Sonó la alarma del celular. Rápidamente me levanté de la hamaca porque debía dar el ejemplo, de lo contrario, notarían mi irresponsabilidad y no seguirían mis órdenes. Mientras me vestía, poco a poco empecé a recordar todo de nuevo: pieles de bronce, cabellos lacios negros, ojos rasgados, músculos marcados por el arduo trabajo, palmas de manos y pies secas, como extensas dunas agrietadas por la sequía, mientras que el resto del cuerpo parecía haber estado expuesto por horas en una cálida lluvia, pero en realidad era su propio sudor que lo bañaba y que, si no retiraba a tiempo la pequeña gota que viajaba hacia las cuencas de sus ojos, le produciría un ardor, que le haría sentir la sal en sus labios.

Ya me había puesto un zapato, tomé el otro.

La piel le quemaba por los rayos de su dios Sol, pero al ser tierra, no lo sentía. Seguía trabajando mientras se hacía uno con el calor, hasta expulsarlo en llamaradas a través de los contados vellos distribuidos al rededor del cuerpo. No sabía si pensaba lo mismo que yo. De pronto, unos pequeños golpes le dieron nitidez a mi vista, justo estaba terminando de amarrar las agujetas del otro zapato. Nuevamente sonaron los golpecitos, volteé y eran unos pequeños pájaros en la ventana. Desconocía si estaban cortejando o jugando, solo sé que me hicieron sonreír un momento, o quizá toda la vida.

Cuando ya todos los muchachos estaban listos, salimos de la casa para dirigirnos a la iglesia. Como de costumbre, empezaríamos la catequesis con los niños, desayunaríamos en alguna casa ajena, posteriormente nos reuniríamos con los adolescentes y jóvenes, comeríamos nuevamente en otra casa ajena y al atardecer nos veríamos con los adultos, para después, compartir la cena con desconocidos.

En el camino, cuando una persona se aproxima, sonreímos.

– Buenos días.

    Decimos con ánimo, pues con ese gesto podemos ganar su confianza.

    Disfruto el aire fresco de las mañanas aquí, el cantar de los pájaros y la alegría de Jaimito, “el torero”, como le dicen. Ya me ha enseñado algunas palabras en maya. 

    – ¿Cómo se dice “ya nos vamos a la casa”?

      Jaimito me respondía con su sonrisa chimuela e inocente:

      – Koonex u otoch.

        A lo que yo repetía:

        – Koonex u otoch.

          Confío plenamente en las palabras de Jaimito.

          Antes de cada actividad o juego, es necesario explicar cada día santo:

          – Entró a Jerusalén sobre un burro, no sobre un carro lujoso o con muchas joyas, él fue humilde, así deberíamos ser nosotros: humildes.

            Repetíamos a niños, jóvenes y adultos.

            La noche cayó, fue nuestra primera cena con desconocidos, una pareja de adultos mayores que solo hablan maya. Confío plenamente en sus palabras. Al terminar, salimos de la pequeña casa de palos y nos mostraron su toro, que parecía tener una suave capa de piel sobre los huesos. El fondo del patio se volvía uno con la densa vegetación: oscuridad.

            – Así deberíamos ser nosotros: humildes.

              Ya en la casa, después de una oración de agradecimiento, cada uno se acostó en su hamaca. Tengo miedo, no sé por qué.

              – Jesús hizo esto para quedarse con nosotros, cada vez que el padre consagra la hostia, deja de ser pan, para convertirse en Cristo.

                Decimos como si estuviéramos plenamente seguros.

                En ese momento, el miedo llegaba a mí de nuevo: la duda. Dudo si la historia de Cristo es real, dudo si la historia de Canek es real, dudo si Cristo está aquí, dudo si Canek estuvo aquí.

                Me siento como un extranjero.

                – ¿Eres de Mérida?

                  Me pregunta doña Rosi, mientras cocina los tamales.

                  – Sí, ¿por qué?

                    Respondo con una sonrisa, casi riéndome.

                    – No pareces.

                      Se ríe y suelta alguna palabra en maya con su hija, que también le causa gracia.

                      Confío plenamente en sus palabras.

                      ¿Qué hago aquí? Me siento como un desconocido en mi propia tierra, no hablo la misma lengua, no voy a la milpa, no cazo al venado. Solo hablo de dios padre, dios hijo y dios espíritu santo mientras disfruto la comida que nos dan, su amabilidad, su confianza. Me siento avergonzado.

                      – Incluso mientras moría, fue capaz de perdonar a todo aquel que le escupió, le golpeó, le insultó y abandonó. Jesús aceptó la voluntad de Dios padre, aún sabiendo lo que vendría, él aceptó.

                        Me pregunta Jaimito con su sonrisa chimuela e inocente:

                        – ¿Hoy no vamos a jugar?

                          Con una sonrisa medida por la seriedad y el respeto le respondo:

                          – Hoy no, Jaimito, es Viernes Santo.

                            Nos regresamos a la casa, hasta mañana volveremos a sonreír.

                            No quiero aceptarlo, merecemos más. Me pregunto si hubiera estado a su lado, peleando por lo justo, si hubiera sido capaz de jalar el gatillo por lo justo. Aún no soy capaz de ver algo mejor, algo diferente, por eso me cuestiono si sus pies se bañaron con la tierra caliente que cubre esta dura piedra. Me pregunto si también rio apenado cuando le besaron los pies en el Jueves Santo, si también sintió las llamas del sol en su piel al cargar la cruz. De igual forma, también dudo de Jesucristo.

                            No lo entiendo: ¿son felices? Con esta injusticia. Mientras allí disfrutan espectáculos artísticos, mantienen intactas las casas donde vivieron los burgueses y hasta las vuelven museos, levantan monumentos de los despiadados conquistadores en la principal avenida de mi ciudad, en donde los únicos huéspedes son los extranjeros. Aquí, nos emborrachamos mientras miramos el espectáculo del toro, ese que ve Jaimito. Nos emborrachamos después del partido de beisbol o nos drogamos a cualquier hora en las ruinas de la hacienda.

                            En plena semana santa, me confesé con el padre:

                            – Dime hijo, ¿cuáles son tus pecados?

                              Contesté avergonzado:

                              – Pido perdón por dudar de las historias que me ha contado mi padre sobre Jacinto Canek, me cuesta creer que hubo alguien tan sabio que fue capaz de luchar por la justicia de los abandonados, es como si eso no hubiera pasado, veo tanta maldad aquí.

                                El padre me contestó con curiosidad:

                                – Hijo, de donde vienes… ¿no hay maldad?

                                  Respondí con molestia:

                                  – Pero padre, estas tierras fueron regadas por el sudor de Jacinto Canek, el espíritu de lucha tiene que estar en cada uno de sus hijos y hermanas.

                                    El padre me contestó apaciguado:

                                    – Dime hijo, tú… ¿por qué luchas?

                                      Mañana será el último día que estaremos aquí. Jugaremos hasta la media noche con los niños y adolescentes. Como recompensa de nuestra preparación, seremos bendecidos de administrar el sacramento de la Comunión. Con nuestras propias manos, les daremos el cuerpo y la sangre de Cristo a los fieles, quienes también la recibieron los que lucharon junto a Canek.

                                      Estamos tristes, vinimos sin saber cuándo volveremos. Lo único que esperamos, es que hayamos dado el ejemplo de Cristo, hayamos compartido el amor que nos tiene.

                                      Empiezo a pensar en aquellas pieles de bronce, cabellos lacios negros, ojos rasgados, músculos marcados por el arduo trabajo, palmas de manos y pies secas, como extensas dunas agrietadas por la sequía, el resto del cuerpo mojado por una cálida lluvia, o por el propio sudor que lo baña y que, si no retira a tiempo la pequeña gota que viaja hacia las cuencas de sus ojos, le producirá un ardor, que le hará sentir la sal en sus labios.

                                      Pienso si Canek sería capaz de perdonarme por venir como un extranjero, disfrutar la comida, la humildad, la sabiduría de su pueblo y después irme, sin dejar nada. Pienso si podría perdonarme por no hablar la misma lengua, por no trabajar la milpa o por no cazar el venado. Por no luchar al lado de los nuestros.

                                      Soy de aquí pero ya me quiero ir, para después querer regresar.

                                      Hoy, lo extraño todo. Extraño correr sobre la hierba sin saber que seremos condenados. Extraño ver la adoración de los dioses. Extraño observar la luz de las estrellas que iluminan la sabiduría de los más viejos. Extraño el olor de los animales combinado con las plantas y el humo. Extraño acompañar a mi padre a la milpa para recolectar las mazorcas. Extraño labrar las piedras para nuestros templos sagrados.

                                      Recuerdo la primera vez que tomé el balché y me embriagué con los demás hasta el amanecer. Recuerdo bien la primera vez que me pregunté si había algo más allá de las estrellas.

                                      Extraño la música que salía del caracol, extraño el rugido del jaguar.

                                      Extraño hablar la lengua de mi madre y mis hermanos. Extraño decir esas palabras que tienen su origen en el alma.

                                      Extraño el sentimiento de rabia y justicia que tuve cuando peleé junto a Jacinto por la dignidad de los nuestros.

                                      Extraño ver la destreza y mecánica de las manos de mi madre al trabajar con los hilos del henequén. Extraño mecerme en la hamaca.

                                      Extraño acompañar a mi madre al mercado de Mérida para vender lo que cosechamos. Hoy, lo he olvidado todo, como si nada de eso hubiese pasado.

                                      Tal vez lo olvidé intencionalmente, porque me avergüenzo, me avergüenza ser el conquistado, derrotado, maltratado, golpeado, escupido, insultado, abandonado.

                                      Pero ustedes nunca se avergonzaron, porque creyeron en los suyos, al igual que algunos creen en ustedes. Quiero creer, quiero tener fe, quiero tener esperanza, en que no seré el único, en que mañana no los olvidaré, en que hoy, los miraré a los ojos y seré justo, reiré, sufriré y pelearé con ustedes: mi pueblo.

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