Los meses pasados habían sido un infierno. En el último encuentro él le había propuesto fugarse para vivir su amor abiertamente.
“No puedo dejar a mi marido y a mi hijo. Lo mejor es que no nos veamos más”.
Le dolió ver su gesto de derrota y pudo anticipar el sufrimiento que le sobrevendría. A ambos. Porque en ese momento no imaginó cuánto le dolería a ella también.
Corrían los ochenta y los celulares de bolsillo eran apenas el sueño de algún afiebrado tecnólogo. El teléfono verde de la pared repicó insidioso.
“Soy yo”.
“¿Como me llamas a casa? Habíamos quedado…”.
“Lo sé. Pero tengo que verte. Me voy en el tren de las nueve”.
“¡Te vas! ¿Adónde?”.
“Lejos de aquí. No quiero andar más por los lugares donde estuvimos juntos. Duele demasiado. No puedo olvidarte”.
“Yo tampoco”.
“En la plaza, a las ocho”.
“Está bien. Iré”
La carcomió la impaciencia durante todo el día. Después de dos meses sin verlo lo añoraba con toda su alma. Lo amaba, amaba cada plano de su cara, sus manos, su sensibilidad, su manera de querer. Pensó que le diría que no se fuera en ese tren, que la esperara un día y se iría con él.
Pero las cosas se complicaron; salió algo más tarde del trabajo y aceleró para llegar a tiempo. Un policía de tránsito la detuvo y, notando su impaciencia, se tomó su tiempo para llenar el formulario de multa con una sonrisa torva.
Ocho y cuarto. La plaza parecía desierta. Entró por un extremo y miró alrededor con desesperación. En el otro extremo estaba él. Se vieron al mismo tiempo y corrieron para encontrarse en el centro. Se abrazaron. Se besaron. Uno de esos besos que no necesitaban de la lengua para decirlo todo. Ni siquiera un chupeteo de labios anticipando el sexo; apenas la boca unida por un tiempo interminable. ¡Qué importaba que los vieran! La separación había sido tan dolorosa y la determinación de irse con él tan poderosa que toda la prudencia había desaparecido. El deseo, ese deseo abrasador que los consumía, surgió a pesar de todo. En un lugar con mayor intimidad no se hubieran contenido.
El tiempo se acortaba y solo podían mirarse y volverse a besar. Entonces, por detrás de su espalda, ella notó que él intentaba atisbar el reloj; debía faltar muy poco para las nueve.
Se separó lentamente apelando a una voluntad que no sabía que tenía. Lo miró a los ojos con una intensidad dolorosa y comenzó a caminar hacia atrás. Cada paso era un puñetazo en la herida abierta del corazón. No le pidió que la esperara y lo miró, casi estoica, hasta que desapareció entre los árboles de la plaza,
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