El tiempo vuela. El tiempo se detiene. El tiempo sana. Al rato. Después. Hace mucho. Hace poco. Todo es relativo. Un día puede ser la mitad de una vida, un momento desapercibido, un borrón, una ausencia, todo lo que queda. Es relativo, todo es relativo.

Checo tiene una hermana, un padre y una madre, son únicos y son como cualquiera. Están, pero no están. Con sus ocho años y medio ha aprendido bastante de ellos, ha aprendido que, en las tardes de domingo, cuando quiere ir al parque a andar en bicicleta, su madre prefiere seguir descansando, su padre devora pendientes inamovibles y su hermana mayor atiende a la sesión de pereza y música que no puede dejar para después. No insiste demasiado. Se sube en sus dos ruedas, buena compañía siempre, y cruza la calle hasta el cúmulo de árboles que dan sombra a las veredas del pulmón de su colonia. El viento sopla y llena sus oídos de miles de hojas tintineantes, como una ola del mar cubriendo su cabeza. Recorre los caminos de tierra planchados a fuerza de pisadas. Quisiera que quisieran, que corrieran junto a él, que hicieran un picnic improvisado sobre un parche de pasto, competir con su hermana a ver quién puede trepar más alto en el árbol centenario que marca el centro del terreno, como cuando eran más pequeños, pero ya no lo son, ella tiene otros intereses y ellos otras preocupaciones.

Se detiene. Un rincón desconocido. Había recorrido esos caminos cientos de veces, desde el arenero y los columpios hasta la balla del fondo que colindaba con la fábrica de papel. Ese rincón es nuevo, una tupida mancha de varas de bamboo y arbustos espesos de hiedra, como un lunar que había crecido de la noche a la mañana. Entre las varas vislumbra la luz del sol reflejando un rojo vivo. La curiosidad magnética y el viento confabulan en un impulso y sus pasos luchan a enredos por pasar las marañas que protegen el interior. Cientos de anturios lo avasallan, corazones sangrantes que cubren el suelo y sustituyen el aire por su aroma, en el centro de todo aquello un agujero, cueva de alguna alimaña quizá, demasiado grande para ser un animal de parque a media ciudad, levanta una vara seca de entre las hojas y pica fuerte esperando encontrar el fondo, aún más y un poco más, quiere acercarse pero los tallos le atan los pies, los sonidos de los grillos y cigarras lo eclipsan y llevado por el pánico intenta zafarse enérgicamente. Se va de boca directo al agujero. Por un segundo se siente caer en un abismo interminable, el suelo recibe su pecho y un fuerte golpe en la cabeza lo aturde. Todo se desvanece.

La tos lo despierta, la tierra se le mete en la nariz, gira adolorido, la muñeca le punza y una herida en la frente le hace una lodazal en la cara. Observa su alrededor intentando hacer sentido. No estaban las flores, ni el agujero, ni las plantas que lo rodeaban, sólo el camino de tierra, su bicicleta con el radio roto y la zanja donde se había atorado la llanta. Se levanta flexionando el brazo sobre el pecho para amainar el dolor y arrastra su bici hasta casa.

Aparece en la puerta de la cocina donde su mamá pasa afanosa de la estufa al fregadero a la tabla de picar. Gira para encontrarlo y al ver su linda cara, su asustado gesto y su coleta de cabello chino echa con prisa, los ojos se le llenan de lágrimas y todo duele aún más. Mamá lo abraza y preocupada inspecciona sus heridas, haciéndolo sentar en el banquillo de la barra. Ella es doctora, trabaja en un hospital y tiene un consultorio, por eso siempre está algo cansada. Trota apresurada por su maletín, cura los raspones, venda su brazo con amor, un par de puntadas en su frente y limpia sus lágrimas enterregadas. – Sé que duele mucho, mi amor, ya sanará, ven aquí. – se sienta junto a él y lo aprieta contra su pecho con cariño hasta que se siente más tranquilo. El olor le recuerda -Estoy haciendo tu comida favorita, caldito de albóndigas con arroz. – sonríe. Se le abre el apetito. Ayuda a mamá a poner la mesa. Papá y Laura, su hermana, bajan llamados también por el olor de la comida.

Todos ríen, y sorben, y platican; de la familia, de los amigos, de los vecinos, de todo lo que pasó en la semana y los planes que tienen para después. En un gesto de aprecio papá le alborota el pelo, que ya le cubre las orejas, y le pide que lo acompañe a lavar el carro. Ya va bajando el sol, los domingos siempre comen tarde, Checo asiente con una sonrisa – Sí te puedo ayudar, puedo usar la otra mano. – afirma emocionado, unos hoyuelos le marcan el centro de las mejillas, sus ojitos de aceituna reflejan la sorpresa de papá.

Laura ayuda a mamá a recoger todo y él sale con papá, lo deja preparar la cubeta de jabón, y echar el primer manguerazo a la carrocería, entre espuma y agua terminan empapados y el carro limpísimo, – Mira que bien lo hiciste, ya no me necesitas. – felicita papá mientras juntan todo en una cubeta.

Checo tiene que recoger también su cuarto, la ropa, los juguetes, los trastes y la basura no tienen patitas, dice mamá. El brazo le duele, solo quiere descansar. En un acto sorpresivo Laura se ofrece a ayudarle. Pone su música y juntos juegan a atinar la ropa en el cesto, doblan y guardan, barren y friegan, hasta parece que lo disfrutan. Se tiran en el piso a escuchar la última canción. -Te voy a extrañar enano. – murmura Laura en el nuevo silencio, la confusión en la carita apiñonada de su hermano le obliga a explicar -Cuando me vaya a la universidad, cuando tenga otra casa y crezcamos, te voy a extrañar. –

Papá y mamá los llaman desde abajo. Empieza a oscurecer y su pequeña casa se desborda de luz del ocaso. Hay colchonetas y cobijas echadas en el suelo, le mesa de la sala recorrida a una esquina, una sábana hace de carpa sostenida del cortinero, la lámpara y clavito en la pared que está extrañando su cuadro. Toca noche de película. Emocionados se acurrucan con ellos. Hay quesadillas, palomitas y unos grandes chocomiles. La película es lo de menos. Papá y mamá se abrazan, Laura le rasca la cabeza como a un perrito; como a un hermanito. Se recuesta en el regazo de mamá y sus ojos empiezan a cerrarse. Desea que ese día sea dure para siempre. Todo se desvanece. El tiempo es agua que absorbe la tierra y la tierra ahora está seca. Es un desierto.

Separa pestañas desconcertado, desubicado otra vez, el brazo y la frente le duelen. El sillón es incómodo, la piel café hace que le sude la cara. Su tía lo está despertando, parece que está oscuro afuera, aunque ahí no hay ventanas, toma su mano y lo lleva ante las cajas. Tres ataúdes. – Es hora de despedirse Chequito. – murmura con la voz entrecortada. Arreglos y coronas de anturios los rodean. Le da un beso a cada uno y sus ojitos de aceituna se cierran, quiere volver a dormir para poder encontrarlos. Esa noche volvería a soñar con los corazones cubriendo el suelo, el agujero abismal y el dolor. -Por favor, vuelvan. – susurra en un sollozo, partiendo almas en los orantes de su alrededor.

Sé que duele, mi amor, ya sanará.

Ya no me necesitas.

Te voy a extrañar.

Checo tenía una hermana, un padre y una madre, eran únicos y eran como cualquiera. No están, pero están.

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