No sabía cuánto tiempo llevaba mirando aquel filo. La espada reposaba apoyada contra la pared, el fuego de la hoguera levantando brillos invernales en su reluciente hoja. Gaelder la miraba, embrujado por su resplandor, embebido en su acero. Absorto como estaba en sus pensamientos, no sentía el frío que, adherido a su cuerpo, amenazaba con convertir aquellas en sus últimas horas de vida.
Apenas recordaba cómo había obtenido la espada. Tenía un vago recuerdo de ir avanzando a duras penas por la estepa helada, en busca de una revelación que no llegaba y de una redención que ya no esperaba. El alimento se había terminado días atrás y el único líquido que había atravesado su garganta era la nieve que se derretía al entrar en contacto con su boca. Las fuerzas le abandonaban a pasos mucho más veloces de los que él podía dar y había empezado a aceptar que su destino era formar parte de aquel inhóspito terreno helado por toda la eternidad.. Un recordatorio perenne, para todo aquel que lo viera, de la desgracia que afligía al mundo.
No conseguía evocar ninguna imagen que siguiese a ese recuerdo. Ninguna, salvo el brillo de aquella hoja apoyada en la pared frente al fuego de la hoguera. El calor… recordaba haberlo sentido alguna vez, en un tiempo que se le asemejaba lejano, en tierras aún más lejanas. Recordaba el calor del hogar, el sol filtrándose entre los árboles del bosque, acariciando el rostro del un joven elfo que soñaba con grandes aventuras y heroicas gestas. El calor de otro cuerpo, entrelazados ambos en la euforia de la pasión y que llenaba todo el mundo a su alrededor, como si fuera algo inmortal. El calor.. el calor de la hoguera que, poco a poco, iba perdiendo fuerza, apagándose…
Una ráfaga de viento helado cruzó el umbral de la cueva, alejando de su mente las llamas y cualquier recuerdo que le quedara del calor. El frío penetró en cada rincón de su cuerpo, a través de las mojadas ropas, llegando incluso a sus más íntimos recuerdos. Su hermana, abandonando el hogar, traicionando a su gente, dándoles la espalda a él y a sus hermanos. Los ojos de ella, mientras le culpaban de la muerte de su hijo recién nacido… Los fríos ojos de aquel cuerpo sin vida…
Nada, jamás, podría compensar todo el daño que había hecho. Igual que él no había podido compensar el daño que su hermana hizo. Juró defender el orden allí donde fuera, arreglando lo que otros (su hermana) hubiesen roto y llevando paz donde otros (su hermana) solo dejaban dolor. Pero, aunque en ese camino había hallado aliados inesperados, también había encontrado enemigos. Perseguir a su hermana le había llevado al amor… y a su total y absoluta pérdida.
Frío… el cuerpo de su hijo, en el suelo, inmóvil. La hoja quebrada de la espada con la que había atravesado el cuerpo de su hermana, su propia sangre, en aras de la venganza. Sus manos, heladas, en aquel páramo abandonado. Sus pulmones, intentando inhalar las últimas bocanadas de aire. Sus ojos, fijos en la espada que yacía apoyada en la pared… El frío de su pueblo cuando le condenó al exilio…
Un escalofrío le devolvió a la realidad. Tenía que moverse, pronto. Necesitaba encontrar la manera de entrar en calor si quería sobrevivir… El calor de la promesa de amor eterno. El calor de una nueva vida saludando al mundo, de la devoción inmutable que guiaba su juramento. El calor de aquella espada… No. Frío. Aquella espada emanaba frío, podía sentirlo. Como el frío de la soledad. El frío de unos ojos inertes en aquel inocente rostro. El frío de sus palabras de traición, de la justicia de los hombres. El frío bajo las rodillas de la piedra sobre la que hizo su juramento.
Lentamente, comenzó de nuevo a moverse. Sus dedos, de un color azulado por la ausencia de riesgo, iniciaron una serie de movimientos rítmicos con el objetivo de recuperarla funcionalidad. Sus párpados se abrieron y cerraron, intentando llevar algo de paz a dos ojos que llevaban abiertos y fijos en el mismo punto demasiado tiempo. Sus pulmones aceptaron, como a un viejo amigo, la entrada del aire helado de la estepa. Cuando logró ponerse en pie, ni siquiera los rescoldos de la hoguera asomaban entre las cenizas. La noche había caído y sus oídos, de nuevo atentos a su alrededor, captaban los ruidos de los animales que, al amparo de la oscuridad, comenzaban su cacería. Con movimientos firmes, se sacudió las esquirlas de hielo que se habían formado su cuerpo y que cayeron, con silencioso golpeteo, en el suelo de la cueva.
Mmm… El calor. El calor de conocer el camino que se abre ante uno y tener la seguridad de seguirlo. El calor del Juramento y la absoluta entrega al mismo, sin dudas, sin miedos. El calor de aquella estepa. Un calor que servía para desterrar al frío que, momentos antes, atenazaba su corazón. El frío del miedo, de la soledad y dela inseguridad. El frío de fracaso, del juicio y condena en los ojos de aquellos que le dirigían la mirada. El frío de la innecesaria carga de la vida.
Para cuando sus dedos se cerraron en torno a la empuñadura de la espada, su corazón ya se había detenido, congelado a mitad del que sería su último latido. Inerte en una pausa infinita, doblegado a la voluntad de su nuevo dueño. Su cuerpo había dejado de sentir dolor, hambre o sed. Había dejado atrás el frío de la debilidad mortal y había abrazado el calor de aquel nuevo ser. Un calor que emanaba directamente de aquella espada y que su mano asía con tanta facilidad que podría pensarse que aquella empuñadura estaba hecha a medida para él. El calor de la venganza recorría sus venas, infundiendo en ellas una energía que nunca antes había sentido.
Con la confianza de quien conoce su destino, abandonó la cueva y emprendió su marcha. El mundo era un erial donde el frío campaba a sus anchas y él era la llama que le devolvería el calor. La vida era un camino solitario, solitario y frío, que solo conducía, inexorablemente, al dolor y la muerte. Su misión sería enseñar al mundo, abrirle los ojos y hacerle ver que el verdadero destino no residía en la vida, sino en lo que esperaba más allá. La muerte, implacable con todos, no entregaba más de lo que ofrecía, ni menos. La muerte era la única certeza en un mundo podrido y traicionado por los suyos. La muerte solo hacía una promesa. Y la cumplía.
El zorro que cayó a su paso, se levantó instantes después para seguir el rastro de sus huellas, el primer renacido del mundo que ya había empezado a construir. Pero, tan poderoso se sentía, que no se conformaría con eso. Con aquel poder sería capaz de hacer lo que con su juramento no pudo. Concedería la vida a su hijo. Todo el mundo, todo, tenía un precio. Y la muerte no iba a ser menos. Aún con su impoluta promesa, a él no se le resistiría. Le robaría tantas almas a la muerte que esta acudiría a él, suplicando que se las devolviera. Y se las entregaría, claro que lo haría. Pero solo a cambio del único alma que realmente le interesaba y que ya no podía cosechar.
El era Gaelder, el Juramentado. Gaelder, el portador de la espada. Su destino no era otro que convertirse en señor de la Muerte y amo de la Vida. Nadie cruzaría el velo sin su permiso y, cuando los dominios de la parca estuvieran vacíos, esta vendría, humillada, suplicando a sus pies. Vería su reino lleno de almas encerradas en sus cuerpos, obligadas a permanecer entre carne podrida y huesos astillados por toda la eternidad. Todas ellas bajo sus órdenes. Y entonces, cuando la Muerte comprendiera la magnitud de su obra, le ofrecería un trato, solo uno, que más le valdría aceptar.
Espérame, hijo mío, pues iré a buscarte. Y si, en mi camino, he de pagar el insignificante precio de convertir este mundo en un erial sin vida, así sea.
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