Ayer iba a escribir un cuento y, poco antes de dar rienda suelta a su fantasía, comenzó a leer otro que era más o menos así: Querido lector, tú no puedes pasar sobre estas líneas como paso yo. Tú pasas por fuera y después de mí, yo paso por dentro y por primera vez. En ti el paseo es breve, yo avanzo y retrocedo, me zambullo en cada frase y de cada frase salgo para siempre; lo que te llega como palabra vino a mí, con las orejas pegadas al vidrio, como grito o murmullo. Desde la sobriedad, con la niebla despejada, limito los signos, los domestico y los libero en el jardín. No preguntes quién me los envía, no preguntes quién; ten en cuenta que lo que tú recibes como una silla antes fue una silla eléctrica, lo que ahora parece manto antes fue espanto. En el intercambio, al recoger en el colador la materia gruesa y entregarte el zumo, mi superficie porosa recibe daños y me cuesta filtrar la siguiente historia, al enfriar tu sopa se me quemó la lengua; tal vez te alegre o nos ponga tristes, no hay forma de saberlo, no sé si mi dedo hurgando en tu comida habría sido mejor: La ignorancia resulta más escalofriante que nuestra soledad. Podrías descansar bajo la copa de un árbol; en cambio, si sumamos garras, colmillos y la piel de una bestia camuflada, el drama sube a la garganta del protagonista con la súbita necesidad de saberlo fuera del bosque. Gracias, no va ser posible.

Así terminó la historia que lo distrajo de su propio cuento. Se rascó la frente con fantasía en las uñas, se metió de una pantomima en la página en blanco; la historia que había leído era un frasco sellado, aunque hacía amagos de guardar galletas de chocolate, era puro vidrio. Creyó, tras un largo bloqueo, poder hacerlo mejor. Se consoló con un célebre argumento: En gustos y colores no faltan nidos donde poner el huevo. No hay historia sin un prólogo tácito, pensó mientras pasaban los minutos. A más largo el prólogo más intenso el resultado. Con qué alegría lo esperó, como si de ello dependiera su propia concepción, la de un hombre equivocado y capaz de hacer lo que nunca imaginó e incapaz de borrarlo. Finalmente llegó la inspiración: Estiró los dedos y los dedos se achicaron, se metieron dentro de la mano y abultaron su palma. Los brazos se sumergieron en su tronco como si fueran hurgando en un saco. Quiso retirarse y había un abismo entre el asiento y sus zapatos. Quedaba su cabeza hundiéndose, trabada en las orejas como un «pero»… Al caer completamente en su interioridad, vio sus miembros volteados como guantes, pensó empujarlos, luchó y siguió reduciéndose. Tenía los riñones pegados a las mejillas, las rodillas golpeando las tripas,… Rebosante de alegría, reconoció en su historia la historia de los embutidos. Al final quedó un punto diminuto, crepuscular y compacto.

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