Los incomprendidos

Los incomprendidos

Ayelen Di Iorio

08/03/2021

Los incomprendidos

Prefacio

Había una vez, en una República lejana y dis-

tópica, una pequeña niña…

Casas que arden

No tengo muchos recuerdos de mi niñez. Solo sobre

la semana antes de encontrarme en este lugar.

Vivía en la Ciudad de las Leyes.

Cada ciudad en mi República tiene un motivo y un

propósito desde su constitución afín a las necesidades

de la sociedad. Existen seis ciudades principales: Ciudad

de las Leyes, Ciudad Economía, Ciudad Medicina, Ciu-

dad Ingeniería, Ciudad de la Producción y la principal,

Ciudad Religión. Cada una de ellas convive con sus ciu-

dades hermanas en armonía mientras cada una respete

su lugar en el espacio. Los territorios están delimitados

por grandes ríos o montañas que permiten el control

del acceso y movilidad entre ciudades. Hay permisos de

circulación y restricciones determinantes para el ingre-

so a cada una de ellas. Cada quien debe vivir y convivir

con los suyos para asegurar la continua armonía en la

República y para que el conocimiento sea heredado y

potenciado en las futuras generaciones.

Mi familia era la institución de las leyes en la ciudad.

No recuerdo ninguna hoja dentro del árbol familiar que

se dedicara a otra cosa que no fuese defender la verdad,

la justicia y sobre todo lo normado. Las paredes estaban

cubiertas de diplomas y reconocimientos varios que se-

gún ellos eran el motivo de su existencia. Pienso en la

gran biblioteca que estaba en el salón, no me dejaban

tocar esos libros, porque al parecer no se debían mar-

car, ni debían doblarse sus páginas. Eso me hacía sentir

muy mal, había tantos conocimientos en ellos que sentía

como una falta de respeto no tocarlos, no sentirlos, no

hacerlos propios.

Un día mientras volvía del colegio, pasé junto a un

pequeño parque que mostraba las habilidades de la

primavera para embellecer con sus colores las calles.

Entonces vi una manta que me llamó la atención por sus

hermosos colores, un señor muy mayor la había tendi-

do. Parecía alguien muy sabiondo y culto, así que como

era lo que me habían enseñado a valorar en casa no

temí acercarme para ver de cerca qué había sobre ella.

Cuando pude acercarme más vi que había libros de todo

tipo y variedad. Me emocionó mucho pensar en adquirir

mi propio libro. Con el pasar de los días, y al notar que

siempre miraba su manta a ver qué nuevas historias es-

taban tendidas ahí esperando ser leídas, el señor decidió

hablarme.

–¿Le gusta alguno? –me dijo amablemente al ver mi

interés.

–Todos, sinceramente –contesté en medio de la ver-

güenza que me había alcanzado en ese momento.

–Elija uno.

Solo de pensar en hacer mía cualquiera de esas his-

torias me había devuelto la alegría en ese momento.

–No puedo.

–Ellos estarían encantados de que ser leídos, y yo no

puedo ir contra eso.

Entonces leí minuciosamente cada título y decidí

tomar uno llamado –Los incomprendidos–. En ese mo-

mento no conocía la profundidad de esa palabra y lo que

los incomprendidos 13

denunciaba. Pero me gustaba cómo sonaba su título y

cómo resonaba en mi interior.

–Éste es perfecto.

–Es suyo entonces.

Solo sé que desde el momento que lo tuve en mis

manos, al sentir la textura de cada página y olerlo, supe

que era para mí. No tardé más de tres días en devorár-

melo. Cada página era una caricia a mi alma.

Entonces un día pasó algo.

Mientras cenábamos con mi familia en silencio como

cada noche, decidí preguntar. Parece que preguntar es

pecado cuando todo está dicho y escrito. O eso me hicie-

ron sentir algunos minutos después.

–¿Quién creó las leyes? –pregunté, ellos que habían

dedicado su vida a ese tema debían tener la respuesta.

–Los hombres –me respondió mi madre mientras me

miraba de reojo.

–Entonces si los hombres crearon las leyes, pueden

modificarlas.

–¿Por qué las modificarían? –dijo mi padre preocu-

pado por esas inquietudes que habían surgido en mí.

–Tal vez estén mal –respondí sin darme cuenta lo

que acarreaban mis dichos.

–¿Cómo podés decir eso después de haber sobrevi-

vido gracias a esas normas que nos hacen vivir en socie-

dad?

–Solo digo que el hombre puede equivocarse, y si

los hombres crearon las leyes y las normas, pueden estar

mal también y deberían ser revisadas.

–Por favor terminá tu plato y dejanos hablar a solas

–dijo mi padre a modo de sentencia.

Recuerdo las siguientes horas porque por primera

vez escuchaba pelear a mis padres, ellos habían alzado

la voz, pero era tan grande la intensidad de la discusión

que no lograba divisar de qué hablaban. Tuve mucho

miedo y culpa. Odiaba esa sensación que recurrente-

mente se volvía la presencia más cercana en mis días.

Hallaba en mí tantas contradicciones que no era extraño

sentirme mal con todo lo que era.

Cuando escuché los pasos subiendo las escaleras solo

pude abrazar mi libro, eso me hacía sentir protegida.

Los libros no me juzgaban, al contrario, ellos me abrían

puertas a nuevos mundos donde me sentía más feliz.

Entonces entró primero mi padre, él era un hombre

muy alto de cabello claro y ojos estirados que daban

siempre la impresión de estar observándote de cerca.

–¿Quién te metió esas ideas raras?

–¿Qué ideas raras? –No entendía a qué se estaba

refiriendo.

–No estás cooperando ¿Estás buscando que te cam-

biemos de colegio? ¿Tendremos que hablar con la familia

de tus amigas?

No entendía qué había hecho tan mal para que me

hablara de esa forma, mis ojos se llenaron de lágrimas.

–No es momento de llorar.

Pero yo no sabía qué decir, me encontraba atrapada.

Fue ahí cuando abracé más fuerte mi libro contra mi

pecho y él lo vio.

–Dame eso –dijo refiriéndose a mi libro.

los incomprendidos 15

–No lo robé de la biblioteca, lo juro.

–¿Entonces de dónde salió?

–Es un regalo.

–¿De quién?

–Del señor que lee libros en el parque.

–Quiero pensar que no tomaste algo que no era tuyo.

–No, jamás haría algo así.

–No tiene sentido lo que decís, sabés el valor de la

verdad y sabés qué pasa cuando se dicen mentiras.

–Me lo regaló el señor que estaba en el parque ca-

mino a casa.

–Sabés que no debés hablar con extraños y menos

aceptar regalos. No te crié para esto –respondió.

Mucho tiempo después me quedé pensando a qué se

refería con: “No te crié para esto”, ¿qué significaba eso?

¿Ellos ya tenían un propósito para mí? ¿Estaba cada día

de mi vida planificado para un fin? ¿Qué pasaba si yo

me disponía a enfrentarme a ese destino? ¿Qué pasaba

si como todos los hombres, se equivocaban y ése no era

el mejor futuro para mí? ¿O al menos el que yo quería,

contaba lo que yo quisiera? De fondo, detrás de la puer-

ta, se escuchaba a mi madre llorando por lo bajo.

Entonces tomó el libro en sus manos, lo inspeccionó

y comenzó a destruirlo. Rompía cada página, una por

una, mirándome a los ojos. Cuando terminó su ceremo-

nia, su castigo hacia mi insurrección, salió de la habita-

ción y cerró minuciosamente la puerta dejándome en la

oscuridad de mi soledad, mi tristeza y mi única alegría

rota.

Sé que lloré toda la noche, lo sé porque pensé que

me moriría de tanto llorar.

Al día siguiente cuando desperté y bajé a desayunar

noté que algo extraño pasaba. Me acompañarían hasta el

colegio. Eso nunca sucedía, ellos siempre tenían mucho

trabajo y reuniones importantes, que jamás posponían.

Desde el jardín me enseñaron el camino y había apren-

dido a memorizarlo para llegar cada día.

De camino encontramos al señor de los libros, mi

padre se paró frente a la manta y comenzó a patear

cada libro. El señor solo se quedó quieto al verme. Solo

se quedó mirándome durante el desastre. Sentí en ese

momento ganas de correr y abrazarlo, pero si me movía

un centímetro todo sería peor.

Cuando terminó de hacer su escena miró directo a

los ojos del hombre y le dijo:

–No quiero verlo dentro del radio de los mil metros

a la redonda de este lugar o tendrá sus consecuencias.

Entonces me tomó fuerte del brazo y me arrastró

hasta la escuela.

–Perdón –solo alcancé a decirle en mi desesperación

y mi angustia. Temía que no escuchara mi voz.

–Solo tiene miedo –me respondió desde lo lejos.

Al principio no entendí qué quería decirme con eso,

pero hoy diez años después sé que tenía razón.

Cuando llegué al colegio ya todos comentaban acer-

ca de lo ocurrido. Se escuchaba murmurar sobre mí y

la locura que me había invadido para cometer el delito

de preguntar. Hasta mis amigas que me acompañaban

desde mi llegada a este mundo, hijas de amigos de la

los incomprendidos 17

familia, me miraban de arriba a abajo esperando ver en

mí algún tipo de anomalía física que respondiera sus

dudas acerca de mis comportamientos.

Eso me motivó a entablar una conversación que les

diera las explicaciones que no se animaban a pedirme.

–No me pasó nada, o tal vez sí, todo –les dije.

–¿Te sentís bien? –preguntó una de ellas mirándome

preocupada por mi declaración.

–Un poco enojada.

–Es normal, un extraño no debe acercarse para plan-

tar en vos ideas que no son buenas.

–Solo me dio un libro, el resto fueron dudas mías.

–¿Sobre qué trataba el libro? –preguntó una de ellas.

–¿Qué pasaría si pudiéramos elegir en qué mundo

vivir? ¿Qué pasaría si supiéramos que todo fue construi-

do por el hombre, un hombre capaz de equivocarse y así

como él sus normas? ¿Qué pasaría si existiera un mundo

nuevo con infinitas posibilidades para todos? –Me daba

cuenta que a medida que hablaba de lo que sentía, no

podía parar, a cada segundo aparecían nuevos interro-

gantes y se abrían las puertas de nuevas esperanzas ¿Qué

pasaría si cada uno pudiera elegir quién ser, cómo ser y

cómo vestir, quién desea ser? ¿El mundo se acabaría o

comenzaría a existir un mundo más feliz? Donde cada

uno pudiera elegir. ¿Se preguntaron alguna vez qué ha-

bían elegido ustedes en sus vidas? ¿Eligieron su familia?

Por supuesto que no, por cuestiones biológicas. ¿Eligie-

ron dónde nacer? No, ya que dependía de dónde habían

nacido sus padres. ¿Eligieron sus nombres? Tampoco, lo

determinaron quienes no eran ustedes y las definieron.

¿Y si quisiera llamarme de otra manera y si quisiera

cambiar mi apariencia? ¿Y si no quisiera ser eso que

desean mis padres? ¿Y si quisiera descubrir quién soy y

qué quiero?

–¿Por qué querrías eso? Yo sé bien quién soy, soy

Antonia, soy buena en leyes como toda mi familia, deseo

salir del colegio para comenzar mi carrera profesional,

ser de las mejores, como mis padres, tener un buen ma-

rido, a quien conoceré durante la universidad y tener dos

hermosos hijos que se llamarán como nuestros padres,

para seguir perpetuando nuestro legado.

–¿Eso deseás o es lo que te enseñaron a desear?

–Ése es nuestro propósito –me respondió con rudeza.

Minutos después todas tomaron sus cosas y se aleja-

ron, dejándome con las nuevas preguntas que definirían

todo lo que vendría después.

No sabía la magnitud de la revolución que había

causado, no había notado su tamaño. No solo mis ami-

gas habían presenciado mi declaración sino también

maestros que caminaban en los pasillos y el resto del

alumnado.

Al día siguiente me llamarían a hablar con la direc-

tora de la institución.

–¿Cómo estás querida? Me dijeron que tuviste días

difíciles. –Dijo la directora Josefina, mujer entrada en

años, con una tez tan clara como el papel, ojos peque-

ños color verde y una sonrisa indivisible más allá de sus

intenciones de parecer simpática.

–Yo los llamaría liberadores –dije presa de mi im-

prudencia.

los incomprendidos 19

–¿De qué deseás librarte? –me preguntó sonriéndo-

me irónicamente.

–De las normas escritas por otros, otros que no co-

nozco, no conozco su historia, sus intenciones, sus inte-

reses ¿Nunca se preguntó por qué era quién era? ¿Por

qué hacía lo que hacía?

–No. Siempre tuve la certeza de que estaba en el

lugar correcto.

–¿O sea que nunca se lo cuestionó?

–No hubo necesidad, siglos y siglos de hombres me-

jores que nosotros hicieron ese trabajo para facilitarnos

la vida y lograr una sociedad mejor.

–Debo decirle que difiero, hay mucha gente infeliz

¿Usted vio las tasas de suicidio? Eso debería llamarle la

atención.

–¿Está pensando en suicidarse? –Me dijo.

–No, amo la vida, pero no la que tengo ahora.

–Eso es una denuncia muy fuerte para una niña

de solo 15 años. Creo que el problema es mayor al que

creíamos ¿Sabe lo que generó en el colegio? ¿Sabe los

llamados que recibí en tan solo un día de padres preocu-

pados por sus hijos? ¿Sabe el dolor que causó?

–No fue mi intención.

–No tenemos por qué aguantar rebeldías de una

niña, esta institución tiene años de reconocimientos por

los logros realizados.

–¿Qué logros? –me animé a preguntar sin una se-

gunda intención, realmente necesitaba conocer más

sobre el mundo en el que habitaba.

–Hacer ciudadanos mejores ¿O piensa que la vida va

a ser como en las novelas que me enteré que lee? –res-

pondió ella con cierta crueldad.

–Solo leí una –me resigné a contestarle, me hubiese

gustado decirle que me hacía muchísima ilusión pensar

en leer miles y miles de libros.

–Debería dejar de hacerlo, el mundo debe seguir

girando como lo hace desde hace millones de años, y

cada uno de nosotros debe respetar el lugar que le fue

asignado en él.

Había hablado con tal ímpetu que me intimidó su

discurso. Pero en el fondo, más allá del miedo, había

aumentado mis preguntas.

–Llamaremos a sus padres enseguida para que la

vengan a recoger, usted no debe pasar un segundo más

en esta institución.

–¿Qué haría si por un día las leyes fueran suspen-

didas? –le dije antes de salir de la sala. Supongo que la

sumatoria de hechos y cuestionamientos que surgieron

esa semana impulsaron lo que sucedería más tarde, pero

esa frase determinó el acelere de mi destino ¿Una pre-

gunta podría desmoronar una torre de certezas? ¿O ha-

cía falta más que eso para simplemente hacerla temblar?

Por lo pronto, había puesto muy nerviosa a la directora,

quien se mostraba con el rostro enrojecido de tanta ira

y las manos sudadas. Salí de allí con una emoción nue-

va que recorría mi cuerpo. Me sentía excitada por esas

preguntas que aparecieron en mí. No podía dejar de

preguntarme cosas nuevas, y sentía que había adquirido

un nuevo super poder.

los incomprendidos 21

Mi alegría duró lo que tardé en recorrer el camino

hasta mi casa. Cuando llegué una camioneta esperaba

en la puerta. Mis padres se encontraban hablando con

personas hasta el momento desconocidas. Mamá parecía

sollozar por lo bajo, mientras mi padre mantenía su mi-

rada de inquisición que escondía siempre una segunda

intención, quizás de protegerse, durante la conversación.

No sé por qué comencé a tener miedo, esas personas

estaban mirandome cuando me acerqué, sentía cómo sus

ojos inspeccionaban todo mi ser, el llanto de mi madre

aumentó y mi padre comenzó a mostrarse nervioso por

primera vez. Había escuchado historias acerca de lugares

donde era encerrada la gente que rompía las reglas o las

normas de convivencia, pero jamás imaginé que algún

día pudiera pasarme.

Había imaginado que eran cuentos que les contaban

a los niños para mantenerlos dentro de los márgenes.

No había hecho nada malo como para merecer el

encierro en esas instituciones. No quería ir allí.

Solo sé que comencé a correr en dirección contraria

hasta que de un golpe caí al suelo. No recuerdo nada

más entonces. Salvo la voz de mi madre de fondo entre

llantos siendo consolada por mi padre que le decía: “Es

lo mejor”.

Los vidrios de la camioneta eran tan oscuros que

apenas cayó la totalidad del sol dejé de ver qué había en

el más allá de lo que me rodeaba. No tuve miedo por

raro que parezca. Sentía cierta sensación de orgullo,

una sensación en el pecho que no puedo describir bien.

Tomé todo el aire posible en ese momento y luego sus-

piré.

Cuando comenzó a frenar el vehículo pude divisar

luces a lo lejos. Parecía que estábamos rodeados de mon-

tañas. Pero cuando pude descender descubrí que eran

grandes murallas de cemento. Por un segundo sentí que

todo el aire que había tomado durante el viaje y toda la

emoción que me había recorrido habían desaparecido

para dejarme una sensación de desorientación. Giré so-

bre mi lugar y pude descubrir que esas paredes tenían el

tamaño de un edificio y que su color, a pesar de la poca

luz que había, era gris.

–Señorita debe ponerse estos auriculares y caminar

por el sendero que enseña la luz.

No salían palabras de mi boca, sentía que todo es-

taba guardado en mi interior, temiendo lo que vendría.

Me dieron auriculares, había visto estos artefactos en la

televisión, reproducían lo que llamaban canciones. Los

niños y adolescentes no podíamos consumir canciones,

estaba prohibido. En el único ámbito que se permitían

era en las ceremonias que celebraban una vez al año los

ciudadanos de la Ciudad Religión en cada estado. Solo

al ser mayores de edad teníamos acceso a una lista de

canciones que la República nos brindaba.

Cuando me dispuse a colocarme los auriculares una

pequeña melodía comenzó a sonar, al comienzo me sentí

alegre de usarlos por primera vez, pero a medida que

caminaba en dirección a la Casa el sonido que salía era

más monótono y circular, lo que al visualizarlo como una

imagen me dio un gran mareo que casi me deja sentada

sobre la tierra mojada bajo mis pies.

Intenté no concentrarme en la música y percibir con

mayor intensidad lo que pasaba a mi alrededor.

los incomprendidos 23

El lugar podría haber sido percibido como enorme,

pero las grandes paredes que lo encerraban me daban

una sensación de ahogo, de frente se podían ver las

paredes lisas, pero bajas del sitio que habitaría. Había

pocas y pequeñas ventanas, todas ellas altas, y desde ahí

se desprendían luces completamente fuertes que alum-

braban el camino.

Cuando llegué a la puerta un grupo de personas

aguardaban el ingreso junto a mí. Algunos parecían

asustados, otros miraban de manera intimidante, como

si temieran una embestida fatal y otros, sin embargo,

se mostraban tranquilos mirando el poco cielo que

dejaban ver.

No pasaron muchos minutos hasta que una voz agu-

da a lo lejos nos dio la bienvenida.

–Buenas noches a cada uno de ustedes. Mi nombre

es Mayora, soy la directora de Casa. Éste será su hogar

hasta que cumplan la mayoría de edad o hasta que así lo

dispongan las autoridades de Ciudad Religión. Tenemos

algunas reglas aquí, más bien para que nos entenda-

mos mejor, será para ustedes una nueva forma de vida.

Aprenderán todo lo que un buen ciudadano necesita

saber para vivir en sociedad. Tendrán habitaciones in-

dividuales con sus respectivos baños. Allí encontrarán

los horarios estipulados para cada actividad en el día.

No deben faltar ni retrasarse o tendrán castigos. A cada

uno de ustedes les será asignado un nombre nuevo, to-

dos vestirán igual, están prohibidas las distinciones. Las

mujeres tendrán una hora para alistarse por la mañana

y acercarse al salón de limpieza para que su cabello sea

recortado. Los hombres por su parte harán lo mismo y

se les cortará la totalidad de su cabello. –Luego de las

primeras consignas y al ver algunos rostros preocupados

hizo una pequeña mueca de felicidad. –Por último, y no

menos importante, deben saber que desde el inicio de

su día hasta el final deben utilizar sus audífonos, por

este medio les será comunicada toda la información,

durante las clases se transmitirá todo lo que necesitan

saber, la lectura de sus libros, las clases dictadas por la

profesora, durante el resto del día todos los avisos serán

comunicados por ellos y también se reproducirá música

durante los horarios de descanso. El resto de la infor-

mación la irán recibiendo a medida que se disponga. Es

todo, pueden ingresar y seguir las indicaciones hacia sus

habitaciones.

Levanté la mano cuando terminó de hablar, pero la

música comenzó a sonar nuevamente y aunque me vio,

no se volteó a responderme. Entonces decidí levantar la

voz tanto como pudiera:

–¿Señora Mayora qué pasa después de la mayoría de

edad?

Mientras se iba caminando, me miró de reojo y se li-

mitó a contestar: –No debería preocuparse ahora en eso,

si es que sale. Con su temperamento lo dudo–. Sonrió y

siguió caminando.

Unos segundos después apareció un hombre muy

joven, alto y de cabello oscuro, con esas miradas pene-

trantes y esas voces que logran con su tono envolverte.

–Pueden pasar, sean bienvenidos, no olviden las in-

dicaciones, las dudas deberán saldarse al momento de

aparecer con los tutores que les asignarán. –Dio unos

pasos adelante y nos abrió el portón que nos separaba

de Casa. –Como saben está prohibido todo tipo de inte-

los incomprendidos 25

racción que no sea determinada, sugerida y/o propuesta

por las autoridades de esta institución, sepan que todo

lo escuchan y todo lo saben.

Miró otra vez al grupo y se encontró con mis ojos

más redondos y abiertos que de costumbre, estaba sin-

tiendo una sensación entre excitación y miedo nueva-

mente.

–Todo lo que hacemos es para su bien y el de la

República –fue lo último que dijo antes de dejarnos ser

guiados por las señales en el camino que nos llevaban a

nuestras habitaciones.

Las cadenas

Al contrario de lo que imaginaba, las paredes es-

taban repletas de empapelados de diferentes formas

y matrices, eso me perturbaba bastante, no había un

espacio en blanco, ni siquiera en el techo. El baño era

muy sencillo y agradable, salvo por la falta de espejo.

Ahí descubrí que la ducha tenía algo particular. Había

un pequeño espacio en el medio justo debajo de la ducha

y dos apoyabrazos a los costados. Ni jaboneras ni jabón,

y al menos a la vista no había utensilios para el lavado

del cabello.

En la cama me esperaba mi uniforme y al lado una

pequeña bolsa donde debía depositar todas mis perte-

nencias actuales. Supe en ese momento que no volvería a

ver mi vestido favorito nunca más, así que decidí recortar

un pedazo de esa tela color lila para llevarla escondida

conmigo a cada momento y así recordar siempre ese

hermoso color que existía para todos.

Como era de esperar el uniforme era de un color ca-

qui terriblemente feo y aburrido, constaba de una chom-

ba de mangas largas con el escudo de la República y un

pantalón de trabajo ancho sin bolsillos. Los zapatos ha-

cían juego con el asqueroso atuendo en color marrón de

lo más parecido al barro, cercano al negro y al gris. Eran

totalmente cerrados y duros, y me daban cierta sensación

de que se me hincharían los pies todo el tiempo.

La primer noche, esa primera noche, casi no pude

dormir.

Por más intentos y vueltas en mi misma en la cama,

a sabiendas que la mañana siguiente debería estar des-

pierta en el primer rayo de sol, mis mente se negaba a

parar de girar.

Esa mañana tendríamos que acondicionar nuestro

cabello en el salón, así que me dispuse a salir de mi ha-

bitación lo más pronto posible para no llegar tarde. Casi

olvidaba mis auriculares cuando escuché a lo lejos que

salía música. Cuando salí al pasillo me crucé con el señor

que nos recibió el día anterior, no era tan viejo como

había parecido, pero su altura y sus gestos eran lo más

similar a la gente adulta que decidió dejar de jugar con

sus movimientos para limitarse a una linealidad monó-

tona. Lo saludé levantando la mano y entonces sentí un

pitido que salía de mis auriculares. Me hizo arrodillarme

de la sensación que me había generado, hubiese jurado

que algo en mi cabeza estalló, pero a los segundos no

hubo más signos de ese horrible sonido que me había

invadido. Al ver mi repentina caída dos jóvenes que

parecían estar ahí desde hacía tiempo, se acercaron des-

pacio caminando a mi lado en dirección al salón. Quise

saludarlos y presentarme, pero tuve miedo y todavía me

dolía la cabeza por el reciente incidente.

–Cuanto peor es tu comportamiento la música co-

mienza a empeorar, hasta el punto de destruirte los

oídos o generarte grandes dolores de cabeza, hacen que

odiés la música. Bienvenida somos cuatro y quince –me

advirtió el joven que caminaba a mi lado sin mirarme.

–No muevas los labios, no deben saber qué habla-

mos. Me dijo por lo bajo cuatro, casi no lo escuchaba.

Pero siempre me había divertido prestar atención a los

los incomprendidos 29

gestos de las personas mientras hablaban, así que pude

unir mis sentidos y entender a qué se refería, o eso creí.

–No pueden escucharnos claramente por el sonido

que despiden los auriculares, pero no pueden saber qué

hablamos o aumentarán el volumen hasta que sea im-

posible escucharnos entre nosotros o siquiera pensar en

comunicarnos –comentó quince.

–Quiere decir que nos aturdirían para evitar que nos

comuniquemos –dijo cuatro.

–¿Y si mi comportamiento mejora? –pregunté.

–Deberías reformular tu pregunta –respondió quince.

–¿Y si mi comportamiento mejora a los ojos de ellos?

–no entendía todavía por qué después de tantos años

viviendo sentía que cada día sabía menos.

–Entonces comenzará a sonar una melodía más agra-

dable, monótona, pero agradable y te ayudará a dormir

–me respondió quince.

–Ellos no deben enterarse de qué hablamos –conclu-

yó cuatro. Entonces llegamos al salón. Era el único sector

con paredes altas y blancas, me parecía acogedor tener

ese espacio para poder respirar y no sentir cómo las

paredes se alzaban y me aplastaban. También era en el

único lugar donde por lo visto podíamos sentarnos unos

al lado de otros, aunque por supuesto, la división estaba

en el género de cada uno de nosotros. De un lado se sen-

taban las mujeres y del otro lado los varones. Los bancos

de manera con respaldos horizontales que nos sostenían

hasta mitad de la espalda eran bastante pintorescos para

esa zona tan gris y guardaban una distancia entre unos y

otros. Fue entonces cuando apareció la Señora Mayora.

–Demoslé la bienvenida a los nuevos integrantes de

Casa –comenzó diciendo mientras nos observaba desde

lo alto del escenario donde se encontraba parada. En los

auriculares sonaba su voz con el mayor volumen y aplau-

sos de fondo ficticios. –Hoy empezamos su iniciación

con nuestro ritual de bienvenida. Deberán saber que éste

es un espacio sagrado, todo lo que ocurre en este salón

está diagramado para que ustedes puedan convertirse

en mejores ciudadanos y puedan ser perdonados por

la sociedad por irrumpir el orden. Hizo una pequeña

pausa y les indicó a los integrantes de Casa que se encon-

traban en los últimos asientos del salón que se pararan

y ocuparan los lugares que habían sido determinados

para cumplir con su misión. –Adelante, pueden tomar

sus lugares, las herramientas están dispuestas en cada

banco a la altura de cada integrante.

La música comenzó a sonar en los auriculares, había

pasado medio día, pero ya la odiaba, era tétrica y repeti-

tiva y no dejaba lugar a la imaginación. Tenía singulares

tonos y sonidos y hacía que el cerebro estuviese alerta y

pendiente de cada variación que pudiese aparecer. Cuan-

do pude volver a concentrarme en lo que estaba pasando

sentí cómo alguien tomaba mi cabello y comenzaba a

cortarlo. Amaba mi cabello, era largo hasta mi cintura,

cobrizo con pequeñas ondas. Percibí cada corte, cada

caída, supe en ese momento que algo se estaba transfor-

mando. Mi rebeldía había tenido un precio y lo estaba

pagando ¿Pero… dónde me había metido? ¿Serían cier-

tos todos esos mitos con los que nos asustaban de niños

diciéndonos que si nuestro comportamiento era malo

nos llevarían unos señores encapuchados a las tierras de-

siertas de la República donde nos dejarían morir poco a

los incomprendidos 31

poco como castigo? No podía ser, esos eran solo cuentos

para los pequeños y yo había dejado de serlo hace algún

tiempo. Además, las autoridades de la República jamás

hubiesen hecho eso, ellos apelaban por el bien de la so-

ciedad y no les harían daño a sus participantes.

Para cuando terminé de desenredar todo ese nudo

en mi mente ya había pasado el momento, casi no había

sentido las manos de quién había sido mi iniciadora,

solo pude observar que tenía una marca en sus puños.

Parecía una rosa dibujada en su piel.

–Muy bien, se les agradece a los iniciadores sus servi-

cios, pueden volver a sus lugares –dijo Mayora–. Pasare-

mos a la ceremonia de identidad. Cada uno de los recién

iniciados por favor pónganse de rodillas para recibir al

Santísimo quien les dará sus nuevos nombres.

Solo alcancé a ver que una de las personas que esta-

ba hasta recién sobre el escenario bajaba despacio hacia

nosotros. Sentí su presencia cuando se acercó a mí de-

jando caer todo su peso sobre el suelo y diciendo en voz

alta lo que sería mi nuevo nombre. –Bienvenida once–.

Siguió así esta ceremonia de bautismo, donde dejábamos

atrás toda nuestra vida impura para comenzar una nue-

va, gracias a la oportunidad que ellos nos daban. –Ahora

ya iniciados y recordando que todos somos iguales y

debemos nuestra vida a la República como tales– harán

su camino por Casa.

–Muy bien, ahora pueden volver a sus habitaciones a

recoger los respectivos cronogramas con las actividades

y las clases en las que deben participar.

Cuando volví a la habitación tenía sobre la cama un

pequeño libro con instructivos, reglas, indicaciones y

un cronograma para cada día. Me sorprendió que no

hubiese días ni momentos de descanso. Pero quizás solo

fuese el primer tiempo hasta que nos acostumbráramos

a nuestra nueva realidad o una especie de premio se-

gún nuestros comportamientos. Los días comenzaban a

las 5 am con nuestra limpieza personal y la de nuestra

habitación. Seguía con el momento del desayuno en un

salón donde nunca había ido y sería donde servían la

comida. Luego la primera clase cerca de las 7 am, ésta

era de Historia de la República, serían tres horas hasta

la siguiente de Ciudadanía, con tres horas más, después

tendríamos el almuerzo con un tiempo por persona de

15-20 minutos totales antes de tener que cumplir con la

limpieza general de las instalaciones de Casa. A las 15

pm seguíamos con la clase de oficios hasta las 18 pm

hasta la hora de la merienda, con tiempo limitado al

igual que en el almuerzo para dar comienzo a las clases

de Devoción. No entendía muy bien de qué se trataba,

nunca antes había tenido una así, pero sospecho que se-

ría algo referido a las autoridades de la República y sus

valores. A las diez pm era la cena, para desde las 11 pm

volver a nuestros cuartos, asearnos nuevamente y dormir.

Cuando pude ver la hora noté que era momento del

almuerzo y salí corriendo hacia el salón de las comidas.

Parecía un espacio amigable, allí las mesas estaban dis-

puestas para que podamos sentarnos unos al lado de

otros, entonces, cuando miré con más atención advertí

que nadie hablaba, todos tenían puestos sus auriculares,

como “debía ser” y eso me entristeció mucho. Decidí se-

guir con mi día a pesar de esta nueva situación, pero no

entendía cómo era el sistema, así que me quedé parada

observándolos moverse de manera casi mecánica a la

los incomprendidos 33

mayoría de mis compañeros, observé cómo las cámaras

seguían a algunos de ellos particularmente, y así descu-

brí dónde tomar la comida y los cubiertos para alimen-

tarme. Entonces cuando me dirigí hacia allí choqué con

una de mis nuevas compañeras, ella se tropezó con mi

pie y cayó de boca al suelo. Me asusté mucho e inmedia-

tamente me dispuse a ayudarla, olvidando por completo

el maldito reglamento.

–Perdón no quise… –Fue lo que alcancé a decir antes

de que estallara en mis auriculares un sonido tan, pero

tan ensordecedor que me tumbó al piso a mí también.

Cuando pude abrir los ojos ella ya estaba de pie mirán-

dome fijo, parecía analizar mi comportamiento, o mi

estupidez. Entonces se dio vuelta y siguió su camino a

la mesa.

Cuando al fin serví mis alimentos miré rápidamente

las mesas para ver si podía divisar a quienes había co-

nocido esa mañana, parecían agradables. Entonces los

vi, en un rincón, casi detrás de una columna. Me dirigí

hacia allí despacio, casi actuando un recorrido no pla-

neado.

–No puede sentarse con nosotros. –Le dijo cuatro a

quince por lo bajo señalándome a mí.

Pero quince pareció no escucharlo, y me hizo un

pequeño espacio para que pudiera sentarme. Tragué sa-

liva esperando un poco de humanidad de su parte, pero

continuó comentándole al respecto.

–En un solo día ya llamó la atención dos veces. Es

impulsiva y torpe. –Tenía razón claro, pero por eso no

podía ser un peligro. O tal vez sí, pero podría contro-

larme. Temía con todo mi corazón quedarme sola en

medio de toda esa locura. Había sido fugaz nuestro en-

cuentro, pero me había dado esperanzas y alegría, ese

instante de fraternidad, y no estaba dispuesta a soltarlo

tan fácilmente.

–Prometo comportarme. –Dije mirando mi plato, es-

taba intentando aprender a comunicarme sin ser percibi-

da para evitar problemas. Era mi primer día y deberían

tener un poco de compasión.

–¿No vas a decir nada? –Fue lo único que preguntó

cuatro a quince cuando comenté eso, parecía aún más

enojado.

–Ella no es como los demás, quiere lo mismo que

nosotros.

–Apenas la conocés. –Le retrucó cuatro.

–Acabás de hacer una descripción de ella, y tuviste el

mismo contacto que yo. –Respondió calmo quince.

–¿Estás ejerciendo tu bendita piedad? –Dijo cuatro.

–Solo creo que demostró en un día más humanidad,

que cualquiera de nosotros en este último año, y me hizo

recordar esa ingenuidad que perdimos.

–Está bien como digas.

–Gracias. –Les respondí a los dos, me sentía menos

sola y eso me hacía feliz. Aunque sea frente a esta situa-

ción.

–Hay que irse –dijo quince. Hay clases –añadió mi-

rándome. –No te ilusionés, no verás nada nuevo, repiten

lo mismo, hasta el cansancio.

–¿Por qué harían eso?

los incomprendidos 35

–Así no tocarás un libro nunca más en tu vida por-

que lo relacionarás inconscientemente con el aburri-

miento.

En ese momento pensé: “jamás podría pasarme”.

Amaba los libros y solo había sido mío uno de ellos,

imaginarme rodeada de muchísimos más era algo que

anhelaba con todo mi corazón, aunque me repitieran la

misma historia.

Cuando llegamos al aula noté que los bancos eran

individuales, tenían sobre ellos un libro bastante gordo y

un pequeño cuadernillo. En cada banco estaban escritos

nuestros nuevos números en el orden correspondiente y

consecutivo. Sentí cierta tristeza de tener a mis nuevos

amigos lejos de mí.

–Buenos días y bienvenidos alumnos, mi nombre

es Athenas y ahora mientras toman asiento ajustaré sus

auriculares para que mi voz tenga mejor definición. –En-

tonces hizo un movimiento en una pequeña tableta que

tenía y sentí cómo algo se modificaba en mi audición–.

Hoy veremos la Historia de la República, tomen sus li-

bros y ábranlos en la página 15. El título parecía de lo

más heroico y llamativo “La campaña libertaria”. –Hace

más de 300 años estas tierras estaban desoladas, un

barco con las personas más inteligentes y valientes vino

en busca de tierras para poder asentarse y formar sus

familias alrededor de las ideas de igualdad, respeto y

orden. Pero cuando llegaron, salvajes atacaron el barco

y a todos los que allí se alojaban. Entonces, los pocos so-

brevivientes juntaron todas sus herramientas y las armas

que portaban en caso de que algo así sucediera, y monta-

dos en sus caballos comenzaron a dar batalla contra los

bárbaros. Luego de largas luchas y con el apoyo de un

siguiente navío que llegaba lograron vencer. Pero esto

no sería el final, porque más aventuras los esperarían

a medida que recorrieran el territorio. Sabiendo esto y

previendo posibles encuentros con salvajes, se alistaron

y planearon lo que hoy llamamos “el inicio de nuestra

historia como República” así guionaron una campaña

que les llevaría más de 30 años para poder concluir,

liberándonos por fin de todo el mal. Al volver al punto

inicial, recolectaron toda la información obtenida acerca

de los diferentes terrenos, ríos, montañas que habían

descubierto y decidieron formar las bases de la Repúbli-

ca. Crearon seis estados-ciudades, todas ellas fundadas

por los honorables hombres que habían luchado contra

los bárbaros: un médico respetable y necesario para

cuidar la salud de todos los habitantes, un hombre de-

dicado a las finanzas que pudiera decidir qué cosas y en

qué cantidades se necesitaban, controlaría el tiempo de

distribución, y demás especificaciones, un hombre dedi-

cado a las leyes, el primero claro, quien antes fue juez,

ayudaría a sentar todas las bases legales y las normas

para la mejor convivencia, un ingeniero, un inventor de

ese tiempo dedicado a las mediciones, la física y la pla-

nificación de todo tipo de construcciones y creaciones

de manufacturas, un obrero, y un Señor de la Fe que se

dedicaría a decidir qué era lo mejor para el pueblo. Él

dispondría la distribución de los alimentos y los objetos

para la supervivencia, aprobaría cualquier asunto, en

nombre del ser supremo. Así se crearon las seis ciudades

que conocemos como: Ciudad Medicina, Ciudad Eco-

nomía, Ciudad de las Leyes, Ciudad Ingeniería, Ciudad

Producción y Ciudad Religión, todas ellas necesarias

para nuestra existencia.

los incomprendidos 37

La profesora Athenas hizo una pausa cuando le-

vanté la mano para consultarle por una duda que me

surgió en ese preciso momento. Mostró un ademán de

responderme, miró a una de mis compañeras y se limitó

a contestar:

–Todas las dudas deben derivárselas a sus tutores

después de las clases. –Suspiró y miró nuevamente a la

totalidad del alumnado. –Bueno como les decía, cada

uno de ellos llevó a su familia y allegados a las tierras

que les correspondían y sembraron allí las bases de cada

ciudad. Para mantener los conocimientos adquiridos con

el paso del tiempo fue necesario delimitar y controlar los

pasos de una ciudad a la otra, así se mejoraría en cada

generación la sangre de cada casa, potenciada por ser

de la misma sangre, la misma ciudad, sus progenitores.

No pude seguir escuchando su relato porque en ese

momento me sentí sucia, quizás nunca volviera a ver a

mi familia, y quizás mi sangre nunca se potenciaría con

otra para dar origen a un evolucionado descendiente que

generara las leyes que mejorarían aún más este mundo.

Pero mientras me perdía en pensamientos nuevos que

aparecían en mi mente vi que había terminado la clase.

No había finalizado ahí, ahora tendría tres horas más

de clases de Ciudadanía. Pasaron menos de 15 minutos

cuando sentí un ferviente deseo de dibujar como cuando

era niña. Tenía por fin un cuaderno blanco para mí que

mis padres no controlarían y un lápiz a mi alcance. Pasé

las siguientes tres horas garabateando en mi cuaderno

formas que aparecían en mi cabeza, cabezas de mujeres

llenas de flores, animales alados y paisajes remotos que

mi imaginación creaba.

–Parece que alguien tiene cosas más interesantes que

hacer. –Escuché entonces que decía el Profesor. –Señori-

ta, al retirarse por favor, deje su cuaderno en mi mesa.

Cuando levanté la mirada descubrí que se refería a

mí. No entendí cómo logró observar lo que hice por la

distancia que nos separaba, hasta que sentí la mirada de

una de mis compañeras en la espalda. Se había levanta-

do de su banco al parecer y reportó mi comportamiento.

Al salir del aula dejé mi cuaderno con casi todas sus

páginas en la mesa, había guardado debajo de mi ropa

un dibujo que había sido exquisito a mi parecer y me

generó tal alegría mientras lo realizaba que necesitaba

conservarlo.

Ahora sería hora del almuerzo, pensé que lo mejor

sería mantener en algunos espacios distancia con mis

nuevos amigos dadas las circunstancias, quizás tuvieran

razón y mis comportamientos les generarían problemas.

Entonces mientras buscaba dónde sentarme vi a la chica

que anteriormente había tirado por los aires en mi dis-

tracción y le generó al comunicarme con ella un fuerte

ensordecimiento. Quería poder disculparme. Pero debía

ser muy cuidadosa. Fue ahí que se me ocurrió.

Me senté junto a ella mirando al frente y le pasé por

debajo de la mesa el dibujo que hacia algunos momentos

había hecho, una bellísima mujer con flores en la cabeza.

Entendió en el momento de lo que se trataba y lo abrió

con sumo cuidado, al ver el dibujo sonrió y me apretó la

mano como signo de agradecimiento, o eso quise creer.

Después de eso se paró y dejó su lugar libre.

los incomprendidos 39

A los pocos minutos se acercó a mí una mujer, era la

mujer que me había recortado el cabello más temprano

a la mañana, lo supe por el tatuaje que llevaba consigo.

–Buenas tardes, soy siete y desde ahora en más seré

tu tutora, puedes hacerme hasta tres preguntas diarias

sobre tu material de estudio y luego pasaremos a nues-

tras tareas en Casa. Durante ese período no podrás

hablar conmigo.

–¿Solo podremos hablar después del almuerzo para

repasar lo estudiado en clase?

–Aprovecha tu cantidad de preguntas. La respuesta

es sí.

–¿Por qué no describieron el trabajo de la Ciudad de

Producción? Nunca entendí eso, nadie habla de esa Ciu-

dad. –Ahora que lo pensaba ni siquiera sabía el nombre

de las familias fundadoras, no sabía dónde se ubicaba, ni

qué trabajo realmente hacían, no había leído en ningún

libro de historia nada sobre ellos.

–Ellos materializan todo lo que fue pensado y pla-

neado, todo lo necesario para nuestra vida, desde los

alimentos hasta los muebles de tu casa.

–No entiendo entonces por qué no hablan de ellos si

son tan importantes.

–No se pueden hacer comentarios, ni más de tres

preguntas, espero que respetes este sistema o podrías

perjudicarnos a las dos. Es hora de realizar nuestro tra-

bajo. –Hizo una pausa y se dispuso a mirarme un segun-

do, sonrió apenas. –Nuestro trabajo está en el archivo,

debemos controlar que todos los expedientes estén en el

lugar correcto y debemos quitar de las filas los números

de expedientes que no existan más. Podés seguirme.

Me guió entonces fuera del salón, estaba conociendo

áreas nuevas, había perdido la noción de dónde me en-

contraba después de recorrer un laberinto de pasillos y

cruzar grandes salones, entonces llegamos.

El archivo era enorme, tenía cientos de cajas con do-

cumentos, me sentí abrumada dentro de la habitación.

No sabía por dónde empezar. Entonces con una seña

siete me mostró un cajón, allí había decenas de legajos

que ordenar del número uno al cien. Saqué la totalidad

de papeleríos en sus respectivos legajos y los comencé a

ordenar en el piso de a diez.

Cuando casi terminaba noté que faltaba el siete, me

volteé a ver a mi tutora quien me estaba mirando al ver

que ya había ordenado casi la totalidad, quizás presin-

tiendo lo que había descubierto. Sacó entonces debajo

de su ropa el legajo faltante y me lo entregó y me hizo

una pequeña mueca de silencio. Tomé el legajo sin decir

nada y lo ordené en su lugar. Pero mi curiosidad podía

más así que robé la primera página. Necesitaba saber

por qué había robado su propio legajo.

Después de terminar con mis tareas corrí hacia mi

habitación, debía leer lo que escondían esas hojas que

parecían tan importantes para siete.

Me escondí debajo de las sábanas para sacar el papel

y comencé a leer, en unos pocos renglones entendí por

qué necesitaba toda la información que estuviera a su

alcance.

India era el nombre de siete, venía de Ciudad Medi-

cina, era una de las pocas que se encontraba en Casa y

había llegado desde allí. Según su expediente después de

la desaparición de sus padres, por causas que aún desco-

los incomprendidos 41

nozco, tuvo un ataque de nervios en la institución donde

estudiaba, llegando a lastimar físicamente a alguno de

sus compañeros. Parece que era una de las mejores de

su clase y sabía exactamente lo que hacía en el momento

del ataque, les dio una buena paliza en los puntos más

sensibles del cuerpo. Me sorprendía la fuerza que tenía

la mente humana para poder combatir a cualquier otro

contrincante a pesar de nuestro tamaño físico. India o

siete era una mujer de lo más delgada y alta, dudo que

su peso superara los 50 kilos. Aun así, si hubiesen leído

su rostro, advertirían que no debían meterse con ella,

sus rasgos destilaban fuerza y decisión. Luego de ese

incidente cuando supo que la enviarían a Casa decidió

dejarse una marca en la piel que sería lo único que lle-

varía a todos lados con ella. Entonces haciendo uso de

sus conocimientos de química creó una tinta permanente

e hizo pequeños cortes en su piel con la forma de una

rosa. Fue cuando recordé una frase del libro que me ha-

bía condenado a este encierro que decía: “Pueden sacar-

nos todo, menos el recuerdo de lo que somos y el deseo

de lo que queremos ser”. El detalle de su entrevista en el

ingreso decía que cuando se sentía triste miraba su rosa

y recordaba todas las promesas que se había hecho, decía

que ella había sido creada para cuidar la vida de las per-

sonas que la República destruía y por eso fue condenada.

El resto del día solo pude pensar en ella ¿Estaba bus-

cando información sobre el paradero de sus padres? ¿Por

qué se había tatuado una rosa? ¿Cómo lo había hecho?

¿Cómo había conseguido llegar a ser tutora? ¿Por qué

seguía acá siendo ya mayor de edad?

Cuando volví a mi habitación después de ese primer

día quise tomar una ducha, necesitaba poner a descansar

mi cabeza y mi cuerpo. Sentía un agotamiento mental

tan grande como si hubiese competido en una maratón

pensante. Así llamaban en la escuela a las diferentes

competiciones que se daban una vez al año donde po-

níamos todo nuestro conocimiento para resolver distin-

tas consignas que nos daban las autoridades. Luego de

escribir el manuscrito con las posibles sentencias a los

hechos y las medidas a tomar, éste era enviado al jurado

de Ciudad Religión y en unos días recibíamos el dicta-

men con el alumno ganador. Aclaro que nunca gané

ninguno de ellos y más de una vez recibí críticas de mis

trabajos. Pero no me desanimaba, en aquel entonces so-

ñaba con ser la mejor de mi clase, y por mucho que eso

me costara estaba dispuesta a conseguirlo. Me criaron

para ser un animal competitivo e individualista, y creía

entonces que la mejor forma de vivir y tener un futuro

dependería únicamente de mí. Todos esos recuerdos y

pensamientos desaparecieron en el momento donde me

acerqué a la ducha.

No había espacio para que entrara todo mi cuerpo

derecho en ella. Entonces miré a mi alrededor y vi las

indicaciones que me guiaban a introducir solo mi es-

tructura principal allí y dejar mis brazos apoyados sobre

los apoyabrazos en los costados. Sentía cierta incomo-

didad, los elementos estaban a una altura muy dispar a

mi tamaño y tenía que estirarme para poder colocar los

brazos de esa manera. Cuando logré ubicar mi cuerpo

comenzó a caer el agua. No era como la recordaba y

como la había sentido unas horas atrás antes de llegar a

Casa. Era muy fría y caía de una forma rígida sobre mí.

No podía moverme, no podía enjabonarme, porque no

había jabón ni lugar para utilizar mis manos.

los incomprendidos 43

Supe tantos años apreciar la belleza de las curvas de

mi cuerpo y las diferentes texturas que me apenaba no

poder hacerlo ahora.

Los incomprendidos

Terra era la hija de Mayora, no lo hablaban a viva

voz, pero yo lo sabía, no solo por el parecido sino por

cómo se miraban, además de ser una chica de mi edad

que tenía un nombre propio que no fuera un número.

Ella parecía caminar siempre en silencio como para

no molestar, mis compañeros pensaban que era para

poder descubrirnos haciendo cosas indebidas sin que

notáramos su presencia, pero yo creo que era parte de

su forma de vivir. Siempre parecía andar sola por los

pasillos, y más después de haberle asignado el puesto de

celadora, más allá de su soledad parecía contenta con su

nuevo puesto, a veces se le escapan sonrisas a la nada,

eso me hizo confiar en mi intuición. Tenía unos ojos

muy grandes y negros con unas hermosas pestañas, una

nariz que combinaba con sus labios que eran el doble

de los míos seguramente y un pelo negro muy oscuro y

ondulado. Si no la hubiese observado tanto me hubiese

intimidado su presencia, había mucha fuerza guardada

en esa persona. Pero también una manta de ingenuidad

que todo lo suavizaba y humanizaba todo lo que había

formado tantos años de encierro en estas paredes. Un

día las sonrisas cesaron, su mirada era más dura, y por

primera vez comencé a ver cómo denunciaba ella misma

las insurrecciones. Caminaba con el botón de ensordeci-

miento en las manos cada rincón de Casa.

Un día mientras almorzaba con diecinueve interrum-

pieron la sala para preguntar de quién era el cuaderno

de dibujo que había dejado sobre el escritorio del profe-

sor. No entendía cómo lo sabían, o quizás sí lo sabían y

solo querían intimidarme frente a todos. Diecinueve me

tomó fuerte la mano, pero yo decidí pararme. Era mío a

fin de cuentas y tarde o temprano me vendrían a buscar.

Los celadores dieron pasos seguros hacia mí y me toma-

ron de los dos brazos, entonces escuché una voz que dijo.

–Revisen el cuarto de su compañera también, falta

una página. –Había sido Terra la que me denunció con

el profesor y la que ahora denunciaba a mi nueva amiga.

Como era de esperarse encontraron la hoja que

faltaba bajo la almohada de diecinueve. No tardaron

mucho en traerla junto a mí al salón de castigo.

Entonces entró Mayora:

–Saben que está prohibido, se les explicó todo este

tiempo, pero aun así decidieron hacer lo que les parecía

mejor. Toda acción tiene su reacción y consecuencias

¿Lo saben verdad? Serán llevadas al calabozo hasta que

reconsideren sus comportamientos, aprenderán por las

buenas o las malas a ser mejores ciudadanas. Recuerden

que nuestra intención es crear personas nuevas, limpias

de pecado para instalarse nuevamente en sociedad y que

tengan una vida próspera mientras contribuyen con la

República.

Después de decir esto hizo una seña a los celadores

y se retiró.

Nos taparon la cabeza con capuchas y nos ataron las

manos. La sensación de adrenalina y rabia me invadía

una vez más. Hubiese deseado destruir todo a mi alrede-

dor, estaba maniatada y con la cabeza tapada, no podía

ver a dónde nos llevaban y no podía defenderme. En-

tonces me sentí caer sobre un suelo rocoso y sentí cómo

los incomprendidos 47

diecinueve caía casi encima mío. Diecinueve comenzó a

gritar y a llorar, no entendía qué decía, los auriculares

sacaban definición a los sonidos del alrededor.

–No grités. Nadie te va a escuchar. –Dijo una de las

voces de los celadores.

–Tengo derechos. –Gritó diecinueve.

–Tenías derechos hasta que pasaste por esas puer-

tas. –Contestó la voz. Diecinueve comenzó a ponerse

más impaciente y su voz se quebró nuevamente. –No

llores ratoncito. –Así escuché que le decían a veces, por

su cabello marrón y sus formas escurridizas de evitar

cualquier incidente. –Ya te acostumbrarás al lugar al que

perteneces.

Era normal que más allá de nuestros nuevos nom-

bres, nos hicieran comparaciones con animales, sospecho

que les hacía más fácil olvidar que éramos tan humanos

como ellos y que teníamos derechos, como los que nos

estaban negando. El sentimiento de supremacía entre

una especie sobre otra había sido una forma de justificar

la opresión.

Había perdido la noción del tiempo después de

cierto momento, tenía en la cabeza una capucha que me

asfixiaba con el simple hecho de estar ahí puesta, todo

era oscuro, diecinueve respiraba agitada, parece que sus

alergias le impedían respirar bien en este agujero.

–Deberías intentar calmar tu respiración si no querés

hiperventilarte en el esfuerzo por respirar mejor. –Le

dije.

–Preferiría que no hables más. –Me respondió, sabía

que estaba enojada, la había metido en problemas nue-

vamente. –Y hagas…

¿Que haga? No entendía a qué se refería ¿Qué po-

dría hacer yo?

–No puedo hablar mucho antes de que nos descu-

bran, pero si sigo debajo de esta capucha el tiempo que

nos resta me voy a morir ahogada. ¿Cómo sería yo capaz

con las manos atadas de ayudarla a sacarse la capucha?

–Necesito que te pares enfrente, y que abras lo suficien-

te la boca como para poder morder la punta de esta

maldita bolsa de papas que tengo en la cabeza y tirarla

adelante para poder sacármela.

No teníamos muchos intentos, ni podíamos dar de-

masiadas indicaciones, podían oírnos y empeorar nues-

tro castigo. Entonces me senté de rodillas frente a ella

y busqué con la boca la punta de su capucha, tenía que

morder a través de la mía para poder hacerlo, y hacer

suficiente presión como para sacarla. Noté que ella se

colocaba en una posición de servidumbre para poder

facilitarme el movimiento. Tenía mucho miedo, no por

mí, ni los posibles castigos, tenía miedo de no ser capaz

de ayudarla. Nunca había visto respirar así a nadie, y

temía por su vida.

–Ahora. –Me dijo.

Tiré, tiré con todas mis fuerzas y me caí de espalda

contra el suelo del impulso que tomé, con la capucha de

ella todavía colgando de mi boca. Lo había logrado. Po-

día escucharla respirar mejor y eso me alivió cualquier

miedo y nervio que podría sentir.

–Ahora tengo que recostarme cerca de ella para

cuando vuelvan poder colocármela fácilmente.

Me sorprendía lo calculadora que podía ser y ese ins-

tinto tan intelectualizado de supervivencia, tenía mucho

los incomprendidos 49

para aprender de ella. No se trataba solo de sobrevivir,

sino de cómo.

–Hay que dormir ahora, así pasarán más rápido las

horas y no enloqueceremos.

Y así fue, dormimos durante la estadía en el cala-

bozo, me había habituado a la oscuridad solo por saber

que alguien estaba al lado mío. Siempre había dormido

con alguna luz encendida, me desesperaban las plenas

penumbras.

–Despierten señoritas. –Dijo una voz que recordaba

conocer. Entonces sentí que alguien me sacaba la capu-

cha de la cabeza, y lo vi. Era el hombre que nos recibió

al comienzo y por el que me habían dado mi primera

descarga. Ahora parecía mucho más amable y sereno.

Despacio tomó una cuchilla para cortar las sogas que

ataban nuestras manos y así soltarnos. Nos llevó a una

pequeña sala muy clara, donde la luz hacia que me due-

lan los ojos y nos pidió que tomáramos asiento. Cuando

mi vista se acostumbró a la luz pude divisarlo mejor,

parecía un hombre muy triste y hermoso.

–No debería mirarme así once. –Dijo.

Tragué saliva, hubiese querido poder hablar, pero

prefería mantener mis oídos a salvo. Bajé la mirada y

noté que las cerámicas del piso estaban recién lavadas.

Eso me sorprendió bastante por alguna razón. Si era

un lugar de castigo, y generalmente no se utilizaba por

el buen comportamiento de la mayoría de los alumnos,

este lugar no debería tener mucho uso y por lo tanto no

necesitaría una limpieza continua.

–Bueno. Muéstreme sus muñecas. –Me indicó.

Solo levanté la mirada cuando noté que estaba mi-

rando de cerca mis manos. Era posible que al subirla se

encontrara con la mía era algo que prefería evitar.

–Parece que su piel es muy fuerte, casi ni marcas tie-

ne. –Dijo. Luego de estas palabras me las untó con una

crema y comenzó a masajearlas, en minutos las vendó y

me indicó que tomara una siesta al salir. Repitió el pro-

cedimiento con diecinueve y nos llevó por otra salida.

Lo supe porque a pesar de que el recorrido era bastante

oscuro y parecía también ser parte de un laberinto, ha-

bía contado mis pasos anteriormente y eran el doble de

los que habíamos hecho esta vez.

Salimos directamente al patio de Casa.

–Vayan a sus habitaciones y descansen hasta la cena.

–Fue lo último que dijo antes de desaparecer nuevamen-

te detrás de nosotras.

Miré a diecinueve y asentí con la cabeza, habíamos

salido por fin y estábamos bien.

Me dirigí a mi habitación e intenté dormir, pero no

pude. Había tanto que pensar, me confundía todo lo que

había pasado, toda la crueldad con la que nos habían en-

cerrado y cómo después nos había venido a rescatar ese

hombre que con amabilidad nos curó las muñecas y nos

liberó. No parecía tan malo después de todo. Hubiese

querido poder acercarme más para poder ver por qué

había tanta tristeza en él, pero estaba prohibido.

Cuando llegó la noche me vestí para salir de mi ha-

bitación y recordé que nos había indicado quitarnos las

vendas. Mis manos parecían no haber pasado por todo

lo que había sucedido hace unas horas. Estaban más

suaves y rosas que de costumbre. No quedaron marcas.

los incomprendidos 51

Llegué al salón y noté que dos miradas me seguían

mientras buscaba algo que comer. Me di vuelta y me

encontré con que esas miradas eran de cuatro y quince.

Así que decidí que esa noche me sentaría con ellos para

comentarles lo que había sucedido, quizás tendrían al-

gunas respuestas.

–Sabemos lo que pasó. –Dijo cuatro.

–Ellos intentaran deshumanizarte, que olvides quién

sos, qué querés, te quieren vaciar de cualquier contenido.

–Me comentó quince al ver mi semblante.

–Para poder manipularte, necesitan un molde vacío

para poner rellenarlo con lo que creen que debe tener

dentro y crear nuevos ciudadanos, arreglar lo que la cu-

riosidad y la duda dañan. –Sumó cuatro.

–Digamos que el segundo paso después de intentar

dejarnos sordos si nos comportarnos mal, es encerrar-

nos. –Dije.

–¿No te das cuenta todo lo que hacen desde el pri-

mer día que llegaste acá? –Cuatro parecía estar indig-

nado con mi ingenuidad. Pero esa pregunta me había

hecho pensar. Tenía razón, nos habían encerrado, nos

quitaban el nombre, nos nombraban con números, nos

vestían y peinaban igual, no nos permitían hablar, nos

castigaban como animales que adiestran si no nos com-

portábamos como ellos deseaban, nos vigilaban a cada

instante, no nos dejaban espacio para pensar entre los

sonidos que se escuchaban en los auriculares, apenas si

podíamos tocar nuestro cuerpo en algún momento del

día, ya ni las duchas nos daban lugar a la privacidad

con nosotros mismos ¿Recordaba cómo se veía mi rostro

después de tanto tiempo?

–Con cuatro pensamos en algo que te podría inte-

resar, pero necesitamos saber qué tan lejos podés llegar.

–Dijo quince mientras revolvía las sobras de su plato

intentando encontrar algún rastro de carne.

–¿Podés recordar qué sentiste cuando llegaste? –Pre-

guntó cuatro.

–Puedo recordar qué pensé, supe que siempre había

estado en el lugar incorrecto y me sentí un poco más

libre. –Respondí.

–Eso es estúpido. –Cuatro siempre parecía estar en

desacuerdo con cualquier cosa que dijera.

–Antes me sentía incomprendida. –Dije un poco

apenada por sentirme bien por haber encontrado a otros

como yo.

–¿Y ahora? –Preguntó quince.

–Los tengo a ustedes. –Me dio vergüenza decirlo en

voz alta, pero era lo que sentía. Con ellos no me sentía

tan sola y me habían hecho sentir cierta esperanza, cier-

ta noción de que podíamos ser más, más incomprendi-

dos, dispersos por toda la República, buscando nuevas

preguntas que hacer.

Solo se miraron y asintieron.

–Me gusta ese nombre. –Fue lo siguiente que dijo

cuatro, se rascaba su barba tupida mientras lo pensaba

en voz baja. Los pensamientos también podían ser es-

cuchados, en los gestos podían escucharse, él lo sabía y

practicaba muy bien ser casi invisible para las cámaras.

–Los incomprendidos, entonces. –Dijo quince.

–La pequeña revoltosa acaba de bautizarnos. –Se

mofó cuatro. Yo solo sonreí, por primera vez era parte

los incomprendidos 53

de algo, de alguien, alguien que era más grande que

la suma de muchos. Comprendí en ese momento que

seríamos un equipo y que teníamos nombre, teníamos

una identidad.

Cuatro se levantó entonces y se dirigió a su habita-

ción. Solo quedamos quince y yo sentados uno al lado

del otro. Él parecía querer decirme algo, pero tenía

miedo. Sus piernas no dejaban de moverse y eso no hacía

más que desesperarme.

–Podés contarme cualquier cosa, es la primera vez

que tengo algo así – le dije. –Nunca los traicionaría.

Fue entonces que se decidió a hablarme. Quince se

llamaba Javier.

Javier venía de la Ciudad Religión, nunca había escu-

chado de él ni de su caso. Me parecía casi imposible que

alguien nacido sagrado estuviera encerrado con todos

nosotros. Creo que se dio cuenta que lo estaba observan-

do cuando comenzó a hablarme por lo bajo tapando su

boca con la mano disimuladamente, mientras ponía cara

de interrogación mirando la nada.

–Nos enseñan a pensar en ciclos, en circular, nos

enseñaron a pensar que la vida, el tiempo, y el sentido

de las palabras va en esa dirección, en ese movimiento.

El tiempo empieza y termina y vuelve a empezar. Los

relojes son circulares para marcar el tiempo. La aguja

vuelve siempre a empezar. En la tragedia griega hay un

momento de auge, luego crisis, luego depresión, y nueva-

mente comienza el ciclo con un momento de esperanza

y oportunidades para dar lugar nuevamente al auge. La

tierra es circular y se mueve de esa manera alrededor

del sol ¿Pero si existieran a la vez otras posibilidades?

¿Si pudiéramos a su vez pensar de manera lineal, como

un progreso y sin una crisis o una debacle necesaria?

Un progreso constante ¿Alguna vez pensaste en cómo

funcionaba tu razonamiento? ¿Cómo funcionaba eso que

llamabas lógica?

Me había quedado quieta yo también, mirando la

nada. Había tanto que pensar y aprender.

Fue esa noche que me entregó el primer papel en

blanco que escondía en sí nuevas indicaciones, un plan.

El humano podía ingeniárselas para crear nuevas

formas de comunicación. Nunca iban a poder matar

eso en nuestro interior, esa capacidad de supervivencia,

de adaptación a nuevas circunstancias. Ellos se habían

deshumanizado tanto creyéndose superiores y los únicos

creadores de la verdad, que habían olvidado nuestra ma-

yor herramienta en la vida, y lo que nos hacia diferentes

al resto de los seres, el lenguaje que creaba pensamiento.

Se habían limitado a suponer que el único tipo de len-

guaje era el oral, habían borrado la historia y sus prime-

ras formas, la habían borrado tanto para todos, que has-

ta la habían olvidado ellos. Quizás quince tuviera razón

y el tiempo pudiese ser lineal y progresivo, y pudiéramos

ser partícipes de una nueva forma de comunicación.

Habían inventado una manera de enseñarnos lo que

sabíamos y poder comunicarnos. Durante clases tenía-

mos un bloc de hojas blancas donde podíamos tomar no-

tas, en general estos documentos eran revisados antes de

salir de las aulas. Entonces decidimos sacar la tinta a las

lapiceras y marcar las hojas con lo que queríamos decir,

las hojas en blanco salían del aula sin problema y además

desde las cámaras no podía detectarse qué decían y si

sabíamos escabullirnos bien de ellas jamás sospecharían

los incomprendidos 55

lo que habíamos desarrollado. Las leíamos en nuestras

habitaciones a contraluz, así se podía ver resaltadas las

letras marcadas sobre la hoja.

El primero en comenzar había sido Danile, no era

exactamente poético al hablar y menos al escribir, pero

me agradaba sentir que nos enseñaba como dándonos

ingreso a sus pensamientos. Eso hacía más fácil las lec-

turas.

“El poder no es algo que oprime, no es una bota

sobre tu cabeza, que vos le sacás la bota de la cabeza

porque la liberaste del peso del poder, sino que el poder

es algo que produce cosas. Produce sujetos. Sujetos suje-

tados, sujetados a este sistema como régimen de opresión

¿Cuáles son los procesos de subjetivación de los que hay

que hablar? Los regímenes de opresión. El que quieras.

De clase, racial, de género, sexual, el Estado como ma-

triz de inteligibilidad, la idea de que alguien tiene que

venir y defenderte. Por ejemplo, alguien que se somete a

la opresión del régimen laboral, obedece al jefe, se sienta

16 horas en una silla, eso produce una subjetividad de

sometimiento. Entonces revelarse a la subjetividad es una

manera de subvertir el orden social ¿Hay límites mate-

riales? Sí, pero hay algo de ese sometimiento al poder

que hace a la relación de dominación. Por eso un filósofo

dice: “Para producir deseos distintos hay que hacer co-

sas distintas con el cuerpo, porque el sometimiento del

deseo produce deseo de sometimiento”.

No sabía qué era un filósofo, pero me pareció de lo

más interesante su pensamiento, si su deber era pensar

¡Yo también quería serlo!

Los días eran más hermosos ahora porque no todo

encierro es físico, existe también uno mental, y habíamos

descubierto cómo salir de él.

Un día mientras salíamos de clase, vi cómo la profe-

sora se acercaba a Javier. Lo que hablaba era casi inen-

tendible entre la distancia, los auriculares y el ruido que

hacía la gente a mi lado. Solo noté en sus gestos que le

pedía que le entregara su cuaderno. Lo abrió y lo cerró

a los segundos. Una pequeña sonrisa se dibujó en su

rostro, pero al segundo se paró más erguida y le indicó

que saliera de la sala.

Durante la cena, decidimos dividirnos, sabíamos que

habíamos estado cerca de ser descubiertos. Y no quería-

mos levantar sospechas.

Me había quedado pensando en lo que me había

enseñado Javier.

Antes existían otras reglas, se condenaba lo que lla-

maban asesinato y robos. Cuando se eliminó legalmente

a modo de castigo a toda la casta que “sobraba” en la

República esas leyes quedaron obsoletas. Y se crearon las

que conocemos actualmente: la condena al destierro y la

traición a la República ¿Pero por qué antes se debía le-

gislar eso? ¿Por qué decía que esa gente sobraba? Había

muchas cosas que todavía no alcanzaba a entender ¿Esa

gente era mala? Si esa gente era mala y fue eliminada,

borrada, asesinada, ¿por qué nos hacían esto ahora a

nosotros? ¿No estaba mal todo esto que pasa dentro de

estas paredes?

A los pocos días, después de clases, nos indicaron

que habría un cambio de disposición de las habitaciones.

Eso me pareció de lo más extraño, aún más cuando noté

los incomprendidos 57

que quien lo anunciaba era la profesora Athenas. Para

nuestra suerte, en la disposición, mujer-varón, los in-

comprendidos habíamos sido asignados en habitaciones

contiguas apartados del resto de los habitantes de Casa,

parecía una ironía y un regalo, o tal vez habían descu-

bierto que éramos una etnia marginal, una enfermedad

que debían apartar para no contagiar al resto.

–Es una trampa. –Dijo cuatro cuando nos sentamos

a cenar.

Javier solo suspiró, sintiéndose responsable de haber

sido casi descubierto por la profesora.

–Quieren encontrar pruebas, quieren que nos dela-

temos.

–Quizás solo quiere ayudarnos. –Dijo por fin Javier.

–¿Qué estás diciendo? –Preguntó cuatro.

–Ella viene de Ciudad Religión, donde el conoci-

miento es poder, aunque se termine usando para domi-

nar. –Cuando terminó de comentar eso, entendimos a

qué se refería, quizás simplemente quería ayudar.

–Hay que dejar de entregarnos el material de lectura

en clase. –Dijo cuatro pensativo y nervioso. –Creo que sé

cómo solucionarlo.

Habíamos creado en las habitaciones vecinas pe-

queños agujeros donde ahora nos pasábamos escritos

y socializábamos el conocimiento. Así pudimos seguir

enviándonos cartas y perpetuando todo lo que habíamos

aprendido. Fue también una forma de preguntarnos co-

sas nuevas, otros interrogantes aparecían cada día, con

una variedad hermosa de posibles respuestas.

En esos días descubrí que al lado de la habitación

de Javier se encontraba diecinueve. Después de mucho

debatir e intentar convencerlos de que era una nuestra, y

una posible nueva amiga, los convencí. Pero solo a darle

una oportunidad de entender por sí misma de qué se

trataba todo eso. Así que un día dejaron caer al lado de

ella un pequeño papel blanco marcado con lapicera sin

tinta que decía “Bienvenida a Los incomprendidos”. Si

podía entender el mensaje y no delatarlos en los próxi-

mos días entonces recibiría nuevas indicaciones.

Supe desde el primer momento que ella sería parte,

cuando notó que nos acercábamos comenzó a mirarnos

de reojo, y al ver caer el papel lo pisó para que no sea

visto por las cámaras. Hizo que se acomodaba los zapatos

y lo leyó agachada en el suelo. Después volvió a escon-

derlo en su zapato. Ella era una nueva incomprendida.

Las marcas

El tiempo pasó casi sin poder percibirlo, hablaba de

su relatividad como una vez me había dicho Javier. Había

pasado ya un año desde mi llegada a Casa y si no fuera

por los pequeños momentos que me tomaba antes de

dormir para tocar mi rostro y sentir mi cabello hubiese

jurado que me había olvidado cómo me veía. Agradecía

tener al alcance de mi vista el resto de mi cuerpo para

poder apreciarlo. Algunas cosas habían cambiado. Mi

piel parecía más rígida y menos suave, mis pies se veían

lastimados por los zapatos, y los colores del resto de mi

cuerpo habían variado a un tono blanco pálido.

Pero lo que fue inamovible y me daba fuerzas cada

día para resistir el desaparecer de mi persona, eran Los

incomprendidos.

Un día una letra desconocida comenzó a enviarnos

pequeñas frases, firmadas por un tal Freud. La primera

carta comenzaba así: “Un día, en retrospectiva, los años

de lucha te parecerán los más bellos”. Me pareció emo-

cionante la forma en la que podía unas pocas palabras

podían mostrar un sentimiento de esperanza tan puro.

Cada semana las frases parecían reproducirse y darnos

fuerzas para seguir resistiendo las embestidas de un sis-

tema que quería reprimir nuestras mentes.

Esta semana llegó una en particular que me había

hecho recordar mis días haciendo garabatos sobre las

hojas de los libros de mis padres, era muy pequeña

cuando tomé algunos libros de la biblioteca para jugar

a leerlos, aún no había aprendido a leer o a escribir si-

quiera, pero me gustaba imaginar el contenido de esos

libros, noté entonces que estaban vacíos de figuras y

dibujos, así que decidí hacer algunos dibujos al margen.

Cuando mis padres lo encontraron decidieron castigar-

me y quemar todos esos libros que había, según ellos,

arruinado con mis locas ideas de niña pequeña. Decían

que la imaginación de los niños debía ser algo a tratar

o llevarían a grandes problemas. Desde entonces había

dejado de dibujar los libros para limitarme a hacerlo

cuando sentía que la pena inundaba mi vida, entonces

inventaba personajes sobre las hojas en blanco que me

hacían compañía. La frase en cuestión que me había

recordado todo esto era la siguiente: “La función del

arte en la sociedad es edificar, reconstruirnos cuando

estamos en peligro de derrumbe. Freud”. La siguiente

mañana éste incomprendido anónimo nos envió la frase:

“El hombre loco es un soñador despierto.”

Y me atrevo a decir que, un peligro para esta so-

ciedad. Era verdad, nos habían encerrado por locos y

rebeldes, pero tal vez el miedo que se escondía detrás de

eso era el miedo a lo que deseábamos, a que lo que deseá-

bamos se hiciera realidad, que tuviéramos la capacidad

de pensarlo, de imaginarlo, y quizás un día, de hacerlo

realidad. Pero habían olvidado que al encerrarnos juntos,

solo podían aguardar el momento donde uniéramos todos

nuestros sueños y fuéramos más que la suma de nuestras

individualidades, y eso, era algo que no podría pararse.

Los días eran más agradables desde que había apare-

cido con sus pequeñas frases que encendían en nosotros

el impulso de salir a buscar respuestas a nuestros inte-

rrogantes y quizás algo más.

los incomprendidos 61

Habían pasado algunos días cuando nuevamente

apareció con una de sus frases: “El precio que pagamos por

nuestra avanzada civilización es una pérdida de felicidad a

través de la intensificación del sentimiento de culpa.”

Era un día gris y su frase había quedado impregna-

da, como la humedad del ambiente, en mi cabeza.

¿Qué querría decir con eso? Quien fuera éste tal

Freud, llevaba consigo una denuncia, del tamaño de un

edificio, sobre esta sociedad en la que vivíamos. ¿Pero

qué buscaba de nosotros?

Tal vez solo ser leído, tal vez ser comprendido. O

quizás estaba intentando cesar nuestro sentimiento de

culpa y miedo ante nuestras rebeldías. Quizás intentaba

mostrarnos que eran necesarias, necesarias para repen-

sar todo lo que ocurría a nuestro alrededor.

Más allá de todos mis pensamientos había generado

en mi un sentimiento de cariño y admiración, con algu-

nas lineas cada día, se había hecho parte de mi mundo y

del resto de los incomprendidos y esa era una capacidad

a valorar.

Una mañana mientras todos desayunábamos la pa-

trulla de la obediencia irrumpió con el normal silencio

del salón y nos llamó a reunirnos en la sala principal.

No entendía bien qué pasaba, nunca habían hecho más

que merodear por los pasillos y mirarnos de manera in-

timidante. No entiendo cómo muchos de los habitantes

de Casa querían participar de ella. Me parecía de lo más

nefasto vigilar a tus compañeros y preferir a tus autori-

dades antes que a tus pares. Pero para ellos no era más

que una carrera y un reconocimiento dentro de estas

paredes.

Cuando llegué al salón vi cómo India estaba parada

sobre el estrado inmóvil, con la mirada perdida en el

horizonte. Entonces noté que esta vez no tenía los auri-

culares puestos y se notaban sus orejas lastimadas a la

distancia.

–Hoy es un día que espero recuerden por el resto de

sus días. –Dijo Mayora que se encontraba en un rincón del

escenario. Su voz retumbaba en nuestros oídos de manera

abrupta. –Como verán la tutora siete cometió el delito de

traicionar las tradiciones y las reglas que fueron creadas

para nuestra mejor convivencia y desarrollo en sociedad,

todas las insurrecciones serán castigadas, y no se tendrá

piedad por quienes quieran quebrar los mandatos esta-

blecidos. –Cuando terminó de dirigirse a nosotros miró

a India con severidad. –El juicio está siendo ejecutado en

este momento, por favor quítese la ropa delante de todo

el alumnado para que podamos ver su piel.

No entendía entonces qué pasaba hasta que India

comenzó a desnudarse frente a todos, sin mayores ver-

güenzas y con una serenidad digna de una novela, por el

contrario de lo que hubiese sentido la mayoría, no desti-

laba un gramo de sensación de humillación. Al contrario

mostraba su cuerpo de una manera digna y orgullosa.

Cuando terminó de desvestirse pude ver porqué

había sido castigada, llevaba en sí todas las frases que

habíamos recibido en ese tiempo tatuadas en su piel. Ella

nos había enviado esos mensajes todo este tiempo.

–Pueden llevársela. –Dijo Mayora. La tomaron de los

brazos dos sujetos que eran parte del aparato de control

y la llevaron arrastrando hacia las puertas detrás del

escenario. Pero antes de que desapareciera cuando Ma-

yora ya se había retirado de allí gritó en alto: “Un día,

los incomprendidos 63

en retrospectiva, los años de lucha te parecerán los más

bellos”. La primera frase que nos había enviado sería la

última que escucharíamos de su voz, pero ahora todo

cobraba sentido. Ella siempre lo había sabido, solo había

esperado el momento indicado.

Cuando vimos eso no pudimos controlar nuestros

impulsos, sin darme cuenta cuatro estaba corriendo

conmigo en dirección al escenario. Pero antes de llegar

sentí que se me dormían las piernas y caí desplomada

en el suelo.

Cuando desperté noté que había sido llevada nue-

vamente al calabozo, esta vez no habíamos llegado

encapuchados y conservábamos todo lo que llevábamos

puesto de una manera impecable. Vi que a mi lado esta-

ba cuatro. Parecía de lo más sereno en esta situación en

la que nos encontrábamos. Hasta creí haberlo escuchado

tararear una melodía por lo bajo.

–¿Qué hacés? ¡Ponete los auriculares!

–Ellos no pueden vernos, estamos en penumbras y

no hay cámaras en el calabozo.

–¿Ya estuviste antes acá?

–Cuando te meten solo pasan cosas peores, peores

para nuestro cuerpo por así decirlo, ya te imaginarás,

eso que evitan contar en los libros, torturas.

–No sé qué son. –Era verdad, dentro de lo que había

conocido de mi mundo hasta ahora era una palabra desco-

nocida y por lo tanto no tenía significado para mí. Aunque

por la forma de manifestarla de cuatro no era nada buena.

–Son una especie de castigos físicos.

–¿Como cuando te dan un cachetazo? –Le pregunté.

–Como cuando te dan un cachetazo, pero miles y

miles de ellos. –Mientras lo decía parecía recordar esos

momentos. Su mirada se había perdido en un punto fijo

en el rincón.

–Debe ser terrible. –Me estremecí de solo pensarlo.

–Eso no es lo peor, lo peor es lo que pasa por tu ca-

beza, sentís miedo, pero a la vez se potencian tus ganas

de destruir todo esto. Ellos creen que te debilitan, pero

cada marca, es un recordatorio de por qué luchás.

–No debería ser legal. –Arremetí.

–No lo es, pero nadie lo sabe, no se puede hablar de

eso, ni te quedan marcas visibles, te dejan el suficiente

tiempo como para que desaparezcan.

Se hizo un silencio cuando comenzó a mirar las pare-

des que nos rodeaban y noté que había escritos en ellas.

Después de ese momento se dirigió a mí: –Seguro debes

preguntarte cómo llegué a este lugar. Yo estudiaba en

la Ciudad de las Leyes al igual que vos. Mi familia era

reconocida, no importa ya mi apellido, ni quiero recor-

darlo, pero ellos tenían determinado todo lo que querían

de mí y yo estaba seguro de querer lo mismo. Hasta que

un día no lo estuve más y quise irme de la ciudad, llegué

a Ciudad Ingeniería, allí conocí a una mujer hermosa y

sumamente inteligente que me escondió en su casa, me

enseñó todo lo que sabía y vivimos felices, lo que recuer-

do de ese sentimiento, hasta que me encontraron. Por mi

apellido tenía la opción que absolvieran los cargos hacia

mí y me dieran otra oportunidad, como si nunca hubiese

pasado. Pero no quise volver. Dejar de tener un modo de

vida panfletario me llevó a encontrar otra conformidad

con lo que hago. –Hizo una pausa, miró nuevamente al

los incomprendidos 65

punto fijo revisando lo que pasaba por su cabeza para en-

contrar las palabras adecuadas. –La pregunta por el modo

de vida me llevó a encontrar otra conformidad con lo que

hago. Con lo que hago en tanto ser. –Sonrió a la nada

y me miró. –Y es que no sé de qué otra manera decirlo.

Porque si esos cambios, esas mutaciones, las enuncio de

a una, siempre me quedo corto: tendría que hablar de lo

que hago a nivel político, a nivel filosófico. De lo que hago

como amigo, como compañero, lo que hice como hijo,

como hombre blanco. –No entendía a qué se referida con

esa última aclaración. –Lo que hago a nivel económico,

musical, lúdico. Y no solo esto, cuando diga alimenticio

tendría que incluir gastronómico, nutricional, deseante,

digestivo. Porque esa pregunta es una manera de cocinar,

es una manera de nutrirse, es una manera de desear los

alimentos, y todo eso tiene consecuencias digestivas. Ali-

mentarse distinto para, entre otras cosas, digerir distinto.

Infinitas ramificaciones, quizás rizomas. Como te mostrás

ante el mundo es en gran medida lo que terminás hacien-

do. Corrijo. Como te mostrás ante el mundo es en gran

medida cómo terminás haciendo. Esa es mi pregunta

hoy. Es un gran cómo. –Mientras él hablaba yo solo podía

pensar en el vértigo que me había hecho replantearme

todos esos aspectos que nunca había tenido en cuenta en

mi vida. Entonces –siguió diciéndome cuando le das un

gran portazo a la pregunta sobre cómo me muestro, todo

se transforma. Pero también es una dimensión a cuidar.

Estrategias defensivas hay que tener. Hay lugares donde

es necesario seguir ocupándome de cómo me muestro.

No me puedo relajar como si la cuestión no existiera, no

se trata de eso. Es hacer equilibrio, coexistir pacíficamen-

te. Inventar un agenciamiento. –Quise preguntar si esa

respuesta se refería a cuidarse a como se mostraba dentro

de Casa o si lo comentaba en general, pero él seguía ha-

blando, parecía hablarse más a sí mismo que a mí. –Luego

entendí que la pregunta no era: ¿cómo me muestro? Más

bien era: ¿cómo me muestro dentro de este paradigma de

lo que es mostrarse? Y ese paradigma no tenía nada que

ver conmigo. Ahora sí se dirigía a mí directamente. –Ya

no sé si para mí mostrarse significa lo que significaba

antes. Lo dudo seriamente. No siento que le deba nada a

nadie. Y lo que se me proponía como ser en el mundo no

me interesaba. Creo que simplemente lo aceptaba. Acepta-

ba lo que se me proponía sin mucho filtro. O con un filtro

que no era lo suficientemente sofisticado, ciertamente

no era el que yo necesitaba. Colaba algunas cosas, pero

cada tanto algo de basura pasaba. La metáfora del agua

quizás se corresponda. Colar, filtrar algunas impurezas.

Mejorar el filtro mejora el agua, su calidad, su sabor. Pero

el agua también se pudre si se estanca. Estoy encerrado

hace 520 días, es claro que en alguna medida me estoy

pudriendo ¿Cómo ser agua en el encierro? Vi esas peceras

pequeñísimas que con apoyo de un oxigenador logran

mantenerse aireadas. No son el océano, están lejos de él,

pero disfrutan su espacio, su aire. Claro radiantes en una

pecera. Es que no puedo dejar de mirar los bordes. Mi no-

ción de espacio es decimonónica, pero este pozo ya es un

lugar. La mente es otro. Bucear en el cuerpo. El espacio

es multidimensional. El plano fijo tiene más posibilidades

que mi mapa mental. Hay movilidad en el plano. Soy un

cuerpo en movimiento ¿No te pasa que mirás el espacio

y te dan vértigo sus límites? ¿Qué hay del otro lado del

límite? ¿Y si no hay nada después del límite, si dentro del

límite soy infinito? ¿A dónde estás queriendo ir?

los incomprendidos 67

–¿Qué?

–Mi nombre es Danile. –Dijo y me estiró la mano

para presentarse.

–Preferiría bautizarme con un nombre que yo elija.

–Perfecto podemos hacer eso. –Agregó. –¿Cómo te

vas a llamar de ahora en adelante?

–Creo que Lía es perfecto.

–Me gusta, es fácil de recordar.

–Podrías haber dicho que es hermoso.

–Podrías haber mencionado que mi nombre es her-

moso cuando te lo dije. –Me respondió y nos reímos.

No entiendo por qué quiso ser mi amigo, apenas

podía preguntarme qué quería de mi vida, y él se mos-

traba tan seguro de sus preguntas que me intimidaba y

me hacía sentir pequeña, muchas veces no entendía qué

decía. Utilizaba palabras que nunca había escuchado y

desconocía su significado. Él me había enseñado todos

los días sobre temas nuevos. Menos los días que el dolor

de cabeza lo invadía por las descargas de sonido que

daban sus auriculares cuando percibían que él estaba

intentando socializar. Decía que posiblemente le habían

dañado sus oídos y que por eso se sentía muchas veces

mareado al borde de perder el equilibrio. No entendía

qué tenía de relación sus oídos y los mareos, pero dijo

que un día me explicaría. Creo que él tampoco sabía

mucho del tema.

–La última vez que estuve acá creo que pasé un día

encerrada.

–Acostumbrate a utilizar tu imaginación dentro de

estas paredes, si sabés cómo usar esto que está pasando,

puede ser una especie de bendición. Podemos sacarnos

los auriculares, podemos hablar y podemos soñar. –Noté

que se recostaba sobre un rincón mientras miraba sus

zapatos. –Dentro de toda esta opresión me voy a guar-

dar una carta de libertad, si hay un espacio al que no les

voy a permitir entrar para destruir es éste –y señaló su

cabeza.

Había perdido la noción del tiempo que había trans-

currido mientras estábamos ahí dentro. Entonces sentí

un temblor.

Danile se paró de repente y me abrazó.

–Es hora. –Fue lo único que me dijo.

–¿Cómo que es hora?

–¿Cuánto creés que sos capaz de soportar?

–Con la imaginación activa supongo que algún tiem-

po más.

–Necesitamos esa imaginación fuera de este lugar, la

necesitamos a salvo antes de que se pudra.

–No entiendo.

–Cerrá los ojos e imagina el lugar a dónde quisieras

estar.

Cerré los ojos y me imaginé mirando el mar, abrien-

do mis brazos para sentir mejor el viento, para poder

recibir toda esa fuerza que me entregaba el océano y su

alma, enterrando mis pies en la arena, sintiendo cada

grano pulir mis pies, sentí el frío de esa arena que está

mojada aún, sintiendo la brisa salada colarse en mi piel y

dejarme una humedad que me recordaba la profundidad

de mi vida.

La libertad

Cuando la explosión sucedió me encontraba aún en

el calabozo. Todo mi alrededor vibró aunque estuviése-

mos metros abajo de donde había sucedido.

Me había desmayado.

Mi cabeza sangraba y mi pierna estaba enterrada

debajo de un cúmulo de escombros, intenté moverme,

pero todo fue en vano.

Llamaba desesperada a Danile, pero no me respon-

día, en ese momento entendí a qué se refería con que

era hora.

Había sido casi suicida lo que habían hecho, por eso

no me lo habían contado, él sabía todo, sabía de la explo-

sión ¿Pero por qué? ¿Por qué la habían generado? ¿Esta-

ría debajo de esos escombros? Comencé a llorar cuando

entendí que podía estar muerto al igual que el resto de

mis compañeros, hasta que escuché una voz que tosía en

las habitaciones continuas, no eran mis amigos, era él.

Ésta podía ser una posibilidad de escaparme, pero

¿de qué manera lo haría si apenas podía pensar entre

tanto dolor? No sentía mi pierna, toda una pared se ha-

bía caído encima de ella, posiblemente la perdiera, mi

cabeza sangraba y mi cuerpo parecía haber sido sacudi-

do por un remolino.

Si le pedía ayuda, se enterarían que seguía con vida

y me encerrarían nuevamente, pero si no lo hacía iba

a morir. De cualquier manera sabía que las únicas dos

opciones que tenía no eran buenas.

Hubo otra explosión, esta vez más cerca de nosotros,

posiblemente se había activado por el movimiento.

–Danile, por favor necesito saber si estás ahí. –Fue

lo único que alcancé a decir. Tenía mucho miedo, esta

vez la muerte estaba rodeándome. Quizás era la mis-

ma suerte con la que corría mi amigo, necesitaba salir

de ahí, poder mover mi pierna y rescatarlo. No podía

parar de llorar, todo lo que había construido todo este

tiempo había sido lo más cerca de una verdadera vida

que había tenido ¿Cómo podía terminar así? Quizás si

me lo hubiesen contado, habría traído algo escondido

para protegernos, pero decidieron ocultármelo y ahora

estábamos bajo los escombros.

¿Quería morir yo también? ¿O podría seguir con un

plan que ni siquiera conocía y en el que sus planificado-

res posiblemente estaban muertos?

No tenía opción.

–Ayuda, por favor. –Grité con la poca fuerza que me

quedaba, pero con todas las ganas de vivir que seguía

teniendo. –Por favor si alguien está ahí.

–¿Dónde está once? –Me respondió una voz.

–Por favor siga mi voz.

–Siga hablando ¿Cómo es el lugar donde se encuen-

tra?

–Estoy en uno de los calabozos, es más amplio que el

resto, las paredes están escritas.

–La voy a sacar. –Me dijo esa cara que siempre había

sido un misterio para mí. Sus ojos estaban rojos esta vez,

parecía que el polvo lo afectaba más que a mí. –¿Cómo

está su respiración? –Me preguntó.

los incomprendidos 71

–Bien. –No podía hablar demasiado, me cansaba,

pero todavía podía respirar. Entonces rompió un pedazo

de su camisa y la arrolló.

–Necesito que muerda esto mientras intento sacar

su pierna de ahí, toda su fuerza tiene que estar concen-

trada en agarrarme lo suficientemente fuerte para que

podamos sacarla lo antes posible, no quiero que pierda

fuerzas gritando. –Me dijo y supe que sabía lo que hacía.

En ese momento sentí que había tomado la decisión co-

rrecta. No quería morir, y no iba a poder sobrevivir sola,

ni tampoco salvar a mis amigos si seguían vivos. Lo aga-

rré de los dos brazos lo más fuerte que pude, mientras

mordía el pedazo de tela y él me sostenía. En el primer

tirón sentí que iba a partirse mi cuerpo en dos, quería

estallar en llanto, pero tenía que resistir.

–Lo está haciendo muy bien y vamos a intentar sacar-

la en este tirón. Respiré profundo y sentí cómo la fuerza

me recorría el cuerpo y lograba mover los escombros.

–Gracias, gracias, gracias. –Fue lo que alcancé a

decirle antes de que otra explosión hiciera que más es-

combros cayeran sobre nuestras cabezas.

–¿Está bien? –Me dijo después de cubrirme para que

nada cayera encima mío.

–No sé tu nombre y salvaste mi vida.

–Soy Marco. –Dijo mientras se enfriaba su mirada.

–Necesito sacarla de acá o va a perder la pierna. –Solo

asentí antes de ver mi pierna sangrar.

Desperté en una especie de enfermería ambulante.

Por lo visto no había mucha gente herida, podía recono-

cer algunos profesores, celadores y trabajadores de Casa,

pero no había alumnos cerca. Había, flotando en el aire,

cierto olor a pólvora y se sentía como el azufre quemado,

no sé si alguna vez había olido algo así, pero mi mente

me traía esas descripciones como si las conociera desde

antes. Donde estábamos llegaba toda la luz del sol, y a

pesar de que este ámbito se sostenía con algunas colum-

nas de donde colgaban grandes y largas telas blancas,

con su precariedad, cuando el viento soplaba se podía

ver en el espacio que dejaban algo más del afuera. Tarde

algunos minutos en percibir que no llevaba puestos los

auriculares, y que tendría que inventar alguna excusa

para mantenerme así.

Pero entonces nos indicaron que debíamos ponernos

los auriculares cuando comenzaron a decir:

–Procederemos a leer la lista de fallecidos. –Se me

erizó la piel, no encontraba a mis amigos, Danile había

desaparecido de al lado mío, quizás se había escapado,

o quizás seguía sepultado bajo los escombros. De Javier

no sabía nada, menos iba a saber de Debra. –Comenza-

remos diciendo que lamentamos la muerte de nuestra

querida profesora Athenas, luego de la primera explo-

sión, ella se encontraba socorriendo a algunos alumnos

en los pasillos y fue muerta por una gran viga que cayó

sobre ella. Su cuerpo quedó irreconocible luego del

fuego, solo quedaron algunos rastros de su vestimenta

y su cabello, que serán enviados a Ciudad Religión para

ser esparcidos. –Su rostro destilaba tanta frialdad que

ni aún luego de derrumbes, heridos y muertes, parecía

sentirse tocada por esto. –Ahora sí daremos comienzo

al resto de la lista, el número de fallecidos es pequeño a

pesar de la gran explosión, debo aclarar, por una fuga

de gas. Entonces hizo una pausa para sostener mejor sus

hojas que no dejaban de temblar al ritmo de sus manos,

los incomprendidos 73

vi cómo apretaba más la hoja. –Demoslé la paz a cuatro,

quince y diecinueve.

Dejé de escuchar en ese momento. No pude evitar

romper en llanto, mi cuerpo deseaba partirse en mil

pedazos para poder dejar salir lo que estaba sintiendo.

Toda mi vida me había sentido sola hasta que había lle-

gado a este lugar. Ellos no solo eran mis amigos, eran mi

familia, me ayudaban a vivir más acorde a mis sueños,

me enseñaban todos, me acompañaban, me cuidaban y

me hacían sentir menos incomprendida, no estaba sola,

éramos muchos más de lo que creíamos. Pero mientras

todo ese dolor sacudía mi cuerpo, un nuevo dolor apa-

reció, me estaban inyectando algo que simplemente…

Salidas

Cuando volví a abrir los ojos seguía sin saber dónde

me encontraba, ni el tiempo que había pasado sedada.

Miré a mi alrededor y noté que ya no estaba en la en-

fermería ambulante, ahora estaba en una habitación

totalmente blanca, había una pequeña ventana que de-

jaba entrar el sol. Un rayo de estos me alcanzó la frente

cuando comencé a escuchar llorar a una joven en la ha-

bitación de al lado. Me levanté como pude, mi pierna se

veía hinchada y tenía un arco iris de colores que habían

formado los moretones. Fui saltando sobre una de mis

piernas hasta que pude llegar al marco de la puerta para

poder escuchar mejor.

Reconocía esa voz, reconocía ese llanto, lo había

escuchado antes. ¿Pero de quién era? Mi curiosidad se

sintió alimentada por estos cuestionamientos, por cierta

familiaridad y no tuve mejor idea que pasar a la habita-

ción de al lado. Mi presencia se hizo notar por la forma

en la que me estaba transportando. Entonces cuando la

vi las preguntas se multiplicaron.

–¿Qué es este lugar? –No tenía mejores cosas que

preguntarle ¿No le preguntaría qué le pasaba para llorar

de esa manera? No, parecía que yo era el vivo ejemplo

de su madre en este momento.

–Es un hospital. –Dijo secando sus lágrimas.

–¿No estamos en Casa? –Pregunté.

–No, y es mi culpa. –En ese momento volvió a rom-

per en llanto y al intentar acercarme caí redonda al sue-

lo. Terra entonces mostró su primer acto de humanidad

en tanto tiempo, se acercó despacio hacia mí, y me le-

vantó por los hombros. Me sentó junto a ella en su cama

y levantó mi pierna sobre un pequeño banco.

–Gracias. –No sabía qué decir, todo era sorpresivo,

nos había perseguido, nos había denunciado, por su

culpa nos habían encerrado infinidad de veces, y ¿ahora

me estaba ayudando? –¿Por qué estás acá?

–Tuve una crisis de nervios y me desmayé, caí en

el suelo golpeando mi cabeza contra la esquina de una

pared. Pero nada de eso se compara con lo que les pasó

–Nuevamente comenzaba a llorar. Antes se había echado

la culpa y ahora comentaba esto ¿Acaso había tenido que

ver con las explosiones?

–¿Por qué tenés la culpa? –Me habían enseñado que

no debía preguntar, pero en este momento poco me

importaban los castigos, si ella era responsable de algo

y yo era la única capaz en este mundo de hacer algo al

respecto, lo iba a llevar hasta las últimas consecuencias.

–Yo lo sabía, yo sabía lo que planeaban…. –Miró al

fondo de la pared y se perdió–. Pude evitarlo, pero…

–¿Pero qué?

–Una parte de mí quería que algo cambiara. –Seguía

mirando fijo a la pared, pero a los segundos volvió en sí.

–Si hubiese denunciado lo que sabía ellos estarían vivos.

Me quedé helada mirándola, no, no tenía la culpa.

Ellos sabían lo que hacían. Los había protegido, los

había ayudado en el plan. Y ahora, aunque todo había

salido mal no podíamos volver atrás.

La abracé tan fuerte como mi salud me permitió.

los incomprendidos 77

Al día siguiente apareció Marco en el hospital, pa-

recía estar apurado y buscando a alguien. Cuando vi su

mirada husmeando en mi habitación lo saludé con una

sonrisa, pero él siguió de largo.

Entonces escuché que entraba en la habitación de

Terra.

Cuando llegó la noche decidí tocar la puerta de al

lado.

–Hola ¿Puedo pasar? –Le pregunté a Terra.

–Sí pasá por favor, necesito un poco de compañía.

–Me respondió.

–¿Pasó algo? –Había sido extraña la llegada de Mar-

co al hospital y aún más extraña esa visita puntual que

le había hecho.

–Mi hermano quería saber cómo estaba.

–¿Tu hermano? –¿Me había perdido de una visita?

–Marco es mi hermano, pensé que ustedes lo sabían

todo. –Me respondió Terra confundida.

–Yo no… –Había sido un alivio esa respuesta. Algo

dentro de mí se había tranquilizado. ¿Qué me estaba

pasando?

–No te preocupes, no se lo voy a contar a nadie.

Parecía que algo había cambiado entre nosotras. Ella

ya no se mostraba intimidante, ahora parecía una joven

más, con sus circunstancias particulares.

–¿Te sentís mejor? –Le pregunté.

–Sí, es raro, me siento algo emocionada. Es la prime-

ra vez que salgo de Casa.

–También la mía desde que vivo ahí.

–Quiero decir la primera vez en mi vida.

Me quedé mirándola anonadada, no entendía a qué

se refería.

–Nací ahí, dentro de esas paredes, no conozco nada

más. Es mi vida entera, no imagino mi vida de otra ma-

nera.

–¿Y tu papá?

–No tengo, eso dijo siempre Mayora.

Decidí hacer silencio, era muchísima información

para procesar. Ahora entendía más su comportamiento,

su ambición por ser respetada por sus pares, al final ella

también era una víctima más, el único lugar que conocía

y al que pertenecía era esa máquina de deshumanizar

gente.

La abracé con timidez, temiendo su reacción, pero

ella lo recibió muy bien.

No habían pasado más de tres días cuando nos die-

ron el alta. Las heridas en mi pierna no habían termi-

nado de cicatrizar, pero ya podía mantenerme en pie.

Cuando me avisaron que pasaban por nosotras,

sentí cierta tristeza. En el hospital no había auriculares

ni prohibiciones para socializar. Había tenido suficiente

tiempo libre para pensar y recordar todo lo que había-

mos vivido con mis amigos. Me volví a poner el uniforme

y acomodé mi cabello lo mejor posible. Lo único que me

daba alegría era saber que al volver a Casa podría ver a

diario a Marco.

Pero cuando salí noté que algo extraño pasaba, vi de

lejos la cara de terror que llevaba Terra. Me estaba mi-

rando a lo lejos mientras subía a una camioneta similar

los incomprendidos 79

a la que me había buscado. Parece que había otra más

esperando para mí. Avancé hacia ella y dos hombres me

tomaron de los brazos y me ataron las manos. No alcan-

cé a gritar del dolor cuando taparon mi boca también.

Seguía luchando en vano por soltarme cuando noté que

estaban metiéndome en la camioneta con suma brutali-

dad y rapidez para evitar escándalos.

Llevábamos viajando cerca de una hora, sentía cómo

el auto iba cambiando de rutas, algunas parecían asfal-

tadas y otras me hacían sentir dentro de una batidora,

la camioneta subía y bajaba y se movía a los lados, pare-

cíamos estar en una zona rocosa, en un camino que no

era transitado.

Cuando por fin dejó de andar, escuché cómo baja-

ban del auto. Sentí miedo ¿Qué harían conmigo? No

recordaba que el camino a Casa fuese así. Abrieron por

fin mi puerta y me sacaron de un tirón. Me llevaron con

la cabeza gacha unos cuantos metros y entonces escuché

el sollozo de Terra, pero parecía que no éramos las úni-

cas, había más voces, más llantos alrededor. Alguien más

se acercó, nos sacó uno a uno las capuchas. Estábamos

en otro lugar que no era Casa y no parecía ser mejor

tampoco.

Nos empujaron hacia la puerta y nos sacaron las ca-

puchas. Entonces lo vi, estaba Marco ahí también, pero

sin las manos atadas. Me tomó del brazo y me arrastró

hasta una sala.

–Perdón, pero es necesario, me lo vas a agradecer

algún día –me dijo mientras preparaba una soga a una

columna de madera que había en el lugar. Miré el piso y

había restos de sangre ¿A esto se había referido Danile

cuando me había hablado de las torturas?

Bajó mis pantalones y me sentó de rodillas sobre

granos de maíz. Al principio no sentí que eso fuera tan

doloroso, hasta que después me ató sobre uno de los pa-

los que había allí y suspiró. Rompió la parte trasera de

mi remera con una cuchilla en dos.

Una ráfaga de dolor me atravesó, sentí cómo se

hinchaba la piel de mi espalda con cada látigo que me

golpeaba, mientras él recitaba en cada golpe “Por la

República”, “Por nuestros ancestros”, “Por la paz”, “Por

el orden”… Creo que perdí la cuenta de la cantidad de

latigazos que me había dado.

Cuando terminó me felicitó: “Recibiste tu castigo de

manera decente, sin llorar, ni resistirte” ¿Qué significaba

eso? Me confundía todo lo que me decía y lo que hacía.

Parecía contento, excitado por lo que había pasado.

–Ahora te voy a curar –limpió cada una de las mar-

cas y me dio ropa nueva. Después de la ceremonia, me

abrazó y me dejó ir.

Estaba en shock todavía no había podido entender

nada de lo que había pasado a mi alrededor. El dolor fí-

sico que seguía sintiendo me tenía abrumada. La espalda

me ardía y todavía sentía el reflejo de mi cuerpo inten-

tando resistir a los embistes. Las rodillas no se quedaban

atrás, había intentado moverme lo menos posible para

evitar más lastimaduras, pero había sido en vano, el peso

de mi cuerpo con el paso del tiempo había hecho la sufi-

ciente presión como para que me las dejaran sangrando.

En esta nueva Casa había más habitantes que los que

habíamos sido trasladados. Caminaban en fila atados

de pies y manos con cadenas, las cadenas de las manos

sostenían la cadena que tenían en su cuello y hacia que

los incomprendidos 81

caminaran con la cabeza gacha. Tenían el cuerpo lleno

de polvo, sus ropas eran ya retazos de tela sucios con sus

propios desechos. Pude entender más cuando llegué a

la habitación que estaba dispuesta para mí, las paredes

ya verdes de humedad, la cama sin colchón, solo fierros,

y sin baño ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Eran capaces

de hacernos defecar y orinar en nuestra propia habita-

ción, todo se llenaría de un olor insoportable y bichos

por doquier? Sí, eran capaces. Con el pasar de los días

la rutina se repetía, las horas de tortura, el momento de

la curación, volver a la habitación y pasar ahí el resto del

tiempo junto a nuestra propia mugre. A diferencia del

resto de los residentes originales de esta Casa, a noso-

tros nos permitían caminar por los espacios sin cadenas,

como dándonos la lección de nuestros privilegios, o un

presagio de nuestros destinos.

El despertar

Un mañana mientras esperaba a Marco para lo que

llamaba “la rutina de cada día” me preguntaba mientras

miraba a mi alrededor ¿Cómo lograba este gran engra-

naje que nos acostumbráramos a estas formas de vida?

¿Esto se podría llamar vida? Algo estaba mal, muy mal.

Pero todos mis pensamientos se desvanecieron cuan-

do vi entrar a los dos hombres que me habían traído

hasta acá en la camioneta.

–Hoy te toca con nosotros muñequita. –Dijeron. No

entendía lo que estaba pasando, me estaban sentando

de rodillas como cada día, pero esta vez, sabía que algo

en el aire era diferente ¿Habían bebido? ¿Eso era lo que

sentía en el ambiente? No, era otra cosa, y lo supe cuan-

do aparte de mi remera rompieron mi ropa interior.

–No llorés muñequita, te va a gustar mucho más

que lo que te hacen generalmente. –Me decía una de las

voces.

–Ayuda ¡por favor!, ayuda –era lo único que alcan-

zaba a decir mientras comenzaban el ritual de castigo

con el látigo. Era la primera vez que hablaba o lloraba

durante la sesión, no era falta de voluntad para aguantar

todo eso, tenía miedo y sabía que entre los dos podían

acabar conmigo en un abrir y cerrar de ojos. Cuando

dejaron el látigo de lado se acercaron a mí, y noté cómo

sus manos tocaban mi cuerpo con deseo. El asco recorrió

toda mi mente, quería salir de ahí, quería destruir esa

habitación, no, no, no.

Entonces sonó un disparo.

–¡Los dos! ¡Quietos!, déjenla tranquila, hagan sus

bolsos y váyanse antes de que los torturados sean uste-

des. –Dijo Marco.

Apenas me soltaron las lágrimas bañaron todo mi

rostro, casi me ahogaba entre sollozos cuando me soltó

las manos y me abrazó en el suelo.

–Todo va a estar bien, esto no es parte del aprendi-

zaje, ellos son todo lo que no queremos que seas vos, una

salvaje –apenas escuchaba sus palabras en tanto dolor. El

miedo podía ser un maestro muy eficiente muchas veces,

y lo estaba siendo conmigo. No quería volver a vivir algo

así nunca más.

Después de ese día no hubo más castigos, solo pasá-

bamos el tiempo en silencio en la habitación de torturas,

cuando llegaba la hora, me dejaba ir sin más.

Había perdido la noción del tiempo cuando tocaron

la puerta de mi habitación.

–Es hora de irnos. –Me dijo Terra y me estiraba la

mano para que se la tomara. Parecía casi un sueño. Ha-

bía sido irreal pensar en esos días en una salida posible

a este encierro. Pero íbamos a volver a Casa, nunca ima-

giné sentirme tan feliz de esto.

Cuando dejábamos atrás esa maquinaria de tortura,

me puse a pensar ¿Por qué esa gente estaba ahí? ¿Qué

habían cometido como para esa continua condición de

vida? Había notado que no tenían auriculares, pero tam-

poco hablaban. Sus miradas estaban perdidas en el sue-

lo, quizás viendo cada paso que daban. Quizás temiendo

caerse uno encima del otro. Quizás ensuciarse sobre los

restos de los desechos en la ropa de sus compañeros.

los incomprendidos 85

Necesitaba respuestas, pero esta vez no tenía a quién

preguntarle. Eso me sumió en más angustia de la que ya

cargaba. Pero entonces me di cuenta que en la camione-

ta viajábamos Terra, Marco y yo. No lo había percibido

antes, mi imaginación podía absorberme hasta el punto

donde el resto de mis movimientos funcionaban sin el

más mínimo control de mi parte. Como todavía no ha-

bíamos llegado a Casa, no teníamos auriculares puestos

y eso nos dejaba un pequeño margen para hablar.

–¿Por qué esa gente está ahí? –Pregunté. Terra me

miró con cierto signo de interrogación en el rostro y se

giró para mirar a su hermano que conducía la camioneta

esperando alguna respuesta.

–Pónganse los auriculares por favor. –Fue la única

respuesta que recibí por parte de Marco. Mientras nos

entregaba los auriculares nuevamente. Supongo que ellos

no iban a darme la información que necesitaba. Ahora,

sin Danile ni Javier, ¿quién iba a hacerlo?

Pasaron unos cuantos días dentro de la nueva nor-

malidad de Casa cuando Marco tocó la puerta de mi

habitación.

–Sé que está prohibido, pero quizás acá encuentres

algunas respuestas. –Dijo y me entregó un manual de

los delitos y las condenas determinadas para cada uno.

No me dio tiempo siquiera de agradecerle, que

desapareció apenas tomé el libro. Entendía que estaban

prohibidas las lecturas, pero un segundo más no iba a

cambiar las reglas que ya estábamos rompiendo.

Cuando tomé el libro me encontré con las mismas

respuestas que había imaginado, esas personas posible-

mente estarían catalogadas en la segunda categoría de

delitos como escaparse de su ciudad natal, resistirse a la

autoridad y causar algún daño en los mobiliarios sagra-

dos, realizar pintadas en paredes de espacios públicos

y/o privados, hacer denuncias contra la identidad de la

República y/o dañar algún símbolo patrio.

Yo pertenecía a la tercera categoría de los delitos,

básicamente todo lo relacionado con el pensamiento y

palabra estaba en éste.

Los delitos eran encabezados por las incitaciones

a traición a la patria, revueltas y terrorismo. Aunque

también había un espacio guardado para todo quien

rompiera las reglas de las instituciones de corrección.

No aclaraba cuáles eran los grados o los delitos a los que

se refería, pero me puso la piel de gallina de solo leerlo.

Esta categoría estaba castigada con pena de muerte.

Pero a pesar de todo, el libro era de lo más aburrido.

Me pareció un regalo precioso, poder compartir con

él uno de los cuentos que llevaba el libro que me había

cambiado la vida. Así que tomé la lapicera que me había

robado en clases y utilicé los espacios en blanco de las

últimas paginas para contárselo:

“Cuentan las historias de cuna que en un jardín, como

cualquier otro, habían nacido junto a la llegada de la prima-

vera, unos pimpollos de alelí. Como todos los pimpollitos al

nacer, estos eran risueños y cantarines, celebraban cada día

el estironcito que pegaban y desperezarse cada mañana con el

primer rayo de sol. Un día terrible un picaflor que trabajaba

en el diario del pueblo, les contó sobre las cosas que les pasaba

a las flores que desobedecían ciertas leyes, que él nombró como

naturales y de la sociedad. Cada día les dictaba en voz alta

una serie de recetas para que lograran ser lo que se decía que

los incomprendidos 87

debían ser. Cada atardecer se parecían más entre entre ellos

y menos a sí mismos. Pobres pimpollos, les habían hecho creer

que todo sería muy difícil si no regulaban sus formas, si no

respetaban los pasos a seguir. Así día a día, noche a noche,

aprendían a vivir con la mutilación de su sentir.

El tiempo fue pasando y fueron creciendo, adoptando el

color que, según fuentes confiables, la naturaleza había esco-

gido para ellos. Pero en la medida que florecían, mientras sus

pares admiraban esos colores que vestían, también crecía su

insatisfacción.

Los pimpollos ya convertidos en flores maduras pasaban

sus días muy serios y elegantes, manteniendo de manera in-

mutable la postura y la quietud. A veces me pregunto si en el

fondo de sus enmudecidas almas no esperaban que el viento

soplara tan fuerte como para despeinarlos, obligándolos a reír

sin culpa.

Pero una mañana, quien sabe si por tristeza o aburri-

miento, se dejaron marchitar.

Murieron sin atreverse a preguntarle a la vida, frente a

frente, qué había de verdad en todo eso que les habían dicho

en su infancia, y que sin chistar habían aceptado. Quizás si

hubieran preferido el coraje, a la comodidad, se hubieran ente-

rado que la vida nunca había sabido distinguir entre el bien y

el mal, ni lo bello de lo feo, y mucho menos lo que ellos debían

merecer. Solo sabía responder a todos aquellos que aprendían

a elegir el color de sus días, solo sabía escuchar a todo quien se

rebelara contra las falsas historias que la mala prensa había

contado de ella para vender más”.

No pude resistir la emoción y decidí correr el riesgo.

Tomé el libro, lo escondí debajo de mi ropa y fui hasta la

habitación de él. Toqué la puerta, pero nadie me respon-

dió. Así que antes que alguien descubriera que llevaba

un libro conmigo preferí dejarlo en su habitación. Cuan-

do entré descubrí que era una habitación más espaciosa

que en las que había dormido en estos años, las paredes

eran blancas y había algunos cuadros colgados de los

fundadores, también se podían divisar medallas, cuando

me acerqué más, vi de cerca que eran de tiro y lucha.

–¿Qué hacés acá? –Pegué un salto apenas escuché su

voz atrás mío.

–Solo quería devolverte el libro. –Le respondí tími-

damente.

–Está bien, pero quiero creer que no se lo contaste a

nadie, no podés confiar en el resto de los internos, cual-

quiera podría denunciarnos.

–No, solamente me tomé la molestia de escribir algo

para vos, quería poder compartir un cuento.

–¿Un cuento? –Me miraba preocupado, abrió el li-

bro al final y comenzó a leerlo. Apenas unos segundos

después arrancó las páginas y las quemó en un pequeño

recipiente que parecía ya guardar cenizas anteriores. –

No debiste hacer eso ¿Sabés que cualquiera podría haber

entendido eso como una traición, como incitación?

–Pero es un cuento casi de cuna.

–Es perverso. –Respondió. –No voy a decir nada,

pero casi nos metés en graves problemas, nunca tuve que

haber pensado que quizás…

–¿Que quizás qué?

–No importa.

–Perdón. –Le dije mientras daba la vuelta sobre mis

pies y me dirigía a la puerta.

los incomprendidos 89

–Esperá. –Dijo antes de que saliera y trabó la puer-

ta. –Perdón, le saco el seguro si te sentís más cómoda.

–Había notado que eso me preocupaba. –Solo quería

asegurarme de que nadie pudiera entrar y enviarnos a

los calabozos.

Había optado por mantenerme en silencio, eso hacía

las veces donde la inteligencia me decía que podía hacer

mucho más tal vez escuchando de vez en cuando a los

demás y poniendo cara de pensativa. Parecía funcionar,

era la primera vez que me hablaba tanto.

–Mi padre era un rebelde, casi morimos mi madre,

Terra y yo, en uno de sus intentos por volar este lugar.

Apenas lo conocí, él nos abandonó para unirse a una

guerrilla. Un día atacaron este lugar, ese día lo volvía

ver y entendí de qué lado quería estar. –Me dijo Marco

mientras tomaba asiento en su cama.

Por un segundo suspiré, entendía su dolor, pero tam-

bién entendía la falta de perspectiva.

–No creo que puedas entenderlo, vos sentís que te

robaron tu libertad y ahora te encontrás encerrada.

–Ni siquiera se trata de eso, lo que tenía antes tam-

poco era libertad.

Se quedó mirándome sin entender de qué estaba

hablando.

–No quise lastimarte en el calabozo. –Me dijo mien-

tras se miraba las manos.

–Pero lo hiciste –le recordé.

–Es mi deber y es por tu bien –la misma respuesta

de siempre.

–Ni siquiera fuiste capaz de preguntarme qué era lo

mejor para mí. –Le dije, esta conversación comenzaba a

hacerme enojar.

–No voy a volver a hacerlo, lo prometo –señaló.

Mientras procesaba sus palabras y calculaba cuánto tiem-

po más podríamos pasar ahí encerrados, se me olvidó

notar que se estaba acercando a mí. –¿Podría abrazarte?

–Creo que sí –por dentro temblaba, no sabía qué es-

taba pasando. Cuando me abrazó noté cómo mi cuerpo

se acomodaba perfectamente en el pecho de él. Olía a

café y maderas. Nos mantuvimos así un largo rato hasta

que alguien tocó la puerta. Cuando abrí los ojos por

el susto noté que él me miraba desde arriba con cierto

gesto de duda.

–Ya voy –le respondió a quien tocaba la puerta.

–Supongo que voy a tener que esperar un tiempo

luego de que salgas para poder irme yo también.

–Sí. –Se acomodó su camisa y sin saludar salió de la

habitación.

Estaba totalmente desconcertada.

Los días pasaron como cualquier otro desde que

vivía en Casa y a pesar del tiempo lo único que seguía

doliendo era la falta de mis amigos. Terra había casi des-

aparecido, cada vez que nos cruzábamos en los pasillos

esquivaba mi mirada, y Marco, bueno, ni siquiera podía

considerarlo como tal. Además, hacia días que no lo veía.

Una tarde mientras estaba sentada en el patio, vien-

do cómo el cemento se había teñido con la humedad y

se dibujaban pequeñas siluetas verdes sentí que alguien

me observaba.

los incomprendidos 91

Cuando busqué con la mirada a ese alguien, solo

encontré a Marco a la distancia. Al percatarse comenzó

a acercarse sin mirarme directamente. Hizo una pe-

queña seña con su mano y entendí que me pedía que lo

siguiera.

Lo seguí hasta su habitación y noté que había dejado

la puerta media abierta.

–Permiso –dije cuando pasé.

El solo me respondió con señas indicándome que

haga silencio hasta que la puerta estuviera cerrada.

–Por favor tomá asiento –me dijo y me hizo un gesto

para que me sentara a su lado.

Apenas podía contener la respiración, toda su per-

sona me atraía y me intimidaba a la vez. Las ganas de

quedarme ahí y ver qué pasaban eran proporcionales al

deseo de salir corriendo. Entonces en medio de mi con-

moción interna decidió darme una pequeña rosa hecha

de papel.

–Es hermosa, aunque amaría poder sentir nueva-

mente alguna vez una de verdad.

–Podés desarmarla –y tomó la rosa de mis manos y

la abrió para que yo pudiera leer lo que decía adentro.

“La única belleza que encontró mi alma, después de haber

enterrado en la memoria a mis muertos”.

¿Cómo podía haber sintetizado tan bien lo que yo

sentía también? Presa de mi emoción y mi impulsividad

solo atine a abrazarlo con toda mi intensidad y la mayor

de las ternuras como una niña a su oso favorito. Él me

devolvió el abrazo y luego me alejó un segundo. Enton-

ces me besó.

No duró mucho el beso, pero solo recuerdo haber

sonreído en todo el momento.

–Bueno, debo seguir con mi trabajo –me dijo aleján-

dose.

–Está bien.

–Podemos vernos esta noche después de cenar, nadie

revisa este sector de las habitaciones.

–Se supone que ustedes son correctos –le dije rién-

dome.

Él solo hizo un gesto de risa falsa y desdén. Entonces

se acomodó como siempre y salió de la habitación.

Lealtades

La emoción me inundaba de nuevo, esto venía a sa-

nar todo el dolor que había sentido este último tiempo.

Quizás todavía había esperanzas para mí.

Volví a mi habitación y decidí tomar una ducha. A

pesar de los disgustos había aprendido a disfrutar de la

comodidad de no hacer nada. Sentarme ahí y dejar que

el agua me limpie todo el mal.

Cuando terminé y salí del baño vi que alguien había

dejado una nota bajo mi puerta.

“Es una trampa” decía aquel papel.

No podía haberlo escrito Marco y por lo que sabía

nadie me había visto llegar a la habitación. Si alguien

de los altos mandos se hubiese enterado ya me hubiesen

detenido. Pero… ¿Y si era verdad? Entonces tocaron la

puerta, apenas había salido de la ducha hacía unos mo-

mentos, tenía puesta la toalla cubriéndome el cuerpo y

un turbante en la cabeza.

–Por favor espere –dije con voz temblorosa.

–Soy yo. –Era Marco el que estaba detrás de la puer-

ta. –Es urgente. Quizás había sido él quien me había

dejado la nota, y por la falta de respuesta al no poder

salir en su búsqueda, porque estaba bañándome, había

venido a buscarme.

Apenas abrí la puerta noté cierta excitación en su

ser. Se había abalanzado sobre mí con cuidado, pero

con fuerza. Toda mi compostura se había desarmado

y el miedo había desaparecido. Ahora solo me concen-

traba en sentir cada espacio de su piel. Para cuando me

percaté todo mi vestuario de recién salida de la ducha

se había desarmado y me encontraba completamente

desnuda frente a él.

Entonces derribaron la puerta.

Ahí fue que entendí todo.

El cimbronazo fue increíble, estaba mareada todavía

perdida, como ebria de tantas emociones encontradas.

Una ráfaga de violencia me acomodó en tiempo y lugar

cuando me tomaron de los pelos entre dos celadoras y

me arrastraron hasta el salón principal.

Ahí le comentaron todo a Mayora que miraba de

reojo a su hijo mayor y con desprecio a lo que quedaba

de mí después de ese espectáculo y ahora estaba en el

piso.

–Llamen a todos, que salgan de sus habitaciones, hoy

mismo haremos el juicio –indicó Mayora a sus celadores.

No pasaron más de diez minutos cuando todos col-

maron la sala principal de Casa. Mientras tanto ahí me

encontraba desnuda, frente a la multitud, a punto de ser

condenada.

–Sabía que está prohibido tentar, seducir, manipular,

o tener cualquier tipo de relación sexual con cualquie-

ra de sus compañeros –me miró y levantó la voz. –¿Lo

sabía?

–Sí –le respondí.

–Entonces se hace cargo de su conducta y su delito.

–Sí ¿Qué más podía decir? En estos juicios poco im-

portaba la palabra del acusado, solo importaba el dedo

que señalaba, la fuerza y el poder que tuviera.

los incomprendidos 95

–¿Sabe usted qué condena le corresponde? –me pre-

guntó casi inquisidoramente.

–Sí, el calabozo –le dije.

–Usted lleva acumulados más de tres delitos ¿Sabe

lo que eso significa? –Cuando percibí a qué se refería se

me erizó la piel. Nunca me había detenido a pensar en

eso ¿Qué tan lejos había llegado? ¿Hasta dónde llegaría?

No pude concentrarme en nada más después de

eso, mi mente se había apagado, era demasiado para

procesar, mi cuerpo respondió automáticamente cuando

vinieron a buscarme los celadores para encerrarme en

el calabozo. Todos los que habían presenciado el juicio

miraban con terror todo aquello, sentía en sus miradas

piedad ¿Pero: qué podían hacer? Los habían aislado, los

habían maniatado, como a mí, pero yo había tenido la

posibilidad de encontrar una ventana dentro de todo eso

y se lo debía a mis amigos, amigos que habían muerto y

ahora me tocaba a mí.

Esta vez el calabozo parecía más frío y más oscuro

que otras veces. Mi cuerpo se había raspado por la tex-

tura del suelo, y tenía pequeños cortes. El escenario no

podía ser más tenebroso. Era el fin.

Fue entonces que recordé el ejercicio que había

hecho Danile cuando nos encerraron. Él miraba las

paredes, se pasaba horas haciendo eso. No le encontré

el sentido hasta la mañana siguiente cuando a través

de una pequeña rendija entraba luz y reflejaba escritos

escondidos en la pared:

“El deleite más importante en la vida del macho –en caso

de que esta criatura tensa y siniestra sea capaz de deleitarse

con algo– es denunciar a los demás. No importa demasiado

qué descubre sobre ellos mientras sean descubiertos; así distrae

la atención que podría recaer sobre él”.

Era un manifiesto y una denuncia, eran las puertas

de una rebelión que había quedado encerrada en las

paredes de este calabozo. Y seguía:

“No posee una individualidad profunda, pues la indi-

vidualidad se origina en la curiosidad, en aquello que se

encuentra fuera de uno mismo, que lo absorbe, aquello con lo

que uno se relaciona”.

“Papá no se enfada, pero expresa su desaprobación,

actitud que, a diferencia de la cólera persiste e impide la

aceptación profunda, dejando en el niño un sentimiento de

inferioridad y una obsesión por la aprobación que durará toda

la vida; el resultado es el temor al propio pensamiento, motivo

inductor a buscar refugio en la vida convencional”.

“El hombre que, carece del sentido de lo verdadero y de lo

falso, carece de conciencia moral, (solo puede ser producto de

la capacidad para ponerse en el lugar de los demás) carece de

fe en su yo inexistente, es necesariamente competitivo y, por

naturaleza, incapaz de cooperar, siente la necesidad de una

guía y de un control procedente del exterior. Por lo tanto, in-

venta a las autoridades sacerdotes, especialistas, jefes, líderes,

etc.– y al gobierno. No existe ninguna razón para que una so-

ciedad formada por seres racionales capaces de cooperar entre

sí, autosuficientes y libres de cualquier ley o condición natural

capaz de obligarles a competir, deban tener un gobierno, leyes

o líderes”.

“La solución ya no es dejar que todo se derrumbe y vivir al

margen. Vivir al margen, es dejar el campo libre a quienes se

aprovecharán de él; marginarse es hacer justo lo que quieren

que hagamos los líderes establecidos; es hacerle el juego al po-

los incomprendidos 97

der, al enemigo; fortalecer el sistema en vez de minarlo, ya que

está absolutamente basado en la inactividad, en la pasividad,

en la apatía y en la retracción de las masas”.

Valerie Solanas.

Todo aquello había sido casi como un balde de agua

fría. Pero esos que necesitás para despertar de un largo

sueño que no era más que una creación de tu mente

para sobrevivir. Por fin había recordado los días de lucha

contra este sistema con mis amigos, había recordado cuál

debía ser el motivo de seguir respirando. No se trataba

solo de mí, nunca se había tratado de eso. Se trataba

de todos los incomprendidos, los marginados. No sabía

quién era esa mujer, pero me había dado la fuerza para

encarar los días venideros.

Había llegado el día, sabía lo lejos que había llega-

do. Cuando llegué al patio, noté que todas las cámaras

apuntaban a la pared donde estaba marcada la cruz

sobre la cual debía pararme. Iban a grabar mi muerte.

¿Qué tan sádica podía ser la gente? Ellos intentarían res-

paldar su idea de justicia y purga, el orden y la ley por

sobre cualquier necesidad humana. El miedo por sobre

cualquier otra forma de gobernación. Pero mi muerte no

debía ser en vano, tenía que significar algo más.

Mientras me perdía en mis pensamientos lo vi. Ahí

estaba él, parado, sosteniendo el arma. Él que había sido

tan responsable como yo, el que había sabido ser mi cóm-

plice. Ahora era mi verdugo. No había más que decir, la

traición y la muerte había atravesado mi vida desde ha-

cía tiempo y había llegado mi hora. No quedaban nuevas

esperanzas, lo había perdido todo, mi familia me había

entregado, mis amigos habían muerto y mi amor ahora

iba a asesinarme.

–La vida sagrada decidirá ahora tu destino, el arma

está cargada con tres balas.

Ése había sido siempre el ritual, para al final culpar

al destino de la muerte de inocentes.

Apuntó a mi cabeza y desde ese momento cerré los

ojos. Quise escuchar a través del sonido de los auricula-

res el ruido que hacía el mundo al girar, pero entonces

un ruido ensordecedor me dejó postrada sobre mis ro-

dillas.

Cuando volví a abrir los ojos él seguía ahí, pero ya

no me apuntaba, había bajado el arma. Ahora caminaba

en dirección al salón principal dejándome atrás. No sa-

bía qué significaba eso, pero sentí que tenía una nueva

oportunidad de vivir.

–Levántenla y llévenla al calabozo –dijo Marco a los

celadores.

Apenas podía moverme de la conmoción cuando vi

los ojos de Terra de nuevo, ella me levantó y me llevó

sobre sus hombros hasta los calabozos, cuando llegamos

abrió sus manos, estaba repleta de balas, había descarga-

do el arma, había vaciado la pistola. No se había tratado

de suerte, se había tratado de amor. Terra había arries-

gado su vida para evitar mi muerte.

–Quizás yo no tenga salida, pero vos sí, hoy a las

12 van a venir a buscar a todos los que se van a Ciudad

Producción, la única manera de escapar es ésa. Necesito

que te prepares.

–¿Y vos?

los incomprendidos 99

–Tengo que quedarme acá dentro para poder cam-

biar algo.

–Entonces me quedo con vos –le dije mientras llora-

ba en su hombro.

–Solo es cuestión de días para que se enteren que

robo las balas y un día de estos te van a matar –mientras

me decía eso descubrí que ella me hablaba como una

hermana mayor, como una que yo nunca había tenido.

–Está bien –sequé mis lágrimas y me preparé men-

talmente para todo lo que venía.

Apenas podía contener el llanto y ya tenía que estar

preparada para salir.

–Solo quiero una vida normal, una vida tranquila –le

dije mientras se iba.

–Ahora vas a tener una nueva oportunidad –me dijo

despidiéndose.

Cerca de las 11.45 bajó corriendo debajo de una capa

negra, parecía una superheroína que venía a rescatar-

me. Se la quitó, se desvistió enfrente mío y la dejó en

un costado. “No tenemos mucho tiempo, ojalá las cosas

hubieran sido diferentes, me voy a sentir muy sola, pero

sé que algún día las cosas van a cambiar” me dijo mien-

tras me abrazaba y me alcanzaba toda su ropa. Cuando

terminó de disfrazarme para adentrarme en la noche,

ella quedó desnuda como estaba yo hacía unos minutos

y se encerró en el calabozo.

–Deberías leer las paredes antes de morir del aburri-

miento –le dije mientras la miraba para recordar siem-

pre a esa mujer escondida detrás de esos barrotes. Nos

reímos juntas, mientras ella comenzó a tocar la pared y

sentir que estaba marcada.

–No hay luz, voy a intentar leer mientras siento las

formas de las letras.

–No lo había pensado.

–¿Pensaste que solo vos tenías imaginación?

Entonces entre sonrisas sonó la bocina del camión.

Era la hora. Me despedí con un gesto, y me decidí a

recorrer con mi memoria el laberinto que llevaba a la

salida. Cada paso aceleraba más mi corazón ¿Qué pasa-

ría después de este encierro? Me apreté el brazo para re-

cordarme que no estaba dormida. Cuando abrí la puerta

vi entre la oscuridad el camión, estaban todos alistados

en fila esperando para subir. Todos esos que habían

cumplido su condena dentro de este infierno irían a otra

Ciudad. Me acerqué al camión despacio y con la capucha

tapándome la mitad del rostro. Si el miedo me invadía

iban a descubrirme.

Solo mostré mi identificación y me ayudaron a subir.

No hubo preguntas, no hubo interrogatorios, no hubo

dudas.

Mientras el camión se puso en marcha, sentí cómo

el cielo se abría a nuestro alrededor. Volvían a brillar las

estrellas, a medida que avanzábamos comencé a sentir el

olor a tierra, recorrimos un camino de árboles de euca-

lipto, frescos y mentolados. Deseaba abrir los brazos para

sentir mejor toda la vida cerca.

La oportunidad

No sé cuánto tiempo pasó, porque al poco rato me

quedé dormida.

–Buenos días, Bella Durmiente. –Mierda, me había

quedado dormida y ya todo el resto había bajado. –El

conductor pensaba que estaba muerta, no reaccionaba

a los llamados–. Apenas pude abrir mejor mis ojos para

ver, pero el sol quemaba mis pupilas, hacía tanto calor,

que esa capa se sentía como una manta de fuego encima

de mí. –No se preocupe, no le voy a hacer nada, solo

quería corroborar que no estuviera muerta.

–¿Dónde estamos? –le pregunté a ese extraño que

ahora parecía mirarme con cierta curiosidad.

–Debería bajar primero –me indicó. Entonces me

alcanzó su mano y me ayudó a bajar.

–Ahora sí ¿Dónde estamos? –le volví a preguntar.

–¿Usted no es Terra verdad? –me dijo mientras in-

tentaba ver debajo de la capa. –Ya es la segunda vez que

pasa, la primera no corrió con tanta suerte.

–No se lo diga a nadie por favor, ellos iban a ma-

tarme –por alguna razón confiaba en este nuevo ser, él

ya me había descubierto, mi única carta era decirle la

verdad y confiar. Volver tal vez a confiar.

–No se puede enviar a una persona que viene de

Casa aleatoriamente a una ciudad sin esperar que sea

denunciada –me respondió.

–Necesito su ayuda.

–Debería agradecer que el que pasaba por acá era yo,

y no otro, porque lamentablemente me encanta meterme

en problemas y rescatar damiselas, o eso debe manifes-

tar mi cara –sonrió irónico.

–Necesito su ayuda –repetí.

–Está bien, sígame. Mientras le contaré un poco dón-

de está. Mantenga su capucha puesta el resto del camino.

Solo asentí con mi cabeza y comencé a caminar al

lado suyo. Noté mientras caminábamos que era poco

más alto que yo. Parecía esbelto, sus brazos eran flacos,

pero bien marcados y sus piernas parecían de lo más

ágiles. Su voz me transmitía cierta tranquilidad, como

si me hablara alguien que llevaba paz dentro suyo hacía

mucho tiempo, ese tipo de personas que habían luchado

tiempo atrás contra grandes monstruos y habían logrado

vencerlos, aprendiendo a vivir de una manera más calma

su vida y aceptar lo que traía.

Quien sea que sea, bienvenida a Ciudad Producción.

Esta ciudad es la que materializa todo lo necesario para

la existencia y reproducción de las demás ciudades. Es la

ciudad más grande y con más población de la República.

Levanté un poco mi cabeza para poder ver lo que

me estaba contando. La gente parecía caminar triste,

con la cabeza gacha, mirando sus zapatos, me habían

hecho recordar mucho a la gente que había visto en la

segunda Casa, pero esta vez no colgaban cadenas reales

de ellas, había algo simbólico tan desolador que me hizo

estremecer.

–¿Por qué la gente se ve tan triste? –le pregunté.

–Hay múltiples razones –me respondió.

los incomprendidos 103

–¿Por ejemplo? –insistí al ver que quería evadir mi

pregunta.

–Miedo, enfermedades, tal vez, algún hijo enfermo

esperando en su casa, tal vez, un anciano, o simplemente

cansancio.

–No parecen solo cansados –le dije mientras miraba

a mi alrededor. La gente parecía mimetizarse con el

entorno, las paredes de las fábricas eran color tierra al

igual que los uniformes de quienes trabajaban ahí, y sus

caras llenas de suciedad también parecían de ese color.

–Algunos de ellos trabajan casi 16 horas diarias.

–Eso es imposible –No me lo podía imaginar. ¿Cuán-

do comían? ¿Cuándo estudiaban? ¿Cuándo estaban con

sus familias? ¿Cuándo dormían?

–Su vida es esto, no hay mucho más en el horizonte.

–Es una tragedia –dije y seguí mirando el piso y con-

templando mis pensamientos.

–¿Qué está pasando por esa mente? –me preguntó

al ver mi silencio.

–Hay muchas formas de tortura ¿Sabés?, condenar

a la gente a trabajos precarios y su explotación, es una

de ellas. Las condiciones de vida de estas personas me

hacen pensar lo fuerte que puede ser el ser humano para

poder adaptarse a cualquier cosa, pero lo injusta que es

esa misma condición.

Entonces, ahora el silencio lo hizo él. Tal vez, lo ha-

bía asustado, pero al poco tiempo me dijo:

–Llegamos –y me señaló una pequeña casa de la-

drillos y un techo de tejas verdes. Por fin veía colores

en esta ciudad tan marrón. Tenía un pequeño espacio

con tierra delante, donde imaginé un hermoso jardín o

una huerta. De lo que estaba segura es de que ese lugar

merecía hermosas flores y plantas que llenaran de vida

esa ciudad tan muerta.

Luego de hacerme pasar, me indicó dónde estaba

cada cosa.

–Esta habitación sería para cuando tuviera un hijo,

pero estoy tan lejos de casarme como de tener uno y por

el momento hasta que arregle tu situación podés dormir

acá –me había hecho un lugar en su casa. A mí. Una des-

conocida. No supe contener mi emoción y me abalancé

sobre él para darle un abrazo. Noté que se había queda-

do duro al sentir mi brote de agradecimiento, pero a los

pocos segundos sacó sus brazos de mi abrazo dejándome

abrazando solo su pecho y me abrazó también. Hizo un

pequeño bailecito, un movimiento de un lado a otro, y

me soltó.

–Es hermosa –le dije.

–¿Puedo tutearte verdad? –me preguntó.

–Sí, gracias –era una persona de lo más amena y

amigable y claro que no me importaba un trato más

cálido.

–Debo irme a trabajar, podés tomar una ducha y

luego descansar.

–¿A qué hora regresás?

–Cuando caiga el sol –me respondió y se fue.

Me pasé el día bailando entre las paredes de la casa,

sintiendo los diferentes aromas e imaginando cómo lle-

naría, como regalo, el jardín de flores.

los incomprendidos 105

Cuando quise darme cuenta, el sol estaba cayendo

y apenas si había pensado en darme un baño. Corrí al

baño en ese momento, me desvestí y entonces me vi en el

espejo. Había pasado tanto tiempo de la última vez que

lo había hecho. Esa máquina había intentado robarme

todo, me había dejado la piel como la de una mujer ma-

yor, reseca, arrugada, con pequeñas manchas, pálida en

el encierro. Mi cuerpo se había consumido en el último

tiempo, hasta dejarme casi en huesos. Notaba con cier-

ta impresión cómo había perdido toda la vitalidad, mi

cuerpo lo decía, lo decía a gritos. Pero ellos me habían

prohibido mirarme y casi olvidaba en donde habitaba,

casi había olvidado cómo se veía mi pequeño templo.

Mientras algunas lágrimas comenzaron a caerse, mis

brazos tomaron fuerzas y me abrazaron. Entonces abrí

la ducha, una ducha por fin caliente. Y me metí bajo esa

lluvia. Cerré los ojos y sentí cómo cada gota lavaba mi

piel. No sé cuánto tiempo pasé ahí dentro. Solo recuerdo

que salí cuando el agua comenzó a enfriarse y entonces

me di cuenta de mi desproporción.

Cuando salí del baño entonces lo vi cocinando. Era

rubio, un poco más alto que yo como había percibido,

pero ahora podía ver mejor su cara, era hermoso, tenía

unos ojos alargados color miel, pecas por toda su cara,

pómulos marcados y una boca grande y roja. Me sonrojé

al notar mis pensamientos y entonces recordé que debía

ser más precavida.

–Creo que disfrutaste el baño –me dijo sonriéndome.

–Sí, eso, perdón.

–Me imagino que estabas en aprietos para que Terra

te ayudara a salir de ahí.

–Ajam –me sentía todavía intimidada por mis pen-

samientos.

–Y también imagino que no querés hablar de eso.

–Por ahora prefiero no recordarlo –le respondí con

franqueza, había un mundo nuevo para mí y no quería

empañarlo con esos recuerdos. Hasta hacia unas horas

estaba encerrada desnuda en uno de sus calabozos y to-

davía temblaba de solo pensarlo.

–Bueno te preparé algo de ropa que ya no me que-

daba –me dijo cambiando de tema.

–Gracias, voy a pasar entonces a la habitación a cam-

biarme para cenar.

Cuando subí a la habitación por fin vi ropajes de

otros colores, azul, rojo, morado, violeta, me había de-

jado unas buenas mudas de ropa. Las abracé contra mi

pecho y sentí su olor a perfume. Un nuevo aroma ahora

inundaría mis días.

Bajé despacio, sin querer molestar y me senté en la

mesa.

–No escuché cuando bajaste –me dijo mientras co-

menzaba a servir la mesa.

Solo hice un gesto de disculpas.

–Nunca me presenté, soy Leo –me dijo y extendió su

mano. –Ahora podés dejar de tratarme de usted.

–Soy Lía –por fin podía presentarme con mi nom-

bre. Ahora alguien volvería a llamarme así.

–Mucho gusto Lía, espero que te guste lo que prepa-

ré, no suelo tener visitas.

los incomprendidos 107

–¿Por qué me dejaste pasar? ¿Por qué no avisaste a

las autoridades? Una bocanada de preguntas se había

escapado por mi boca al ver tanta amabilidad.

–Una delincuente no se hubiese quedado dormida

mientras escapaba –me respondió con cierta sonrisa.

–Quizás nunca conociste a una como yo –bromeé.

–Quizás. Espero que no escapes con todo esta noche

–me dijo y dio el primer bocado. Había preparado car-

ne al horno con unas pequeñas papas. Antes de llegar a

Casa, mamá preparaba comidas exquisitas. Ya había ol-

vidado cómo se sentía el calor de un hogar y una sabrosa

comida. Devoré mi plato en unos pocos minutos.

–Parece que tenías hambre.

–Hacía mucho tiempo que no comía.

–¿Qué pasó? –me preguntó Leo.

–Preferiría ir a dormir.

–Ya sabés dónde está tu habitación –me respondió

entendiendo a qué me refería.

Esa noche después de mucho tiempo volví a dormir.

Cuando desperté lo encontré mirándome al otro lado

de la habitación.

–No te asustes solo te contemplaba –me dijo. Pero yo

solo atiné a taparme hasta la cabeza con las sábanas. –

Durante la noche tuve que venir a revisar si estabas bien

varias veces, llorabas dormida, te arrancabas las sábanas

y te volteabas de un lado al otro. Entonces dejé una pe-

queña luz prendida y entonces parece que te calmaste.

–No quise molestarte –le dije apenada de mi com-

portamiento, no recordaba nada de todo eso que él me

comentaba. Solo me di cuenta que era verdad cuando

noté el desorden en la cama y la pequeña luz que había

dejado cerca.

–Sigo preguntándome ¿qué te hicieron ahí? –me dijo

preocupado. Pero no respondas, sé que no querés hablar

de eso, aunque si lo quisieras hacer estaría dispuesto a

escucharte. Ahora solo tengo que ir al trabajo y a la no-

che podemos conversar si te interesa.

Por supuesto que esa noche tampoco le comenté

nada, no quería arruinar nada de eso que estaba pa-

sando con toda mi tristeza, los traumas que me habían

dejado grabados en la piel, en la mente y que parecían

aparecerse de noche. Cenamos mientras escuchábamos

algo de música en la radio, que por suerte distaba mucho

de lo que se escuchaba en Casa. Cuando terminé de ce-

nar comencé a mirar los detalles de mi alrededor. Había

pequeñas fotos colgadas, niños pequeños jugando en un

jardín, algunas flores disecadas enmarcadas.

–Podés ver de cerca si te interesa –me dijo, observan-

do mi interés por todo eso que había allí.

–¿Es tu familia? –le pregunté señalando la foto fa-

miliar.

–Era, murieron durante una explosión –no parecía

inmutarse mientras me comentaba todo eso.

–¿Qué pasó?

–Ellos trabajaban mientras comenzó un incendio en

una de las máquinas de la fábrica y para hacerlas traba-

jar allí había mucho combustible, fue inevitable.

Me quedé congelada, contemplando la situación. Los

dos habíamos perdido a quienes amábamos durante una

explosión, no tuvimos tiempo de despedirnos, solo había

quedado un gran vacío.

los incomprendidos 109

–Lo lamento –le dije mientras le acerqué mi mano.

Él me estiró la suya y la apreté con fuerza. No estaba

preparada para contarle toda la verdad. Temía que me

juzgara, pero intenté hacerle saber que entendía lo que

sentía.

Nuevos vientos

Los días y las noches comenzaron a sucederse dentro

de esa dialéctica, hablábamos lo suficiente, compartía-

mos momentos amenos escuchando música durante la

cena y luego tomando un té en el sillón mientras mi-

rábamos el cielo que se acercaba por la ventana, luego

cada uno se iba a dormir a su respectiva habitación y en

la mañana él siempre me despertaba con un desayuno

alegando que lo hacía solo para animarme después de

otra noche de llanto entre mis sueños que no lograba

recordar.

Una mañana no trajo el desayuno, se quedó apoyado

sobre el marco de la puerta. Cuando desperté vi cómo

los rayos de sol que entraban por la ventana le ilumina-

ban los ojos. Entonces sentí que jamás se borraría en mí

esa imagen. Así lo vería siempre, esa media sonrisa y esa

cara de bueno cuidándome en silencio apoyado sobre el

marco mientras el sol lo iluminaba.

–Ya pasó suficiente tiempo y conseguí que te acep-

taran en la fábrica donde trabajo, necesitan más manos,

no iban a negarse ni preguntar demasiado acerca de tu

procedencia –me dijo mientras me alcanzaba un nuevo

uniforme en mi vida.

–Entiendo que tendré otro nombre –le dije enten-

diendo que perdería nuevamente mi identidad para

poder seguir sin llamar la atención.

–Sí, tu nombre es Lucía.

–No me desagrada tanto como once-le respondí

analizando mi nuevo nombre –creo que podré acostum-

brarme.

–¿Así era tu nombre antes? ¿Como un número? –me

preguntó Leo.

–Sí, quizás algún día te cuente más –le respondí

mientras sostenía mi nuevo atuendo.

–Se parece a lo que usaban en Casa –me dijo notan-

do que realmente era parecido.

–Sí –fue lo único que alcancé a decir antes de que

una nueva angustia comenzara a apoderarse de mi mi-

rada.

–Si no querés ir, está bien –me dijo viendo mi reac-

ción.

–Tengo que hacerlo, ya pasó suficiente tiempo.

Entonces él salió de la habitación y me dejó para que

pudiera cambiarme. Supe en ese momento que no debía

quedarme mirando todo lo sufrido anteriormente. Tal

vez ésta era la oportunidad de la que me hablaba Terra,

tenía que tomarla con mis manos y hacerla mía. Poder

aprovechar todo esto que me estaba pasando, al fin y al

cabo, ya no estaba encerrada.

Caminamos juntos hasta la fábrica donde trabaja-

ríamos cuando noté que mi cuerpo se resistía a entrar

allí. Me había quedado helada mirando desde lejos esa

inmensa construcción, esa humareda que brotaba por

la chimenea, esas pequeñas ventanas altas por donde

entraría la luz.

–Puedo darte la mano, todo va a salir bien –me dijo

y me extendió su mano. La tomé renegando conmigo

los incomprendidos 113

misma, pero a sabiendas que a veces al miedo se lo podía

enfrentar de a dos.

Cuando llegamos no hubo bienvenidas ni preámbu-

los, la gente no me miraba mientras caminaba cerca de

las máquinas y las veía en funcionamiento. Nunca había

visto estos aparatejos tan enormes, pesados y ruidosos.

Leo me explicó que en este lugar fabricaban artículos de

limpieza. Mi tarea era poner las tapas de cada botella,

controlar que su contenido estuviese bien depositado y

limpiar lo sobrante.

Llevaba solo media hora trabajando cuando noté que

la eternidad me abrumaba, miré el reloj y noté que el

tiempo corría más despacio. Supe en ese momento que

debía concentrarme totalmente en mis tareas para poder

actuar de manera automática y darle, de esta manera,

espacio y tiempo a mi mente para cantar y divertirse.

Cuando llegó el final del día mis manos parecían

sulfuradas por los ácidos que contenían los productos y

mi cabeza parecía haberse intoxicado entre tantos olores

y químicos.

–Parece que fue un día terrible –me dijo Leo miran-

do mis gestos al revisar mis manos –te vas a acostumbrar

con el tiempo.

–No sé si quiero acostumbrarme –le respondí.

Él no me contestó más nada, a veces había huecos

intelectuales y de dialéctica entre nosotros. Los dos

habíamos sufrido, no habíamos elegido la vida que nos

tocaba vivir y aun así ahí estábamos dando lo mejor de

nosotros mismos. Pero aunque pareciera una pequeña

diferencia, yo quería cambiar todo eso y él prefería adap-

tarse y aceptarlo. Quizás fuese lo más maduro, quizás lo

más sensato, pero algo dentro mío se negaba a vivirlo de

esa manera.

En cierta medida había tenido razón en algo, casi

podía acostumbrarme a ver mis manos destrozadas por

el trabajo, mi cuerpo se había vuelto más rígido para

sostener ciertos engranajes y acomodarlos cuando se

salían de su lugar, así poder burlar a todos esos que

menospreciaban mi trabajo y mis fuerzas por ser mujer,

mi piel ahora lograba resistir el calor quizás pararlo,

temperaturas que jamás hubiese imaginado soportar

ahora las vivía como una normalidad, esas fábricas casi

no tenían ventilación, el calor se acumulaba a medida

que las máquinas y el calor humano trabajaban. El humo

se filtraba por las chimeneas rotas y viejas de tantos años

de funcionamiento y sin mantenimiento. No era extraño

que la gente se enfermara o se intoxicara por la inhala-

ción de esas sustancias.

Por momentos me recordaba a Casa, nadie hablaba

con nadie, todos estaban concentrados haciendo su me-

jor trabajo, parecían partes de las máquinas, sus ojos pa-

recían haber dejado de brillar y nublarse hacia tiempo.

Pero una noche pasó algo diferente.

Leo había salido antes del trabajo, había comenzado

a sentirse mal desde temprano.

Cuando llegué a casa, noté que las luces estaban apa-

gadas ¿Acaso habría estado durmiendo hasta el anoche-

cer y se había olvidado de prender las luces? Ya casi me

había olvidado de pensar lo peor antes de que cualquier

cosa me sorprendiera ¿Me habría abandonado? Abrí la

puerta principal y entonces lo vi.

los incomprendidos 115

Tenía puesta su mejor ropa y había estado espe-

rándome con un hermoso ramo de flores silvestres. Me

agaché a la par de él entre la emoción y la vergüenza.

–Gracias –le dije mientras le llenaba su cara repleta

de pecas de besos. Era la primera vez que lo besaba y

esperaba que no fuese la última. Temía intimidarlo, pero

entonces me dijo…

–¿Te molestaría casarte conmigo?

–¿Es broma no? –No podía ser verdad solo hacía

unos meses que nos conocíamos.

–Está bien, entiendo –me dijo y se alejó unos centí-

metros.

–¡Oh mierda! es verdad, esto está pasando en serio

–lo abracé por la espalda –¡Claro que sí! Jamás pensé

que me pasaría a mí.

No pasó mucho tiempo hasta que nos casamos, la ce-

remonia la celebró un amigo de la infancia de Leo. Ese

día llovía con sol, me alegraba que combinara el día con

todo lo que había significado su amor en mi vida. Había

logrado coser un vestido color lila con algunas telas que

encontré en el camino de vuelta a casa un día a la salida

de una fábrica textil.

Fue el inicio de una nueva etapa en mi vida. Me

despertaba cada mañana con el desayuno y me abraza-

ba cada noche para dormir. Con el tiempo cesaron las

pesadillas y el llanto repentino en los sueños. Todavía

tenía miedo, pero intentaba evitar ese pensamiento para

poder seguir adelante.

Pero un día mientras estábamos en la fábrica la

música en la radio paró y se escuchó la voz de un lo-

cutor decir: “Alerta ciudadanos de Ciudad Producción,

rebeldes se encuentran merodeando por las calles de

nuestra divina ciudad, no abran sus puertas a extraños

y si llegaran a reconocer a alguno den aviso inmediato

a las autoridades, la tranquilidad de nuestra comunidad

está en sus manos”. Miré entonces a Leo y me derrumbé

en el piso.

A los minutos recobré el conocimiento, no podía ser

verdad, no podía ser lo que imaginaba.

–Deberías volver a casa, ya te conseguí un permiso

para que puedas retirarte antes, intentá descansar –me

dijo Leo mostrándome un pequeño papel.

–Esta bien –esperé algunos minutos sentada, toman-

do algo de agua y un poco de azúcar. Cuando sentí que

había recuperado ciertas fuerzas me decidí a volver a

casa.

Llegué y puse a lavar el uniforme, tenía que hacer

tareas para evitar todos esos pensamientos que me

atormentaban ¿Quiénes eran estos rebeldes de los que

hablaba? ¿Acaso ellos seguían vivos?

Vientos del ayer

Tocaron la puerta del jardín. Los vi, mis piernas

dejaron de responder y me caí al suelo nuevamente. En-

tre Debra y Javier me levantaron y me apoyaron en un

pequeño banco. Danile sacó un pequeño frasco con licor

y me lo alcanzó.

Apenas recobré las fuerzas se lo eché encima.

–¿Cómo pudieron hacerme eso? –No sabía si quería

llorar, gritar, enojarme, denunciarlos, golpearlos, cerrar-

les la puerta, o abrazarlos y contarles cuánto los había

extrañado. Estaba tan enojada, me habían abandonado

durante años en pleno encierro.

–El plan salió mal, cuando la explosión sucedió algo

me golpeó la cabeza y me dejó inconsciente, Javier solo

alcanzó a rescatarme a mí. Volvimos a buscarte el día de

la condena, pero te vimos a lo lejos viva. Entendimos que

había sido una trampa para llevarnos hasta ahí –Danile

parecía muy tranquilo con su justificación y yo solo que-

ría estallar de la ira que me recorría.

Se me hizo un nudo en la panza, recordé nuevamen-

te ese momento. Había sido un antes y un después en

mi vida. Lo habían logrado, había sido el inicio de mi

doblegación. Pero a pesar del dolor no podía evitar los

interrogantes y la rabia que me inundaban.

–No creo que haya podido hacerlo solo –le repliqué.

–Athenas está con nosotros –me dijo Danile– ella nos

ayudó desde adentro de la institución, nos consiguió los

planos y se encargó de dispersar explosivos en lugares

claves, también mantuvo a los alumnos dentro de un

aula segura para que no sufrieran heridas.

–¿Cómo está Terra? –Por un tiempo casi había olvi-

dado lo que había dejado en Casa. Ella había sido como

un pequeño destello en la oscuridad que me inundaba

en ese lugar, me había salvado la vida y yo casi la había

olvidado en mi nueva vida.

–Es la nueva directora de Casa –me dijo Athenas.

–¿Cómo? –No entendía qué estaba sucediendo ¿En

qué momento había pasado?

–Mayora y Marco salieron con el resto a cazarnos

apenas comenzaron a atar cabos y descubrieron que se-

guíamos vivos, habíamos dejado demasiados rastros de

nuestra vida. No pudimos reemplazar por un cadáver el

cuerpo de Danile y eso ya era más que evidente. –Res-

pondió Javier.

–Ella quedó a cargo –sumó Debra.

Quise mantener mi postura de distancia y enojo,

pero verlos ahí después de tanto tiempo y saber que

habían estado buscándome. El hecho de pensar en la

esperanza que me generaba saber que seguían vivos no

me permitía hacerlo.

–¿Necesitan un lugar dónde esconderse?

–Sí y no, pero después te lo explico mejor –me dijo

Danile.

Preparé la habitación que había libre para ellos.

Mi alma volvía a aparecer, esta vez con más fuerza que

antes, quería poder abrazarlos, contarles lo mucho que

los había extrañado y cómo me devolvía la vida ver sus

rostros.

los incomprendidos 119

–¿Nunca pensaste qué hubiese sucedido si no le hu-

bieses dicho que estabas ahí? –Me preguntó Debra.

–Quizás hoy las cosas serían diferentes, de eso estoy

segura –dije mirando a través de la pequeña ventana

que había en mi habitación. –Sufrí mucho ¿sabés? Los

primeros días estuve en un hospital, pero después, cuan-

do me recuperé me torturaron, nos llevaron a todos los

posibles culpables encapuchados hacia otra Casa, a Terra

también la llevaron, se enteraron que ella se comunicaba

conmigo y su madre no le creyó que no sabía nada de lo

que había pasado.

–¿Existen otros centros?

–Sí, por lo menos sé que hay uno más, e imagino que

habrá decenas en toda la República.

–Eso es escalofriante.

–No es lo peor, parece que responden a diferentes

niveles de deshumanización según el grado que ellos

consideren que tenés de peligrosidad –hice una pausa,

todavía me costaba pensar en eso.

–¿Cómo era?

–No sirve que te cuente que por fuera se parecía

bastante a una fábrica, paredes blancas en el exterior,

grande y con una chimenea gigante. Eso no significa

nada, era toda una fachada, ese lugar era aterrador,

había ratas por donde caminaras, cucarachas de diferen-

tes colores y tamaños, la humedad se te colaba por los

huesos, las paredes estaban repletas de moho y parecía

que el aire estaba contaminado por el hollín. Las noches

eran más oscuras de lo común, así como no entraba el

sol, tampoco llegaban los rayos de la luna.

Por un segundo el silencio inundó la habitación, en-

tonces entró Danile corriendo.

–Tenemos que irnos –dijo agitado mientras tomaba

algunas de sus pertenencias.

–Pero si acaban de llegar –no podían dejarme de

nuevo sola en este mundo, no podían haber llegado para

irse otra vez.

–Saben que estamos acá y nos están viniendo a bus-

car –me respondió. Fueron apenas unos segundos, pero

los suficientes como para verlos levantar todo lo que

apenas hacía una hora había puesto sobre las camas.

Su ropa, algunos artefactos, mapas, unos pocos libros, y

algunas armas.

–Voy con ustedes –grité y me paré de un salto.

–Pero ¿y tu vida? ¿Tu marido? –me dijo Debra.

–Él siempre supo que esto algún día podía pasar, es

un hombre bueno –le respondí.

–Al menos deberías dejarle una carta –recomendó

Danile.

–Voy por un lápiz y un papel y ya me alisto para

irnos.

–Juntaremos algunas de tus cosas –me dijo Debra.

–Gracias.

Corrí a mi mesa de luz y me propuse escribirle:

“Mi querido Leo, creo que siempre supiste que esto podía

pasar, solo estabas esperando que no fuese tan pronto. Tal vez

por eso me conseguiste un certificado para poder retirarme

antes y dejaste que me fuera sola. Supiste entender desde el

primer día que yo no podía vivir mucho tiempo esto que llama-

bas vida. Aun así fuiste el compañero que siempre deseé tener

los incomprendidos 121

conmigo, tan amigo, tan amable, tan fuerte. Te amé con todo

mi corazón en este tiempo que compartimos juntos y agradezco

haberte encontrado en mi camino, fuiste como unas vacaciones

felices frente a ese mar que yo siempre te contaba que existía

detrás de las montañas. Una brisa de aire fresco en mi cara

cuando todo parecía derrumbarse.

Hoy tengo que dejarte, sabrás entender que me cuesta

muchísimo el solo pensar en no ver tu cara todos los días al

despertar y compartir el pasar de las horas en el trabajo, donde

todo se hacía más ameno gracias a tu presencia.

Pero hay algo más importante que eso, y debo hacerlo. Sé

que existe otra forma de vivir, porque puedo imaginarla, sé

que podemos estar mejor, ahora que pude de ver de cerca las

injusticias de este maldito sistema siento la imperiosa necesi-

dad de cambiar algo.

Espero volvamos a vernos alguna vez, pero si no es así,

entonces deseo que puedas encontrar la mujer que siempre me-

reciste, una que te cuidara mejor que yo y que por supuesto, su-

piera cocinar todo eso que siempre se me quemaba en la cocina.

Abrazos y besos desde el alma.

Lía”.

No sentiría pena de dejar toda esa vida atrás si no

hubiese sido por la próxima ausencia de Leo.

La noche era una de las mejores que había vivido en

años, el cielo estaba estrellado y apenas una pequeña bri-

sa fría nos despeinaba y nos alentaba a seguir corriendo.

No sé exactamente cuántas horas corrimos y trepa-

mos por la montaña, cuando paramos a descansar ya

era el mediodía y el calor parecía doblemente peor en la

altura. Entonces escuchamos disparos.

–Debemos separarnos, tomen las armas, están todas

cargadas, ellos van a tirar a matar –dijo Danile dándo-

nos indicaciones. –Nos encontraremos donde indica el

mapa la primera parada.

–Corran –gritó por último Athenas y comenzamos a

correr en diferentes direcciones.

Corrí con todas las fuerzas que había guardado en

estos años, pero entonces sentí cómo una ráfaga de ca-

lor me abrazaba la pierna. Alguien me había dado en

la pierna. Tenía que volver a ponerme de pie, tenía que

escapar. Pero cuando di media vuelta noté que quien me

había dado era la persona que menos esperaba encontrar

ahí después de tantos años.

–Marco –le dije.

–Lía –me respondió mirándome con un desprecio

que jamás había visto en sus ojos.

–¿Por qué? –No sabía qué más preguntarle, no que-

ría preguntarle nada más. Después de tantos años espe-

rando respuestas, después de todo lo que había pasado

¿Por qué seguía siendo él que me atormentaba en cada

paso? ¿No le bastaba con su traición? ¿No le bastaba con

su mentira? ¿No le bastaba con haberme arrastrado a la

más profunda desesperación, que ahora se aparecía para

lastimarme nuevamente? ¿No le habían bastado los años

en los que me había confinado a la invisibilidad?

–Me enteré que te casaste –me respondió.

–No es algo que debería preocuparte –no podía pen-

sar bien, mi pierna no paraba de sangrar y mi cabeza

daba vueltas.

–No me preocupa, me sorprende lo rápido que supe-

raste tu supuesto amor hacia mí. –¿Me estaba haciendo

los incomprendidos 123

un planteo en este momento? ¿Eso era lo único que pen-

saba decirme? Me había destrozado, me había torturado

psicológicamente a través de los años, pero lo único que

le importaba era que había seguido con mi vida a pesar

de él.

–Nunca tuve que haber confiado.

–No, no debiste hacerlo, ni yo –se rió un segundo

mirando el horizonte. –Casi caigo en tus trampas ¿Hace

cuánto tienen planeado esto con tus amigos? ¿Yo siempre

fui parte de su plan? ¿Quién te mandó a seducirme? Se-

guro esos dos bobos con los que siempre estabas, siempre

mirándome de reojo, ellos tuvieron que haber muerto

sepultados el día que volaron todo lo que tenía.

–Yo no te seduje. –¿Él pensaba que en todo este tiem-

po había planeado lo que sentía? –No soy una máquina,

ni quiero ser parte de ésta.

–Te paseabas mirándome a lo lejos con esos ojos de

pobrecita.

–Es de lo más estúpido lo que estás diciendo y no

pienso hacerme cargo de tus retorcidas y rebuscadas

ideas. Nadie más que yo sabe ahora que hubiese evitado

que cualquier cosa pasara.

–Pero parecías pasarla bien –me respondió. Me esta-

ba manipulando como siempre, intentaba hacerme sentir

culpable, castigarme enroscándome en sus palabras.

–¿Eso justifica todo tu acoso y tus mentiras?

–Te ves casi hermosa con esa cara llena de polvo y

esa pierna muriéndose –parecía regocijarse con mi dolor.

Sentí cómo el miedo endurecía mi cuerpo, mi corazón

había comenzado a latir más fuerte, sabía que tenía que

salir de ahí. Tenía que distraerlo de alguna manera.

Pero fue tarde, cuando hice un pequeño movimiento mi

pierna comenzó a sangrar más y él se abalanzó sobre mí.

–Pobrecita, va a morir desangrada –me acariciaba la cara

y me pellizcaba la piel– no va a escucharte nadie, nadie

va a venir a rescatarte, no existe el príncipe azul ¿En se-

rio pensabas que podía enamorarme de vos? –Mientras

me hablaba, sentía todo el peso de su cuerpo aplastán-

dome cada segundo más, casi sin dejarme respirar. No

podía terminar así, concentré toda mi fuerza, relajé mi

cuerpo para que él notara el cambio y alivianara el suyo,

quizás tuviese una posibilidad de escapar.

–Perdón –le dije.

–¿Qué? –me respondió. Y en su distracción aprove-

ché para empujarlo con todas mis fuerzas hacia un lado.

Había volado su arma, era mi oportunidad. Sentí que mi

corazón podía estallar en cualquier momento, era mu-

cha la sangre que había perdido, pero no tenía tiempo

para rendirme, era este momento o morir en manos de

un violador. Tomé el arma y le apunté por primera vez.

–Es mi turno –le dije. Recobré cierta fuerza y ahora

podía mirar a los ojos a mi torturador. Era mi momento,

era momento de que pagara lo que había hecho. Lo que

seguía perpetuando en el tiempo. El dolor, los traumas,

las noches de llanto, las mentiras, vinieron todas a mí y

me embriagaron.

–No esperaba menos de vos –me respondió y abrió

los brazos– dispará, pero que sea certero ¡Eh!, a ver si

puedo caminar y escaparme para contarle a las autorida-

des que todos siguen vivos. ¿No vas a hacerlo verdad? Po-

bre chica, tan débil, tan poca cosa. Todos tus demás ami-

guitos tan llenos de ideas, y vos solo sabiendo preguntar

¿Alguna vez hiciste algo bueno por ellos? Ni siquiera

los incomprendidos 125

confiaban en vos, los creíste muertos. Los lloraste y aho-

ra parecen necesitarte y vos, tan estúpida, corriendo en

su ayuda. Asesinando a la única persona que amaste, a

la única persona que pudo haberte rescatado de esa ca-

becita sucia. Pero no vas a hacerlo, no vas a asesinarme,

ni siquiera te corre sangre por las venas, ni siquiera sos

una buena mujer, apenas algo pequeño e insignificante

andando por ahí, creyéndose mejor que los demás.

–¿Qué te hace pensar que no soy capaz? Resistí que

me aislaran de mi familia cuando apenas era una niña,

resistí el encierro, en el encierro intentaron robarme mi

identidad, quemar todo lo que había sido, hasta mi nom-

bre y mi apariencia, mis sentimientos, mis pensamientos,

resistí la tortura sobre mi cuerpo y en mi mente, resistí

la desolación de la soledad, sobreviví a mis pérdidas,

resistí más de 16 horas diarias de trabajo esclavo en con-

diciones que ni siquiera en tus peores pesadillas podés

imaginarte, la humillación por ser mujer, por ser apa-

rentemente menos fuerte que todos los demás hombres

que estaban ahí, aguanté el hambre, la mugre, y cuando

pensaba que no podía más, que nunca más volvería a

soñar, que nunca más iba a sentir, que ustedes habían

ganado, entonces ellos aparecieron y con solo eso me

devolvieron la vida que ustedes quisieron robarme. Así

que si con todo eso no pudieron doblegarme ¿Qué te

hace pensar que un simple hombre va a poder hacerlo?

Lloraba mientras todas esas palabras salían de mi

boca, estaba recorriendo mentalmente todo lo que había

pasado y en lo que me había convertido a pesar de él.

Quise apretar el gatillo, juro que quise hacerlo. Pero no

podía, no podía ser como él. No era capaz. Algo en mi

alma no me lo permitía, quizás era coraje, quizás amor.

Pero ya ni siquiera por él. Sentía lástima por él. Un po-

bre humano adiestrado para sufrir y hacer sufrir ¿Qué

peor que eso? ¿Había tenido alguna vez un segundo

para pensar otro posible futuro para su vida? Era parte

de este engranaje y ni siquiera lo sabía tal vez. Al menos

yo tenía eso, tenía esa cabecita sucia como él decía, que

me ayudaba a soñar que otro mundo era posible, y eso

llenaba mi vida de colores y me abrazaba.

–Tenés razón, no te voy a asesinar, yo no soy un

monstruo como vos. Pero que te quede claro no te tengo

miedo, solo siento lástima. Una mujer, como vos decís,

hoy tuvo la posibilidad de acabarte, pero me toca a mí

darte una segunda oportunidad ¿No es eso lo que me

dijiste cuando hicieron esa farsa de mi supuesto fusila-

miento? Te perdono la vida me dijiste, como si tuvieras

ese poder. Mi vida es mucho más digna que todo esto,

que vos. Yo no te perdono la vida, no soy quién. Además,

vos solo ya te condenaste. Sos tu propio asesino.

Solté el arma y la dejé caer. Di media vuelta y seguí

caminando en la dirección donde estaban dirigiéndose

mis amigos.

–Cabecita sucia –me gritó. Me di vuelta y vi cómo

sostenía el arma apuntándome. –Hoy vas a dejar de

pensar y me vas a hacer agradecer desde el más allá,

tuve que haber hecho esto la primera vez que tuve la

posibilidad –Vi cómo el arma estaba apuntando a mi pe-

cho, respiré hondo y cerré los ojos, si ese sería mi final,

entonces iba ser como me había enseñado Danile, nunca

dejaría entrar todo ese odio a mi cabeza, a mi imagina-

ción y mi última imagen sería feliz. No los iba a dejar

ganar. Entonces escuché el disparo.

Tejiendo redes

Después de eso el silencio.

¿Estaba muerta?

Abrí los ojos y lo vi tendido en el suelo. Había muer-

to, había muerto delante mío.

Había muerto y se había llevado a la tumba todo lo

que tenía para decirle, eso y su odio. Pero, ahora, des-

pués de vomitarle en la cara todo lo que había cargado

durante años, ya no me pesaba su muerte. Me sentía

aliviada, no le haría más daño al mundo. Si alguna vez

había tenido algo de esperanzas sobre él, hoy había ter-

minado de asesinarlas. Solo me preocupaba Terra, al fin

y al cabo, era su hermano.

–Tenés que dejar de meterte en problemas –escuché

que me decía Danile a lo lejos. Entonces entendí. Había

llegado justo para salvarme.

Suspiré tranquila después de todo. Fue en ese mo-

mento donde todas mis fuerzas se desvanecieron y caí.

–No solo me hacés salvarte, sino que ahora tengo

que cargarte hasta el próximo refugio. Me debés un par

de vidas –se rió y me levantó del suelo, antes me había

hecho un torniquete en la pierna para frenar el sangra-

do. Me apoyó en su hombro y empezamos a caminar. El

camino hasta el refugio me hizo entender la inmensidad

del territorio que era desconocida para mí. Praderas

llenas de pequeñas flores blancas, pastizales desmenu-

zados, algunas lagunas pequeñas, en el fondo algunos

cerros de colores cobrizos ¿Por qué nos estaba prohibido

conocer todo esto? ¿Por qué debíamos mantenernos es-

táticos en nuestras ciudades? ¿Cuántas otras bellezas se

habían escondido de mis ojos?

Caminamos hasta que se puso el sol. Casi no sentía

mi pierna cuando pude ver a lo lejos una pequeña casa

de piedra con una pequeña chimenea. Estaba casi al pie

del cerro, parecía parte de él, salvo la luz que despedía

de las ventanas.

–Casi llegamos –me dijo Danile y yo cerré los ojos

para intentar no gastar energía más que en seguir ca-

minando.

Apenas sentí las voces de mis amigos volví a abrir los

ojos para recordar en mi memoria esa imagen. Volvía-

mos a ser Los incomprendidos. Estábamos juntos y eso

nos daba fuerza.

–¿De qué te reís? –me preguntó Danile.

–Estoy feliz, y ser feliz, es algo más que estar con-

tento –Le dije muerta de risa al notar que había estado

a punto de morir, con una pierna sangrando, pero aun

así feliz.

–Me imagino que no debés estar contenta, estás por

perder la pierna, no quiero pensar en el dolor que sen-

tís –su sentido del humor era tan ácido y tan necesario

en algunos momentos. Nos reímos hasta que llegamos

a la casa.

Cuando entramos todos corrieron a socorrerme, me

dejé caer en todos sus brazos. Los necesitaba para sen-

tirme viva, los necesitaba para vivir.

Pasé los primeros días en reposo mientras me cura-

ban la herida que había dejado la bala. A su vez me re-

cuperaba por la sangre que había perdido en el camino

los incomprendidos 129

y la conmoción emocional por toda la revolución que

había vivido. Desde la ventana del refugio se podía ver la

inmensidad del paisaje y eso me acompañaba para poder

recuperarme más rápido.

Era sabido que no tardaría en regresar la hora de

volver a ponerse en marcha.

Ahora que estábamos afuera debíamos hacer algo

más para destruir esta máquina del horror que nos so-

metía.

Los chicos me explicaron cuál era el primer paso,

ellos habían estado trazando el plan desde que habían

huido de Casa. Primero debíamos liberar a todos los

prisioneros de las Casas que conocíamos y podíamos lo-

calizar. Por una cuestión moral y en un intento de sumar

más manos a nuestras filas. Pero ¿cómo hacerlo? Su ubi-

cación no aparecía en los mapas ya que el acceso estaba

prohibido para todo quien no perteneciera al lugar.

Entonces se me ocurrió.

Uno de nosotros debía volver a Ciudad Producción,

debía cambiar los químicos que usábamos para hacer los

elementos de limpieza, los mismos a ciertas temperaturas

y combinados con otros químicos actuaban como explo-

sivos, entonces los pondría en el envío que llegaría a las

dos Casas de las cuales sí sabíamos la ubicación.

El primer paso entonces se trataba de enviar a dos

de las Casas que conocíamos elementos para armar ex-

plosivos, escondidos dentro de bienes y utensilios que

eran manipulados por el personal de limpieza que no

eran más que Javier y Athenas disfrazados. Si había una

brecha en su sistema era ése, en su intento de deshuma-

nización, al no socializar con quienes ellos no creían sus

pares también los desconocían. Y en el caso de la Casa

donde Terra era la nueva directora confiaba en ella para

poder disfrazar el plan de un accidente que se había

dado por la indebida mezcla de químicos. Aun así para

asegurarnos de que el trabajo estuviese correctamente

hecho, antes de que llegaran hasta sus puestos, estos em-

pleados debían ser interceptados en las rutas de camino.

Para que Javier y Athenas se hicieran cargo de que no

hubiese heridos y de poder alertar sobre la posibilidad

de escape a los prisioneros.

Era peligroso, pero necesitábamos hacerlo, si quería-

mos generar una revolución necesitábamos ser más, ser

suficientes como para dar la batalla y si algunos caíamos,

entonces otros seguirían con la lucha.

Cuando llegó la hora hicieron explotar los accesos

de entrada y salida y ayudado a liberar a los prisioneros.

Ese era el primer movimiento, sumar más personas a

nuestro plan. Además, serviría como distracción. Ahora

debíamos volver a Ciudad Producción para poner en

marcha la segunda fase del plan.

Debíamos encontrarnos en mitad del camino con Ja-

vier y Athenas más todos los prisioneros recién liberados.

Teníamos unas pocas horas para ejecutar la segunda

parte. Pero cuando nos encontramos solo habían llegado

con ellos diez personas más.

–¿Qué fue lo que pasó? –preguntó Danile.

–La mayoría no quiso venir con nosotros –respondió

Athenas.

–“Muchas mujeres y hombres engrosarán las filas,

pero habrá muchos otros, que hace tiempo se han ren-

dido al enemigo, que están tan adaptados a la condición

los incomprendidos 131

animal (adoran las restricciones y las represiones, no

saben qué hacer con la libertad) y siguen siendo adula-

dores serviles y lameculos, así como los campesinos que

cosechan arroz siguen siendo campesinos que cosechan

arroz cuando un régimen derriba a otro”. –respondí

modificando y adecuando uno de los textos que había

leído sobre las paredes del calabozo, escrito por la tal

Valerie Solanas.

–Está bien –dijo Danile –somos muchos más que

antes, debemos seguir con el plan.

–Creo que antes deberíamos explicarles qué vamos a

hacer y quiénes somos y que puedan elegir si seguirnos o

no –le dije antes de que siguiéramos con el plan.

–Athenas… –le dijo Danile intentando invitarla a

hacer la bienvenida.

Ella entonces dio un paso adelante y saludó con la

mirada y una sonrisa a todos nuestros nuevos compañe-

ros.

–Bienvenidos, nosotros somos Los Incomprendidos,

esta noche comienza nuestra pequeña batalla, una bata-

lla contra lo establecido, porque lo establecido nos opri-

me, nos esclaviza y nos enmudece. Pueden acompañar-

nos y en el camino les contaremos el plan paso por paso,

o pueden seguir su viaje a nuevos horizontes. No vamos

a prometerles nada que no podamos cumplir, ¡y lo único

que podemos cumplir es acompañarnos hasta el final,

hasta la victoria, siempre juntos! –y entonces levantó su

puño y pudimos ver cómo todas esas personas que aún

no habían podido procesar su salida del encierro, ahora

tenían que decidir sobre el resto de su vida.

–Esta claro que estamos hoy acá reunidos porque

tenemos otra idea de República. Una República donde

en todos los sectores se practique la cooperación, donde

no haya alguien arriba aplastando la cabeza del que está

abajo, donde la justicia social no sea una utopía. todos

necesitamos cosas diferentes, todos vivimos experiencias

diferentes, pero que eso no significa que no podamos

llegar a un acuerdo. La otredad es una forma más de

existir, de vivir y debemos entenderla y visibilizarla.

Las vías deben ser las conversaciones, los consensos y el

aprendizaje sobre esos otros que no podemos negar que

existen tanto como nosotros.

–Y quizás no podamos hacer mucho, pero algo va-

mos a hacer, y si ese algo es devolverle la voz al pueblo,

todo este trabajo no va a ser en vano. –Se notaba el

miedo en sus rostros, pero aún así cuando terminamos

de hablar todos levantaron sus puños y hasta algunos

miraron el cielo buscando alguna señal o dando quizás

las gracias por tener otra oportunidad.

Esa noche el cielo brilló más que antes y sentí por

primera vez que no estábamos tan solos y que Los in-

comprendidos quizás fuéramos más y fuéramos la regla

y no la excepción, que lo estándar era la verdadera uto-

pía que unos pocos pretendían para el dominio y que

podíamos lograr todo lo que soñábamos estando juntos.

Entonces comenzamos la procesión, todas las auto-

ridades estaban controlando lo que había pasado en las

Casas, y quedaban pocas guardias por pasar para llegar

a las fábricas.

El plan era el siguiente, nos dividiríamos en cinco

grupos, uno dirigido por Danile, otro por Athenas,

otro por Javier, otro por Debra y por último uno por

los incomprendidos 133

mí, cada uno fue a una fábrica diferente, mientras cada

uno hablaba con su grupo me sorprendían los conoci-

mientos de los espacios que tenían, habían estudiado y

analizado todo este tiempo mapas y planos para poder

saber exactamente cómo ejecutar cada movimiento, a

diferencia mía que solo conocía los caminos y las ubi-

caciones después de haber vivido prácticamente un año

dentro de ellos.

Cuando llegué a la fábrica donde trabajé todos esos

años entonces algo de nostalgia y sentimiento del compa-

ñerismo se apoderó de mí, quería darles una oportuni-

dad de vivir de otra manera, pero temía que después de

tantos años de esta lógica tomada por única verdad ellos

no quisieran cambiar. Porque cambiar al fin y al cabo

era dejar viejas creencias y embarcarnos en un mundo

nuevo donde quizás no tuviéramos las herramientas

para poder enfrentar lo que viniera. Era un riesgo que

yo estaba dispuesta a correr, pero ¿ellos?

No tenía mucho tiempo para seguir pensando en

eso, cuando noté la hora y me di cuenta que debía en-

contrar el control principal y esperar la señal.

–Ahora es momento de demostrarles el poder que

tienen, vamos a parar las máquinas –se escuchó decir

por la radio.

Entonces rompimos todos los controles principales

y cuando terminamos, vestidos como el resto de los

operarios nos escabullimos y escapamos hasta el refugio

nuevamente.

Habíamos causado un revuelo, la gente debía volver

a sus casas hasta tanto no arreglaran los controles cen-

trales, y ahora el gobierno debería prestar atención a los

establecimientos donde ellos trabajaban.

Al hacerlo en poco menos de unos minutos llegaron

las autoridades, las máquinas no podían parar de fun-

cionar y debían seguir produciendo.

La intención era comenzar a modificar la subjetivi-

dad de toda la masa, había que dar esa batalla, hacerles

saber sobre su poder, sobre sus derechos, sobre las po-

sibilidades que tenían de elegir otra cosa, de modificar

su realidad, quizás, al demostrarle la importancia de su

trabajo entonces se empoderarían. Pero no fue así, al

poco tiempo luego de arregladas las máquinas todo vol-

vió a la normalidad, ni su perspectiva ni sus condiciones

se habían modificado.

Había que ir un poco más allá, una maquinaria qui-

zás sería fácil de arreglar o quizás podían reorganizar a

los equipos para ir a hacer otros trabajos si una fábrica

se cerraba, pero si el equipo fallaba, se enfermaba y no

podía concurrir entonces entenderían que eran impres-

cindibles, necesarios e importantes.

Un grupo de Los incomprendidos entonces se de-

dicó a ir a las cocinas de las fábricas y contaminaron su

alimento con laxantes y les provocaron diarreas e indi-

gestiones varias.

Esto imposibilitó que la mayoría de ellos pudiera ir

a trabajar.

Pero había ejército de reserva para cubrir sus pues-

tos.

Así que intentamos hacerlo de manera masiva, y nos

escabullimos en los más recónditos rincones de Ciudad

los incomprendidos 135

Producción, contaminando los alimentos que llegaban a

los hogares y los que salían de ellos.

El siguiente día fue una explosión social enorme, se

escuchaban las sirenas por doquier. Todo el mundo se

encontraba en reposo sin poder salir de sus casas por un

posible patógeno que se encontraba en las comidas.

Entonces mientras veía cómo la ciudad caía para dar

comienzo a algo nuevo entraban mis contradicciones.

Quizás la gente así entendería el mensaje, ellos eran

la parte fundamental para este sistema, sin ellos nada de

esta maquinaria funcionaría, habían perdido noción de

la relación de las fuerzas de poder.

Pero ¿qué tan buenos y tan sabios éramos nosotros

para contaminar todo su alimento sin su consentimiento

para hacerles entender lo que nosotros considerábamos

correcto?

Entonces quizás por el ejercicio de ser más pragmá-

tica cuando aparecían estas ideas recordaba lo siguiente:

con las personas que hacían funcionar las maquinarias

enfermas en sus casas debían pensar en una nueva solu-

ción. La automatización debería darse de forma inme-

diata. Eso liberaría a las personas de todo ese trabajo

esclavo, del trabajo precario, de todas esas horas de su

vida puestas simplemente para hacer cosas que se po-

drían solucionar fácilmente con la invención de máqui-

nas más inteligentes. Entonces tendrían tiempo para el

ocio, los placeres, el crecimiento personal, el desarrollo

de su intelecto, el arte y la cultura.

¿No era acaso eso maravilloso?

Pero no serviría de nada la automatización si la

distribución de los bienes seguía en manos de una élite

corrompida y discriminadora, cargada de odio y deseo

de dominio y destrucción de todo aquello que fuese di-

ferente.

Dejamos que descanse la conmoción y entonces nos

acercamos con pequeñas imágenes de la sociedad que

queríamos para todos a las casas de los trabajadores, ha-

bíamos pensado en algo que fuese común a todo quien

recibiera el panfleto, y recordamos que muchos de ellos

no sabían leer ni escribir, pero algo que podía ser enten-

dido y aprehendido eran las imágenes.

No todo el mundo nos había recibido bien en sus

hogares y más de cien personas había amenazado con

denunciarnos si seguíamos con el alboroto, no entendía

por qué no lo hacían directamente, y entonces pensé que

quizás en el fondo algo les había movilizado a imaginar-

se otra forma de vida, pero no lo creían del todo posible

y temían por su vida. Así que decidían hacernos saber

su postura acerca de la cuestión, pero no tomaban más

cargas en el asunto.

Por otro lado un pequeño grupo de gente se sumó

a la causa y dejaba escrito en las paredes de las fábricas

algunas consignas y la firmaban con una I. Ellos nos

ayudarían y serían nuestros ojos y nuestros oídos en la

ciudad.

Luego de varios días de paro por la enfermedad

que atacó a toda la población de Ciudad Producción,

la República se había paralizado, y para solucionarlo

decidieron enviar a algunos intelectuales de Ciudad In-

geniería era un gran laberinto envuelto entre montañas

y mar. Una gran colmena con casas de ladrillos rojizos y

sin puertas, solo aberturas.

los incomprendidos 137

Era una ciudad fuerte, sus habitantes se sabían parte

fundamental de la República, habiendo sabido reprimir

sus impulsos luego de una gran revolución de colores

que había invadido la planificación de sus creaciones, y

había llevado al líder de la ciudad, a limitar la paleta de

las casas construidas al color rojizo.

Las montañas que la rodeaban hacían que la luz del

sol permeara pocas horas al día, lo que la hacia, iróni-

camente, llamarse la ciudad de las luces. A cada hora es-

taban encendidas las luces en las calles y dentro de cada

casa para no dejar ciegos ,durante sus investigaciones, a

sus habitantes.

Nunca iban hacia el mar, los asustaba la idea de que

los invadiera sus olas y por este motivo habían construi-

do un fuerte que limitaba el acceso de éste al resto de la

ciudad.

Sus habitantes eran llamados, por el resto de las ciu-

dades, los estirados.

Eran más alto que el resto de los ciudadanos de la

república, según los cuentos, eran así ya que tenían cier-

to parecido a las plantas, las cuales se estiran para poder

recibir los rayos del sol.

Con las noticias de primera mano de nuestros nue-

vos mensajeros no tardamos en interceptarlos en medio

del camino.

Luego de acampar la noche anterior en los costados

de la ruta detrás de la primera línea de árboles, vimos

llegar la camioneta negra con los pequeños banderines

que nos indicaban la ciudad de procedencia y que era

una camioneta autorizada para el acceso a las demás

ciudades.

Fue entonces que decidimos pararnos frente a ella

haciendo una barrera humana de dos filas.

Cuando bajó el primer hombre de la camioneta

parecía no entender qué estaba sucediendo hasta que

observó que nuestro vestuario no estaba dispuesto de

manera casual, cada uno de nosotros estaba vestido de

un color diferente y en su posición formábamos una

bandera con los colores de un arco iris.

–¿Quiénes son ustedes? –nos gritó desde su lugar.

Otros hombres bajaron del auto en ese momento.

–¿Quiénes cree que somos? –le respondió Athenas.

–Son los fugitivos ¿verdad? –respondió otro de los

hombres.

–Nos gusta más el nombre de Los incomprendidos

–le indicó Debra.

–¿Quién de ustedes es el líder? –preguntó el primer

hombre haciendo caso omiso al comentario de Debra.

–Todos. –Respondió Danile.

–Debemos irnos y avisar a las autoridades –dijo uno

de ellos.

–Yo que ustedes no lo haría. –Contestó Danile.

–Si se disponen a cortarnos el camino deberemos

pasarlos por encima –respondió el segundo.

–A simple vista debería ver que somos mayoría y que

además están cercados –mientras ellos discutían con

nosotros no advirtieron que otra fila se había armado

detrás de la camioneta. Era cierto, esta vez éramos más

que ellos. No tenían escapatoria.

los incomprendidos 139

–Son unos miserables –respondió el primero.

–¿Cuál es el trato? –preguntó el segundo.

–Deben acompañarnos a la Ciudad –les dije.

–No me estoy dirigiendo a usted –respondió éste.

–Yo sí, y debería seguir mis órdenes –lo amenacé.

Hubo un segundo de murmullo inentendible y el

primero indicó que lo iban a hacer. Bajamos a dos de

ellos, y con Danile tomamos su atuendo y su identidad.

La camioneta pasó sin problemas por los controles

de seguridad en la entrada de la Ciudad.

Mientras tanto el resto del grupo traía a los otros dos

hombres en uno de los vehículos que habíamos consegui-

do por un camino alternativo que habían construido en

los últimos tiempos mis compañeros.

Cuando llevamos los dos grupos a la fábrica hicimos

una pequeña asamblea. Sentamos en los bancos de los

trabajadores a los hombres de Ciudad Ingeniería para

hacerles saber nuestros planes.

–Ustedes diseñaron estas máquinas, a sabiendas del

trabajo pesado que requería utilizarlas, ahora las redise-

ñarán para que trabajen solas –le dijo Danile al jefe del

equipo de ingenieros que se acercó.

–Pero necesitamos herramientas, artefactos nuevos,

para poder modificarlas –reprochó uno de los hombres.

–Entonces utilicen las maquinas viejas que ustedes

mismos crearon y formen todo lo que necesiten, busquen

al resto de sus pares y pónganse a trabajar –le dije mi-

rándolo directamente a los ojos, sabía que me reprocha-

ría, sabía que podía no tomarme en serio por ser mujer,

algunos hombres seguían pensando que no merecíamos

el mismo respeto y éste parecía ser uno de ellos.

–Eso es imposible –dijo dirigiéndose a Danile. Me

estaba ignorando.

–Ya nada es imposible si podemos pensarlo –le res-

pondí.

–Llamaremos al resto de las autoridades –me ame-

nazó.

–Están cortadas las llamadas telefónicas, nadie tra-

baja en los centros de comunicación –le dije redoblando

la apuesta.

–Esto es inaudito –respondió mirando alrededor

haciendo un gesto de mareo.

–Hagan lo que les decimos, tuvieron años, décadas,

siglos, para mejorar las condiciones de trabajo de toda

esta gente y lo único que hicieron es crear más engrana-

jes para mayor producción, sin pensar jamás en quiénes

trabajaban aquí, ahora es su turno, tal vez así puedan

entender el dolor y la miseria de la que fueron parte.

–Ahora me tomaría en serio, su vida estaba en nuestras

manos y no dejaríamos pasar ninguna falta de respeto a

ninguno de nosotros ni a ese pueblo que intentábamos

liberar.

Al darse cuenta que no tenían escapatoria nos in-

dicaron dónde vivía el resto de ingenieros que podían

ayudarlos y un grupo de incomprendidos viajó con las

identidades de ellos hasta la Ciudad Ingeniería para

traerlos. No teníamos mucho tiempo, en cuestión de

días se darían cuenta que las comunicaciones estaban

cortadas. Además, ¿qué pasaría cuando la gente volviera

a salir de sus casas y se dirigiera a sus trabajos, entonces

los incomprendidos 141

encontraría a otros trabajando en sus máquinas, modi-

ficándolas?

Había que seguir el plan antes de que todo aquello

pasara.

Esa noche fue la primera vez que esos hombres

sentirían en carne propia lo que debían vivir cada día

de sus vidas todos aquellos ciudadanos de la Ciudad

Producción.

Un grupo de nosotros se quedó asegurándose de que

se encontraran trabajando y otro grupo se encargaba de

proveerles alimento y agua, al fin y al cabo no éramos

como ellos. O eso quería creer.

Nosotros por otra parte caminamos hasta el refugio

y nos dispusimos a separarnos en grupos de cuatro.

Algunos irían en busca de medicinas para seguir el

recorrido a Ciudad Medicina y con Danile y Debra nos

dirigiríamos a Ciudad de las Leyes.

Pero antes debía despedirme, saber cómo se encon-

traba Leo, en esos días no lo había visto y temía por su

bienestar.

Cuando llegué a la que había sido nuestra casa, vi

cómo había sembrado todo el jardín de adelante y brota-

ban del suelo hermosas rosas, flores de colores, un limo-

nero y un árbol de mandarina. Entonces toqué la puerta,

pero nadie respondió. Sabía que estaba ahí dentro y supe

también que él sabía que era yo.

Fue así que recordé otro de los textos de Valerie que

había leído en las paredes: “El amor no puede florecer en

una sociedad basada en las reglas y en el trabajo mediocre;

requiere una libertad económica y personal total, tiempo para

el ocio y la oportunidad de comprometerse en actividades in-

tensamente absorbentes y emocionalmente satisfactorias; tales

actividades, cuando se comparten con aquellos a quienes se

respeta, desembocan en una profunda amistad. Nuestra So-

ciedad no brinda oportunidades para comprometerse en esta

clase de actividades”.

Y decidí seguir mi camino, antes de plantearme

ideas sobre el amor, debía pensar en un mundo mejor

para poder desarrollarlo. El egoísmo no me llevaría muy

lejos y tarde o temprano terminaría reprochándole la

vida que llevábamos en esta ciudad.

Cuando llegué nuevamente al refugio noté que se-

guían discutiendo.

–Sus programas de investigación tienen una pre-

ferencia por los objetivos viriles, la guerra y la muerte

–comentaba Debra.

–¿Cómo piensan entonces convencerlos? –preguntó

Javier.

–No lo sabemos aún, pero en primera instancia, de-

bemos intentar robar la mayoría de medicamentos que

estén a disposición –respondió Athenas.

–¿Qué está pasando? –pregunté.

–Están terminando de planear los objetivos de su

visita a Ciudad Medicina.

–¿Y cuál es el problema? –no entendía a dónde iba

la conversación.

–Quisiéramos poder sumarlos a la lucha, los necesi-

taremos –manifestó Athenas.

–Yo intento decirle que los que no responden a obje-

tivos bélicos, responden a los intereses del gobierno de

la República –señaló Debra.

los incomprendidos 143

–Deberíamos entonces olvidar por el momento con-

tar con ellos –añadió Danile.

–Creo que lo que intenta decir Athenas es que arries-

garse por ir a buscar medicamentos y no hacer ninguna

intervención es muy pobre –comenté.

–¿Qué se te ocurre? –preguntó Danile.

–Quizás si realizáramos algún tipo de intervención

artística podríamos captar su atención señaló Javier.

–Deben tener en cuenta que no van a contar con

mucho tiempo – aclaró Debra.

–Lo sé, pero hay que dejar una marca –respondió

Athenas– es cuestión de llevar latas de pintura y hacer

algo sobre las paredes, será de noche y podremos esca-

bullirnos en caso de peligro.

–Entonces antes de dirigirse a Ciudad Medicina

vayan a la fábrica número cinco, es un edificio un poco

más angosto que el resto y allí encontrarán lo que nece-

sitan –les indiqué.

–Muy bien eso vamos a hacer –dijo Athenas con una

sonrisa que le desbordaba la cara. Nunca había visto al-

guna ilustración o fotografiá de Ciudad Medicina, pero

había escuchado decir que allí vivían las personas más

soberbias de la República. Decían que era por el grado

de cercanía a la muerte en el que crecían, donde el ra-

ciocinio servia más que cualquier emoción.

Yo creo que cualquiera que pudiese tener el acceso

a tantos conocimientos, se volvería loco o soberbio. No

los culpo.

Cuando Javier y Athenas dijeron que irían a aquella

Ciudad quise pedirles que trajeran en sus mentes el di-

seño de ella, para poder relatármelo, pero antes de que

dijera cualquier cosa, Javier me contó como era.

En Ciudad Religión se solía llevar de paseo a los

niños por las diferentes ciudades, todos aquellos eran

potenciales lideres y debían conocer todas las realidades.

Él me contó que Ciudad Medicina le había parecido

la más hermosa de todas las ciudades. Decía que tenia

enormes edificios blancos de mármol con puertas y ven-

tanas altas, de un estilo que el llamaba gótico, pero yo

no supe, hasta mucho después, que significaba aquella

palabra.

Me contó también, que, como toda ciudad con poca

tierra y cercada por montañas, habían creado formas de

cultivo especializadas en las grandes alturas.

Un valle en las alturas.

Tristemente Ciudad Medicina no tenia salida al mar,

pero Javier decía que a los ciudadanos no les importaba,

ellos preferían contemplar las altas cumbres. Supongo

que tenia coherencia con su visión del mundo y de los

hombres.

Por otro lado con Danile y Debra nos dirigimos a la

Ciudad de las Leyes, nuestra antigua ciudad. Conocía-

mos todos los recovecos y dónde escondernos en caso de

una persecución. En este caso íbamos a intentar acercar-

nos a la casa de nuestros conocidos más cercanos para

que corrieran la voz de las experiencias vividas en Casa,

todo lo que pasaba allí dentro, era una denuncia muy

grave, porque al llegar éramos solo unos niños a los que

tenían la potestad de torturar y desaparecer si así lo qui-

sieran. Posiblemente no creyeran en nuestras palabras,

pero tampoco conocían lo que había pasado los últimos

los incomprendidos 145

días y eso nos daba un margen para que creyeran en

nuestra versión antes de pensar que éramos guerrilleros

sin propósitos y con un simple deseo de sangre.

Nos dividimos y arreglamos volver a encontrarnos

apenas cayera la siguiente noche en donde habíamos

dejado la balsa que nos había permitido cruzar el río sin

ser percibidos en medio de oscuridad y la neblina.

Sentía mucho miedo, quizás mis padres no me reco-

nocieran, quizás me rechazaran, quizás me denunciaran,

pero debía intentarlo.

Caminé hasta su casa recordando sus rostros, imagi-

nando cómo estarían ahora, qué pensarían de mí. Pero

entre mis pensamientos jamás hubiese imaginado encon-

trarme con lo que había detrás de la puerta.

Cuando llegué recordé que en esta Ciudad no había

llaves, las puertas solo tenían un picaporte y era cuestión

de anunciarse y pasar. Lo hice muy despacio intentando

no molestar, o tal vez con cierto miedo.

Entonces la vi.

Una pequeña versión de mí correteaba por todo el

salón, hasta que me vio y se quedó helada. Me había

consternado esa imagen ¿Quién era esa persona que

miraba con cierta indulgencia con su pequeña estatura

y sus rulos cubriéndole el rostro?

–No puede ser –escuché decir. Levanté la mirada

y vi a mi mamá saliendo de la cocina y rompiendo en

llanto. Todo era impactante para mí, ahora ella corría a

abrazarme. –¡Estás viva! ¡Estas viva! –Me decía mientras

me apretujaba y se alejaba un poco para mirarme mejor.

–¿Qué está pasando? –dijo mi papá bajando por las

escaleras –¡Oh por Dios! –él también corrió hacia mí y

me tomó en sus brazos para abrazarme.

No me salían las palabras. Habían pasado ya diez

años desde la última vez que los había visto, y allí esta-

ban tan irreconocibles si no fuera porque sus rostros no

habían cambiado.

Después del momento de emoción y abrazos me

llevaron al comedor y cerraron las cortinas. Ellos me

explicaron que me pensaban muerta, al año en Casa

les habían notificado que había muerto enferma de un

virus mortal. Todos esos años habían llorado a una hija

que estaba viva, encerrada en un infierno, pero viva al

fin. Nunca terminaría de conocer lo escabroso que era

el sistema como para mentir sobre el paradero de una

hija a sus padres.

Mientras recibían cada una de mis palabras con

dolor y entendiendo que nada era como ellos pensaban,

miraron por un momento a la pequeña criatura que se

había sentado al lado mío. Había entendido ese gesto,

ella era como yo, una incomprendida, lo había visto en

su rostro cuando llegué, si todo esto seguía así ella se-

guiría mi destino.

Entonces me explicaron que ella era mi hermana, al

creerme muerta habían intentado seguir con sus vidas y

ella apareció para devolverles algunas de las razones que

perdieron. No había necesitado esa aclaración, lo supe

apenas atravesé la puerta, no hacía falta la ciencia, ni los

análisis, para notar nuestros parecidos.

Luego comenzaron las preguntas, dónde había es-

tado este tiempo, qué había pasado en Casa, qué estaba

los incomprendidos 147

haciendo nuevamente en la ciudad, por qué no había

regresado antes.

Y supe entonces que debía contarles toda la verdad,

ahora ellos debían ayudarme y debían comentar al resto

de los amigos de la familia y vecinos lo que estaba pa-

sando.

Pero en medio de mis relatos las voces recriminado-

ras comenzaron a sonar.

–Nada salió bien porque siempre fuiste rebelde, nun-

ca entendiste razones, siempre fuiste caprichosa. –Estaba

leyendo unos pequeños escritos que había relatado en los

días anteriores para distribuir y contar en detalle todo lo

que ocurría allí dentro. –¿No te parecen fuertes algunas

cosas? Pero bueno, vos lo quisiste así, todos tienen alguna

cosa en la vida y no lo estás contando a todo el mundo.

Aún así lo haré.

–¿Qué enseñarán en las escuelas si desarman todo?

¿Cómo se controlará a la población? –Me dijo papá.

Había entendido que no había sido maldad en ningún

momento todo su accionar, ellos verdaderamente habían

querido lo mejor para mí, aunque no me habían pregun-

tado qué quería. Había entendido también que a veces

la sobreprotección no era necesariamente algo bueno.

–Se pueden enseñar subjetividades, se puede enseñar

sobre el bien, se puede enseñar desde el amor, entonces

no se conocerá el mal y no habría manera de practicarlo.

Se puede enseñar sobre otredades, sobre el desarrollo de

las capacidades particulares de cada ciudadano.

–Me gustaría aprender sobre eso –me dijo Antonella

agarrándome por el vestido.

–Pensé que estábamos haciendo lo correcto esta vez

–dijo mi papá mirando a mi pequeña nueva hermana y

sonriendo mientras miraba los parecidos.

Apenas la conocía, pero me parecía que con esos

enormes verdes podía mirar el mundo como un crisol.

Me recordaba esos arrebatos de pequeña que tenía y eso

me generó cierta empatía con esa criatura.

–Esta noche debo partir nuevamente –dije notando

la hora.

Entonces tocaron la puerta.

Algo en mí supo que no estaba bien que eso pasara,

ni Debra ni Danile tocarían la puerta principal sin antes

enviarme algún tipo de aviso. Miré entonces a mis pa-

dres y entendieron lo que estaba pasando. Alguien me

había denunciado.

–Escondela con vos –me dijo mamá. –A pesar de no

lo entiendas así, siempre quisimos lo mejor para vos.

No entendía por qué me lo decía ahora, no entendía

qué sabían ellos que yo no sabía.

Fue lo último que escuché, sabía que en estos mo-

mentos no había margen para quedarse meditando todo

eso, había que actuar rápido, llevé a mi hermana por la

puerta de salida de atrás de la casa y trepamos juntas

los muros hacia otras casas vecinas. Nos escondimos

detrás de los arbustos cuando los gritos de resistencia

de mis padres estallaron por el ambiente, se los estaban

llevando.

Podrían haberme entregado, pero en vez de eso,

ellos habían sido secuestrados, posiblemente por trai-

ción, por la sospecha de ayudar a su hija.

los incomprendidos 149

Cuando cesaron los gritos miré de cerca el rostro de

Antonella que ahora me miraba fijo y sin llorar, creo que

entendía perfectamente todo lo que había pasado.

–Tenemos que rescatarlos –me dijo en voz baja.

–Eso vamos a hacer, para cuando todo esto termine

te prometo que todo va a estar bien –le respondí mien-

tras la abrazaba para darle fuerzas para poder volver al

punto de encuentro. No podía dejarla sola, sería difícil,

pero la llevaría conmigo.

Las batallas

–Deberíamos ir al oeste y acercarnos a Ciudad Reli-

gión –me comentó Danile mientras estábamos sentados

mirando la caída del sol en la cima del cerro que escon-

día nuestro refugio.

–¿Porqué nunca viajamos a Ciudad Economía? – le

pregunté a Danile.

–Supongo que porque no vale la pena – me respon-

dió con cierta frialdad.

–¿Qué significa eso? No conozco a nadie que haya

venido desde allí.

–Quizás porque esa suma de intelectualoides no

aportaría en nada.

–¿Porqué?

–Porque sus mentes solo entienden al mundo me-

diante leyes, estándares y matemáticas. Se decía, que en

sus inicios seria una ciencia social la que desarrollarían,

pero fue lo opuesto a eso.

–¿Cómo es? ¿Cómo son ellos?

–Casi tan soberbios como los habitantes de Ciudad

Medicina. Unos señores regordetes llenos de orgullo

por sus estadísticas, las cuales están bastante lejos de la

realidad. Posiblemente sean los ciudadanos que menos

conozcan al resto de los habitantes de las ciudades, se la

pasan haciendo congresos donde solo ellos participan.

Son los preferidos de Ciudad Religión.

–¿Cómo es la ciudad?

–¿Cómo te la imaginas?

–No me la puedo imaginar por alguna razón.

–Exacto, no hay lugar para la imaginación, es la más

gris de todas, las formas de las casas y los edificios son

cuadradas, las plazas están repletas de cemento bien pin-

tando, existen dos grandes avenidas que llevan hasta el

mar. Pero casi nunca nadie llega a él. Solo se acercan en

la temporada de descanso, donde liberan sus pulsiones

reprimidas en grandes fiestas con mucho alcohol y de-

más alegrías prohibidas para el resto de los ciudadanos

de la República. Como tener una casa de verano frente

al mar. –dijo por último haciendo una mueca que de-

mostraba cierta ironía.

–Eso es injusto.

–Estos señores responderían que lo vale su trabajo.

–Pero ¿y el de la la gente de Ciudad Producción?

–¿Venimos a cambiar eso no?

Solo esbocé una pequeña sonrisa ante su último

comentario, tenia razón, debíamos cambiar eso, a eso

estábamos dispuestos.

–Cada día es más peligroso caminar –contesté con-

templando la noche. Nunca se sabía cuándo podía ser

el último día de paz. –Estos meses fueron difíciles, pero

los más felices también. Me siento en casa con ustedes.

Es una sensación que no había vuelto a sentir cuando

desaparecieron.

–¿Ni siquiera cuando te casaste?

–Ni siquiera. No es que Leo no fuese suficiente, él

me daba fuerzas para seguir. Mi fe estaba deshecha,

sentía que estaba condenada a perder todo lo que quería

los incomprendidos 153

¿Como iba a poder seguir adelante cuando estaba obse-

sionada con mi pasado? No me resignaba a perder, no

podía aceptar los no. Yo no lo toleraba y entonces lasti-

mé, y me lastimé, y ahora florece todo lo podrido y no

me alcanzan las manos para enfrentar toda esa mierda,

soltar todas las anclas que no me permiten andar. Pero

esta vez la que se fue fui yo. Fue distinto. Espero que lo

entienda y que me perdone.

–Supongo que ya lo entendió. –Fumó de su pipa

mientras miraba cómo el humo se deshacía en el aire.

–Nunca volvimos a tener una conversación profunda

como la que tuvimos en el calabozo ¿Seguís sintiendo

que te estás pudriendo?

–No lo sé, tendría que pensarlo.

–¿No sabés cómo te sentís?

–Creo que prefiero que no hablemos de eso.

–Pero jamás te juzgaría.

–Es por mí, preferiría no hablar de eso.

–Si no podemos contarnos esas cosas, ¿entonces qué

podemos hacer? –Me sentía enojada, frustrada, confiaba

en él plenamente y él no era capaz de expresarme sus

emociones.

–No es algo puntual con vos.

–Entonces no sé qué es, y no voy a seguir perdiendo

tiempo en esta conversación, seguramente ya sabés qué

hay que hacer, podés notificárnoslo mañana.

–Podemos hablar de eso.

–Ahora yo preferiría que no lo hiciéramos.

–¿Te vas a ir?

–Sí, deberías saber con quién estás tratando, hay co-

sas que sigo sin poder controlar. Además, tengo que ir a

ver cómo está Antonella.

–Está bien.

Cuando regresé al refugio noté que alguien se acer-

caba a lo lejos.

–Antonella debés esconderte debajo de esas maderas

detrás de la escalera y no salir hasta que te lo indique –le

dije previendo lo que podría ser ¿Cómo la vida podía

dar esos cimbronazos? Unos segundos me alcanzaron

para recorrer ese pensamiento, mi vida había sido un

huracán de sucesos inesperados que apenas me habían

dado tiempo para poder alistarme para la siguiente

batalla.

Entonces noté que levantaban una pequeña bande-

ra multicolor. Era la señal, eran Javier y Athenas. Pero

algo no andaba bien, ella lo cargaba a él como hacia un

tiempo me había cargado Danile, pero él se agarraba el

estómago.

–Está herido y son menos que los que habían viajado

–le dije observando que faltaban varias personas que los

habían acompañado.

–Hay que buscar las compresas y esterilizar la mesa

–me dijo.

–No quiero que Antonella vea esto, por favor dame

unos segundos para llevarla a una habitación.

–Esta bien –me respondió. Mientras él se disponía a

armar todo el equipo, yo llevé a mi hermana a mi habi-

tación y la arropé para que pudiera intentar descansar.

Hubiese querido evitarle todo esto que estaba viviendo.

Cuando bajé busqué una pequeña camilla que habíamos

los incomprendidos 155

armado con unas maderas meses antes por cualquier

inconveniente y salí a buscarlos. Cuando llegué noté

que eran varios los heridos y temí que nuestras reservas

fueran insuficientes para curarlos a todos.

–¿Qué pasó? –le pregunté a Athenas mientras cargá-

bamos en la camilla a Javier.

–No pudimos traer casi nada, todo estaba sumamen-

te controlado, cuando quisimos hacer la intervención nos

interceptaron y tuvimos que dividirnos.

–¿Por eso no llegó todo el grupo? –le pregunté.

–Perdón, perdón –me dijo y rompió a llorar –todo

es mi culpa, si solo hubiésemos buscado los medicamen-

tos, pero yo, en mi intento de colaborar, arruiné todo, y

quizás estén muertos.

Me rompía el corazón, todo había empezado a com-

plicarse y tenía razón tal vez no hubiese consuelo, quizás

había sido responsable, como lo éramos todos los que

estábamos ahí.

–Ahora solo lleguemos al refugio e intentemos sanar

lo que se pueda –le dije. No podíamos perder el eje, esto

era algo más grande que nosotros y se nos estaba vinien-

do encima. Pero debíamos seguir.

Cuando llegamos noté que Javier casi no hablaba, su

piel se veía pálida, sus ojos estaban brillosos y su mano

se mantenía apretando la herida.

–Necesito que lo pongan sobre la mesa –indicó Da-

nile.

Eso hicimos, era el caso más grave, después seguiría-

mos con los demás.

–Amigo –le dijo mientras le agarraba la otra mano

que tenía disponible– va a estar todo bien, necesito que

seas fuerte.

–Athenas por favor no llores, necesitamos que nos

indiques cuál es la gravedad de cada herida de la gente

del grupo que está esperando afuera –dijo Debra que

había llegado justo cuando yo salía a buscarlos. Acondi-

cionaremos las habitaciones para que puedan descansar

más cómodos mientras estén heridos.

–Deberíamos pensar en agrandar el refugio –comen-

té viendo que el grupo había crecido y debía ser un lugar

para albergar a todos.

–Apenas podemos sobrevivir, te necesitamos con

los pies en la tierra, después podremos soñar, ahora

necesitamos que nos ayudes a curar a los heridos –me

respondió Debra. Tenía razón, a veces uno debía atender

prioridades, urgencias, ciertas situaciones difíciles ¿Pero

qué pasaba cuando esas situaciones eran constantes?

¿Íbamos a quedarnos inmóviles en el tiempo atajando

todos los golpes sin planear una defensa? ¿Un ataque?

–Está bien, voy a ir a acomodar las habitaciones,

Athenas por favor mientras prepará algunas gasas y al-

cohol para esterilizar –indiqué poniendo en marcha lo

que me había propuesto Debra.

Mientras acomodábamos las habitaciones y las acon-

dicionábamos para que entrara la mayor cantidad de

personas en ellas, mientras subíamos los almohadones

de los sillones y los cojines de las sillas, mientras hacía-

mos almohadas haciendo pequeños montoncitos de ropa

escuchábamos los gritos de Javier mientras Danile inten-

taba curarlo. Iba a ser una noche muy larga.

los incomprendidos 157

Cuando terminamos hicimos subir a todos y los

acomodamos como pudimos en cada rincón para que

pudieran descansar. Muchos de ellos desacostumbrados

a los cuidados, al provenir de alguna de las Casas, aún

nos miraban con desconfianza frente a ciertas amabilida-

des. Al comienzo no nos permitían curarlos ni ayudarlos

con la limpieza de las heridas, pero a medida que otros

de grupos que aún no habían sido tan maltratados con

anterioridad en las Casas donde vivían, nos permitieron

acercarnos, entonces todo el resto comprendió que no le

haríamos mal.

Cuando bajé a ver cómo seguía la situación con Ja-

vier, noté que Danile estaba en uno de los sillones ahora

ya sin almohadones, sobre las maderas, bebiendo de la

botella de whisky.

–¿Qué mierda estás haciendo? –le grité.

–Él se va a morir, se va a morir en mis manos –me

dijo entre trago y trago de la botella.

–No se va a morir, tenemos que salvarlo –le dije.

–Necesito estar preparado. –Nunca lo había visto así

estaba destrozado. Ahora me necesitaba a mí.

–Dame un trago de eso y vamos a salvarlo los dos,

no estás solo – entonces tomé la botella y le di un trago

profundo que quemó toda mi garganta y me mareó por

un segundo, al siguiente un calor recorrió toda mi piel

y me ayudó con toda la ansiedad que estaba sintiendo

entonces. –Dame la mano, vamos, levántate. –Le estiré

mi mano y lo levanté. Fuimos entonces hasta la mesa y

noté que Javier se encontraba dormido, quizás desma-

yado, quizás inconsciente. –¿Qué deberíamos hacer? –le

pregunté entonces a Danilo que todavía lo miraba cons-

ternado e incapaz de hacer algo.

–Hay que sacar la bala y coser –me indicó temblando

–controlé por el momento el sangrado y le di un sedante.

–Entonces tengo que encontrar la bala.

–Cualquier movimiento ahí dentro que hagas puede

ser mortal para él –me dijo advirtiéndome y explicándo-

me sin saberlo por qué no había continuado él.

–Está bien, alcanzame la pinza –le dije. Entonces me

concentré e intenté levantar la piel para poder encontrar

la bala. Cuando pude ver algo noté que había atravesado

al otro lado de las costillas, pero sin tocar el pulmón, la

bala no parecía haber entrado en su totalidad, solo una

parte de ella, y ahora se encontraba en el fondo conte-

nido por una de sus costillas. Si la bala se movía de ahí

podría ir a cualquier otro lugar del cuerpo y causarle la

muerte. Pero ahora teníamos una posibilidad.

–¿Qué ves? –me preguntó casi recobrando el sentido

Danile.

–Está en el fondo, necesito que lo pongas de costado,

si intento sacarla en esta posición quizás rompa algo yo y

quiero evitar eso –le indiqué.

–Pero –me dijo.

–Es la única forma que tenemos de salvarlo.

Nunca había visto tanta sangre en mi vida, nunca

me imaginé estar frente a frente con el cuerpo de una

persona, manipulándolo para intentar salvarle la vida.

Buenos días

Pasaron algunos días antes de que Javier desperta-

ra, mientras tanto habíamos conseguido de algunos de

nuestros nuevos colaboradores de Ciudad Producción,

insumos para mantenerlo hidratado.

Una mañana Antonella se acercó a él durante el de-

sayuno, no habíamos querido subirlo a una habitación y

su camilla improvisada estaba sobre la mesa principal a

la vista de todos.

–¿Qué estás haciendo? –le pregunté.

–Le doy la mano, para que se cure más rápido –me

dijo con seriedad.

–¿Lo estás cuidando muy seguido vos? –le pregunté.

–Le gusta que le hable –me respondió.

–¿Cómo que le gusta que le hables?

–Sí, aprieta mi mano cuando le hablo.

–Danile, Debra, Athenas, por favor vengan –le dije al

grupo en voz baja mientras desayunaban.

–¿Qué pasó? –preguntó Athenas.

–Está reaccionando –les dije mirando fijo la mano

que tomaba Antonella.

–¿Qué? –dijo Danile –Podría ser solo una reacción

involuntaria.

–Solo lo hace cuando ella le habla –le respondí. –Por

favor Antonella hablale como solés hacerlo.

–A veces solo le hablo en el oído –me respondió.

–Hacé lo que creas –le dijo Athenas mirando espe-

ranzada la situación.

Fue así que comenzó a hablarle al oído, no podíamos

escuchar qué decía, pero notamos que él entendía, a

cada palabra apretaba su mano.

Entonces decidimos que cada uno se turnaría entre

las tareas y los planes, y se dedicaría a hacerle algunos

masajes, caricias, contarle historias, contarle de nuestros

planes y cantarle mientras se encontrara así.

No perdimos las esperanzas ni un segundo, a pesar

de las circunstancias.

Por el contrario toda esa fuerza se potenció durante

los cuidados.

Mientras tanto algo raro sucedía conmigo, había

surgido un sentimiento extraño en mi alma hacia esa

pequeña persona que ahora nos acompañaba, había mo-

vilizado mi vida de una manera que no esperaba a esta

altura y me había llevado buscar una pequeña agenda,

había arrancado una de sus páginas y le había escrito

las palabras que resonaban en mi cabeza cada vez que

la veía corretear por ahí, para que cuando el mundo se

cayera a sus pies tuviese un camino de regreso:

“Y ella camina, camina mucho, pero a veces no camina

bien. Va con el ritmo de su alma que no descansa si no es con

quien no debe. Camina y se come el mundo y llena la valija de

tiempo. Y ahora y a veces tiene miedo.

Ella camina porque andando es libre y con sus pies puede

ir a donde quiere y camina para llenarse el alma de rutas y

paisajes.

Y mira, mira mucho. A veces se distrae queriendo compar-

tir ese nuevo mundo que está conociendo.

los incomprendidos 161

Y ella se promete vivir las noches como si fuesen las últi-

mas y disfrutar los días como si fuesen los primeros, como leyó

en un libro alguna vez”.

Cuando me di cuenta la descubrí leyendo todo eso

apoyada sobre mis hombros, con la mirada fija en cada

palabra que dibujaba sobre el papel. No quería perder

más tiempo, la terminé y se la regalé entre un abrazo.

Unos pocos días pasaron hasta que otro aconteci-

miento irrumpiera con el curso que habíamos estable-

cido.

Mientras se acercaba la noche, notamos a lo lejos que

alguien gritaba.

Salí a la puerta a ver qué pasaba, entonces la vi en la

distancia, era una pequeña brisa de cabellos color negro

y unos ojos grandes que me miraban sonrientes.

Era Terra.

–¡Terra! ¡Por aquí! –le gritaba mientras iba a su en-

cuentro.

Volvimos a abrazarnos después de todo este tiempo.

Había tantas cosas que contarnos, había tanto que resol-

ver, ¡qué bueno tenerla de nuevo conmigo!

–Debemos volver rápido al refugio ¿Cómo nos en-

contraste? –le pregunté entre tanta emoción.

–Es una historia muy larga –me respondió.

–Bueno cuando lleguemos te voy a preparar un té

para que puedas contarme mejor –estaba tan emociona-

da que estuviese acá que no noté que se veía lastimada

y golpeada.

–Gracias –me dijo cuando ya estábamos llegando.

Abrí la puerta y la presenté al grupo. Muchos la

miraban con recelo a sabiendas que ella era la hija de

Mayora y había sido la última directora de Casa. Pero

sin dar tiempo de ninguna explicación ella miró a un

costado y vio a Javier en la cama.

Entonces salió corriendo hacia él y lo abrazó. Había

roto en llanto, y a pesar de nuestros esfuerzos de querer

calmarla parecía un mar de lágrimas. Fueron unos mi-

nutos de mucha confusión, ella solo lloraba, lo miraba,

intentaba abrazarlo sin lastimarlo, y después se volteaba

a agarrarse la cabeza y golpear la pared.

–¿Qué pasa Terra? –le pregunté cuando en un mo-

mento se dejó caer en el suelo.

–No puede estar así, no puede estar así –me dijo

entre lágrimas– cuando supe que seguía vivo me dio

esperanzas, cuando volví a verlo el día que hicieron vo-

lar la entrada de Casa no pude decirle, no pude decirle

nada –el llanto la había invadido de nuevo –resistí todo

este tiempo, los golpes, las torturas, no saber qué podía

pasar porque pensé que aún seguía vivo, y ahora va a

morir, y yo nunca llegué a decirle…

–¿Qué cosa no llegaste a decirle? ¿Cómo qué tortu-

ras? ¿Por eso tenés esos golpes?

–Cuando fueron las explosiones nadie creyó en

mi palabra, y pensaron que siempre había seguido en

contacto con ustedes, intentaron sacarme información,

me tuvieron encerrada, yo no sabía nada, y si lo supiera

tampoco lo hubiese dicho –dijo mientras se secaba las

lágrimas– escapé cuando intentaban llevarme a otro

lugar, no sé a dónde me llevaban o si simplemente me

iban a asesinar en medio del camino, los busqué todo

los incomprendidos 163

este tiempo, hasta que llegué a Ciudad Producción ¡Dios

mío qué ciudad tan triste! Allí un hombre me ayudó, Leo

creo que se llamaba. Él me dijo dónde podría encon-

trarlos. –Por un segundo todo se paró, él sabía dónde

encontrarme, pero nunca había venido hasta acá.

–Está bien, tenés que descansar, Javier va a estar

bien, solo se está recuperando –le dijo Athenas.

Terra solo hizo un gesto de aceptación y la llevaron

a una de las habitaciones.

Todavía ella no sabía que su regreso sería un milagro

y la primera pieza en moverse para que todo también

comenzara.

Los días siguientes ella se encargó de cuidar a Javier

mientras el resto nos preparábamos para dar los siguien-

tes pasos.

Una noche mientras el resto dormía escuché ruidos

en el piso de abajo.

Bajé para poder ver a qué se debían a estas horas y

noté que era Terra, le estaba hablando a Javier. Tenía

una mano en su pecho y otra acariciándole la cabeza:

–Y estábamos ahí, quietos, abrazados, o quizás no tan

quietos, invadidos por los espasmos del llanto que brotaba de

mi pecho. Y él no sabía que ese llanto era por vos, que en cada

lagrima cabían los intentos fallidos de alejarme, un intermi-

nable bumerán de despedidas y nuevos comienzos, ráfagas

de lluvia y sol. Años de intentos, diferentes yo, diferentes vos,

diferentes ámbitos, pero siempre habíamos sido los mismos,

encontrados, pero sin poder vernos o quizás eso era lo que yo

quería creer.

Entendí entonces que su amor hacia él había surgi-

do hace tiempo, un amor platónico a mi entender, pero

quizás de esta manera se justificaran sus intentos por

dejarlo ir libre la primera vez que él voló por los aires la

mitad de Casa y luego ella se sintió tan culpable por su

muerte, sintiendo que podía evitarlo. Como en mi caso,

ella ahora sentía que la esperanza que había vuelto a

resurgir al volver a verlo se veía opacada por la angustia

de quizás esta vez perderlo de nuevo. Pero las noticias

buenas no tardarían en llegar.

–¡Despertó! ¡Javier despertó! –escuchamos una ma-

ñana decir a lo lejos. Era Terra, estaba junto a Antonella,

y las dos saltaban de alegría. Javier había despertado.

Entonces sin previo aviso entre la emoción y la felici-

dad que nos había dado la noticia, los vimos venir, detrás

de uno de los cerros del lugar pudimos ver que un ejér-

cito caminaba hacia nosotros, delante de ellos Mayora.

Nos habían encontrado.

El movimiento

En un mes hicimos volar por los aires todos los con-

troles puestos entre una ciudad y otra. Todas debían

conocer las realidades de las demás. Al fin y al cabo

todas pertenecían a la República. Solo con la fuerza de

la mayoría de la población podríamos ganar la batalla.

Pero ellos tenían la estructura para vencer. Ellos

habían formado durante años a pequeños soldados en

cada ciudad, en cada barrio, en cada casa. Personas que

darían su vida en nombre de la República, sin saber qué

significaba exactamente. La obediencia debida sería su

justificación moral y entonces nos destruirían sin dejar

rastro de todo lo que habíamos conseguido hasta ahora.

Nuestros nombres no aparecían en los libros de historia,

y solo habrían llamado al orden para evitar cuestiona-

mientos.

El inicio de la guerra había comenzado cuando des-

cubrieron lo que habíamos hecho en Ciudad Producción,

cuando se restablecieron las comunicaciones.

Alguien había dado aviso de nuestros nombres, nues-

tras características, nos habían denunciado, y les habían

dado indicaciones de dónde encontrarnos.

Pero cuando bajaron el cerro nosotros ya habíamos

puesto en marcha nuestro plan de escape, habíamos

conseguido caballos y algunos vehículos, sabíamos que

cualquier día podía pasar. El plan era viajar hasta llegar

a las murallas, los cortes en los accesos y toda forma que

habían creado de cortar el paso y la comunicación entre

las ciudades.

Entonces dimos el primer golpe en la batalla que

sabíamos que íbamos a desatar.

Luego de allí planificamos que cada grupo se queda-

ría resguardando lo realizado en cada ciudad, maneján-

dose con sigilo, escondido entre los bosques, las laderas

de los ríos y en las montañas.

Mientras tanto con Danile, Debra, Athenas, Javier,

aún en recuperación siendo especialmente cuidado por

Terra, que no dejaba de demostrar que a pesar de los

años dentro de Casa no se había quebrado cierta ternura

de niña que escondía dentro, seguimos otra ruta.

Era la parte más peligrosa del plan, si algo salía mal,

entonces todos estaríamos muertos.

Viajamos al centro de Ciudad Religión, cruzamos un

gran canal que separaba la ciudad del resto de la Repú-

blica y nadamos por un túnel que conectaba con la salida

de desagües de la ciudad, después de llegar a tierra den-

tro de esos túneles debíamos llegar a una parte llamada

Ciudad Antigua, era una ciudad prohibida para quien

no fuese de la élite de la ciudad, ciudadanos ejemplares

con grandes cargos en el gobierno.

La ciudad estaba bajo tierra, estaba desierta a simple

vista, casi nadie conocía su ubicación, estaba llena de

galpones, jamás hubiésemos imaginado que allí encon-

traríamos todo lo que necesitábamos para seguir con el

plan.

Esos galpones estaban llenos de artefactos, pinturas,

esculturas, herramientas y demás, allí además encontra-

mos los primeros modelos de aviones, naves voladoras

los incomprendidos 167

prohibidas, de las que se creía que eran un mito. Estas

naves tenían la capacidad de poder ver todo a lo lejos, de

poder saltar las barreras impuestas, de poder desplazar-

se con más velocidad, de no poder ser capturadas.

Eran muy hermosas, tenían unas alas con cierto mo-

vimiento como la de las aves.

Aun no creía en sus capacidades hasta que, luego de

una semana de viajes, entrando y saliendo de la ciudad

antigua para robarnos todo lo que había allí dentro,

descubrí que había un modelo de ese avión que había

visto en los planos escondido detrás de una gran cortina

de tela.

Entonces supimos que debíamos hacerlo nuestro,

fue así que decidimos pintar las alas del avión de colores

rosados y dibujarles pequeñas escamas o alas de algún

animal volador, según la interpretación de cada inte-

grante del grupo y su imaginación. Me parecía increíble

poder pensar en suspenderme a tantos metros del suelo.

Aunque no lo pudiéramos sacar de allí, ahora sería

nuestro.

Volvimos a cruzar el canal de noche. Habíamos crea-

do balsas para poder llevar los artefactos.

Acampamos dentro de un campo lleno de arboledas,

allí pusimos pequeños puestos del color del paisaje, y

supimos que no podíamos hacer fuego, solo podríamos

alimentarnos de los alimentos como cereales, algunas

frutas y agua. Debíamos evitar llamar toda la atención

posible hasta que pensaran que habíamos desaparecido,

para que bajaran la guardia y poder realizar el siguiente

movimiento.

Una gran tela color verde cubría todo eso que había-

mos encontrado y habíamos traído con nosotros. Pero

había algo que había escondido para leer esa noche, era

una nota, de un tal Lacan. Se titulaba: “La psiquiatría

inglesa y la guerra”.

Esa noche quise compartirlo con el grupo. Nos

sentamos en una de las tiendas en ronda y comencé a

leerles.

“Debemos, pues, llegar a hablar de heroísmo y evocar las

marcas, desde las primeras apariciones a nuestra llegada, en

esta Ciudad devastada, cada doscientos metros de calle, por

una destrucción vertical, con el resto perfectamente descom-

brado, que se acomoda mal al término ‘ruina’, cuyo prestigio

fúnebre, si bien asociado, con una intención aduladora, al

recuerdo grandioso de la Roma antigua en el discurso de

bienvenida pronunciado en la vigilia por uno de nuestros

enviados más eminentes, había sido mediocremente saboreado

por gentes que no se apoyan en su historia.

Después de todo, esos sujetos, por el hecho de ser agrupa-

dos entre sí, se muestran de inmediato infinitamente más efi-

caces, por una liberación de su buena voluntad, correlativa de

una sociabilidad así reforzada; incluso los motivos sexuales de

sus delitos no pasan a un segundo plano, como para demostrar

que, en su caso dependen menos de una presunta prevalencia

de los instintos de lo que representan como compensación de

su soledad social.

Las unidades así depuradas de sus elementos inferio-

res vieron descender, en una proporción que se puede decir

geométrica, los fenómenos de shock y de neurosis, los efectos de

claudicación colectiva.

los incomprendidos 169

¿Qué hay que hacer para que de este agregado irreduc-

tible llamado “compañía de disciplina”, surja una tropa en

marcha? Dos elementos: la presencia del enemigo que suelde

al grupo frente a una amenaza común, –y un jefe al que el co-

nocimiento de los hombres permita fijar, con la mayor proximi-

dad– el margen a dar a sus debilidades, y que pueda mantener

el límite con su autoridad, es decir, que cada uno sepa que una

vez asumida una responsabilidad no se ‘desinfla’.

Después de algunas semanas, el servicio llamado de ree-

ducación se había convertido en la sede de un espíritu nuevo

que los mismos oficiales reconocían en los hombres en el mo-

mento de las manifestaciones colectivas, de carácter musical,

por ejemplo, durante las cuales entraban en una relación

más familiar: espíritu de cuerpo propio del servicio, que se

imponía a los recién llegados, a medida que partían aquellos

que habían sido marcados por su beneficio. El sentimiento de

las condiciones propias de la existencia del grupo, mantenido

por la acción constante del médico animador, constituía su

fundamento. Aquí reside el principio de una cura de grupo,

fundada sobre la prueba y la toma de consciencia de los fac-

tores necesarios para un buen espíritu de grupo. Cura que en

los países anglosajones asume su valor original después de

varios intentos hechos, aunque por vías distintas, en el mismo

registro.

Nos parecería digno de la psiquiatría que, a través de las

mismas tareas que un país desmoralizado le propone, sepa

formular sus deberes en los términos que salvaguarden los

principios de la verdad”.

–¿Qué está intentando decir?

–Es un análisis de una especie de doctor de la mente

y el comportamiento sobre cómo forman a las personas

en el ejército y se parece mucho a lo que replican a nivel

general en las Ciudades.

–No entiendo del todo –dijo Debra.

–Está queriendo decir que su ejército está prepara-

do para entender cualquier muerte o sacrificio según

una moral específica, una moral de tropa, una forma

específica de la moral donde hay un sentimiento de

honor y orgullo compartido que permite sobrellevar las

dificultades y cumplir con las tareas asignadas mante-

niendo el entusiasmo y la motivación, así tolerarían los

sacrificios más duros sin rendirse. Además, explica qué

hacen grupos homogéneos para que se sientan parte y

se potencien. Como si la suma de sus debilidades fueran

su fuerza. Es una maquinaria con la que no pensábamos

luchar.

–Debemos seguir el plan –dijo Danile.

–Pero deberemos repensar el golpe final –comenté

al analizar lo que habíamos descubierto.

–Sí, eso creo –respondió Javier.

–Tenemos que confiar en que las masas van a movili-

zarse y vamos a poder hacer algo que ellos no esperaban

que hiciéramos, ellos piensan que nosotros somos los

enemigos y queremos exterminio al igual que ellos hicie-

ron al comienzo de la historia –comentó Danile.

–Algo creativo, algo que remueva los cimientos de su

subjetividad –dijo Athenas.

–O tal vez algo simple, debemos hablarle directa-

mente –señaló Javier.

–No vamos a obligar a la gente a que piense como

nosotros, ni podemos obligarla a cambiar sus formas de

los incomprendidos 171

vivir, debemos lograr captar su atención para mostrarle

todo lo que sucede y que decidan si quieren acompañar-

nos o no –dijo Terra.

–Podríamos intentar con las dos cosas, como hizo

India con nosotros –comenté.

India fue uno de los primeros eslabones que habían

roto la cadena, ella nos había dado poder, nos había

mostrado la injusticia, nos había dado una consigna,

una simple frase que resonaría tiempo después dentro

de nosotros para motivarnos a seguir, en su cuerpo es-

taba escrita la frase: “Un día, en retrospectiva, los días

de lucha serán los más bellos” y no solo había sido una

invitación a luchar, sino que nos daba esperanzas, y nos

mostraba un horizonte hermoso y próspero, un después

de todo este caos donde alcanzáramos la verdad y la jus-

ticia para todos los habitantes de la República. Ellos de-

bían poder elegir, y para poder elegir debían tener cierta

libertad que estaba coartada por mandamientos que los

obligaban a la represión, ya no para una cuestión de su-

pervivencia, sino para reproducir por siglos el dominio.

Iguales

El siguiente movimiento sería uno de los más impor-

tantes, hacía unos días habíamos recibido una señal roja

en el aire que nos indicaba que los cazadores estaban

cerca de encontrar al resto del grupo.

Habíamos puesto la pauta en caso de emergencia,

podían causar un estruendo a las diez de la noche espe-

cíficamente, debía ser de noche para poder divisar desde

la distancia cualquier movimiento y a su vez para que sea

más fácil escabullirse si el enemigo estaba cerca.

Debíamos dispersar la atención, generar una peque-

ña crisis que movilizara todos los cimientos.

Cargamos los vehículos de todos los aparatejos que

habíamos encontrado y los llevamos hasta donde estaba

el resto del grupo.

Todavía me sorprendía la capacidad que habían

tenido años antes durante el exilio de encontrar nuevas

rutas, de planear una logística clandestina, por caminos

y horizontes desconocidos.

Fuimos a cada puesto y llevamos cierta cantidad de

bienes que estaban prohibidos. Esta parte del plan era

tanto o más peligrosa que las anteriores, pero también

necesaria.

Entramos a hurtadillas a altas horas de la noche en

las casas de las Ciudad Medicina, de Ciudad Ingeniería,

Ciudad de las Leyes y Ciudad Economía.

Escondimos en cada casa de cada ciudad elementos

que estaban prohibidos.

Y luego realizamos una seguidilla de denuncias anó-

nimas comentando que había guerrilleros escondidos en

las casas.

Cuando las autoridades fueron a verificar cada una

de ellas, notaron que todas tenían algún elemento pro-

hibido. No podrían encarcelar a todo el mundo, y menos

asesinarlo.

Con las autoridades sin entender qué sucedía, con la

población desconfiando de todo su alrededor, con cierto

pánico entre las calles y la sensación en el aire de que

algo grande estaba por ocurrir, nos decidimos a poner

en marcha el siguiente plan.

Volvimos entonces para dar el golpe final a Ciudad

Religión, era el único día del año donde grandes ca-

miones llevaban a las personas más sobresalientes de las

ciudades al santuario principal. Era una fiesta donde

se celebraban los años de la República y permitía cierta

heterogeneidad.

Pero este año teníamos preparado algo diferente,

habíamos sumado camiones a las filas y habíamos he-

cho correr la voz para que la mayoría de los ciudadanos

de Ciudad Producción pudieran participar. A su vez

habíamos intervenido los altoparlantes del resto de las

ciudades para poder transmitir en vivo todo lo que iba

a suceder.

Habíamos llenado Ciudad Religión de todos los

trabajadores de Ciudad Producción, las calles estaban

colmadas. Nunca habían viajado lejos de los muros de la

ciudad, no conocían a dónde iba su trabajo y las Ciuda-

des que se habían levantado a costa de su trabajo, hasta

que lo vieron con sus propios ojos, trabajaban 16 horas

los incomprendidos 175

al día para que unos pocos vivan con todos los lujos a

costa de ellos.

Al principio se sintieron parte de la celebración,

todos ellos sentían que por fin eran parte de algo más,

se sintieron reconocidos y alegres mirando maravillados

todos esos altísimos edificios, una iluminación privilegia-

da, toda esa decoración festiva, calles asfaltadas, puestos

de comida por doquier con las mayores exquisiteces y

música festiva en cada rincón.

Para ellos todo parecía un regalo hasta que parte del

ejército comenzó a sacarlos de la ciudad.

Pero para nuestra sorpresa una nueva orden llegó a

los ejércitos. El líder había hablado y había ordenado que

pudieran quedarse.

Era más inteligente de lo que nosotros creíamos, sa-

bía que si armaba un conflicto, o si los excluía, entonces

todos ellos se sentirían atacados y al volver a la ciudad,

luego de ver todo aquello se sentirían desanimados, y ese

amor ferviente a la República, motivo por el cual traba-

jaban cada día de sus vidas en las peores condiciones,

sería desarmado.

Entonces mientras caminaba junto a ellos, marchan-

do hasta la plaza principal vi a Leo entre la multitud.

Debía acercarme a él, decirle todo lo que estaba

pasando, cuidarlo de alguna forma, devolverle todo eso

que había hecho por mí.

Pero en un segundo lo perdí de vista.

Comencé a buscarlo cuando sentí que alguien ponía

una mano en los bolsillos de mi capa.

Cuando los revisé noté que había un pequeño papel

doblado en ellos.

Había sido Leo.

“Lia:

Ésta es la primera carta que escribo.

Cuando me dejaste tardé mucho tiempo en entender que

era lo que había pasado. Pensé que te había dado todo y no

supe ver que te había faltado. Pero ahora viéndote nuevamen-

te creo que por fin lo entiendo.

Viví la mayor parte de mis días dentro de un mundo

limitado y aunque no era un mundo cómodo, era un mundo

conocido. Pero ese mundo nunca hubiera sido suficiente para

vos y no estoy seguro de que yo lo sea tampoco.

Seguramente no lo sea por la misma razón que no puedo

dejar de intentarlo. El único mundo con el que yo sueño no

requiere la lucha y la esperanza que tiene el tuyo, solo requiere

tu ombligo. …”

“Te regalo la aceptación de tu cierre de etapa, es lo me-

jor que puedo darte, sabiendo que es lo que más me cuesta

aceptar. Perdón por no haber sido lo suficientemente mágico

como para que te quedaras, perdón por las promesas que no

pude cumplir, perdón si alguna vez te causé dolor, o no supe

entender el que llevabas a cuestas. Perdón por no haber sido lo

suficientemente valiente cuando la vida lo requería”.

El mundo se había parado en ese momento a mi

alrededor.

Sin saberlo tal vez él había entendido mejor que yo

que no podía quedarme, por el contrario de lo que yo

imaginaba se estaba lamentando de no haber podido

seguirme. Tal vez por eso no había querido volver a apa-

los incomprendidos 177

recer directamente. Aun así había estado ayudando en el

plan en silencio, enviándonos información o ayudando a

Terra a llegar. Hubiese querido volver a encontrarlo para

abrazarlo y sentirme de nuevo protegida. Pero entonces

escuché las campanas sonar, era hora.

Los camiones principales tenían un lugar privilegia-

do en la fiesta y eran espacios para que los líderes pudie-

ran hablar con la gente desde un escenario preparado

para moverse en caso de cualquier accidente.

Habíamos disfrazado uno de los nuestros para que

pudiera pasar desapercibido en la multitud hasta llegar

a la plaza.

Lo hicimos llegar a una de las puntas de una de las

plazas principales, y allí comenzó el show.

Apenas se estacionó levanté la tela trasera que daba

a uno de los edificios y me preparé junto al resto del

grupo que se encontraba dentro.

El primer paso era comenzar el espectáculo sin lla-

mar demasiado la atención, pareciendo una más de las

atracciones, entonces salimos disfrazados de pequeñas

marionetas, maquillados en nuestra totalidad, con los

labios de cada color del arco iris e hicimos estallar los

primeros fuegos artificiales.

Luego de eso comenzó nuestra obra. Cada uno de

nosotros había escrito una carta al pueblo y la leeríamos

mientras corrían detrás nuestro las imágenes de todo lo

que sucedida en las ciudades y en las Casas. Como en un

cine habíamos armado la estructura para poder repro-

ducir sobre una tela gigante las imágenes que habíamos

grabado durante nuestro viaje, en cada visita a las Casas

y a las ciudades, habíamos dejado cámaras que grababan

todo lo que ocurría.

La desigualdad, la marginalidad, la tortura, la des-

humanización, ahora todo se compartiría con la multitud

cegada que se paraba frente a nosotros.

–Todos ustedes deberían saber que todos ustedes

pueden, que todos juntos son más que la suma de cada

uno, una gran masa puede demoler cualquier muralla.

–Fueron presos de un orden que no eligieron y del

cual no los hicieron participar.

–Les dijeron que la libertad llevaba al caos, pero la

libertad no es necesariamente hacer lo que uno quiere,

la libertad también puede ser construir juntos nuestras

reglas.

–¿Se imaginan un mundo donde el trabajo fuese

automatizado o quizás compartido en partes iguales por

todos? Tal vez solo bastara con trabajar una o dos horas

al día, cada uno como ciudadano para conseguir saciar

nuestras necesidades, el resto del tiempo lo destinaría-

mos a buscar la verdad, el ocio, la cultura, a cuidarnos

los unos a los otros.

–¿El único propósito de un ser humano es trabajar?

¿O es la forma más fácil de someter?

–Pasamos el ochenta por ciento de nuestra vida ha-

ciéndolo, dedicándole desde niños nuestra vida a nuestro

supuesto futuro, “nació en una familia de las leyes, usted

debe seguir la tradición”, nunca un margen de elección

para dedicarle toda mi vida a algo que ni siquiera pude

considerar.

–Si tal vez se permitieran preguntarse acerca de todo

eso, quizás las cosas serían diferentes.

–Ustedes no saben de loque son capaces como hu-

manidad.

–Grandes mujeres y hombres capaces de construir

una República nueva, una consciencia nueva.

–Aunque para muchos sean solo rebeldes y hayan

perdido la razón.

–Aunque deseen confinarlos al encierro y desgarrar

toda su humanidad.

–Aunque para muchos nosotros seamos criminales,

por llamar la atención sobre la injusticia.

–Aunque hoy el sol caiga, mañana habrá una nueva

oportunidad.

Humanx

“La historia de la vida sobre la Tierra comenzó hace más

de 3.800 millones de años con las primeras formas unicelula-

res de diseño simple, o eso nos dice la ciencia, eso nos enseñan

en Ciudad Medicina. Un Tal Darwin en su libro “El origen

de las especies” y en el libro “La descendencia del hombre” nos

da ciertas concepciones acerca de la evolución de la vida y

especialmente de los seres humanos.

Estos conceptos establecen que los humanos descienden de

una forma de vida preexistente a través de un lento proceso

que abarca un sinnúmero de generaciones y que se halla mo-

delado por la selección natural.

Pero no debemos olvidar una parte fundamental, el proce-

so de hominización, las fuerzas selectivas favorecieron el desa-

rrollo de la inteligencia y de las capacidades de autorreflexión

y pensamiento abstracto.

Existen muchos científicos que consideran que el carácter

distintivo de la cultura humana radica en el gran desarrollo

que ha tenido el lenguaje, con sus derivaciones en cuanto a la

posibilidad de simbolización.

¿Pero qué tiene que ver esto con la evolución? ¿Qué tiene

que ver esto con el humano?

El tamaño del cerebro y su desarrollo, llamado encefa-

lización, permitió el desarrollo de ciertas áreas del cerebro y

la mayor complejidad de las conexiones interneuronales, las

cuales están relacionadas con la aparición de las capacidades

que nos definen como seres humanos: el lenguaje, la confección

de herramientas y el pensamiento abstracto.

182 ayelén di iorio

¿Qué pasa entonces cuando se intenta coartar al humano

de sus capacidades para el lenguaje y el pensamiento abstrac-

to?

Sus cualidades principales como tal desaparecen, y así, es

más fácil dominarlo”. India.

Devolverle al pueblo su poder, recordarle que era

una parte fundamental de la historia, recuperar los sen-

timientos enterrados, ponerlos en jaque para obligarlos

a cuestionarse lo establecido y demoler las viejas formas

de opresión.

Ése había sido siempre el plan.

Entonces, sin haber percibido entre la emoción, que

nadie se había acercado a arrestarnos, que no habíamos

volado en miles de pedazos junto con el camión, apare-

ció él.

El líder.

La gente se había quedado enmudecida después de

nuestros discursos y después de ver las imágenes de todo

lo que pasaba a su alrededor, delante de sus narices sin

que ellos lo hayan percibido quizás.

Cuando lo vi llegar noté que en su mirada no había

nada, un vacío que congelaba el ambiente, la frialdad

que mantienen los verdugos en el momento de cortar la

cabeza de otro ser al igual que él. Caminaba a nuestro

alrededor como flotando y se paró junto a nosotros en

el escenario.

Entonces la gente comenzó a aplaudir.

Nada había salido como lo habíamos imaginado.

los incomprendidos 183

Ahora nosotros éramos los que estábamos en jaque

frente esta situación.

Cuando miré a mi lado para encontrar la mirada de

Danile, noté que cada uno de Los Incomprendidos que

estaban en el escenario estaban escoltados por un guar-

dia parado junto a ellos.

–Buenas tardes queridos ciudadanos –dijo entonces

el líder. –¿Qué hermosa fiesta verdad? Queríamos en

este día agradecerles por el esfuerzo en el trabajo diario

para sostener y embellecer la República. –Los aplausos

cada vez sonaban más fuertes, todo ese anterior estado

de confusión había desaparecido. –Esperamos hayan dis-

frutado nuestro espectáculo dramático. Quisimos hacer

algo diferente este año. Quisimos poder mostrarles las

caras que tanto pedían.

No podía seguir estando ahí, di unos pasos atrás,

entonces él me llamó. –Por favor Lía pase al frente –me

estaba haciendo una seña para que lo acompañe. –No

seas tímida –me dijo y luego se dirigió al pueblo. –Lía es

una de las líderes de nuestro grupo revolucionario al que

le permitimos la bella puesta en escena que vimos hoy. –

Al ver que no me movía me sujetó del brazo con fuerza y

me llevó hacia adelante. –¿No debería una mujer tan be-

lla como ella acaso estar en este momento de la mano de

su marido caminando por nuestras calles y disfrutando

de la fiesta de la República? El pueblo clamaba ¡Sí! pleno

de entusiasmo. –Sí, también lo creo hermanos, pero aun-

que no lo sepan decidió abandonar a su esposo para irse

con su amante, otro sublevado que la llevó a exponer su

vida para ganarse su aprobación. –La gente comenzó a

silbar y abuchear. Yo pertenecía inmóvil del brazo toma-

do por él. –¿No debemos ayudar a esta pequeña oveja a

184 ayelén di iorio

volver a su rebaño y con su marido y alejarse de esas ma-

las influencias? –Mujeres y hombres cantaban al unísono

¡Sí! Su poder era sorprendente. –Eso haremos entonces

y les daremos una lección a todos aquellos que deseen

romper con el orden y la tradición. –Trajeron entonces

maniatado a Danile al escenario. Y en un segundo un

disparo le atravesó el costado del tórax.

–¡No! –Grité y me solté del brazo del líder.

–Esta mujer es un vivo ejemplo de lo que sucede

cuando uno se deja dominar por los impulsos y las emo-

ciones, las tragedias nos invaden a nosotros, nuestras

familias, el matrimonio. ¿Vale la pena? ¡Claro que no

mis hermanos! Vivamos en esta continua y permanente

armonía que nos asegura la felicidad.

Una canción de lucha había comenzado a sonar en

los parlantes, era el Himno de la República, el líder en-

tonces levantó las manos y se despidió de su pueblo.

Me desplomé en el piso de madera junto a Danile

que me abrazaba con las pocas fuerzas que tenía mien-

tras la sangre corría.

Todo había sido en vano, toda la lucha, todo el dolor,

las despedidas, todo sería en vano si ahora él moría. Ya

no importaba qué hicieran conmigo. Ya no importaba

esa multitud que se acercaba con deseos de carnearme.

–Hola –dijo con una mueca en la cara como si se

estuviera acordando de un chiste que no le causa tanta

gracia –es raro como terminan las cosas algunas veces.

–Esto recién esta empezando. Tenes que guardar tus

fuerzas.

–Hablando de principios ¿Te acordás la primera vez

que nos vimos?

los incomprendidos 185

–Solo recuerdo que me miraste con cierto desprecio.

–Yo no recuerdo el desprecio, estaba seguro te depa-

raba un destino trágico. Pero en mi perversa imagina-

ción los roles estaban invertidos. Me alegro haber estado

equivocado una vez más.

–No sigas hablando –dije mientras notaba como la

sangre se colaba por la tela de mi vestido hasta llegar

a mi piel. Era su sangre, debía parar de hablar, debía

seguir mirándome, debía seguir conmigo.

–Una vez leí que la única manera de ser sincero es

morir solo.

–Eso es terrible.

–En este momento te daría la razón, ¿te puedo pre-

guntar algo?

–Solo si vas a dejar de hablar de esas cosas.

–No prometo nada, pero supongo que no le vas a

negar a un moribundo su ultimo deseo. ¿Pensas que si

hubiésemos vivido en otro mundo igual nos hubiéramos

encontrado?

–Yo te hubiera ido a buscar.

–Entonces cuando termines acá te voy a estar espe-

rando –dijo mientras sonreía. –Lo único que me apena

de esta historia es pensar en lo mucho que vas a hacer

en el mundo nuevo que vas a ayudar a construir y que yo

no esté ahí para verlo.

Deberías saber algunas cosas –me dijo mientras in-

tentaba seguir mi mirada.

–No deberías hablar, conservá tus fuerzas –le dije

entre el llanto.

186 ayelén di iorio

–Pero tengo que decírtelo –dijo entre la tos y el

dolor que le generaban las heridas –hace tiempo ya lo

vengo pensando, quizás nunca supe cómo demostrártelo,

no tengo la capacidad para demostrar amor, nunca la

aprendí hasta que te conocí, pero por más intentos que

hiciera para acercarme, siempre aparecía una pregunta

nueva –hizo entonces una pausa –cuando volvimos a

buscarte y me enteré que estabas casada, me negué a

interrumpir tu vida, en el fondo sabía que te necesitá-

bamos, pero más aún yo te necesitaba, porque todo eso

podrido había sido reconstruido desde que llegaste y en

alguna parte de mí tampoco quería perderte. Sé que no

tuvimos el tiempo, ni la oportunidad, y que quizás lo

mejor es que sigas con tu vida sin preguntarte como yo

¿qué hubiese pasado si hubiese hablado antes?

–¿Qué? –le dije mientras lo sostenía en mis brazos. –

No te podés morir ahora, tenés que seguir con nosotros,

tenés que seguir conmigo. Estamos a un paso de conse-

guirlo. No te podés morir, no ahora, yo debería estar en

tu lugar, fue mi estúpida idea –no podía dejarlo irse –yo

no soy una heroína.

–Sos algo mejor que eso, sos una persona real, las

heroínas no existen.

–No te vayas. Seguí mirándome, no te voy a soltar

hasta que alguien venga a buscarnos, alguien debe venir.

–Todos los adioses deben ser dichos. –Me dijo Danile y

cerró los ojos.

Lo besé en la frente mientras el mundo parecía

haber dejado de girar, por un segundo repasé cada mo-

mento compartido y me pregunté también por qué no

había sucedido antes.

los incomprendidos 187

Habíamos priorizado algo más que una posible re-

lación que quizás terminara hecha trizas y con ella no-

sotros y todo lo que habíamos conseguido hasta ahora.

Pero ahora que el mundo se caía a pedazos todo lo

que me quedaba eran los recuerdos y sentía que eran

insuficientes.

Entonces apareció Leo.

–Hay que esconderlo –me dijo.

¿Dónde estaba el resto del grupo? ¿Dónde estaban

todos? Habían desaparecido atrás mío.

–Lía no tenemos tiempo.

–Sé a dónde podemos ir –le dije intentando concen-

trarme.

–Necesito tu capa para poder hacer presión sobre la

herida, perderá mucha sangre de camino.

–No necesitamos caminar –le dije y me dirigí a la

cabina del camión. Antes me di vuelta para mirarlos

–Debes prometerme que vas a cuidarlo, mantenelo con

vos y estén cerca de los bordes de la salida para cuando

tengan que saltar –Ya no había nada que perder. A toda

velocidad y sin medir consecuencias, me dirigí entre la

gente a uno de los acantilados.

–¡Lía! –escuchaba que me llamaba Leo mientras au-

mentaba la velocidad.

Entonces cuando estábamos por llegar al acantilado

giré el volante en su totalidad y el acoplado del camión

tomó el impulso suficiente para dejarme con la cabina

de cara a la ciudad.

Poco a poco comencé a ir en reversa hasta dejar la

totalidad del acoplado colgando.

188 ayelén di iorio

El resto fue imposible de controlar.

Me vi caer con el peso del vehículo.

La fuerza

–Lía –decía una voz suavemente. –Debés despertar,

se hace tarde para desayunar.

Cuando abrí los ojos la vi, era mi pequeña Antonella.

Ahora me hablaba a mí para despertarme. No podía res-

pirar bien, sentía mi cuerpo pesado y un dolor de cabeza

que me mareaba.

–¡Despertó! –escuché gritar.

–Por favor –le dije mientras le agarraba la mano.

–Perdón, perdón, tranquila –me respondió mientras

me acariciaba la cabeza y daba pequeños saltitos de ale-

gría.

–¿Dónde estamos? –le pregunté.

–En la cueva –me dijo mostrándome los techos de lo

que sabía era la ciudad antigua que habíamos encontra-

do bajo tierra.

–¿Cómo pasó?

–¿Cuál de todos los sucesos? –me preguntó risueña.

–¿Cómo llegaste acá? –le dije mientras intentaba

incorporarme.

–Es una larga historia, pero digamos que estaba

escondida en la cabina cuando todo pasó y cuando es-

cuché el disparo salí y encontré a los chicos corriendo.

Entonces les recordé este lugar, y al parecer estaban tan

confundidos que no notaron que les daba ordenes una

niña –hizo un gesto entonces de ponerse en puntas de

pie y estirar su pelo mostrando su grandeza.

190 ayelén di iorio

–¿Cómo nos encontraron?

–Escuchamos el impacto del camión al caer al agua

y supimos que eran ustedes –me respondió.

–¿Danile? ¿Leo?

–Leo está como para seguir dando batalla, tiene mu-

cha fuerza ese chico –me dijo mientras hacía un gesto de

fuerza con sus brazos.

–¿Danile? –¿Había logrado darle otra oportunidad?

–Lo están atendiendo, la bala lo atravesó de costado

y no lastimó ningún órgano al parecer.

Sentí cómo mi pecho se expandía y volvía a respirar.

–¿Puedo ir a contarles? –me preguntó inquieta.

–Sí –le dije– pero antes dame un abrazo –casi reti-

cente y sin entender mi demostración de amor se acercó

y dejó que la abrazara mientras ella apoyaba suavemente

sus manos en mis hombros.

A los pocos minutos llegaron los demás.

–Perdón, pensamos que lo mejor… –dijo Debra.

–Está bien, si nosotros moríamos otros debían seguir

vivos para seguir dando batalla –les dije antes de que

terminaran de hablar, a veces la mejor decisión era la

supervivencia frente a esos momentos, conservarse para

poder seguir.

–¿Podés respirar mejor? –me preguntó Athenas.

–Sí –le respondí.

–Cuando te sacamos del agua, no reaccionabas, fue-

ron los peores minutos de mi vida hasta que vomitaste

todo el agua que habías tragado –me dijo Terra.

los incomprendidos 191

–Me alegra estar con ustedes de nuevo –les dije son-

riendo. –¿Cuánto tiempo pasó? –Estuviste casi un día

dormida. –Me respondió Javier.

–No tardarán en encontrarnos. –Dije volviendo a

recordar en dónde estábamos.

–No deberías preocuparte por eso, tenemos una idea

–señaló Athenas intentando calmarme.

Antonella me miraba desde el rincón con una sonrisa

enigmática que me producía cierta ansiedad.

Los observé intentando obligarlos con la mirada a

contarme qué estaba pasando.

–¿Alguna vez pensaste en volar? –me preguntó Ja-

vier.

¿Volar? ¿Acaso estaban intentando decirme algo

metafóricamente?

–Tenemos suficientes explosivos como para volar la

salida de la cueva y abrirla lo suficiente como para poder

pasar por ahí el avión. –Dijo Athenas.

–Eso es casi imposible, se caerían los escombros so-

bre nuestras cabezas.

–Depende cómo y dónde coloquemos los explosivos

–me contestó Javier.

Miré a Terra un segundo, había olvidado que él era

el chico dinamita y ya tenía práctica en hacer volar edi-

ficios.

–¿Cómo vamos a hacer volar la nave? –pregunté,

ése era el otro problema, ninguno de nosotros había

aprendido nada parecido, hasta hacía pocos meses no

sabíamos siquiera de su existencia.

192 ayelén di iorio

–Leo antes de trabajar en la fábrica de detergentes,

era mecánico en una fábrica automotriz –me respondió

Debra.

–No es lo mismo, pero está leyendo los manuales

que encontramos entre las cosas que robamos –me dijo

Javier.

–Es una locura –dije presa del miedo– vamos a morir

todos.

–De cualquier manera si nos quedamos aquí vamos a

morir, no tenemos provisiones ya moriremos de hambre

o ellos mismos nos encontrarán y nos harán desaparecer.

–Esta bien –comenté resignada a que la suerte nos

acompañara alguna vez.

Lo hicimos esa noche. La nave era pequeña y rosada

como la habíamos dejado. No sabíamos cuánto peso po-

día soportar, pero era nuestra única oportunidad.

Leo se encontraba en el mando al lado de Javier,

que tenía en sus manos el manual que poco serviría si

no podíamos hacer volar efectivamente las paredes que

cercaban la salida.

Terra, Debra y Athenas volvían corriendo al avión

luego de haber colocado los explosivos.

Ahora comenzaría la cuenta regresiva.

Nos miramos entre todos, acostamos el cuerpo de

Danile, aún herido, sobre el suelo con la cabeza en mis

piernas, lo acompañaría hasta que su cuerpo se recupe-

rara.

Entonces alguien comenzó a tararear una canción y

otra se puso a silbar, mientras otra hacia bailes con su ca-

beza y Antonella hacía el gesto de tocar un instrumento.

los incomprendidos 193

La obra comenzaba nuevamente.

Fue ahí que sentimos la explosión, era el momento.

Comenzamos a carretear hacia la salida. Poco a poco

el avión comenzó a tomar velocidad. El estómago subió a

mi garganta, y sentí que mi pecho iba a salir despedido

mientras contrarrestamos las leyes de gravitación y salía-

mos volando sobre el canal a nuevos horizontes.

Planeamos por cada ciudad mientras veíamos a

los niños mirarnos con sorpresa y encanto. Todos esos

adultos que no creían que un dispositivo se pudiera

mantener en el aire, que fueran ciertos esos mitos, ahora

no podían quitar los ojos de esa realidad que aparecía

frente a sus ojos.

Tal vez sería una forma de recordarles que todo era

posible, que había esperanzas, que las utopías se veían

lejanas, pero solo había que caminar hacia ellas para

hacerlas parte de una realidad, o tal vez volar hacia ellas

y darle alas.

–¿A dónde vamos a ir? –Me preguntó Antonella.

–A buscar a papá y mamá.

Índice

Prefacio ……………………………………………………………… 9

Casas que arden ………………………………………………… 11

Las cadenas ………………………………………………………. 27

Los incomprendidos…………………………………………… 45

Las marcas………………………………………………………… 59

La libertad………………………………………………………… 69

Salidas ……………………………………………………………… 75

El despertar………………………………………………………. 83

Lealtades ………………………………………………………….. 93

La oportunidad…………………………………………………101

Nuevos vientos…………………………………………………..111

Vientos del ayer …………………………………………………117

Tejiendo redes…………………………………………………. 127

Las batallas……………………………………………………….151

Buenos días …………………………………………………….. 159

El movimiento …………………………………………………. 165

Iguales……………………………………………………………..173

Humanx …………………………………………………………..181

La fuerza ………………………………………………………… 189

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS