Caminaba por esas calles adornadas de morado, jacarandas preciosas adornando con su color aquellos caminos sin rumbo, así como mis pasos y mi vida.
Después de ti parecía no haber nada, el vacío en mi pecho era mi acompañante eterno, te parecías tanto a esas jacarandas, iluminabas mis pasos, me inspirabas, te admiraba y de repente te fuiste, todo se esfumo, tu presencia, tus besos, tus caricias, ya no eran mías, pertenecían a otro cuerpo, a otros labios, le pertenecías a otras manos.
Cuánto me dolía ese saber del que quería deshacerme, si yo les contara todo lo que ocasionó, una revolución, una lucha interna con su adiós, un vacío incómodo contra el que se lucha, que no se acepta por temor, su imagen inherente a mi piel; cada que le recordaba mi piel se erizaba, no podía dejar de imaginar las tantas veces que dejamos que nuestros cuerpos se hablaran, su cuerpo desnudo vistiendo al mío, sus brazos protectores, sus labios seductores, su mirada penetrante, sus pestañas rizadas al natural, sus ojos color avellana, nuestro deseo compaginando mejor que nunca, en ese momento de locura y pasión que tanto nos gustaba, esa conexión inexplicable que te eriza la piel.
Perderme en esos momentos parecía ser una realidad aceptable, retroceder el tiempo en mi imaginación era una de mis actividades favoritas del día, cerrar mis ojos y sentirlo cerca, lo tenía tan grabado en mi memoria que parecía que en mi ciclo de sueño lo único que se reforzaba en mis recuerdos eran los momentos a su lado, despertar, la realidad inaceptable, dolorosa, seguía siendo de él, de ese ser libre, amoroso, responsable, pero mi realidad inaceptable y las manecillas del reloj me hacían recordar y ser consciente de su ausencia y así se me iban los días, las horas, los minutos, anhelando su presencia, extrañando momentos y resignándome a su ausencia.
Fabiola Enriquez.
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