Un regalo para neoliberales

Un regalo para neoliberales

Marta le llevó un gatito amarillo el día de San Valentín. Francisco fingió sorpresa y agrado; ¿un pinche gato?, pensó, pero no hizo el más mínimo gesto, la más nimia expresión que fueran causa de disgusto y le quitara a Marta la pre-disposición a coger. Aunque, después de todo, es San Valentín, pensó Francisco; por más que la haga de a pedo me la voy a tirar. Llevaban saliendo desde hacía un año sin nada de nada, puros paseos y películas de Johnny Depp. Pasara lo que pasara, ese era el día bueno.

El muchacho tenía las reservaciones hechas en el Motel Venus y todo estaba listo. Por eso se le hacía muy incómodo tener que copular con Marta si un gato habría de estar ahí, en la habitación pagada con jacuzzi y tubo de baile; él había elucubrado una fantasía erótica que se le antojaba de espectacular, con posiciones extremas, gemidos de hembra y aullidos de macho alfa; obvio, ningún gatito pequeño estaba incluido en ese estupendo plan. Tras pensárselo un rato, a Francisco no se le hizo tan grave que el minino los viera. Total, que vaya aprendiendo, pensó.

Paseando por la calle, después de las malteadas, los algodones de azúcar; el cine y la pizza, Francisco le dijo que deseaba estar a solas con ella, en un lugar más cómodo. Guiño. Marta palideció e hizo una llamada de emergencia: casualmente su padre había sufrido un infarto y estaba en el hospital. Marta tomó un taxi llorando y se fue sin decir una sola palabra; Francisco se quedó de pie en la calle con el gatito amarillo bajo el brazo como un absoluto idiota. Todo en un tiempo récord de 3:22 minutos entre llamada y despedida. Intentó saber qué pasaba: La llamada se cobrará al… Desconcertado, detuvo otro taxi y pidió que lo llevaran al Motel Venus, pues no iba a dejar pagada una habitación sin aprovecharla.

El cuarto 27 no estaba mal. Era amplio y valía cada centavo pagado. De no ser por ese vejete, ya estaría restregando su virilidad por todas las cavidades húmedas de Marta; según él. Al parecer el tener doctorado no la hacía muy avezado. Se sentó en la orilla de la cama, desconsolado; en vez de Marta en cueros había un gatito amarillo que lo miraba con asombro inocente mientras le temblaban sus huesitos. Francisco lo puso sobre la cama y lo vio dar unos pasitos torpes sobre el colchón; el pequeño minino exploraba un territorio totalmente insólito para él. El mundo en sí mismo era su enorme causa de asombro; todo era nuevo. Francisco pensó que esa sería la única vez que el gatito estaría en ese mismo colchón, en ese mismo espacio; en aquel cronotopo motelero. Comenzó a hacer disquisiciones filosóficas sobre el tiempo y la realidad física de la materia. Causalidad en eventos discordes: un gato en un motel. Se le antojaba una teoría como la del gato de Schrödinger, pero en chingona. ¿De qué otra forma el gato volvería a llegar a este lugar?, se preguntó; a menos claro, que yo lo traiga de nuevo, se contestó. Sería un fetiche cuántico.

De pronto, la idea de cogerse a Marta con el gato-cronotópico no se le hizo tan mala después de todo. Si el pequeño felino iba a vivir en su casa, tendría que espiar a su amo cuando se apareara con sus novias. Tuvo una erección espontánea con la sola idea. Tengo ganas de aparearme, pensó súbitamente Francisco. No de coger ni de hacer el amor ni tener sexo o cualquier otro nombre que los humanos den a sus actividades sexuales. Francisco afloró sus instintos básicos. Aparearme. Sí.

Francisco tomó el teléfono y pidió que le enviaran a una prostituta; una que se viera bien gata. Se le hizo un poco cara la tarifa, pero después de todo ya no iba a pagar el champagne ni la cena ni los uber, así que, si se iba caminando a su casa, le alcanzaba para un palenque clase B y un Rancho Escondido.

-Llega en una hora, está en varios servicios- le dijo la chica del otro lado de la línea.

Me da tiempo de ir por el Rancho Escondido y darle un par de tragos, se dijo. Reflexionó, entonces, en las capacidades de comunicación humana en tiempos posmodernos: hablas por un aparato y te dicen que unas nalgas están por aparecer. Qué loco, la lingüística también son algoritmos matemáticos. Pura pinche ciencia.

Tomó las llaves del cuarto, tomó al gatito y salió de prisa. De camino a la licorería, Francisco pensó en lo laboriosas que son las prostitutas en San Valentín. Formuló varias hipótesis en su cabeza y se las comentaba al gatito, que sólo maullaba y bostezaba. De regreso al cuarto, Francisco dijo al felino que era posible que “Sí 1 de cada 10 padres sufrían ataques cardiacos en San Valentín y así los novios quedaban inhabilitados de introducir la virilidad en las cavidades húmedas de las hijas, ergo: todos terminan revolcándose con prostitutas este día”; el gato bostezó y se quedó dormido. Francisco hizo una ecuación en el espejo con un plumón para pizarrón que siempre llevaba sujeto a la camisa.

Tras casi dos horas de espera, Francisco se masturbaba eufórico viendo pornografía de lesbianas en la televisión, las mejores amigas del posmodernista; se descubrió, a sí mismo, caliente, ebrio, y con el gatito dormido a su lado en el colchón, mientras una cubana, una rusa y una gringa simulaban la crisis de los misiles del 62. Ni se dio cuenta del transcurrir implacable del tiempo y pensó de nuevo en la materia y los eventos físicos del universo. Espacio-tiempo. E=mc2. Pensó en aquellas clases de la prepa, cuando el profe decía que todo, incluyendo la vida, eran una enorme casualidad del universo: un juego de dados cósmico. Dio un sorbo; después pensó en su maestra de literatura y filosofía, una darketa de buenas formas que debrayaba gacho con Edgar Allan Poe y Star Wars; sus clases eran más entretenidas porque siempre llegaba pacheca y ponía díapositivas de arte que explicaba bien pasada, como El hombre controlador de universo de Diego Rivera. Pinche mural feo, recordó. Los gringos controlan la verdadera ciencia, gimoteó en voz alta tras un largo sorbo, tratando de establecer un vínculo estético entre los significantes del arte mexicano. Pensó en la duración de la beca doctoral respecto de lo efímero de la belleza femenina. Suspiró; ella, la darketa, lo había inspirado a estudiar un doctorado, porque vivió creyendo que se iba a encontrar otra darketa buenota y alivianada. Chale, las góticas no siempre hacen posgrados, pensó. La prostituta no llegaba y quedaban sólo cuarenta minutos para que venciera el tiempo del motel; el tiempo es una medida de capital y por ende de consumo. Llamó de nuevo a la recepcionista, una proletaria de los cuartos del placer; las actrices porno seguían haciendo comunismo de la carne: marxismo y putas; materialismo dialectico en su epítome discursiva, ahí, en la habitación 27 del Motel Venus. San Valentín es para los pinches neoliberales, se dijo.

-Llega en cinco minutos joven, es que había muchos servicios- pronunció la mujer tras la línea con el marcado paradigma diastrático de la clase obrera. Por fin el toc toc de la puerta. Francisco abrió eufórico, soñando encontrar un servicio clase A; en cambio encontró un servicio clase B, tirándole a C, pero muy apetecible y con todo bien puesto, a pesar de ser trasvesti. ¿Lo era? Se dio cuenta que resumió el heteropatriarcado y la teoría queer con sólo tres letras. Ni siquiera dijo buenas noches, en seguida se abalanzó sobre la mujer y la sujetó por las caderas, pasándole las manos, por toda esa enorme anatomía, a esa asalariada del amor.

-Son cien varos extras con besos- dijo ella, mascando chicle y suspirando. Teoría económica de oferta y demanda, pero sin besos no sabe el asunto. Francisco la lengüeteó como un animal sin importarle nada. ¡Chingue su madre Alfred Marshall! Él quería aparearse como animal, un rito dionisiaco, y ante esos instintos básicos el dinero no es nada. No es nada la dignidad, la templanza ni la ley; en esos exabruptos de bestialidad sexual desaforada sólo importa aplacar al monstruo invertebrado: el aguijón del leptosomático macrogenitosoma. Francisco pensó que era buen momento para ser poeta. Entonces, sin pensarlo, arrojó a la enorme prostituta a la cama. Fue cuando se escuchó el crujido.

-¡Qué te pasa pendejo! ¡Qué es esto! ¡No mames, un gato! ¡Aplasté a un gato cabrón, qué asco!

Un silencio sepulcral se hizo en el cuarto. ¡Oh yeah!, interrumpió desde el monitor una gringa. Francisco cayó de rodillas, pálido como Marta; ni siquiera se dio cuenta y no le importó cuando la prostituta sacó de la cartera todo el dinero de su beca doctoral y salió del cuarto. El pequeño gatito amarillo, su nuevo amiguito, yacía muerto. Aplastado su pobre cuerpecito frágil por el peso inconmensurable de la dialéctica materialista; con una mueca terrible y los ojos fuera de sus cuencas. Francisco lloró los minutos que le quedaron para entregar el cuarto y contempló con mucha tristeza su regalo neoliberal de San Valentín, destrozado por los devenires en la realidad física de la materia, el heteropatriarcado, el neobarroco o por la voluntad del hombre en su hacer cósmico. No supo cuál de todas las teorías aplicar.

Artículos Indeterminados 2015-2018

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