I.- Cobalto

Los gritos destemplados rasgaron el silencio de la incipiente mañana, el hombre trastabilló en la silla inclinada sobre las patas traseras, por más que fuese interesante lo que veía en la tabla periódica, o en las fotografías de la playa de San Luis, o en los periódicos amarillentos de hacía cincuenta años, la desesperación de los alaridos le hizo encimarse a la ventana. Una mujer de algunos treinta años corría con los cabellos café latigueando sobre su rostro, a la distancia se podía descifrar el miedo en sus ojos. A unos veinte metros apretaban el paso tres jóvenes bien vestidos, con zapatos deportivos y camisas manga larga. Parecían empuñar algo en los bolsillos de los pantalones. Gaspar quiso gritar, la voz no salía. Quiso tener en la mano una roca de hierro, cobalto o molibdeno, solo tenía un simple bolígrafo más liviano que cualquiera de los dedos de su mano. Terminó dándole puñetazos a la madera del alféizar de la ventana. Los tipos voltearon, caudales de adrenalina fluyeron por las manos y el pecho de Gaspar. Sabía perfectamente en lo que se había metido, de seguro los tipos lo perseguirían. A la vez no podía olvidar la expresión de pánico y socorro en los ojos de la muchacha. No podía abandonarla a manos de esos tipos.

En cuanto voltearon, Gaspar se agachó debajo de la ventana. El corazón martillaba cada una de sus costillas, podía olfatear la hemoglobina de los hilillos sanguinolentos de la herida que se hizo con un saliente de madera del alféizar cuando se precipitó hacia el piso de cemento pulido. El hierro, si, uno de los metales de transición, era el olor más notable de aquel líquido escarlata que fluía entre el final de la palma de su mano derecha y la muñeca ¡Qué de misterios encerraba esa tabla periódica! Los gritos amortiguados de la muchacha, le hicieron tomar una pelota de billar del escritorio. En medio de su nerviosismo la estrelló en el vidrio trasero de un Ford Falcon ’65 verde iguana estacionado a unos diez metros de donde los tipos casi atrapaban a la muchacha. De inmediato empezó a sonar la alarma de un Audi 1999 justo detrás del Ford. El sonido cortaba el aire con tanta intensidad que los tipos aminoraron la marcha mientras la muchacha ganaba distancia hasta que se perdió del campo visual que tenía Gaspar desde una rendija de la ventana. Los tipos maldecían viendo en todas direcciones, cuando sus miradas se detuvieron en su ventana, Gaspar se lanzó a lo largo de la pared hasta el rincón. Desde allí vio el tocadiscos portátil, nunca pensó que lo conservaría treinta años después que Gabriel se lo regalara cuando cumplió diez años. Lo recordaba muy bien porque eso le permitió concretar la idea de aquella especie de programa radial que solo se escuchaba en su cuarto. Sacaba todos lo discos de 45 rpm y los dispersaba alrededor del tocadiscos. “Solo en un cuarto con viejas”, tituló ese momento cuando ponía aquellas canciones de alrededor de treinta años, o quizás más, o tal vez algo menos. Ahora recordaba una de Joan Manuel Serrat: “Como un ladrón…te acechan…detrás de la puerta…te tienen tan… a su merced…como a hojas muertas…

Varios ladridos y una ráfaga de viento hicieron que Gaspar se asomara con mucho cuidado a un costado de la ventana. El sol ascendía rápidamente a medio cielo y una brisa tibia anunciaba el calor de la mañana cumanesa. Un murmullo de sollozos amortiguados lo empujó a asomarse más. La cortina mezclaba olores de repelente para zancudos, detergente y humedad, reprimió un estornudo hasta que lo silenció entre la axila izquierda y el codo, deslizó la tela gruesa de algodón crudo luego de templar varias veces el cordón del cortinero, hasta que se ubicó casi a mitad de la ventana. El rostro de la muchacha iba inclinado sobre el pecho. Caminaba tres pasos enérgicos por siete lentos, como si estuviera forzando el paso. Podía ver los ojos hinchados a través de varios crespones de cabello brillante, desperdigados en el rostro de ella.

Siempre recordaba una mañana cuando acompañaba a Gabriel en un viaje de negocios. De pronto aplastó el cigarrillo recién iniciado en el cenicero del carro y sopló varias veces como buscando librarse del aroma de la nicotina, luego hurgó en el bolsillo trasero del pantalón de popelina azul rey, restregó sus manos sobre el pañuelo blanco, una esencia de sándalo fluyó en sus dedos y luego también apretó el pañuelo sobre sus labios. Una mujer cayó en la acera justo cuando bajaban del Plymouth Century ’69. Gabriel se apresuró a levantarla, le limpió las manos, con una mirada profunda le indicó a Gaspar que le alcanzara unas toallitas en el tablero del carro y le secó las lágrimas y el maquillaje corrido en las mejillas, luego se agachó y le entregó su cartera que había rodado por el pavimento hirviente de la mañana cumanesa. Cuando Gaspar le preguntó porque ni siquiera le había dicho una palabra de aliento, un saludo de cortesía, ni siquiera una sonrisa, Gabriel le dijo que cuando viera a una mujer llorar había que socorrerla con todas las maniobras posibles, sin decir una palabra, había que respetar su dolor, darle tiempo de asimilar las heridas.

Esta vez algo le indicaba a Gaspar que el dolor de la muchacha podía tener algo de cadmio o hasta mercurio en las lágrimas. Metió los pies en sus zapatos deportivos lo más rápido que pudo, casi se tropezó al bajar las escaleras de granito, el local de la antigua farmacia Santa Elena mostraba el rostro más grisáceo de la plaza Pichincha, a través de los guayacanes salteados entre mangos y ponsigué, los espacios gramados limitados por piezas de ladrillo inclinadas, intercalaban los pasillos de granito a lo largo de una cuadra que terminaba frente al Salón de Lectura. Al salir a la calle Sucre nada de rastros de la muchacha, ni siquiera algún vapor de champú, ni el aroma de su jabón de baño.

Cada una de sus excursiones por la ciudad intentando soltar el arqueólogo incansable que llevaba dentro, todos sus estudios geográficos de la posición de Cumaná sobre el nivel del mar, todas sus investigaciones hemerográficas acerca del casco histórico de la ciudad, además de los relatos de Gabriel sobre los lugares que habían desaparecido, templaron los pasos de Gaspar por el callejón General Salom, lo empujaron cual caminante distraído por la calle Ayacucho, rodeó la plaza Andrés Eloy Blanco y se internó por el callejón posterior a la Catedral, a un costado del liceo Antonio José de Sucre. Allí de pronto frenó sus pasos envueltos en pantalones vaqueros tubito, con sonidos metálicos de sus zapatos sobre el cemento desgastado del pavimento. La espalda de la muchacha era medianamente amplia, la piel bronceada con algunas pecas y lunares desperdigados asomaba debajo de una franela anaranjado mandarina hasta una especie de cebolla donde se apretaba su cabello oscuro sobre la blusa de lino grueso estampado con hojas secas y loros anaranjados. Lo que terminó de iluminar su espíritu detectivesco fue cuando bajó la mirada y distinguió las zapatillas moradas de suela de cáñamo. Ella terminaba de abrir el candado del local.

El eco transmitido desde los talones cuando se camina con intensidad desde unas zapatillas de cáñamo fue lo que templó a Gaspar a descorrer la cortina hasta que la escena quedó completamente al descubierto tras la ventana con marco de madera pintado de blanco ostra. Las manchas moradas se escurrieron sobre la acera y cuando quiso detallar el cuerpo de la muchacha solo quedaba el aire atrapado en la magia del amanecer, apuñaleado por las manos crispadas de los tres tipos, desde un costado de la ventana escuchó las maldiciones ahogadas, se recriminaban el haber dejado escapar la presa.

Ahora veía a la muchacha en la casa de paredes de bahareque, era una de aquellas puertas que podía abrirse de la mitad hacia arriba, una esencia de alcanfor y jazmín se mezclaba con el hierro oxidado de las bisagras de la puerta de roble y la trementina, evaporada por el intenso calor cumanés, de una mesa compartida por fibras textiles y lienzos enmarcados, tubos de pintura al óleo y varias paletas con las mezclas más sorprendente de bermejos, zafiros y ocres.

Un carraspeo sobresaltó a la muchacha cuando trataba de encender una laptop abierta sobre un taburete en el rincón derecho. Casi con una posición de karate la muchacha preguntó que deseaba ¿por qué la seguía?

Gaspar estaba desconcertado y abismado ¿cómo sabía que la había seguido si se había escondido en cada esquina, adosado en las paredes en cada trecho de calle? ¿cómo era posible que manejara instrumentos tan disímiles como una máquina de coser que mostraba su brillo de óleo negro desde el rincón izquierdo, una paleta de pintura y una laptop? Tartamudeó varias veces, ese brillo intenso en las pupilas verdosas confundía a Gaspar. Estuvo a punto de girar y devolverse.

__¡No se vaya! ¿Quién es usted? ¿Un policía?

Las manos nerviosas oscilaron sobre la camisa de rayas azules y blancas, el veinte por ciento de polyester en la mezcla textil siempre terminaba generándole una reacción urticaria en la piel, terminaron deslizando hacia los bolsillos del pantalón que si era de algodón puro. Siempre le había molestado que lo confundiesen con un policía, quizás porque la experiencia que había tenido con algunos de ellos era desagradable como cuando lo detuvieron por tratar de desatascar una moneda en la ranura de un teléfono público. Sin embargo logró controlarse. Reconoció que ciertas particularidades en las actividades que realizaba podían llevar a ciertas personas a desembocar en esa conjetura. Respondió forzando una sonrisa.

___Para nada. Siempre me ha interesado lo que ocurre a mi alrededor, más aún si son hechos sospechosos, misteriosos o cargados de maldad.

La muchacha hubo de agacharse con mucha agilidad para tomar la paleta de pintura que resbaló de sus manos. Sus ojos disparaban una mezcla de inquietud con rabia y algo de empatía. Cada vez que se sentía acosada se refugiaba en los atardeceres frente a la playa es la avenida Perimetral, hasta allá la iba a buscar Amadeo con una bolsa de papel con duraznos y uvas. Las sombras se alternaban con los dramáticos trazos bermejos y las líneas de zafiro en el horizonte. En principio rechazaba la presencia de su padre, le disparaba miradas tan apagadas como los estertores del sol en el inicio nocturnal. Siempre se molestaba con Jacinta cuando esta le reclamaba esa frialdad y ausencia que transmitía cuando llegaban visitas, bajaba la cabeza, respiraba con dificultad, apretaba los puños y desarrollaba una carrera tremenda, inconcebible para una niña de nueve años. Recorría una distancia de más de mil metros, sin vacilar, sin voltear el rostro, sin detenerse ni un segundo. Cada vez apretaba más el paso, sentía como tizones en la planta de los pies, como si el dragón más horroroso la persiguiera, como si un huracán soplara sobre su espalda. Cuando finalmente Amadeo la alcanzaba, debía pasar cierto tiempo para que recuperase el aliento y siempre tenía algún rastro de sangre en las fosas nasales. Allí fue cuando empezó a decirle que la iba a llevar al polideportivo para que le hicieran unas pruebas atléticas. Ella respondió que no le gustaba ir al polideportivo, que esos entrenadores eran muy severos y que los niños que practicaban allí eran muy burlones. Solo los duraznos y las uvas impregnaban algún asomo de sonrisa en su rostro. Cada vez que le preguntaba a Amadeo porque siempre le llevaba esas frutas, este le daba unas explicaciones complicadas donde lo que más se le quedó en la memoria fue la palabra cobalto.

__¿Por qué dice usted eso? __La voz de Julia sonaba pedregosa.

Gaspar la miraba alternativamente entre los ojos y la frente amplia, refulgente bajo los mechones de cabello marrón aun desperdigados por las zancadas de hacía unos minutos. Intuía que la muchacha no quería hablar con un desconocido y menos de una situación como la que acababa de experimentar. Tenía que idear una estrategia para al menos mantener una conversación, para intercambiar algunas impresiones.

__Porque uno nunca sabe de donde pueden venir las soluciones a nuestras dificultades. Entiendo que cada vez es más difícil confiar en desconocidos, pero hay que aprender a desarrollar una especie de sexto sentido que permita reconocer la sinceridad y buenas intenciones de una persona aunque sea la primera vez que la veamos.

La muchacha lo miró con enfoque de microscopio. De inmediato resonaron en sus tímpanos las palabras altisonantes que Amadeo repetía con vehemencia cada vez que conversaba con ella en su niñez. “Nunca confíes en un extraño hasta que lo mires a los ojos varias veces y compruebes que sus intenciones son transparentes y confiables”. Ella siempre pensó que había un gran trecho entre decir eso y comprobarlo.

Gaspar agitó las manos desde las rayas añiles de la camisa hasta el beige apagado del pantalón. Levantó el índice izquierdo en dirección a las fosas nasales de la muchacha. Varios hilillos escarlata bifurcaban sobre el labio superior. Ella pasó sus dedos índice y medio derechos bajo la nariz. Aun sentía el ardor en las fosas nasales por el gran esfuerzo de la carrera ante el apremio de los tres tipos bien vestidos. Otra vez regresaban las imágenes de aquella tarde en la pista, el entrenador la abordó alarmado, la llevó a un costado y le limpió la boca con una toalla. Ella estaba a punto de clasificar como representante de su equipo junto a dos compañeras en los juegos inter-liceístas de Cumaná en la carrera de cuatrocientos metros planos. Amadeo le había dicho que controlara sus emociones. “Está bien que te contentes por estar haciendo avances en tus carreras. Pero tienes que recordar que ese deporte es muy exigente, que a veces las cosas no salen como uno quiere, que hay otras competidoras que también quieren ganar. Todo eso hay que saberlo analizar…para al menos tener un espacio donde amortiguar nuestras penas a la hora de un suceso inesperado”. Ella lo miraba entre extrañada y jovial. ¿Por qué siempre su papá tenía que ser tan aguafiestas y echarle a perder sus momentos más bonitos? ¿Pareciera que disfrutara con eso? Sentía ganas de decirle que se callara y correr muy lejos de él.

Cuando Amadeo llegó al polideportivo, parecía un robot hiperquinético, las grandes manos con dedos encorvados de tanto apretar el pincel o el bolígrafo giraban en todas direcciones, el rostro redondeado brillaba desde sus ojos casi cerrados por el sudor, las piernas largas se tropezaban en medio de muchos pasos entrecortados, su estatura cercana al metro ochenta le favorecía para encarar al entrenador y a la vez mantener la vista en Julia, cada medio minuto se recogía la pollina de cabello castaño hacia la sien derecha, había dos círculos de sudor en la región pectoral de la camisa anaranjada de algodón, y el cuello se movía 360º como el de un búho. Aunque el entrenador trató de calmarlo, Amadeo replicó que sabía que algo malo había pasado por la ansiedad de su tono de voz en la llamada telefónica: La muchacha yacía en la grama del campo de futbol, dos manchas escarlata formaban sendos círculos estirados sobre la franela blanca. A pesar de las promesas del entrenador por idear un programa de entrenamientos especial para que siguiera practicando atletismo y las de Amadeo para buscar la forma de aplacar esos derrames de sangre y así revertir la recomendación médica de suspender totalmente las actividades deportivas, ella debió abandonar el deporte por casi dos meses.

Luego de colocar la paleta de pintura en el taburete cercano a un lienzo a medio camino de creatividad pictórica, la muchacha ajustó un parche con letras anaranjadas sobre el pecho de una camiseta de beisbol y lo ubicó justo debajo de la aguja de la máquina de coser.

“¡Tantas cosas a la vez! Nunca lo hubiese imaginado. Esta muchacha parecía tremendamente indefensa cuando corría delante de los tipos bien vestidos”.

__Disculpe mi falta de educación. Mi nombre es Gaspar Percantelli. Soy geógrafo, con algunos cursos de química aplicada, cierta debilidad por la arqueología y arranques inesperados de periodista.

El joven extendió la mano derecha, el algodón mezclado con polyester de la camisa a rayas azules, ondulaba a lo largo del brazo. La muchacha apretó los labios, terminó de limpiarse las fosas nasales con una toalla húmeda. Ensayó una sonrisa recelosa y abrió su mano delicada, de uñas naturales, junto a la palma callosa e inmensa de Gaspar.

__Ha debido empezar por ahí, me llamo es Julia. Estudié historia, como verá me gusta mucho pintar y el arte de corte y costura.

Gaspar avanzó varios pasos hacia el caballete donde descansaba un lienzo de una costa con un gran desnivel entre la arena de la playa y la del lugar donde rompían las olas. Dirigiendo la mirada hacia el entrecejo de Julia comentó que más que historiadora le parecía geógrafa, pero de lo que si estaba seguro era de su talento como corredora de distancias largas. Había que tener un entrenamiento y unas condiciones muy brillantes para mantener la distancia que ella marcó respecto a los tipos bien vestidos.

Ella suspiró, alisó los mechones de cabello sobre su cráneo y deslizó una sonrisa imperceptible. En ese momento el semblante autoritario de Amadeo refulgió en su mente. Primero fueron los lapsos de dos semanas de reposo antes de cada entrenamiento, luego los tapones de algodón en la nariz y finalmente aquellas bolsas de duraznos y uvas que le entregaba todos los días cuando preparaba su morral escolar. La única explicación que obtuvo fue que esas frutas tenían cobalto.

II.- Little Green Bag.

__Y usted más que periodista frustrado, químico y geógrafo más bien parece detective privado, seguro ha leído muchas novelas de Sherlock Holmes.

Buscaba algo en las mejillas, en la frente, en los ojos de Gaspar que le revelara, quien era, que se traía, que tramaba. Sabía que por más incisiva y diligente que fuese, siempre las investigaciones llevaban cierto tiempo hasta conseguir los primeros hallazgos. Así lo había aprendido cuando indagó sobre el cobalto. Debió hojear y hurgar en muchos libros y revistas para entender que dicho elemento era esencial para el cuerpo humano aunque en cantidades muy pequeñas, entre otras funciones es un componente imprescindible de la vitamina B12(hidroxicobalamina), y de una coenzima fundamental de la mitosis celular. También es importante en la creación de neurotransmisores, los cuales son muy importantes en el correcto funcionamiento del organismo. Las sales de cobalto estimulan la síntesis de eritropoyetina, lo cual está relacionado con la formación de eritrocitos en la médula ósea.

Modulaciones intermedias de tenor y locutor de programa musical al atardecer escaparon de la tráquea de Gaspar mientras detallaba una transición dramática en el lienzo, una línea en zigzag quebraba la continuidad de la playa para mostrar una calle de Cumaná inundada hasta cubrir la acera.

__Resulta inevitable ser curioso ante una persona tan enigmática y talentosa como usted. No todos los días se conoce a alguien quien tenga copias de pinturas de van Gogh y Amedeo Modigliani colgadas en su oficina y confeccione uniformes de beisbol infantil.

La mirada de Gaspar rebotaba entre Los Girasoles y la Noche Estrellada y los ojos punzantes de Julia. Casi de inmediato tiraba una plomada hacia las zapatillas de suela de cáñamo, el ruedo del pantalón había subido unos dos centímetros en las piernas, los loros parecían quebrar el silencio al aterrizar en las hojas secas de la blusa de lino. Le llamaba la atención las partículas de arena amarilla adheridas a las suelas de las zapatillas, y una cava mediana de plástico blanco con tapa anaranjada justo en el rincón posterior al caballete.

Por más que intentó refugiarse en el momento cuando encontró la verdadera razón de Amadeo para llevarle duraznos y uvas regularmente, las palabras de Julia fueron duras.

__¿Qué hace usted aquí? ¿Por qué me persigue? ¿Por qué irrumpe así en mi intimidad?

Gaspar hubo de escarbar con sus zapatos blancos de cubierta de cuero y suela de goma en el piso de cemento pulido. Había acusado el impacto cual puñetazo del mejor pugilista. Se inclinó ligeramente hacia atrás y emitió un largo suspiro. En la fracción de segundo cuando detalló la frontera entre el cemento pulido del centro del local y el rugoso de algún metro de ancho en los espacios próximos a las paredes, la imagen de Gabriel burbujeó en sus sienes, su rostro anguloso, de contrastes iridiscentes entre el bronce y el estaño, la camisa manga larga blanca ligeramente abultada en el abdomen, las piernas largas a pesar de que apenas llegaba al metro setenta y tres de estatura, el cabello grisáceo embadurnado con gomina brillaba cual espejo, las mejillas rozagantes cargadas de la esencia de sándalo de su loción para después de afeitar, el cigarrillo humeando en la mano izquierda. “Nunca te dejes intimidar por los gestos huraños o toscos de las personas. Mucho menos les respondas con resentimiento o rencor. Por más que te sientas agredido, responde con cortesía, con armonía, con respeto”. Ahora, muchos años después del deceso de Gabriel, era cuando Gaspar tenía tiempo de analizar esa reflexión. Lamentaba el desdén y la indolencia que había mostrado en ese momento. Entonces se burlaba y nunca dejaba que Gabriel terminara de hablar. Lo llamaba iluso y desfasado en el tiempo. Le dijo que si salía a caminar por la calle lo iban a empujar y a estampar contra la acera. Gabriel empuñaba las manos y respiraba profundo. El tono herrumbroso de su voz se hacías más profundo cuando por momentos reprendía a Gaspar. “¡Svergognato! ¡Malalengua! Solo tienes ojos para las diferencias con tu padre”. Las mejillas mutaron desde el rosado, al escarlata, al más oscuro bermejo. “A tu edad pensaba parecido, luego me di unos cuantos trancazos, hasta que entendí que en la vida hay que andar con mucho cuidado, casi en puntillas, sin que casi te noten, eso si, con mucha diligencia y voluntad”. Ahora tal vez entendía algo más las palabras de Gabriel, aunque siguiera pareciéndole absurdo lo de “dejar a juicio del otro cualquier compensación pertinente”. Ahora, muy tarde, reconocía haberlo insultado al mandarlo a callar en cada una de esas conversaciones y llamarlo idiota. Cuando más hundía la barbilla en el esternón, la voz de Julia desgarró la brisa intensa de la mañana cumanesa. Se inclinó detrás del caballete y sacó dos cocos tiernos de la cava, la neblina del hielo le atenazó las mejillas, mientras usaba un punzón para abrir un agujero en uno de las muescas naturales del coco, respiraba profundo. Luego le extendió a Gaspar medio limón y una navaja afilada para ensanchar el agujero. “Agua de coco con limón es lo único que me calma la sed y me relaja de inmediato”.

Ella enhebró el hijo anaranjado en la aguja de la máquina y volvió a meter la camiseta de beisbol en posición de coser.

__¿Qué le pasa? ¡No me diga que va a llorar! ¡Es lo único que faltaba!

El día cuando averiguó la razón de los duraznos y uvas, Julia pasó tanto tiempo sentada frente a la mesa de la biblioteca, que solo al tercer manotazo de la bibliotecóloga sobre la superficie de caoba, se dio cuenta que eran las siete de la noche, la tarjeta de control también tenía el nombre de Amadeo Montes entre los últimos diez consultantes. Entonces recogió los libros con el miedo retratado en las mejillas y el dolor troquelado en los ojos. Tenía el rostro de Amadeo tan cincelado en sus recuerdos que apenas si vio a la bibliotecóloga cuando metió sus cuadernos en el bolso y apuró tres zancadas hacia la salida. Quiso regresar para disculparse por su actitud cortante, solo que necesitaba aliviar aquellas punzadas terribles que sentía a la izquierda del tórax. En menos de tres minutos atravesó la plaza Pichincha, avanzó por la calle Bolívar hasta Santa Inés y subió hacia San Francisco, quería hacerlo por ahí para ver de frente el Castillo de San Antonio de la Eminencia. Allí estuvo preso Páez, por disentir de los Monagas, eso de alguna manera le traía imágenes de Miranda y la condenada capitulación (que no fue tal sino armisticio) ante Monteverde, del fusilamiento de Piar. Julia entró al cementerio envuelta en el túnel del atardecer hacia la noche, avanzaba más por instrumentación de su memoria en medio de las sombras espesas, ni un solo tropiezo entre desniveles, irregularidades o cruces atravesadas en los caminos por el desorden y la anarquía. Allí estaba la tumba, podía seguir todas las facciones de Amadeo en la fotografía ovalada en medio de la lápida. “¡Sabía que esos duraznos tenían una razón adicional al simple regalo de una merienda, nunca me hubiese imaginado que fueses a consultar con un médico o que sacaras tiempo para revisar tantos libros en la biblioteca!”Tanta mejoría contínua y constante en el tiempo tenía que tener una razón más profunda, el cobalto ese elemento químico en el centro de la tabla periódica, marcado con el número atómico 27, ligeramente hacia la derecha de los metales de transición, resulta tan importante para el cuerpo humano que su ausencia puede provocar pérdidas de sangre, además de otros trastornos gástricos y metabólicos. “Ahora entiendo porque tu insistencia diaria en proporcionarme al menos dos duraznos y un racimito de uvas. Por eso pude regresar a correr los cuatrocientos metros planos, por eso cada vez me sentí más fuerte, nunca sufrí de triglicéridos, ni anemia. Y ahora sé que esas trazas de cobalto en el organismo actúan como anti-cancerígenos”. En medio de aquella oscuridad viscosa, Julia no pudo darle la espalda a la tumba, se despidió de Amadeo caminando de espaldas hasta salir del camposanto.

Los ojos de Gaspar saltaron al descubrir una especie de zurrón verde iguana del cual asomaban varios carretes grandes de hilo naranja, turquesa, negro, blanco y dorado. El zurrón yacía en la parte posterior de la pata trasera del caballete.

__Es que me emociona que una persona pueda ser tan dinámica, tan polifacética y tan descuidada a la vez, por ejemplo ¿por qué tiene usted sus carretes de hilo tan lejos de la máquina de coser?__ Gaspar no sabía que hacer con el cascarón del coco y Julia casi se lo arrebató y lo colocó a un costado de la cava.

Varios repliegues en cascada recorrieron la blusa de lino con loros anaranjados, la ansiedad de Julia casi le hizo tragarse la lengua, la voz salió un poco pastosa y apagada.

__Eso es parte de mi secreto, de mi química de trabajo, de mi motivación interna para encontrar inspiración del mínimo detalle.

Lo miró desde el ángulo de cuarenta y cinco grados con la cabeza volteada hacia el hombro derecho. Marcó tres pasos enérgicos, se inclinó y sacó un carrete turquesa del zurrón y lo frotó cual lámpara de Aladino.

__A veces con solo sacar uno de estos carretes y posicionarlo en la máquina de coser se me ocurren ideas tan especiales como analizar toda la historia republicana de este país para buscar cuantos gobiernos civiles hemos tenido, se pueden contar con los dedos de las manos; o pintar solo con las manos, mitad óleo, mitad carboncillo, un amanecer en una casa con frente hacia el mar y patio hacia la montaña.

Entonces en un movimiento casi automático giró sobre los talones y presionó un botón del radio reproductor. Empezó a sonar “Sailing” de Christopher Cross, una melodía de ritmo cambiante y armonías luminosas. Julia relajó los hombros y empezó a chasquear los dedos de la mano derecha.

__Otras veces esos arranques me hacen visualizar de repente cuales estrategias puedo aplicar en mis entrenamientos de atletismo…pero veo que estoy hablando demasiado.

Sus manos retrajeron la pollina[1]
oscura a un costado de la frente. Gaspar ensayó una sonrisa. Aquella melodía era una de las que más sonaba en su tocadiscos portátil, el forro de papel estraza del disco de 45 rpm estaba tan desgastado que parecía de tul. “Little Green Bag” (“La Maletica Verde”).

__Nada de eso, es muy interesante que practique atletismo. Ya veo porque mantuvo ese paso tan firme y constante por tanto tiempo. Solo alguien que entrene atletismo puede hacer eso. Por eso fue que los tipos que venían detrás no pudieron alcanzarla ¿Cual es su especialidad distancias cortas o carreras de aliento?

Julia ajustó un poco el volumen del reproductor cuando la canción llegaba a sus niveles más animados. Lanzó una mirada que se incrustó en la frente de Gaspar. Parecía querer fulminarlo.

__¡Caramba no pierde usted ocasión para profundizar! Debe haber leído al menos unos diez o doce libros de Sherlock Holmes. Apenas hemos intercambiado unas palabras y se cree usted un amigo íntimo o el detective privado más ingenioso.

En medio de un semigiro, como ensayando una retirada circunstancial, Gaspar adhirió por un momento la nariz a la parte superior del brazo, donde la tela de rayas azules aun guardaba algo de la lisura del almidón planchado. Hacía poco había desempolvado el 45 rpm de Little Green Bag, siempre que escuchaba o sonaba la canción en su tocadiscos tenía días muy positivos. A excepción de aquel mediodía cuando lo compró. No hizo más que colocar la aguja sobre el vinilo y de inmediato apareció el rostro adusto de Gabriel en el marco de la puerta, el cabello platinado se había soltado de la gomina y se desperdigaba sobre la amplia frente que llegaba hasta el temporal. “¿Tomaste la moneda de dos bolívares que tenía sobre mi escritorio?” El tono era tan cortante, tan contundente, tan punzante, que Gaspar no tuvo oportunidad de urdir una excusa convincente, balbuceó varias veces hasta confesar. Estuvo varios segundos cabizbajo, hasta que Gabriel levantó su rostro por la barbilla. El aire olía a cebolla carbonizada y sentía vapores de ácido sulfúrico en los brazos y el cuello. Gabriel sacó su pañuelo azul claro y enjugó dos lagrimones a mitad de las mejillas de Gaspar. “Bien. Está bien. Sabía que esto iba a pasar. Por eso dejé tanto tiempo la moneda en el escritorio. Sabía que la tentación de tomarla iba a terminar venciéndote”.

“¿Mi propio papá me puso una trampa?” Gaspar enterró una mirada filosa en las sienes platinadas de Gabriel. No sabía de donde había sacado el coraje, ni la sangre fría para mirarlo a la cara. La voz de Gabriel sonaba oxidada, cual bisagra añeja. “Si, te tendí una trampa, porque necesitaba hablar contigo de integridad, de respeto, de confianza. Nunca se debe tomar lo ajeno. Es un acto bochornoso que deja muy mal parada la imagen de cualquier persona”. “¿No podías hablar conmigo sin tener que humillarme así?” Gaspar casi jadeaba al hablar, sentía que un ardor le quemaba la garganta. “Precisamente, quería que la conversación estuviese acompañada del acto, para que entendieses con propiedad la gravedad del asunto”. Gabriel intentó acercarse, solo que Gaspar lo esquivó, ejecutó un medio giro alrededor de él y se sumergió en su habitación. La aguja incidía repetidamente sobre el final del disco 45. Entonces fue que conoció el nombre del grupo que la interpretaba: George Baker Selection. Volvió a ubicar la aguja al inicio del disco y el ritmo dinámico de la canción le hizo recuperar un poco el buen ánimo: “Looking for some happiness…”.

___De ninguna manera la estoy investigando solo quiero conversar con usted, con la mejor buena intención. Después si no le parece apropiado mi tono, mis temas o mi actitud, puede usted sacarme a patadas de aquí si quiere. Pero antes deme la oportunidad de expresarle mi admiración por haber tenido la entereza de mantener el paso y no desmayar ante el acoso de los tipos que la seguían y mi reconocimiento por sus grandes facultades de pintora, su intensidad como historiadora, ignoro que tal es como costurera pero lo que más me ha sorprendido es su devoción por el atletismo, se siente en la pasión como habla respecto a los entrenamientos, la forma como mueve las manos cual si fuese braceando en los metros finales de una carrera, la manera de respirar pausadamente con la profundidad anaeróbica de una especialista de distancias largas.

___¡Ahora sucede que usted también tiene bola de cristal! No he hecho ninguno de esos gestos que me endilga: De verdad, debo reconocer que tiene usted una labia envolvente y además ilustrada. Si no fuera porque el ritmo de esa canción de la radio me ha iluminado el ánimo, ahorita mismo lo echaba a usted de aquí.

Por más que intentó poner cara de pocos amigos, Julia no pudo evitar una sonrisa algo apagada. Aunque insistía en negarlo, el subconsciente seguía pujando en su propuesta de curiosidad, de conversación, de hablar un poco.

Gaspar intentó calmarse un poco tratando de recordar la anécdota que había generado la composición de la letra de “Little Green Bag”.

__¿Ha corrido alguna vez la maratón?

Una mirada furtiva a las cicatrices de los dedos índice, medio y anular de la mano derecha, dibujó por instantes el sol acariciando la tribuna occidental del polideportivo cuando se precipitó sobre la arena de la pista. Julia sentía mil punzadas en los pulmones y un dolor laberíntico en el cráneo. Su entrenador corrió hasta la meta, le estiró los mechones de cabello marrón hacia atrás, no cesaba de repetir: “No debí permitir que corrieras los cinco mil metros”. Le revisó los ojos, le tomó el pulso sanguíneo, le preguntó como se sentía. Julia intentó levantarse pero el entrenador la sostuvo por los hombros. “Tranquila, espera unos minutos más, respira profundo”. Ella levantó la mano derecha y el entrenador estiró los ojos y los labios. De inmediato pidió un botiquín de primeros auxilios, le limpió las heridas de los dedos con agua oxigenada, las presionó con pedazos de algodón, el contraste carmesí-blanco lo escandalizó. Cuando empezó a hablar de ir a un hospital, Julia se llevó los dedos a la boca y la hemorragia aminoró, hasta que el entrenador, cortó un limón. Cuando ella se incorporó para suplicar que no lo hiciera, él peló la cáscara verde oscuro la dobló varias veces sobre los raspones y luego la adhirió a ellos con cinta adhesiva. Julia trató de acercarse al banquillo donde estaban sentadas las tres competidoras que llegaron delante de ella. “¿Qué vas a hacer?” El entrenador la tomó del antebrazo derecho. Ella se soltó. Aunque sabía que la habían encajonado en el remate de los trescientos metros finales, Julia las saludó y felicitó por haber realizado una gran carrera y por haberle exigido dar todo lo que tenía.

__Esa es una carrera muy exigente. Parece más una prueba psicológica que atlética. Siempre me ha llamado la atención. Todo lo que sé de ella lo he leído. Sé de la leyenda de Filípides, los persas, los griegos, los espartanos, la distancia desde Maraton hasta Atenas. Y que a partir del kilómetro treinta todo se vuelve una especie de diván donde los único que se escucha es “Si puedo…si puedo…” ¿Por qué me pregunta eso? ¿Es acaso usted corredor? ¿Ha corrido los cuarenta y dos kilómetros?

No sabía que hacer, tenía tantas preguntas atragantadas en la garganta y no se atrevía a formular ninguna, temía que Julia lo expulsara de su oficina. Mientras recorría el parche de letras anaranjadas a medio coser sobre el uniforme blanco de beisbol, observó un limón sobre la tabla de la máquina de coser.

III.- Limonis limoniae

Unos gritos enérgicos rompieron la tensión de las miradas. El olor penetrante del coco y el clavo especia resguardaban la voz de soprano de una mujer de algunos treinta años, con vestido de tafetán verde algo desflecado en el cuello y las mangas. “Majarete[2]majarete fresco…” Gaspar compró dos raciones y Julia prefirió comprar la suya. No pudo evitar reírse cuando Gaspar mordió un clavo especia.

Ese dulce era uno de los preferidos de Gabriel, podía estar en el momento más atareado de sus siembras de pimienta o en los instantes decisivos de la transcripción de su informe mensual para la asociación de productores agrícolas del estado Sucre, al percibir el olor de la leche de coco cocida soltaba las teclas de la máquina de escribir y corría hacia la cocina de Arminda o hacia el lugar de la calle desde donde viniera el aroma. Era uno de los pocos momentos cuando veía a sus padres reunirse durante el día a excepción del desayuno y el almuerzo.

___Esa carrera es muy difícil. Hay que prepararse muy bien con al menos seis meses de anticipación. Las veces que he tratado de hacerla, siempre me ha faltado fuerzas, pulmones y piernas para completarla. Aunque si he interpretado el saxofón por más de una hora sin detenerme a tomar más de un respiro por pausa. Correr la maratón sigue siendo una de las cosas que quisiera hacer antes de irme de este mundo.

A Julia siempre le había llamado la atención la fascinación de Amadeo por las carreras de larga distancia, la intensidad de los tres mil metros, la terquedad de los cinco mil, la constancia de los diez mil, pero lo que más la emocionaba era la entrega, el estoicismo, el pundonor que había que tener para correr los cuarenta y dos kilómetros. Siempre le contaba la historia de un corredor de Tanzania quien en la maratón de los Juegos Olímpicos de México en 1968 llegó a la meta muchas horas después que el resto de los competidores, dando tumbos y casi a gatas, solo descansó cuando atravesó la meta.

__Hasta que por fin habló algo de usted. Imagino que toca el saxofón para desarrollar los pulmones y mejorar sus condiciones físicas para la maratón.

Una sonrisa entre irónica y sincera desapareció entre suspiros y silbidos. Gaspar siempre había sentido curiosidad por un par de limones verdes que Gabriel siempre atesoraba a un costado de la máquina de escribir. No sabía cuando los sustituía, el caso es que siempre estaban frescos e impregnaban la oficina de su esencia penetrante y estimulante. Hasta que un mediodía escuchó a Arminda reclamándole a Gabriel que lo único que le había quedado de su empeño por completar una maratón eran los dos limones que tenía todo el tiempo en la oficina. “Más nunca siquiera trotaste o caminaste más de media hora aunque fuese entre tus cultivos de pimienta. Eso fue solo flor de un día. Yo pensaba que al dejar de fumar te ibas a enseriar más con la maratón, solo fue otro de esos logros fugaces”. Gabriel replicaba que eso no fue nada parecido a flor de un día, que tuvo que intentarlo veinte veces hasta que logró terminar la carrera. Eso sí, siempre le agradecería a Arminda su devoción para apoyarlo en los entrenamientos y a través de cada uno de esos maratones inconclusos, porque fue a ella a quien se le ocurrió la idea de que llevara un limón en la mano para olerlo durante la carrera. Ella fue reponiendo el limón con más frecuencia durante la carrera hasta que consiguió mantener estimulado a Gabriel hasta la meta en su vigésimo primer intento. Entonces se abrazaron como la primera vez que se besaron. Gabriel prometió que correría otra vez la maratón para completarlo con más fuerzas. Nunca lo hizo. Arminda lo acusaba de flojo, de viejo panzón que le cogió miedo al tigre después de matarlo.

__Usted siempre tan reflexiva. Nunca se me había ocurrido que tocar el saxofón podría ayudarme para correr la maratón. En verdad lo hice para llevarle la contraria a mi papá, el quería que tocara la trompeta, pero nunca me gustó ese instrumento.

Nada le inspiraba a Julia más odio hacia que las continuas carreras a lo largo del regadío de Las Charas. Cada sábado al atardecer, cuando más entretenida estaba jugando a las escondidas o aprendiendo a cortar la cebolla y el tomate para el “perico” con Jacinta, llegaba Amadeo con su voz implacable y le decía que tomara la cantimplora y el cronómetro porque necesitaba que lo asistiera en la maratón. Julia apretaba los labios, si estaba jugando daba un zapatazo simulado contra la acera, si estaba en la cocina apretaba uno de los tomates hasta casi estallarlo. Luego de las palmadas de Jacinta en sus hombros, ensayaba una sonrisa al imaginar como Amadeo terminaba con la lengua de corbata luego de girar las dos primeras curvas del regadío. Si había algo que detestaba más de Amadeo era que no le hubiese dejado pintar las uñas de la manos ni los pies hasta el propio día cuando cumplió los quince años, nunca le perdonaría que sus amigas se burlaran de ella llamándola “Olivia” por la compañera de de Popeye el de las tiras cómicas. Pero él siempre encontraba algún gesto que la confortaba, al terminar esas carreras, siempre se desviaba hacia el puente Gómez Rubio y detenía el Oldsmobile 1961 frente a una venta de cocos fríos, allí empezó la fijación, la devoción de Julia por el agua de coco con limón.

__¿Por qué el saxofón? ¿Hay algún secreto entre ese instrumento y usted? ¿Algo que lo motive? ¿O es solo capricho? ¿O la superficialidad de pavonearse y mostrar que sabe tocar un instrumento musical? Porque si no es así, debería conocer el origen del instrumento, cuales aleaciones favorecen más tal o cual sonido, quienes han sido y son los mejores intérpretes y que significa el saxofón para el jazz.

Mientras se bamboleaba cual púgil zarandeado por su contrincante, Gaspar estiró la mano izquierda hacia atrás y la apoyó sobre la pared de bahareque del pasillo, pintada de anaranjado. Siempre quiso saber que había en el limón, cual era su composición química, que le confería aquellos poderes estimulantes, medicinales, relajantes que restallaban las heridas aunque ardían en la sangre, aportaba oxígeno en las asfixias más prolongadas, limpiaban la boca y te hacían mirar la vida con ganas de dar lo mejor de ti a cada fracción de segundo. Poco a poco lo había investigado, pero siempre quiso hablar con Gabriel de su experiencia particular con el limón y sentía que este le rehuía cada vez que le planteaba el tema.

__De verdad es usted punzante. Me agrada eso. La vida sería muy fastidiosa sin retos, sin desafíos, sin alguien que te llame la atención. El saxofón empezó a gustarme desde que veía a mi papá llegar cada atardecer y sacar los cartones de las envolturas de sus discos de jazz y de Billo’s, si, el mismo de la orquesta. Pocos saben que el instrumento esencial con el cual se inició en la música fue el saxofón y que la base de su agrupación musical fue diseñada en base a ese instrumento. Veía a mi padre soltar la aguja sobre el vinilo y la música de Louis Armstrong, Dexter Powell, Wynton Marsalis o Maynard Ferguson, las mezclaba con las piezas más impensadas de la Billo’s Caracas Boys, como Paula o Swing con Son, el momento era irrepetible, la sensación imperceptible, sentía estar volando en medio de una relajación solo posible en la magia de la música, esos quizás fueron los momentos cuando empecé a identificarme, a comprender, a internalizar a mi papá.

Ahora quizás comprendía algo y hasta justificaba la posición de Amadeo, comenzando por la toxicidad del esmalte de uñas y terminando por aceptar a muy duras penas que la coquetería femenina era algo que debía desarrollarse muy lentamente en la niñez, pues hay muchas prioridades en esa etapa como los juegos, la solidaridad, las buenas intenciones. Unos de los pocos momentos cuando disminuyó esa rencilla latente contra Amadeo ocurrió en una de sus primeras carreras de ochocientos metros, tropezó con una rival y la cortó con la uña del dedo medio izquierdo, varios fragmentos de pintura de uña precipitaron sobre la herida. Ni siquiera las más sinceras disculpas de Julia borraron el gesto de dolor del rostro de la muchacha. Desde entonces recortó sus uñas semanalmente y apenas si revestía sus uñas de barniz en ciertas ocasiones sociales.

__Quizás usted también quiera saber porqué me gusta el oficio de costurera ¿Por qué perder el tiempo enhebrando este hilo anaranjado en esta aguja? Y quizás lo sorprenda como lo ha hecho usted conmigo al hablar del saxofón. De verdad jamás se me habría ocurrido que usted llegase a tal nivel de detalle con sus inclinaciones.

Seguro le llamó la atención aquel cerro de uniformes grises sobre la tabla de la máquina de coser. Aunque sospechaba que Julia tenía inclinaciones por el atletismo, no la veía siguiendo un deporte tan pausado e intrincado como el beisbol. Entonces volvió a escuchar la voz de Gabriel, como en sus mejores regaños. “Nunca te apresures a opinar sobre alguien por las apariencias o por los primeras acciones que le veas ejecutar. El ser humano es muy complejo. Muchas de mis mejores amistades, al principio me parecían personas superficiales, odiosas o hasta sarcásticas. Luego debí reconocer que me había equivocado”.

De pronto sintió un flechazo en el hígado. Esa mujer no dejaba de sorprenderlo. Mientras ella hablaba del saxofón estiró la mano y el índice izquierdo señaló hacia el rincón opuesto a donde tenía el caballete. Gaspar se acercó, efectivamente era una fruta amarillo-verdosa colgando de un ramo de muchas hojas. Debajo se leía Citrus limonum. Giró varias veces la mirada entre la pintura enmarcada y el rostro de Julia.

__Mi padre no podía salir de casa sin un limón en un bolsillo. Decía que era su salvavidas. Y si iba a intentar correr la maratón entonces lo llevaba en la mano, como un amuleto. ¿Quién hubiera creído que un hombre con insuficiencia respiratoria, quien ya tenía suficiente ajetreo con su cultivo de pimienta, pudiera animarse a no solo correr, sino pretender aventurarse con la carrera más larga del atletismo?

La mañana cuando ella se sumergió finalmente en los libros de historia y nutrición, había discutido intensamente con Amadeo acerca de las propiedades alcalinizantes del limón. “¡Papá, te pasaste, eso no puede ser! ¡El limón es una de las frutas más ácidas! ¡Te vas a destrozar el estómago!”” Luego tuvo que recoger sus palabras una por una. Resultó que el ácido cítrico forma citratos que generan soluciones tampón y por eso el limón regula la acidez, por eso Amadeo lo chupaba tanto cuando sufría de acidez y se sentía mejor, por eso empezó a ponerle medio limón a sus religiosas tazas de café del mediodía y el atardecer, por eso se llevaba un limón para sus ensayos de maratón. Por eso lo veía rematar con tanta fuerza como Emil Zatopek aunque tropezara entre las piedras de los arbustos aledaños al regadío. Siempre le escuchó decir que era aquella expresión de dolor en el rostro del corredor checo lo que le había empujado a empezar a correr, a convencerse de que si podía completar los cuarenta y dos kilómetros.

__Así como la vida nos tiene guardadas verdades amargas, también puede sorprendernos con buenas noticias ¿Qué me diría usted si le dijera que estuve a punto de cerrarle la puerta en las narices cuando se asomó a mi oficina? De verdad me pareció usted un tipo entrometido, desconsiderado, grosero, al asomarse descaradamente donde nadie lo había llamado. Ahora me alegro de haberlo dejado hablar. Resulta que es amante del saxofón y tiene un padre que intenta atravesar cada una de las estaciones de ese viacrucis llamado maratón.

La respiración se detenía hasta semejar una apnea, la saliva le sabía a bicarbonato de sodio, Gaspar no sabía como responder, ni que pensar. Sabía que se había atropellado al hablar del saxofón. Sabía que Armstrong, Marsalis o Ferguson no eran saxofonistas, al menos ese no era su instrumento esencial. Que Dexter Powell no existía. Sabía que debió haber nombrado a Jimmy Dorsey, Charlie Barnet y Johnny Hodges, los primeros saxofonistas de Big Band. A Pharoa Sanders “el mejor saxo tenor del mundo” según Ornette Coleman. A Coleman Hawkins, el pionero del saxo en el jazz. A Charlie Parker el gran inspirador de grandes cambios en la manera de tocar el instrumento, introdujo ideas armónicas inéditas. Intentaba mirar a los ojos a Julia pero apenas llegaba hasta su mentón. Había tantos temas que compartir que le asustaba dañar la conversación por la emoción de aclarar tantas coincidencias. Entonces se le venían en cascada las imágenes de los ejercicios de respiración y las clases de natación que debió tomar para empezar a interpretar el saxofón. Llegaba tan cansado a casa que Arminda le decía que parecía más extenuado que Gabriel cuando llegaba de correr en el polideportivo o por la avenida Perimetral.

__Estoy aquí por curioso, por asomarme a donde no me llaman, por querer siempre ver cual es la actitud del sol en cada amanecer, que tiene en la bola cada nuevo día; por nunca haberle hecho caso a los consejos de mi padre, el señor Gabriel, para que no me inmiscuyera en donde no me llamaran. Pero principalmente estoy aquí porque me molestan los enfrentamientos desiguales, de tres contra uno, o de adulto versus niño… y eso fue lo que noté esta mañana cuando la vi dar pasos cada vez más parecidos a zancadas delante de aquellos tres manganzones, quienes aunque fuesen bien vestidos, todos tenía miradas torvas, oscuras, se percibía la mala intención a leguas. Quise gritar, mentarles la madre desde la ventana, pero hubiese dañado la escena, la evidencia aunque solo disponible para mis ojos, estaba ahí y había que seguirla hasta el final como una reacción de síntesis de química orgánica, paso por paso, detalle a detalle, segundo a segundo, sin moverme, sin respirar, sin pestañear.

Cuando lo escuchó decir que nada perdía con intentar correr una maratón, Julia de inmediato sonrió y no prestó mucha atención, seguro se trataba de uno de esos arranques temperamentales de Amadeo propios de los disgustos que experimentaba cada vez que a su oficina llegaban solicitudes para efectuar desarrollos habitacionales en la laguna de los patos o en los terrenos del aeropuerto viejo de Cumaná. Para ser constructor tenía muchas ideas de respeto por la naturaleza, de armonizar los ecosistemas, de llegar hasta las últimas consecuencias antes de aprobar alguna propuesta urbanística. Por eso sus amigos le decían que no iba a durar mucho en esa oficina de catastro de la alcaldía. Hasta que una noche lo sorprendió imitando casi al calco, la zancada vacilante pero profunda y decidida de Emil Zatopek. Todas las noches después del noticiero permanecía ante el televisor para ver “Rumbo a los Juegos Olímpicos”, si el episodio era de atletismo casi se metía en la pantalla. Decía que había descifrado y adaptado el paso de Zatopek y que iba a correr la maratón en menos de un mes. Julia lo miraba boquiabierta, “No sabes a que te enfrentas”.

__Le agradezco mucho su visión de justicia, su tenacidad, su elocuencia, pero aunque lo que sospecha fuese cierto me parece que ese asunto no es de su incumbencia. Me parece que usted nunca tuvo un padre que le hiciera observaciones sobre como entablar conversación con una desconocida, es más debería ir inmediatamente a conversar con él porque necesita un buen regaño al respecto. Por otro lado ¿Qué indicios tiene de que esos tipos me seguían? ¿Es que acaso no se ha percatado que en la actualidad hay muchas conductas indescifrables en la calle? Niños que parecen gritar y solo juegan. Muchachas que discuten acaloradamente y resulta que solo están intercambiando apuntes escolares. Ancianos que se empujan para recordar que deben ir a apostar en la lotería.

Julia respiró hasta que su abdomen desapareció por completo bajo las costillas. Ahora entendía cada vez más porque cuando Amadeo sufría uno de aquellos ataques de ira en la oficina de catastro o en la cocina con Jacinta, salía corriendo a buscar su pantalón corto de fibra sintética que parecía algodón por la suavidad del tejido turquesa, su franela blanca con una pintura al carboncillo de la calle General Salom, la que baja desde la plaza Pichincha hacia la calle Ayacucho y la plaza Andrés Eloy Blanco, algunos de los lugares más representativos de la ciudad cuando llovía varios días seguidos. El agua desbordándose en las aceras, las ramas de los árboles derribadas, la capa de tierra amarilla que bajaba desde el cerro Pan de Azúcar en tropel imparable. Luego metía los pies en sus zapatos ultralivianos de suela casi imperceptible, tela de nylon y rayón y trenzas de lino y cocuiza. Cuando se vestía aún era el monstruo Mr. Hide, cuando regresaba una hora después era el apacible Dr. Jekyll.

Ignoraba en que metales pensar, si en el cobre y níquel de los saxofones o en el manganeso, potasio y cinc del limón. Gaspar siempre ideaba especies de rompecabezas geográficos para buscar la solución a los problemas de drenaje de Cumaná por su ubicación de tres metros debajo del nivel del mar, en otras ocasiones enfocaba el reto en el laboratorio de química orgánica y los diversos trucos para lograr un mejor producto en una reacción de síntesis orgánica.

[1]
Flequillo de cabello que cuelga sobre la frente.

[2]
Venezolanismo. Dulce elaborado en base a harina de maíz, leche de coco, papelón y semillas de anís.

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