Percibo tu olor por las calles. Olor a ilícito, a tristeza, a decadencia. Tengo el recuerdo de tu rostro siendo iluminado por un sol intenso. Tus pestañas son cortas, tu cabello oscuro como tu mente tiene varios destellos, tus labios delgados igual que tu rostro, que es enmarcado por unas espesas cejas. Así es como te recuerdo. Tu figura desgarbada, alargada y delgada. Varios centímetros sobre mí altura te encuentras. Tus manos también son largas y delgadas, con cicatrices de las cuales nunca me revelaste el origen.

Eras de escasos modales, siempre en contra de lo políticamente correcto. Era lo mismo comer con la abierta mostrando la masa a punto de ser digerida que hablar. ¿Qué había de malo en ello? Nada, nunca me molestó. A pesar de eso, eras alguien especial. Con un intelecto tal que cualquier adulto quedaría atónito por tus conocimientos no obstante poseías en tu repertorio una serie de actos que nadie creería por tu corta edad. Al menos la edad que en ese entonces tenías. Eras comprensivo, amable, de un temperamento cálido y tranquilo. ¿Qué pasó con eso? No lo sé y posiblemente tú tampoco tengas la respuesta.

Recuerdo la primera vez que me abrazaste, cuando lo necesitaba. Cuando me levantaste en el aire e hiciste giros sin parar. Tu calor era lo que más sentía. Cuando tocabas mi cara y decías lo bonita que era. Cuando plantadas sonoros besos en mi mejilla. Las conversaciones que teníamos sin pronunciar palabra alguna. Nos veíamos a los ojos sin algún tipo de tensión. Estaba ahí cuando sentía que ya no había algo para mí. Tomaste mi mano, la besaste y la sostuviste por un largo tiempo. Recuerdo cuando ví tus tus memorias tristes grabadas con dolor. Tanto que hasta me dolió a mí. Me dejaste tocarlas y me sonreíste.

Cambiaste.

Yo cambié.

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