Las gotas de lluvia se adhieren a la ventana y resbalan sobre ellas como queriendo mantenerse sobre el cristal, en el tabloncillo del recibidor se hecha apesumbrado nuestro perro, su mirada refleja una tristeza que me ha helado la sangre cuando lo vi. No me ha prestado la más mínima atención, ni un movimento ha hecho para recibirme.
Entro en la sala donde el señor Silverman conversa con algunos allegados, la señora Miller con su escote pronunciado, el señor Antoine con ese sombrero de copa característico y la tía Sophie con su maquillaje siempre exagerado. A un lado de estos se encuentra la señora Silverman con su vestido oscuro como la noche, que hace juego con sus guantes, parece ser consolada por algunos vecinos, mientras relata lo sucedido sus ojos se llenan de lágrimas, es incontrolable el llanto y ya no hay fuerzas para pronunciar palabra alguna.
Veo a mi madre descompuesta por la tristeza, desconsolada en el sillón vinotinto que adorna el pasillo, mientras el tío Augusto fuma un habano con esa calma que siempre lo ha caracterizado. Todo parece familiar, desde los cuadros que adornan las paredes de la sala; hasta las cortinas que cubren los ventanales.
Se respira un aire triste dentro de esta casa, donde no se escucha más que murmullos y lamentos. Sigo adentrándome en ella y al parecer nadie me observa, todos ensimismados en su oscuridad, en su tristeza, excepto dos niñas que juegan con sus muñecas, sus risas contrastan con el ambiente que hay a su alrededor; con esa inocencia de no saber nada, de no entender nada. Su mente gira en torno a sus muñecas y nada más.
En medio de todos hay un ataúd elegante, pulcro, brillante. Siempre me he preguntado a donde va a parar tanto pedigree, por qué son los ataúdes tan finos, tan bien hechos, por qué con tantos detalles; tipos distintos de madera, tipos distintos de barnices, adornos que se ven una vez y nada más; para luego ser consumidos por la tierra y por ese implacable monstruo que es el tiempo. Apoyada sobre él está Arianna, con un vestido tan negro como la noche, y sus lágrimas caen sobre el cristal que separa ese cuerpo inerte de sus manos.
Recuerdo cuando la conocí, hace 20 años, una noche calurosa de agosto, en la boda de mi amigo Óscar; entró por la puerta de la iglesia con aquel vestido rojo, aún recuerdo como se ajustaba a su hermosa silueta, con cada paso que daba yo sentía que algo en mi pecho saltaba y en mi estómago comencé a sentir cosas extrañas. Desde ese momento no existía nadie más, ni mi amigo, ni su futura esposa, nadie; solo la hermosa mujer del vestido rojo. Ya en la recepción una fuerza inexplicable me hizo acercarme y con una voz entrecortada y las manos sudorosas por los nervios; la invite a bailar, y teniéndola tan cerca de mí que podía sentir su respiración agitarse le dije
—Quiza mis palabras suenen trilladas, quiza ya las haya escuchado mas de una vez, pero le digo que desde que la vi su imagen se quedó grabada en mis pupilas y no le miento si le digo que también en mi alma. Si uno siente cual es el momento exacto en que se comienza a enamorar; creo que es este preciso instante, y no se asuste! Sé que también lo siente, me lo dice su mirada y la mirada es lo más puro que tiene el ser humano, ella no miente—
Recuerdo esas palabras como si no hubiese pasado el tiempo desde que las dije, no se con qué valor lo hice, creo que es esa fuerza inentendible que a todos nos imprime el amor.
Pero ahora ya no veo esa sonrisa que me cautivó aquella noche, su mirada parece estar perdida en la tristeza, y el vestido que hoy lleva ya no es rojo, es negro!
Justo cuando me decido a consolarla entre mis brazos se aparta sin mirarme, creo que no se ha dado cuenta que estoy aquí la pobre, ha salido al patio seguro a respirar aire fresco, parece que ha llorado demasiado, sus ojos se ven hinchados por el llanto, lo sé porque más de una vez la vi así luego de nuestras discusiones, que tontas que eran. Creo que la última fue hace dos días o tal vez tres, comenzó increpandome con esa mirada desafiante que tiene cuando se enoja; no recuerdo muy bien el motivo (como tampoco el de otras tantas); refute sus argumentos con los míos, como dos abogados en pleno juicio; y al final tomé las llaves del auto y salí de casa dominado por una rabia que parecía tener control sobre mis acciones, mis palabras y mis pensamientos.
Ahora estoy aquí en esta casa que no sé porqué me parece familiar; en el funeral de algún desventurado, con un féretro en frente (en el que aún no sé quién descansa).
Que más da ya estoy aquí voy a darle un vistazo quizá es el tío Louis, es el único que no está aquí; aunque tampoco esta su esposa, ni ninguno de sus aburridos hijos; no no puede ser el, veamos,
—Oh no! Pero como es posible que…! Mi saco!… Mi anillo!… Soy yo!…
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