Cuando Vicente Mina abrió los ojos, se sintió viejo, tanto que hasta los párpados le habían pesado por primera vez y observó el cielo entreverado por las hendijas del techo de zinc. Cuando tuvo conciencia de qué significaba, salió corriendo, consolándose así mismo de que esto último le había servido para recobrar la juventud, a la cual se aferraba como un náufrago al tronco que lo mantiene en la superficie. Hermencia se despertó en el silencio de su vejez resignada y lo observó saltar como un niño mientras se ponía las botas de hule, le dijo:
—y voz negro fue que te volviste loco, ¿qué te pasa?
—Me cogió la noche—le contestó y salió corriendo, saltando de tabla en tabla, intentando no olvidar cuáles estaban podridas, para no caerse en el pantano hediondo que había dejado el agua salada mientras se encontraba ausente. Hermencia le gritó mientras Vicente se escabullía como movido por una fuerza superior a él: <<tené cuidado de no ir a matarte Vicentico, y cálmate que los plátanos no se te van a volar>>. Le quedó la sensación incómoda de que lo último no lo había escuchado y se levantó para ver si alcanzaba a repetirlo. Solo pudo percibir los últimos pasos que sonaban discordantes, frágiles. El canto de las gaviotas comenzó a llenar la mañana de arrullos, conforme iban despertando las negras solteronas de la casa que se encontraba enseguida de la cocina de Hermencia, y esta encendió la radio para continuar la guerra que desde hacía ya dos años no daba tregua. El ambiente se había llenado de pregones y un “te voy a cantar Tumaco” de Mario Macuaze. La canción le había traído algún recuerdo que la llenaba de nostalgia y susurró la armonía sin mover los labios gruesos antes de decir: <<¿qué será de ti hijo mío?>> suspiró con una paciencia lenta <<Borrachín ingrato>>. agregó sin remordimiento. Colocó el pusandao en la estufa y se fue a rezar el rosario, temprano, para no luchar contra el sueño que le producía hacerlo en la noche. Interrumpió las oraciones para revisar la estufa y observó los cientos de metros que habían quedado desnudos, salvo por algunas lagunas que se formaban en los desperfectos de la arena. Y así permaneció, con distracciones inverosímiles: una gaviota volando, otra que descendía, los niños de al lado buscando craspras en el lodo con las caras sucias y los dientes más blancos que las nubes del cielo.
La música que brotaba de la radio fue interrumpida por un anuncio de la guardia civil en el que repetían las recomendaciones en caso de un sismo y posteriormente un tsunami (las alarmas habían sido encendidas desde aquel maremoto en Asía, que había dejado un saldo de muertos desmesurado), Hermencia escuchó atenta y pensó en voz alta, pues si me he de morir, entonces que sea en mi rancho, de aquí solo me sacan muerta. Eran las cinco de la tarde cuando Vicente regresó con un vástago de plátano medio cargado y con los pies hinchados y deformes como dos troncos viejos. Hermencia le dio a tomar un jugo hecho con un polvo de fruta artificial y se arrodilló frente a él con una ponchera, una toalla y agua salada para lavarle los pies que sufrían de mala circulación.
—Ojalá ese hijo tuyo te viera los pies, para que sepa lo malo que es ese charuco que se toma. Vicente la observó con lástima y permaneció en silencio para no caer en la misma discusión: la relación entre la hinchazón y la bebida.
—Don Darío me pagó menos por el plátano, dice que los pastusos no quieren sino comer papa.
—Si Tomás estuviera aquí podrían vender el plátano ustedes mismos y así ganarían más, pero es que ese mal nacido charuco, es que no más que te viera los pies para que vea lo malo que es. Hermencia comenzó a estregar los pies con más fuerza, como intentando saciar la ira que le producía la ingratitud de su hijo.
—Usted sabe que Tomás se fue porque no la soportaba más a usted mujer.
—Lo que él prefirió fue esa bebida del demonio, va a ver usted que cuando lleguen las olas esas de las que tanto hablan en la radio, ahí si se va a acordar de nosotros. Vicente hizo un ademán cansado y prefirió no decirle que lo había visto cerca del muelle que quedaba a espaldas de la galería bajando de un bote lleno de pescado. Pensó que en algún ataque de histeria saldría a buscarlo en actitud de madre huérfana. Hermencia se sintió sofocada y se levantó en silencio, un silencio que no aceptaba la resignación. Caminó hacia la cocina y sintió que el bacalao que se paseaba por el ambiente no se disiparía aquél día, así que sacó la cabeza por la ventana y observó la marea que comenzaba a marcharse de nuevo. Mientras calentaba el pusandao encendió la radio que emitía un sonido distorsionado y cortó dos cascos del último limón que encontró, se detuvo un momento a escuchar las noticias de las seis, había mucho de una información que apenas si podía percibir: olas, temblor, costa ecuatoriana, alerta y asumió que de nuevo repetían el protocolo a seguir en caso de un maremoto. Vicente secaba sus pies esperando pacientemente el momento de la cena que no se serviría aquella noche, de pronto comenzó a crecer algo que al principio parecía el murmullo de una corriente de agua pobre, y paulatinamente se fue transformando en una marejada de gritos desesperantes, hasta que atravesaron la puerta y desarmaron la tranquilidad de la tarde, tan rápido que antes de que sonara la sirena que no habría de tardar más de dos segundos, Hermencia se deshizo en alaridos que aunque intentaban parecer palabras, no llegaban a ser más que un balbuceo desesperante, saturado por ideas y palabras dispersas, cuando los recuerdos que le fueron transmitidos por su padre de aquella catástrofe que para entonces había borrado todas sus huellas (tragedia en la que murió su abuelo tragado por la tierra que se cuarteaba con cada nuevo movimiento y la madre de Salvador Cabezas, ahogada por la primera ola que golpeó la isla), le llegó de un solo golpe. El recuerdo se fue hilvanando con la realidad hasta que pudo sentirlo tan vivo, que casi logro padecerlo en su piel como si una mano helada le recorriera. Vicente fue invadido por una sensación de incapacidad que le impidió calzarse las botas, y solo cuando se puso de pie pudo sentir que el cuerpo le pesaba con todos los años y los excesos de su parrandera existencia. Caminó como pudo hasta la habitación y agarró una linterna mientras su mujer abría la puerta que los llevaría hasta donde medio mundo se desbocaba incontrolable. Hermencia tomó del antebrazo a Vicente y lo ayudó a cruzar el puentecito que había perdido varias tablas. Cuando lograron llegar a la avenida La playa, fueron sacudidos por la presión de una multitud que corría en todas las direcciones. Habían hombres y mujeres de los organismos de socorro, que mientras gritaban, <<¡no corran, caminen rápido, se nos hunde la isla!>>, se precipitaban como jinetes entre la muchedumbre intentando salvarse. La pareja de viejos fue absorbida por la turba descontrolada, comenzaron a sentir que se ahogaban en medio de las masas sudorosas, habían insensatos que cargaban con televisores y equipos de sonido en el hombro, y quienes intentaban llegar al puente que une la isla con el resto del continente en sus vehículos, los más osados se dedicaron a saquear cuanta joyería, almacén o tienda se les aparecía en el camino. Hermencia y Vicente avanzaban con dificultad hacia el puente del Pindo hasta que el recuerdo de Tomás los sobrecogió. Entonces comenzaron a luchar contra la corriente y a devolver los pasos que con tanto esfuerzo habían conseguido. Cuando ya habían caminado lo suficiente como para sentirse en otra parte, cayeron en la cuenta de que no sabían en dónde diablos podrían encontrarlo, ni tan siquiera en qué lugar había vivido los últimos meses. La anciana no pudo contenerse de la desilusión y se soltó en lágrimas, se dejó caer en el suelo adoquinado, observando los cientos de pies que le pasaban por el rostro, hasta que encontró los de Vicente, descalzos y llenos de heridas impregnadas de sangre sucia y coagulada. Levantó la mirada para ver a su viejito, lleno de heridas y cansado de todo, parecía resignado,
— ¿Vicente qué hacemos mi negro? —, le dijo con la voz nostálgica.
—No sé mija, será lo mismo que hemos hecho desde siempre, vivir hasta que se nos toque. Vicente levantó su pie derecho y se quitó algunas piedritas visibles.
—Mija, yo el otro día vi a Tomasito en el muelle sacando pescado de un potro.
—Y ¿usted por qué no me había dicho eso? ¿Por qué?, hubiera ido a buscar a ese desagradecido para decirle lo que se merece y llevarlo de nuevo a la casa.
—Por esa misma razón, usted no ha podido entender que el pela’o ya creció y quiere hacer su vida, ¡toca dejarlo en paz!
—Pues no negro, no, porque él sigue siendo mi chinguita, y levánteme para que me lleve al dichoso muelle, que mínimo estará allá borracho sin haberse dado cuenta de lo que está aconteciendo. ¡Parame te digo Vicente! —Vicente la levantó sintiendo que se arrepentía de su inesperado ataque de honestidad y dijo casi como susurrando: <<ahora si nos hundimos, con isla y todo>>.
A medida que avanzaban los iba dominando la sensación de que sería inútil buscar a su hijo en el muelle, puesto que cada paso los llevaba más al centro del pueblo, lejos del puente del Pindo y de los gentíos que corrían para salvarse. Se podía ver menos personas cada vez, a excepción de algunos viejos que se encontraban tomando café o bebiendo viche en bancas de madera y sillas mecedoras sin mayor sobresalto ante la tragedia que se anunciaba. La pareja de viejos siguió avanzando lentamente. Hermencia insistía en llegar a costa de lo que fuera, ni la soledad que se divisaba en la galería sirvió para doblegarla. Vicente detuvo su mirada en un almacén pequeño cuyas puertas de vidrio habían sido disueltas por ladrillos enormes y observó las mercancías dispersas sin inmutarse.
—Hermencia espérate un momento, voy por unas sandalias, se me están acabando los pies. Hermencia lo miró con lástima, asintió pasivamente y agregó con un céntimo de ternura:
—Pero movele negro que ya no tardan las olas. Vicente regresó con unas sandalias rosadas, los pasos eran más apresurados, menos dolorosos. Su mujer sonrió y dijo como si lo hiciera para ella.
—Si te viera el Vicente de hace algunos años con ese colorcito hasta un machete le sacaba. Llegaron al muelle en el que Vicente había visto a Tomás, se encontraba tan vacío que lo único que hacía ruido en aquél sitio abandonado era el chancleteo arrastrado del viejo. Había pescado disperso por todo el muelle, potros encallados en la arena y hasta dos bolsas transparentes que habían esparcido un polvo blanco en el suelo. Los sorprendió el paisaje desértico del océano. Hermencia observó a Vicente y le dijo con tanta seriedad, que sin agua qué olas iban a llegar a la isla, que por un momento Vicente lo pensó como si pudiera ser cierto. Luego sacudió su cabeza apenas perceptiblemente y dijo, <<no negra, no, eso no tiene nada que ver, las olas vienen de alta mar y movámonos porque a este paso seguro nos alcanzan>>. Continuaron recorriendo toda la calle de la galería, se detenían a mirar desde la esquina a ver si con suerte lograban ver a su hijo. El paisaje en cada muelle era más o menos el mismo, hasta que llegaron a uno más amplio con un bar en la esquina, frente al océano de donde provenían unos corridos norteños ensordecedores, y Hermencia no se pudo contener ante el pálpito. <<Ahí fijo está Tomás, movele Vicente, movele, que mi muchacho está esperándonos>>. Caminaron apresurados como si por un momento se hubiesen olvidado de ser el par de viejos que eran, el bar se veía vacío, había al menos unas diez botellas de cerveza sobre la barra, a medio tomar, la mayor parte de las sillas tiradas. La madre ansiosa se quedó mirando al fondo del establecimiento, reconoció a su hijo sentado contra una pared llena de posters con mujeres semidesnudas, tenía la cabeza caída contra el cuerpo, se podía observar el esfuerzo que hacía por respirar. Faltaba media hora para que la primera ola estallara contra la isla según el tiempo que se pronosticaba, hicieron varios intentos inútiles tratando de que tomara conciencia, pero Tomás parecía un muerto que solo la respiración lo diferenciaba de los otros. La presión del tiempo comenzó a exasperarlos, Vicente tomó una de las cervezas que reposaba en la barra y la vacío en la cabeza de Tomás, cuando esta hizo contacto con algunos nervios dormidos, el muchacho reaccionó, tenía los ojos cansados y respiraba por la boca. Los observó sin reconocerlos y dijo:
—La muy mohína me sacó como a un perro porque le hice un regalo—y agregó—, y como quiero a la maldita. Los viejos se miraron, sintiendo lástima por el infeliz que entre lamentos y eructos seguía siendo el niño que criaron. Como pudieron, hicieron que se pusiera de pie, Tomás siguió balbuceando mientras Vicente y Hermencia lo arrastraban. Cada paso que acertaban con más esfuerzo que el anterior decididos a no morirse. La tragedia los había reunido.
Los organismos de socorro habían señalado varias zonas seguras, y aunque la mayoría decidió que lo mejor era salir de la isla, por temor de que esta se hundiera con sus zonas seguras y todo, la pareja de viejos que arrastraba al hijo borracho se vio sin más remedio que caminar hacia la zona más cercana. La más segura parecía ser la zona del parque Colón, que se situaba en el centro del pueblo bajo un árbol cuya semilla había sido traída desde el África en épocas de la conquista, tenía más de quinientos años de antigüedad. Así que los viejos caminaron como pudieron hasta el sitio con todas las fuerzas que les permitió la vejez desagradecida. Llegaron cuando solo cinco minutos los separaba de las olas que cada vez parecían menos distantes, más reales. Tomás, apenas si había recobrado una fracción de cordura, pero seguía sin entender qué lo movía hasta aquél lugar, lleno de personas, cargadas de cobijas y alimentos. Cuando Hermencia observó a todos los que se encontraban, pensó que la alerta de tsunami había sido alguna mala pasada de su mente, pues todos se encontraban tranquilos: las negras hablaban de vidas ajenas con la devoción de siempre, habían niños que jugaban alrededor del árbol monumental y hasta viejos jugando dominó, apostando las únicas monedas que sobraron de las ventas de pescado y tarrayas. Hermencia nunca había visto al pueblo tan a salvo de una tragedia, esta sensación la hizo sentir resguardada. Los viejos dejaron caer suavemente el cuerpo del hijo borracho y luego el de ellos. Parecía imposible dar otro paso, ambos sintieron que ya no tendrían que hacerlo otra vez, su casa estaba condenada a desaparecer y con ella las pertenencias cuyo único valor atribuible era el de conservar recuerdos. No solo Vicente, Hermencia y Tomás todavía elevado en la ebriedad pos inconsciente de la última borrachera, se encontraban ante la expectativa de lo que habría de venir, todo el pueblo a excepción de aquellos que preferían morirse con la isla antes que verla destruida desde poblaciones aledañas. Los minutos siguientes se habían convertido en una espera excesivamente prolongada, todo sucedía en un silencio absoluto, tan profundo que las manecillas de los relojes, ubicadas en algunas muñecas dispersas, eran perceptibles sin el menor esfuerzo. La noche había comenzado a hacer mayor acto de presencia cuando la electricidad del pueblo fue suspendida temporal o eternamente, y fue en ese momento exacto en el que Hermencia sintió que ya nada podría salvarlos. Miró con una calma fingida a sus hombres, quiso decirles adiós, pero un nudo que le subía con fuerza desde el estómago le impidió respirar con naturalidad. El plazo previsto para la llegada de la primera ola se venció y las personas que se encontraban accidentalmente reunidas en el parque Colón comenzaron a tomarse unas de otras y a rogar perdón por errores pasados, a Dios, a un ser querido, incluso a cualquier desconocido con el simple ánimo de sentirse libres de culpa antes de que la muerte los tomara sin enterarse. El minuto siguiente llegó, nadie hizo a un lado la expectativa sobrecogedora, luego el siguiente y el otro, hasta que estos formaron una hora y solo de la noche y de las manos que destilaban agua salada se podía tener conciencia.
Se escucharon algunas voces y con estas, una vulnerable sensación de tranquilidad. Había un viejo sentado en el suelo al que solo se le podía ver por el blanco del cabello, comenzó por toser falsamente y cuando pudo percibir miradas que se le dirigían dijo:
—No se confíen, no se confíen, les digo, en este pueblo son tan incumplidos que hasta las tragedias sufren de retraso. Y luego una negra corpulenta con una voz grave, que parecía de hombre agregó como si se tratara de una confesión pública:
—No… que rabia oiga, ya no voy alcanzar a verme la novela de las ocho. En respuesta, comenzó a crecer una sofocante marejada de voces que se confundían hasta que ya no se entendía nada. El par de viejos optaron por guardar silencio y dejaron que algunas horas se les fueran sin hacer mayor escándalo, hasta que el cansancio los obligó a cerrar los ojos y se consumieron en la comodidad irremplazable del sueño. La noche se había ido y con esta el temor de que la tragedia fuese todavía posible. El aroma de bacalao que tan persistente había estado en el aire del día anterior se había entreverado con un olor inexplicable, después las gentes comenzaron a marcharse paulatinamente. Tomás despertó con ínfulas de una lucidez a la fuerza, observó al par de viejos que dormitaban a su lado y luego el lugar del que no le aparecía recuerdo, se pasó las dos manos por el rostro y dijo en voz alta:
—Siento como si tuviera un terremoto en la cabeza. Hermencia despertó sin el estado de somnolencia que deja el sueño prolongado y lo miró durante un par de segundos, luego endureció la expresión y le contestó:
—Mejor cállate esa cabeza. Vicente se puso de pie con esfuerzo, las heridas reposadas le cobraban las proezas recientes, sonrió satisfecho cuando sintió que cada cosa volvía a su lugar. Comenzaron a caminar y fue Tomás quien ayudaba a su padre a moverse esta vez, cuando avanzaban por el centro del pueblo Vicente dijo con un aire de victoria: —¡oiga¡, menos mal que no hubo tsunami, ¿no mija? Hermencia lo miró serena pero mantuvo su silencio y siguió prestando más atención a cada cosa que veía: tiendas saqueadas, carros y motos destruidos, niños perdidos, madres desesperadas buscando a los suyos, heridos de toda naturaleza, algunos muertos que la policía levantaba con marcas de zapatos por todo el cuerpo, incluso viviendas incineradas. La vieja siguió avanzando junto a sus dos hombres, ya se encontraban en la avenida de la playa, cerca del rancho y el resultado del día anterior seguía apareciendo como las olas del Pacífico que aunque leves, no dejan de estrellarse contra la arena. Redujo un poco su paso para cambiar del lado en el que se encontraba Vicente y le dijo: <<¿quién dice que no hubo tsunami?>>.
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