Siempre está en la plaza del pueblo, sentada en una vieja butaca de mimbre, rodeada de pequeños cestos con unas cuantas frutas y verduras. De entre todos los puestecillos es el que menos destaca, y el carácter reservado y taciturno de la anciana no ayuda a evitar que sea opacada por otros puestos que pregonan sus artículos y ofertas a pleno pulmón y con viveza. Siendo sincero, nunca le he comprado nada porque me parece una persona muy extraña, cada vez que alguien muestra la más mínima señal de interés en su fruta, dibuja una sonrisa desdentada e inquietante, y tan larga que arruga todo su pálido rostro. Probablemente viva de la pensión y tenga el puesto para ganar algo de calderilla.

Su casa está cerca de la mía, allí cultiva lo que vende, y pese a tener un amplio jardín, es agreste y está descuidado, es posible que cultive sus productos dentro de la casa. Hoy me veo obligado a comprarle al caer enferma la tendera del puesto que suelo frecuentar.

Al llegar me esboza su escalofriante sonrisa y rápidamente, para terminar cuanto antes con la incomodidad que me hace sentir, le indico lo que quiero: cinco mandarinas.

«Ooooh, me temo que solo me queda una», contesta con una voz quebrada y aguda, mientras introduce su mano en la canastilla de mimbre, sacando una sola mandarina. Encima es una mandarina más pequeña de lo habitual y tiene un color raro, pero qué le voy a hacer.

La tomo y le pregunto cuánto le debo. Ella mueve suavemente la mano de lado a lado en un gesto de negación: «Es solo una pequeña mandarina, es absurdo cobrarte por tan poca cosa, llévatela». Después de darle las gracias y hacer algunos recados más en la plaza, me encamino hacia casa con el pensamiento de haber juzgado precipitadamente a la anciana, fue más agradable de lo que pensaba.

Durante el trayecto cojo la mandarina que me regaló con la intención de comerla. Me cuesta más de lo normal introducir el dedo entre los gajos para pelarla, no es nada fácil. No se qué pasa, no puedo introducirlo… Ahora, por fin, pero… la piel está muy unida, por mucho que tire de ella no se separa de los gajos, se están rompiendo y el jugo me chorrea por los dedos y muñecas. Voy tener que sentarme en un banco para hacerlo con tranquilidad. Tengo que pelar la mandarina.

Parece que está cediendo, ¿pero esto es una mandarina, y estos gajos tan extraños? Debo seguir pelándola, quiero verla completamente. Oh dios, ya la veo mejor, menuda exquisitez, que pinta tiene. Las manos me comienzan a sudar de las ansias por seguir arrancando piel y me relamo los brazos para que no se pierda su jugo, tengo que seguir pelándola, más, más, más… ¡Ya la veo completamente, dios mío, debo seguir pelando!

Mi regazo se empapa de jugo y saliva que me gotea de la barbilla, no puedo evitar que mi mandíbula caiga bebeante al admirar los extraños y blanquecinos tonos pulsantes de esta mandarina, casi como si una luz yaciera en su interior, completamente embriagadora. Su olor, parecido al de una mandarina común pero con cierto aroma a tierra, me invita a inspirar profundamente, poniéndome la piel de gallina en un placentero escalofrío. Sus gajos ondulados y arrugados me llaman a que los acaricie y provocan en mi nublada mente el fervoroso deseo de seguir arrancando piel, muchísima más.

Los dedos me tiemblan. Los jugos siguen chorreando y se empiezan a mezclar con mi sangre, resultando en un espeso líquido color azafrán de sabor delicioso. Tengo que seguir pelando. No. Tengo que conseguir más mandarinas, seguro que esa vieja del demonio se las guarda para ella. Corriendo, llego a casa de la vieja, golpeo la puerta pero no contesta, mis manos despellejadas y en carne viva me duelen al llamar a la puerta, merece la pena algo más de dolor por algunas más de estas. De un puñetazo reviento el cristal de su ventana y me cuelo, su casa parece abandonada, prácticamente inhabitable, pero me da igual cómo viva, quiero encontrar sus cultivos.

Tras buscar y buscar, finalmente encuentro sus cultivos en el sótano y por poco me da un infarto del éxtasis que siento, me cuesta hasta respirar al presenciar este paraíso terrenal. Entre estas cuatro paredes de madera decrépita plagadas de telarañas, los tablones del suelo están arrancados casi en su totalidad, algunos bruscamente, y medio metro por debajo de donde debería encontrarse el suelo, tierra de cultivo perfectamente arada y separada por hileras de frutas y verduras de un aspecto obscenamente sabroso. No soy digno de comerlas, aún ni siquiera me he comido la mandarina que me regaló ella. De un salto entro al terreno de cultivo y lo beso, eso es lo máximo que merezco, y ya me considero el más afortunado de este mundo.

Mientras mis labios se llenan de tierra, mis manos se hunden en ella y dejan de responderme, desentierro una para comprobar que lo que antes era carne viva y sanguinolenta ahora son huesos que parecen estar empezando a mezclarse con la tierra. Lejos de aterrarme, acepto mi destino sintiéndome mucho más afortunado que antes, si es que eso era posible. Estas plantas quieren que forme parte de ellas, que las nutra.

La tierra ya casi me ha llegado a los órganos vitales, tengo medio cuerpo enterrado, y en mis últimos momentos de vida escucho los pausados pasos de la vieja bajando por las escaleras, que crujen a sus pies. Aparece ante mi y se me queda mirando con la misma sonrisa escalofriante que muestra cuando alguien se acerca a su puestecillo, con dificultad desciende al campo de cultivo y agarra la mandarina que me regaló… no… no lo hagas vieja bruja, no eres digna de ella. ¡¡No!! Puedo ver esos maravillosos gajos ser aplastados por sus encías sin dientes mientras se ríe a carcajadas de mí, sus arrugas se desdibujan sutilmente. No… eres… dig…

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