El teléfono sonó como siempre sonó, mas ese monótono, persistente y remanido sonido despierta de su letargo a Lisandro. Soñaba con oscuros rostros que portaban armas, armas legales, armas azules que se acercaban hacia él junto con un río caudaloso que todo lo arrastra, que todo lo lleva puesto. No alcanza a percibir lo decían esos oscuros rostros pero a medida que se acercaban algunos se transformaban en simios violentos, machos demoníacos, otros en rostros descarnados con sus huesos a la vista.

Como todas las pesadillas las imágenes se suceden sin ton ni son, tal si fuesen ensambladas por un pésimo cineasta. Una cama sin colchón, rostros simiescos, lágrimas, frío y calor a la vez, carne quemada, delación. ¿Los colores se pueden oler en los sueños?. «Tal vez», murmura entre dientes contestándose. Es las pesadillas, sin dudas.

Cuando despierta, como cualquier persona, tiene una horrible sensación en la boca, «los labios empastados», dice Lisandro. «¿A esto no lo soñé ya?» Sí, sin dudas que sí, o no, no lo sabe con exactitud. «Vamos por tí. Vamos por tí» repite al incorporarse de la cama. «¿Qué significa?», piensa.

Afuera llueve. Llueve desparejo y sin desparpajo. Lo peor, la pesadilla, había pasado, pero lo mejor dudo que en algún momento llegue. El teléfono sigue sonando. Corta y vuelve a sonar nuevamente con su escandalosa monotonía.

Atiende. «Tenes que ir ahora, ya» escucha por el tubo del teléfono. La voz es inconfundible. Es Sanabria. «Pero llueve» atina a responder a modo de excusa, «que cagón que soy» piensa para sus adentros. Del otro lado de la línea su interlocutor se permite putearlo y mandarlo sin más a cumplir su tarea. En el juego de los riesgos, los dados están cargados, pucha.

Corta y se viste con lo único que tiene a la vista. Llueve como hace tiempo no lo hace. «Mala pata piensa». Tomo su motocicleta no sin antes calzarse el casco y una campera para la lluvia. «Con esto no me cubro una mierda» habla solo. Así comienza un desenvuelto soliloquio que a nada conduce, sólo a la auto ayuda o auto indulgencia.

Los relámpagos iluminan su camino. Sabe a donde se dirige. Unas cuadras antes de llegar a destino deja la motocicleta estacionada en la calle al cuidado negligente de una farola. Caminando llega a destino. Ingresar es fácil, la cerradura es de las baratas y Sanabria en esos menesteres lo tiene entrenado. Ya está en el interior de la casa. El silencio que reina es sólo interrumpido por el golpeteo incesante de una gotera que comienza en el techo con una chapa mal clavada y que se desliza, por la fuerza de la gravedad, hasta una taza de café que la recibe y contiene.

Una carta o poema con el título “No existes” transcripta con una correcta letra imprenta minúscula se encuentra sobre la mesa del comedor. Llueve. Llueve. La lluvia le viene a la mente porque está empapado y tiritando, ¿de frío?

«Es el primer trabajito que hago enteramente solo. Solo como un boxeador que cuando suena la campana hasta del banquito en que se sienta lo despojan. Lo que daría por un café y las piernas de la Romi. Pero estoy acá» se distrae pensando mientras recorre el interior de la maltrecha vivienda. Tal vez en épocas más gloriosas haya sido un hermoso hogar, hoy transita sus últimos días haciendo juego con la decadencia del barrio.

Asustado de su propia sombra que se proyecta contra las paredes cada vez que un maldito relámpago inunda la casa dice: «No se porqué me dieron el plano. Nunca los supe interpretar». Camina a tientas por una casa que nunca antes pisó. «A la mierda con todas las precauciones, prendo la luz del celular y con eso creo que me alcanzará para llegar a mi objetivo».

«¿Cómo llegué acá? El Rúben Sanabria me vio cerca del club paveando con mis amigos hace unos meses y desde allí caminé hasta la graduación que es el día de hoy. Pero me pregunto nuevamente, ¿cómo llegué acá? La Romi me lo presentó al Rúben. Qué casualidad, R y R. La vida nos abofetea con su casualidades. Ahora estoy cagado, no puedo regresar con las manos vacías».

Lueve. Lueve. No quiero estar acá. Aún recuerdo esos días calurosos como todos los días de enero. Un raro aroma a grasa humana y transpiración dominaba el ambiente de los pasillos de las casas. Las verdes hojas de los árboles caían de sus ramas en evidente signo de agotamiento por el calor. De vez en cuando una tenue brisa del norte sacudía lastimosamente las copas de los árboles. Todas las siestas la misma historia: no salgas porque viene el viejo de la bolsa. Nosotros aguardábamos a que se durmiera nuestra madre para así ganar la libertad. La Romi vivía en una casilla que daba al mismo pasillo en el que se encontraba mi casa. Malditas casualidades.

Ya no tengo deseos de hacer esto. Dudo. Ya se, regreso y digo que no había gente en la casa, que lo hacemos otro día, que yo me ofrezco a intentarlo nuevamente en otra oportunidad, que me borro por un tiempo al Chaco, no sé. Es que la vida misma nos bombardea con sus desdichadas casualidades. La Romi, por ejemplo.

Maldito sea el día que Castro mató al Juanchi, que era el mejor amigo del Rúben Sanabria. Maldita la Romi que me lo presentó. Maldita sea que hoy tenga que morir Castro por arma blanca. Soy un cobarde de mierda, un cagón y Castro, lo sé y me consta, un alto gato que se planta frente a cualquiera.

Ya estoy en la puerta de lo que debe ser un dormitorio, acerco la oreja a la madera de la puerta, es de las baratas, puerta placa, sin pintar. No oigo ruidos, abro, el picaporte cruje como en las películas de misterio y suspenso. Soy un tonto que se enorgullece de captar esas obviedades en estas instancias.

Un trueno me sobresalta y el relámpago que le acompaña ilumina la habitación, la veo toda. Placard de tres puertas, una sola mesa de luz con dos cajones a mi derecha, un velador y una botella de ginebra sobre ella, papeles en el piso de parquet. Una cama de dos plazas, sábanas revueltas, olor a humedad y cigarrillos negros, pero no se porqué siento ese raro sabor a grasa humana y transpiración que reinaba en enero en el pasillo de mi casa cuando era pequeño.

Lento, tan lento como impiadoso un ardor en el estómago me hace soltar el cuchillo que llevo en mi mano izquierda. Un sudor espeso siento en mi camisa a la altura del abdomen. Ahora alcanzo a ver todo, el pasillo, las hojas de los árboles que caen en la vereda donde jugaba, las desdichadas casualidades y Sanabria sentado contra el respaldo de la cama.

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