Cuando llegué al mundo el sol presenció mi nacimiento con ojos vidriosos, como conociéndome mejor que yo apenas toqué con mi frágil cuerpo su planeta favorito, en una pampa de nadie y encima sin árboles. Mi solitaria camada contenía numerosos seres, de la misma especie que yo. Algunos no sobrevivieron al clima, otros fueron robados por asesinos hambrientos de almas.
Llegada la madurez, comencé a probar la carne ajena. Cazaba profusamente aun siendo mi edad y cuerpo austero. Al morir mi madre, vagué por el vasto bosque adyacente a las varias pampas que rodeaban mi planeta personal. Luego de días de caza, dormir en el suelo y en un estado de alerta permanente, llegué ante una imponente construcción, de dudosa procedencia.
El artífice y dueño de la obra, era una mujer anciana de frágil cuerpo. Curioso, me acerqué lentamente. En el bosque rondaban rumores de seres extraños dueños del planeta, que asesinaban y a la vez ayudaban a los desafortunados que encontraban. Para mi suerte, la diminuta mujer era una diosa de bondad. Apenas me vió, todo solitario y todo hambriento, me tendió una mano llena de alimentos, calor, y algo indescriptible que ellos llamaban amor. Me adoptó y cuidó durante tiempos felices y, a mi parecer, indefinidos.
-¡Ay Arturo!, Cada día me cuesta más levantarme. Cada día es más difícil comer, ver, y escuchar. Qué bien que me acompañas en éstos últimos momentos, te lo agradezco-, decía en aires de fingida fuerza. Fue cuestión de semanas en que la vida hizo lo suyo y cobró lo que antes prestó.
Luego de trámites abstractos e innecesarios que los hombres hacían para vivir, que nunca entendí ni nunca entenderé, fui llevado a una casa de olores fuertes e industriales. Se supone que el hombre al que le fui entregado era familiar de mi madre, sobrino, hijo, primo, o amigo incluso, nunca sabré. Tal parecer era el único cercano a ella.
Vivía en una casa apiñada con otras casas, rodeado de basuras y de olores nauseabundos. Usando fuego, y artilugios extraños de tóxico olor, se traslapaba de dimensión, olvidando alimentarme, cuidarme y hablarme. Un día, en un extremo descuido, el detestable hombre dejó uno de sus odiosos artificios encendidos. Por acción y capricho de la propia vida, mi casa fue destruida con mi cuidador dentro por el mismo fuego que éste usaba para matarse indirectamente, para escapar de su realidad tortuosa e inacabable.
Escapé de ese mundo para encontrarme con uno peor. A días de mi escape, encontré árboles grises y duros, de algo llamado concreto, con olor desagradable y de ruido extremo. Abundaban en demasía esos seres que odiaban y amaban, caminando de un lado a otro, ignorando mi presencia, detestándola. El sol salía y la luna se escondía, una y otra vez, como burlándose de mi caminar.
Vagabundo iba, errante y famélico. Destrozando bolsas, buscando algo de comida dentro de la mierda humana. Sufría abusos, golpes y rechazos. Entre mis compañeros de soledad, corrían rumores de humanos que recogían a los problemáticos, contra su juicio, y los encerraban para nunca volver a aparecer. Otros más caritativos, robaban cachorros para regalarlos en calles concurridas a otros de igual calaña. Y otros simplemente nos mataban, por diversión y morbo, sin importar nuestro pasado, nuestras ganas de existir. La comida pasó de platos a bolsas, la vida de vivir a sobrevivir, y el cielo de azul a gris.
Pero algo increíble, rozando lo divino, pasó. A mi degradada nariz, rota y mancillada por la maldad de la ciudad, llegó el santo olor de mi madre. Un escalofrío cálido recorrió cada nervio y pelo de mi gastado cuerpo. Incluso oí su llamado, ese celestial sonido que avisaba la comida y el maravilloso amor, – ¡Arturo! ¡A comer!-, clamaba desde un abismo urbano.
Corriendo despavorido, busqué su procedencia. Corría, corría y corría. Me metía a lugares oscuros, donde camaradas encerrados en jaulas de hierro me gritaban injurias y maldiciones, -¡Intruso!¡Mátenlo, quiere robarnos la comida!¡Es de la calle, merece morir!-, escuchaba en mi adrenalina. Durante el agitado trayecto, venía a mi mente imágenes y emociones, momentos tiernos donde estaba con ella, sintiendo su bello aroma y su hermosa presencia.
Al final del camino me encontré en un bosque de piedras. Pero no eran como los de la ciudad, altas para comunicarse con seres superiores a mi entendimiento y a los de ellos. Éste era lúgubre, callado y lleno de un ánimo pacífico, de descanso. Sentía decenas de almas mirándome, llamándome con los característicos silbidos. En su olor destacaba la soledad, querían de mi compañía, mas debía de llegar a mi destino.
Cuando llegué a la piedra más pequeña, rodeada con algunas flores marchitas por fuerzas externas a las naturales, pude verla. Su carisma, sus arrugas y su santa voz eran las mismas que las que cuando me encontró. –Al fin llegaste Arturo, parece que también te llegó el viejazo. Tranquilo, pronto nos encontraremos-, dijo riéndose. En mi indecible felicidad, aguantando lágrimas y aullidos, me acurruqué encima de su fría piedra.
Pasó la noche y el frío se apoderó de mi cuerpo y de mi alma. No amanecí, dormí para siempre profundamente, acompañado de la mujer que me construyó y forjó a base de un amor puro, incondicional, y humano.
OPINIONES Y COMENTARIOS