A mi amo la decrepitud le llegó tarde, pero como a todos que nos comprenden las generales de ley, nadie de los que lo rodeaban y adulaban pareció notarlo. Cuando mi amo entendió ello, a partir de algún momento en particular, que no se precisar, dejó de observarse en los espejos de la casona en que residía. En donde residíamos.
Esto lo digo en el sentido de observarse existencialmente, de escudriñar su identidad o tal vez su alma, como cuando nos acercamos al espejo más de lo recomendable intentando captar algo de nuestro rostro que no se pude apreciar desde lejos. Tal es así que mandó retirar el espejo de su baño particular no sin antes subirse a una silla y declamar a viva voz que, además, las habitaciones siempre se mantendrían a oscuras, sólo con la luz suficiente para realizar los mínimos menesteres diarios. De inmediato sus ojos adquirieron un gris cetrino, añejo, casi muerto, aunque ciertos días recobraban ese brillo que otrora asustaba a todos.
Sin más y de improviso la casa se transformó en un, como decirlo, cementerio de seres cuasi vivos o cuasi muertos. Esto también me incumbe a mí.
Con el tiempo comprendí que todo esto para mi amo era una cuestión científica, o metafísica. Todavía no lo se ni tampoco comprendo cabalmente las diferencias entre ambos conceptos. No se casaba de recitar alguna alocada teoría o idea de no-se-que-filósofo: “un ambiente que está constantemente iluminado –con luz natural o artificial- es asimilable a una persona que saca a la luz todas sus miserias o secretos”, decía mientras hacía círculos en el aire con su dedo índice derecho, supongo que señalando los ambientes de la casa. Los ojos fruncidos, pugnando por salirse de sus órbitas acompañaban de lejos el dedo inquisidor.
Con el paso de los días sus ideas se tornaron insostenibles. Con el paso de los meses, hasta yo comencé a percibir que los ambientes de la mansión se volvieron transparentes, y por lo tanto, concluimos, que nos asimilábamos a los ambientes, en el sentido de ser algo parecido a lugares-seres inhabitables, inabordables, imposibles de comprender, por ende imposibles de algo semejante a la posibilidad de empatizar.
Esa fue su última locura, luego de un tiempo cayó en un sopor cada vez más profundo y más duradero.
Al principio esas ideas cobraban fuerza con el ocaso de la tarde. A los paisajes bucólicos que podía acceder mi amo desde su habitación eran atribuidas sus ideas. Luego se extendió desde las primeras horas matinales y duraba en ese estado de meditación hasta bien entrada la noche, en que yo lo arropaba y hacía dormir, no sin antes navegar por los mares de las ideas intrascendentes, banales o superfluas. Yo era el capitán de su nave filosófica.
Al cabo de un tiempo, un año o tal vez menos, todos los días eran iguales, comprendí que, en definitiva, quería irse con algún secreto a cuestas, con algo sin decir no tan transparente.
Así transcurrían los días. Esos tiempos coincidieron con cálidas y anodinas tardes en que solíamos pasear mientras tiraba de su silla por debajo de las copas de los lapachos que para julio en la estancia comenzaban a florecer. Algunas caían al piso y el empedrado se tiñe de rosa y al pisar las ruedas de la silla de mi amo ellas desprendían un penetrante aroma que aún hoy recuerdo. Las conversaciones eran banalidades propias de la campaña, de una rancia estancia: el agua o la lluvia que llegaría, la tormenta que pasó y su comparación con las de años anteriores, las personas que trabajan en los cultivos y que cada vez son más renuentes a recibir órdenes. Existía un acuerdo tácito. Nada de hablar de nuestro pacto, de lo que mutuamente nos imputábamos.
Según refiere mi amo a estos árboles los plantó cuando era un purrete: «con mis propias manos».
Al final del corredor se encuentra el único lapacho de flores blancas. Mi amo no recuerda quien lo plantó, pues a su nacimiento él ya estaba allí, imponente y solitario en su color. Un antiguo esclavo traído del Paraguay posiblemente deja trasuntar entre dientes mientras su mente se remonta hacia su lejana niñez.
Al resto de mis compañeros de trabajo su amo literalmente les importaba un comino. Estaban allí por el salario, por la comodidad de no tener que hacer mucho por un viejo decrépito y senil que no estaba en condiciones de reclamar nada relacionado con la vida terrenal.
Antes de que se apagara del todo fingí contarle un secreto, un secreto que me abrumaba. Le comenté que había hecho abortar a una noviecita de la adolescencia. Ello, supuestamente, me quitaba el sueño por las noches y era demasiado cobarde para confesarlo ante un sacerdote.
“Eres valiente” se limitó a decir, en un murmullo entre dientes, entre un hilo de expiración. Las palabras le salieron por entre la saliva que se le pegaba a los finos labios opacados por la incipiente muerte. Luego de unos minutos: “Eso fue un crimen, un simple y sencillo crimen, tan concreto como lo que dije hace tiempo, nadie puede vivir con una persona que vomita sus secretos sin ton ni son ¿Me comprende?, porque la confianza que le dispenso mi querido amigo sólo se puede alimentar en la ignorancia o el estado medio del saber y no saber. Esa transparencia, esa luminosidad deshace la confianza que le dispenso.”
Dicho esto ordenó que no lo atienda más. Según mi reemplazante mi sola presencia en su habitación se había tornado intolerable pues había violado una regla.
A la semana tuve que volver a ocuparme de su persona. Tanto por la ineptitud fingida de mis colegas como por lo siguiente: hice correr el rumor de que algo muy profundo me atormentaba, lo del aborto era un secreto conocido por todos, así que instalé en la mente de mi amo la idea de que algo más grave me atormentaba. Así se lo hizo saber un involuntario cómplice.
“Acá estoy mi señor”, le dije aguardando la orden para poder ingresar. Me miró furioso, como reprochando el hecho de haberme convertido en un ser inhabitable. Una fría tarde de otoño, cuando el patio estaba cubierto de hojas secas y rojas, murió, no sin antes decirme: “De joven cometí un crimen”.
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