Festividad de San Nicomedes, el Santo Patrón del pueblo. El sol ha querido sumarse a la fiesta y las nubes, que llevaban varios días ensombreciendo el lugar, han desaparecido.

   Todo el mundo se ha acercado al monte comunal, atravesado por un camino no demasiado ancho que, ahora, polvoriento, aparece bordeado por tenderetes de lo más variopinto: helados, ropa de caballero, fajas, bragas y sostenes, almendras garrapiñadas, zapatos, trajes de baño, recuerdos… La gente, tanto paisanos del pueblo como forasteros, se apretuja como puede, lo que no parece incomodarles, al contrario, se les ve felices. A cada tanto se paran frente a los puestos, examinan la mercancía, la toquetean, hacen comentarios, y, algunas veces, incluso compran.

   De los altavoces colocados a lo largo del camino llega una música estridente, muy de moda. Entre todo este barullo, Pepe y Marisol caminan en silencio sin mirarse. Es la primera vez que salen juntos después de casi una semana, la última vez que discutieron.

   Pepe, con los hombros hundidos, las manos metidas en los bolsillos y la cabeza gacha, parece que ha encogido. Mira de reojo a Marisol, sin atreverse a dirigirle la palabra. Camina a su lado pero uno o dos pasos detrás de ella.

   Por su parte, Marisol ha adoptado el aire de una gran dama ofendida, que pasea a su perrito faldero sujeto por una correa invisible. Camina altiva, con la mirada al frente, sin dignarse volver un milímetro la cara hacia Pepe. Finge interés por esto o por lo otro y, a veces, se para delante de algún tenderete, pero no compra nada. Mantiene el entrecejo fruncido y las mandíbulas apretadas, todavía no se le ha pasado el enfado.

   Al cabo de un rato, Pepe se decide a hablar.

   – ¿Quieres que compre algodón de azúcar?, pregunta tímidamente.

   – No me gusta, responde Marisol con sequedad.

   Continúan andando entre los puestos.

   Más tarde, les llega un olor dulzón, inconfundible, que hace que Pepe recupere el habla:

   – ¡Almendras garrapiñadas!, ¿quieres?

   – Almendras ¿qué?, responde Marisol sorprendida ante una palabra que desconoce y que además le suena muy rara, tanto que es incapaz de pronunciarla.

   – Garrapiñadas, almendras garrapiñadas, ¿no las conoces?

   -No, creo que no, contesta Marisol, con indiferencia.

   Pepe se detiene a comprar las almendras¸ Marisol sigue andando, sin esperarle. Delante del puesto se agolpa la clientela, así que cuando por fin le despachan, tiene que echar a correr para alcanzar a Marisol.

   Le ofrece la bolsita de celofán. La chica coge una almendra, la mira algo recelosa y por fin la muerde con prudencia como si fuera a llevarse a la boca un alacrán. Ya dentro, le da vueltas y vueltas, tanteando con la lengua su textura, que a veces le parece rugosa y otras lisa. Por último, decide masticarla hasta notar la almendra alojada dentro de la fina capa de azúcar caramelizado, que cruje levemente.

   “Sabe bien”, reconoce para sí. Y se come el otro trozo de almendra que ha permanecido entre sus dedos. Le gustaría probar otra pero no le parece adecuado pedirla, así que no dice nada.

  • ¿Qué te ha parecido? ¿Te ha gustado?
  • Sí.

   Momento de silencio.

  • ¿Me das otra?, dice por fin.

   Pepe, que no le ha quitado un ojo de encima mientras se comía la almendra, nota cómo su entrecejo se ha ido desarrugando y sus mejillas distendiendo. Su boca recupera, por fin, su expresión habitual. Pepe se felicita por la idea que ha tenido con las almendras garrapiñadas.

   En tanto que Marisol ataca la segunda almendra, Pepe, animado, empieza a contarle cómo se preparan: los ingredientes necesarios, lo importante que es que la almendra sea de buena calidad, regular el calor, cuál es la diferencia entre el caramelo y el almíbar, etc.

   Mientras Pepe desgrana orgulloso sus conocimientos sobre la fundamental industria de las almendras garrapiñadas, Marisol se ha cogido de su brazo.

  • ¿Y tú cómo sabes tanto de almendras garrapiñadas?
  • Es que a veces he ayudado a un tío mío que las fabrica.

   Entonces Marisol, mimosa, acerca su cabeza a la de él, y como si temiera que la gente que hay a su alrededor pudiera escucharlos, le susurra algo al oído y luego le da un beso.

   Ambos se echan a reír y siguen andando.

   Los coches de choque están cerca y queda mucha tarde por delante.

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