Le citaron inesperadamente a trabajar el fin de semana. Era una urgencia en el hospital de la ciudad vecina y él era el mejor.

Apenas se despidió de su mujer. Convivían separados. Era un acuerdo eficaz que sin verbalizar habían establecido en sus vidas donde ya no habían conflictos. No eran felices pero coexistían satisfechos.

Trabajó durante 48 horas apenas sin descanso, en aquel hospital al que aspiraba a trasladarse algún día.

Estaba extenuado y daba igual regresar o no a casa, así que decidió descansar en un hotel cercano donde por casualidad se encontraron. A ella él le pareció aburrido. Ella le pareció a él una mujer de belleza apagada.

Coincidieron en el comedor, cenaron y hablaron. Luego una copa y otra que dio lugar a un encuentro temprano para desayunar. Pasaron horas sin darse cuenta lo natural que resultaba compartir confidencias, experiencias y hasta historias familiares.

Fueron atrapados por la dinámica de inventarse disculpas laborales para no regresar el lunes a sus aburridas vidas y poder continuar en el descubrimiento del otro. Así con total fluidez llego el momento del contacto físico para corroborar, que la atracción desmedida era también física y se reconocieron enamorados.

Comenzaron los planes y organizaron sus nuevas vidas a sabiendas que antes pasarían por sus existencias a saldar deudas y explicar lo ocurrido sin más. Estaban felices porque ya no se imaginaban separados nunca más. En pocas horas retomarían su estrenada vida. Se despidieron frente a la estación de trenes.

Ella iba con la vista ocupada por las lágrimas que le provocaba el enfrentarse a 24 horas de separación, mientras ambos guardaban el sabor de ese beso de “hasta mañana amor mío”.

Él se dio la vuelta para subir a un taxi inmediato. Al cerrar la puerta la vio ya arribando a la acera de enfrente. Un golpe seco y un coche que la arrollaba. La lanzó a unos metros al pavimento donde él también murió.

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