habías tragado –me dijo Terra.
los incomprendidos 191
–Me alegra estar con ustedes de nuevo –les dije son-
riendo. –¿Cuánto tiempo pasó? –Estuviste casi un día
dormida. –Me respondió Javier.
–No tardarán en encontrarnos. –Dije volviendo a
recordar en dónde estábamos.
–No deberías preocuparte por eso, tenemos una idea
–señaló Athenas intentando calmarme.
Antonella me miraba desde el rincón con una sonrisa
enigmática que me producía cierta ansiedad.
Los observé intentando obligarlos con la mirada a
contarme qué estaba pasando.
–¿Alguna vez pensaste en volar? –me preguntó Ja-
vier.
¿Volar? ¿Acaso estaban intentando decirme algo
metafóricamente?
–Tenemos suficientes explosivos como para volar la
salida de la cueva y abrirla lo suficiente como para poder
pasar por ahí el avión. –Dijo Athenas.
–Eso es casi imposible, se caerían los escombros so-
bre nuestras cabezas.
–Depende cómo y dónde coloquemos los explosivos
–me contestó Javier.
Miré a Terra un segundo, había olvidado que él era
el chico dinamita y ya tenía práctica en hacer volar edi-
ficios.
–¿Cómo vamos a hacer volar la nave? –pregunté,
ése era el otro problema, ninguno de nosotros había
aprendido nada parecido, hasta hacía pocos meses no
sabíamos siquiera de su existencia.
192 ayelén di iorio
–Leo antes de trabajar en la fábrica de detergentes,
era mecánico en una fábrica automotriz –me respondió
Debra.
–No es lo mismo, pero está leyendo los manuales
que encontramos entre las cosas que robamos –me dijo
Javier.
–Es una locura –dije presa del miedo– vamos a morir
todos.
–De cualquier manera si nos quedamos aquí vamos a
morir, no tenemos provisiones ya moriremos de hambre
o ellos mismos nos encontrarán y nos harán desaparecer.
–Esta bien –comenté resignada a que la suerte nos
acompañara alguna vez.
Lo hicimos esa noche. La nave era pequeña y rosada
como la habíamos dejado. No sabíamos cuánto peso po-
día soportar, pero era nuestra única oportunidad.
Leo se encontraba en el mando al lado de Javier,
que tenía en sus manos el manual que poco serviría si
no podíamos hacer volar efectivamente las paredes que
cercaban la salida.
Terra, Debra y Athenas volvían corriendo al avión
luego de haber colocado los explosivos.
Ahora comenzaría la cuenta regresiva.
Nos miramos entre todos, acostamos el cuerpo de
Danile, aún herido, sobre el suelo con la cabeza en mis
piernas, lo acompañaría hasta que su cuerpo se recupe-
rara.
Entonces alguien comenzó a tararear una canción y
otra se puso a silbar, mientras otra hacia bailes con su ca-
beza y Antonella hacía el gesto de tocar un instrumento.
los incomprendidos 193
La obra comenzaba nuevamente.
Fue ahí que sentimos la explosión, era el momento.
Comenzamos a carretear hacia la salida. Poco a poco
el avión comenzó a tomar velocidad. El estómago subió a
mi garganta, y sentí que mi pecho iba a salir despedido
mientras contrarrestamos las leyes de gravitación y salía-
mos volando sobre el canal a nuevos horizontes.
Planeamos por cada ciudad mientras veíamos a
los niños mirarnos con sorpresa y encanto. Todos esos
adultos que no creían que un dispositivo se pudiera
mantener en el aire, que fueran ciertos esos mitos, ahora
no podían quitar los ojos de esa realidad que aparecía
frente a sus ojos.
Tal vez sería una forma de recordarles que todo era
posible, que había esperanzas, que las utopías se veían
lejanas, pero solo había que caminar hacia ellas para
hacerlas parte de una realidad, o tal vez volar hacia ellas
y darle alas.
–¿A dónde vamos a ir? –Me preguntó Antonella.
–A buscar a papá y mamá.
Índice
Prefacio ……………………………………………………………… 9
Casas que arden ………………………………………………… 11
Las cadenas ………………………………………………………. 27
Los incomprendidos…………………………………………… 45
Las marcas………………………………………………………… 59
La libertad………………………………………………………… 69
Salidas ……………………………………………………………… 75
El despertar………………………………………………………. 83
Lealtades ………………………………………………………….. 93
La oportunidad…………………………………………………101
Nuevos vientos…………………………………………………..111
Vientos del ayer …………………………………………………117
Tejiendo redes…………………………………………………. 127
Las batallas……………………………………………………….151
Buenos días …………………………………………………….. 159
El movimiento …………………………………………………. 165
Iguales……………………………………………………………..173
Humanx …………………………………………………………..181
La fuerza ………………………………………………………… 189
OPINIONES Y COMENTARIOS