Como cuando el sol sale cada mañana, los ojos se abren, a veces solos, otras forzados, a veces con ganas, y otras tan solo se abren, así como el sol siempre sale. Pero hay mañanas que no, hay amaneceres en los que el sol no es protagonista, mañanas en las que no hay luz radiante y en las que el despertar de los ojos es lo menos importante. Hay mañanas en las que son otros regalos los que despiertan el alma, y otras son las maravillas que inician el nuevo día, son las mañanas de nieve, las mañanas nevadas.

En la ciudad, en Madrid, las mañanas son siempre iguales, pero nunca pasa lo mismo. En la ciudad el despertar no es del sol, sino de las farolas, y de los hombres, pero antes de las mujeres, y pienso en ellas cuando veo la nieve. La nieve de la mañana de un domingo, la nieve que cae en febrero en Madrid, la que empapa las calles solitarias y siempre pobladas.

Por las mañanas las nubes que tapan el cielo son grises, pero iluminan como la ventana sucia que deja pasar la luz en la casa abandonada, como los ojos entre abiertos del alma vespertina, como las ventanas del tren empapadas de vapor, que demuestra la vida que lo llena y el frío que lo arropa. Las mañanas de febrero en Madrid no siempre son grises, ni tampoco nevadas; pero son esas mañanas tanto grises como heladas, las más cálidas para mi, las mas inspiradoras, las menos vacías; puede que sea porque nunca se parecerán a las mañanas en mi casa, en mi isla, en mi corazón.

Esa mañana de domingo, ese febrero, ese despertar solo será una vez; esa emoción de la niña por ver la nieve caer del cielo, solo se vivirá una vez; esas lagrimas en los ojos por ver algo que para algunas almas es un regalo, solo se vivirá una vez; esa sonrisa al ver a las bailarinas con tutú blanco que caen delicadas, solo se vivirá una vez; ese golpe en el pecho al ver como los copos son cada vez mas grandes y mas copiosos, al ver como el viento los mueve y los arremolina, solo se vivirá una vez; ese llanto desesperado, ese deseo de tener a la única persona en el mundo que sabes que saldría contigo a las frías calles de Madrid en febrero, para intentar atrapar con sus calientes manos los helados copos del invierno, eso solo se vivirá esa vez.

Como cuando el sol comienza a ponerse tras los edificios de la fría y solitaria ciudad de Madrid, en una tarde de febrero, en un domingo helado, con un viento nevado, las almas que otros días saldrían para dar vida y sentido a las luces de las farolas, se esconden, escapan, pensando que con el sol no se irían los copos, la nieve, las bailarinas. Pero con la luz, la fría cascada cesa, solo tímidos pedazos de nube escarchada caen rezagados, se posan en la tierra húmeda, se disuelven en un sucio parque, en la contaminada calle, en la mojada ventana. Pensando que la hermosura del día se va can la noche, las almas olvidan que lo verdaderamente hermoso se lo perdieron antes, mientras el cielo regalaba gélidos copos, agua delicada, escarcha encantada; pensando que era mejor el calor del hogar, que el de los brazos de alguien bajo el cielo de febrero.

Esa noche de domingo, tras un día nevado, con calles mojadas por la nieve que no cuaja en Madrid, en invierno los hombres descansan, y las mujeres… espero que ellas hayan sido conscientes, espero que lo hayan visto, lo que el regalo del cielo nos ha enseñado: que todas somos bailarinas escarchadas, que bailan el mismo baile, que nutren la misma tierra, y que luchan por no acabar todas en la misma acera mojada, que luchan por no ser el copo olvidado que embellece la mañana pero que molesta de noche, luchan por no ser un adorno del invierno, por formar parte de todo lo grande, tan grande como el cielo nevado.

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