Pasé una eternidad atrapado en un ciclo interminable, siendo devorado una y otra vez por los emisarios del destino. El tiempo perdió su concepto y me volví uno con él, viajando cómo una luz hasta alcanzar todos los puntos de espacio en el plano en que viven ustedes; las consciencias prisioneras. Una vez vividas todas las vidas, la serpiente mordió su cola y reveló el secreto de este universo: yo era el destino mismo.
Nunca encontré consuelo para mi adorada tristeza. Ni en el pasado, ni en el futuro. No lo hubo en la frontera del olvido, el lugar y tiempo dónde todo se convirtió en vacío. Tampoco lo hubo en mi interior, el lugar y tiempo donde todo comenzó. Así que renuncié y la acepté.
Desde entonces puedo reproducir esa canción que tanta nostalgia me provocaba en mi vejez humana e invitar a mi amada a bailar. Las lágrimas dejaron de ser un problema. El terror provocado por poseer el pleno conocimiento de que este ritual se llevaría acabo para siempre, se fue. Flotando en un teseracto y rodeado de un color muy parecido al azul me mantuve. Siempre a la espera de alguien como yo y siempre sabiendo que no lo había.
Y siempre consciente de que estaba equivocado porque la tristeza era como yo.
Yo era todo menos la tristeza que me desbordaba.
Yo nunca estuve solo.
Y luego, nada más.
Al abrir los ojos desperté siendo un niño de ocho años que extrañaba a sus padres.
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