El silencio se vuelve a apoderar de los suburbios de la ciudad… de la penumbra de la noche. La luna llena está menguando, pero su brillo sigue ahí. Los destellos de las luces de sirena recorriendo por las calles, se pueden ver aún desde lejos… las ventanas se han convertido en los ojos de los testigos desalmados que se victimizan por verse obligados a un nuevo encierro, enjaulados como aves «domésticas»
La humanidad ha sufrido un duro revés, y nos afanamos en buscar culpables y señalar lo primero que se nos venga a la mente, cuando somos nosotros mismos los responsables de nuestro propio martirio. El mundo… esa canica azul que desde tiempos inmemoriales ha tenido que padecer el envilecimiento de los seres humanos. Desde la avaricia hasta la ruindad… desde el egoísmo hasta la envidia… desde la soberbia hasta el aberrante deseo de tomar posesión de lo que no nos pertenece, tarde o temprano nos termina pasando factura, y aún así, ese mundo, siempre tan noble, que nos brinda alojo hasta nuestro último suspiro, nos dio la oportunidad de reflexionar… de enmendar… y en nuestro momento más vulnerable fue cuando apenas consideramos en hacerlo, pero no quedó en nada más que eso, en considerarlo. La hipocresía de la gente al final salió a relucir. Jamás pretendimos reflexionar, jamás pretendimos enmendar… somos como ese ladrón que roba por vez primera y luego por vez segunda y por vez tercera… y cuando es capturado es cuando se siente arrepentido por lo que hizo, pero al volver a quedar en libertad, roba por vez cuarta.
Por eso el mundo nos vuelve a castigar… porque se cansó de que le viéramos la cara, porque se dio cuenta que la raza humana no tiene remedio… porque al fin entendió que nosotros necesitamos de él, pero él de nosotros sólo necesita es tenernos bien lejos y aislados… donde no podamos más hacerle daño.
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