Estaba acostumbrada a los aeropuertos. Ese sitio de partidas que tantas veces se sentía como una daga en el pecho.  
Sabía qué sonrisa preparar y qué palabras decir, para trasmitir ese entusiasmo que solo se alcanza con la práctica. Tantos adioses enarbolados en saludos risueños, y aquella mano extendida, que finalmente quedaba estampada en el cristal.

Ya se había acostumbrado. Las oportunidades que ofrecía su país eran como el tren de una montaña rusa y en cada estrepitosa caída, alguien decidía bajarse y tomar un avión.
Lo angustiante era saber que no iban a querer retomar el recorrido.

La primera crisis económica que recuerda, es la que despidió a su entrañable amiga.
—Entonces… ¿Canarias? —le temblaban los labios procurando aferrarse a la bombilla del mate. Y es que ¿Cómo responder ¡¡por favor no!! a ese rostro iluminado por la ilusión?
Fue entonces cuando notó que estaba sonriendo y haciendo un esfuerzo porque sus ojos brillaran, en una construcción inconsciente de esa caricia visual que se necesita cuando todos están convencidos de que “es lo mejor”. 
Aún no olvida ese día. Fue la única vez que se alivió con la frase “Vas a ver que pronto nos volvemos a ver”.

Las subidas siempre tardan, pero en una montaña rusa -inevitablemente- cuando se alcanza la cima, solo arranca otra caída estrepitosa. La nueva crisis económica llegó unos años después.
Esta vez, fue su hermana -con hijos y marido incluidos- los que decidieron tomar el avión.
—Entonces… ¿México? —no era un déjà vu. 
Volvió a sonreír para ofrecer su caricia, pero cuando escuchó la frase “Vas a a ver qué pronto nos volvemos a ver”, el alivio no apareció. 
Cree que es por eso, que aún no puede olvidar de ese día.

Quizá lo peor de la montaña rusa sea, que en la sucesión de subidas y bajadas, se puede intuir “que cuánto más alto se llega, el vacío de la caída es mayor”.
Despide a sus hijos en el aeropuerto. Siente que la daga es más grande y que se le está clavando en el pecho, pero aprendió a resistir el dolor.
Entonces esboza la sonrisa que acaricia, y consigue que sus ojos brillen con ese entusiasmo que solo se alcanza con la práctica. Le costó un poco más.
La mano finalmente se estampa en el cristal, pero esta vez su corazón se contrae con una fuerza inusitada.

Solo necesitó dos años para seguirlos, aunque él continúa asegurándole que todo va a mejorar. 
Las decisiones exigen renuncias, ella lo sabe pero él se convence, y por eso la está despidiendo. Después de todo, él le enseñó a sus hijos a quedarse con  su madre. 
Está esbozando la sonrisa que acaricia, y que aprendió a imitar. Ella se va. 
No entiende por qué acaba de estampar su mano en el cristal, ni tampoco por qué está recordando imágenes de esa “película infantil” que vieron todos juntos, cuando reunieron a sus hijos por primera vez…

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