– «¡Sí quiero!»- dijo ese día. Su voz sonó potente y lejana. Como si tuviera miedo de olvidarlo, lo repitió bajito, casi en secreto y muy para adentro: «sí quiero».

Junto a él frente al altar estaba ella, bonita, joven, radiante de felicidad, envuelta en su vestido blanco.

Una y mil veces, mirándola, lo volvió a repetir. Era la mujer de su vida. No había ni existía nada antes ni después de ella.

Les pusieron condiciones: «en la salud y la enfermedad, en la pobreza y la riqueza, en la alegría y….» muchas cosas más. A todo dijeron que sí. También a la sentencia final: «¡Hasta que la muerte los separe!»

Ella se veía hermosa y ese tiempo lo vio lejano, muy lejano. Ese día y allí, comenzaba el camino de la felicidad.

Como por arte de magia todos los momentos anteriores volvieron a su mente y uno a uno los fue borrando. No hubo más juventud ni amores pasajeros. Tampoco aquella novia adolescente que creyó dueña de su corazón hacía tantísimos años y con la que soñó casarse un día.

Por decisión propia y espontánea, un velo negro, transparente, invisible y tenso se tejió sobre sus ojos. Sólo podría mirarla a ella de ahora en más. Debía cumplirlo como exigencia de vida. Había sido su opción. Ella y solo ella. Ninguna más. Se prohibió todo: las jóvenes bonitas y apetecibles que tanto le gustaba mirar por detrás dándose la vuelta cuando pasaban a su lado, las mujeres interesantes con aire intelectual que encontraba en las oficinas y saludaba con efusión, las ancianas de cabello blanco que barrían su vereda todas las mañanas. Ni siquiera una sonrisa pícara o una mirada indiscreta de corta duración tenía permitido. Nada. Sólo ella.

La palabra «libertad» se borró para siempre de su diccionario y de su vida cuando una cárcel invisible lo rodeó para siempre. Era el precio que debía pagar para ser feliz.

Formó una familia y tuvo una casa con hijos, perros, gatos, nietos, flores en el jardín y buenos vecinos. Lo convirtió en su mundo y quedó prisionero en él.

Hasta que un día, una pregunta asaltó su mente dormida… «¿y si ella…?»… «¡no!»… no quiso pensar más. ¿Qué haría sin su esposa de toda la vida, la que con fidelidad respetaba hacía más de treinta años? ¿Qué haría solo en ese mundo que había pasado a su lado sin verlo? ¿Cómo serían sus noches sin esa conocida rutina donde faltaban preguntas y sobraban respuestas, donde todo se resolvía con una mirada, donde la conformidad era aceptada por decisiones que nunca le pertenecían? Ella era la reina de su vida. La que había envejecido con los años, la que lo llenaba de reproches, la que absorta en otras ocupaciones ningún interés demostraba en él.

Sin importarle mucho, seguía fiel a su mandato usando aquella máscara que desde hacía tanto cubría sus ojos y le impedía ver cuanto pasaba a su alrededor.

Era feliz, lo había sido y de esa manera seguía siéndolo. No importaba más nada. Suponía que ella también lo era, aunque ya no lo mirara ni le prestara atención.

Era fiel, lo había sido siempre y era premiado en consecuencia. Habían tenido un matrimonio sano, sin más vida que la rutina diaria, sin más protagonistas que ellos dos, tal y cual lo habían prometido aquel día, frente a Dios junto al altar.

De pronto, por un instante y en soledad vio la luz y soñó lo imposible. Quizá alguien, en alguna parte, en algún lugar… alguien… dispuesta a hacerlo, reviviría sus antiguas emociones, las que ya no recordaba y tanto necesitaba… alguien que lo estaba esperando. Quiso saber más y la imaginó. Lejana y prohibida, hermosa, tierna, enamorada de él. Esperó que la muerte los separara para poder volver a ser libre e ir a buscarla.

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