A la entrada del hostal, Francesco esperaba su turno para registrarse. Delante de él había una chica a la que ya estaban atendiendo. Escuchó que se llamaba Laura Pellegrini, y cuando ella terminó, se dio la vuelta y entonces Francesco le vio la cara; era una chica preciosa que le sonrió. Francesco la había visto antes, estaba seguro, pero no podía recordar dónde. Por fin le llegó su turno, le dieron la llave y subió a su habitación.

   Una vez instalado, cogió el plano de la ciudad y salió del hostal. Quería visitar algunos sitios que estaban algo retirados del centro. Consultó el plano y echó a andar junto a la orilla de un canal. Casi al final del mismo encontró el edificio que buscaba: el antiguo Ospedale della Pietá, orfanato y escuela de música para niñas de la que Vivaldi había sido director.

   Se quedó un largo rato mirando la entrada de la actual Iglesia de la Pietá, desdibujada a esas horas por la niebla, como si en cualquier momento Antonio Vivaldi fuese a aparecer por la puerta y acercarse a saludarle. En aquel lugar, que parecía irreal, todo era posible.

   Después de un rato, Francesco anduvo errático, buscando otros edificios históricos, pero no tuvo éxito. Sólo podía imaginarse que en aquel lugar, hacía siglos, estuvo el Teatro San Cassiano, donde por primera vez, se representó una ópera; o en aquel otro, donde se levantó la casa natal de Giocomo Casanova. Por casualidad llegó a una plaza rectangular con un pozo en uno de sus extremos. Estaba tenuemente iluminada y la niebla alfombraba ya todo el suelo. Se hallaba vacía y en un gran silencio.

   Mientras la contemplaba, empezó a fabular el aspecto de la plaza un día por la mañana, hacía 300 años:

   Está llena de tenderetes desde los cuales, los vendedores llaman la atención de los posibles compradores pregonando sus mercancías a grandes voces. “Mire qué tomates tengo” o “Pruebe este salchichón, aquí tiene una raja” o “Huela este queso, no querrá comer otro”. Y todo ello, sin dejar de gesticular. En el centro de la plaza, subido sobre un cajón, un charlatán proclama las cualidades de su elixir: igual alivia un lumbago que cura la tisis, el reuma que una pulmonía, es un producto milagroso. Y alzando su mano, levanta una botella para que la vea todo el corrillo de gente desocupada que le escucha. La plaza es un torbellino de público y de voces.

   Sin embargo, los alrededores del pozo se hallan despejados, sin tenderetes, solo hay mujeres que aguardan su turno para llenar los cántaros, mientras charlan en su dialecto local. De vez en cuando, surge una discusión con alguien que pretende colarse. Se oyen risas, voces…y el continuo gemido de la garrucha cuando sube el cubo lleno de agua.

   Dos manos calladas se posan sobre el brocal del pozo. Para Francesco forman parte de la ensoñación. Pero una voz le saca de la misma. 

   – Hola, nos vimos en el hostal esta tarde, ¿te acuerdas?, me llamo Laura.

       – Eh… ah… sí… esto… claro que me acuerdo. Hola Laura, soy Francesco. Perdona, estaba distraído, no te he visto entrar en la plaza. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

       – Pues he salido del hostal y me he ido hacía el centro, quería ver qué ambiente había, ya sabes, pero me he sentido como un bicho raro, todo el mundo iba disfrazado y yo, ya ves, con este vestido, así que me he vuelto y me he perdido. Con tantos canales que se cruzan, esto es como un laberinto. ¡Qué suerte haberte encontrado.

       – Bueno, pues si quieres, vamos hacia el hostal, está muy cerca.

       Salieron de la plaza y en el camino fueron hablando de sus disfraces. Laura se pondría uno que había heredado de su madre, que murió cuando ella era muy pequeña. Esta iba a ser la primera vez que se lo pusiera. Era el traje de una dama corriente, no de una gran dama, porque los adornos que llevaba no eran caros. El abanico y el antifaz los había tenido que comprar, los de su madre estaban muy estropeados. El traje era sencillo pero muy bonito, en color violeta, su color preferido.

       Francesco, que trataba de recordar inútilmente de qué conocía a Laura, confesó que su disfraz era alquilado. Era un traje muy corriente: casaca gris, pantalones ajustados debajo de la rodilla, también grises, medias granates y chaleco haciendo juego con las medias. Lo que le daba carácter al disfraz era la máscara. Esa la había comprado: era la del doctor Peste, que Laura conocía.

       Llegaron al hostal. Al despedirse, Laura sugirió ir juntos a la fiesta de Carnaval. 

       – Estaba a punto de proponértelo.

         Al día siguiente, martes, las calles estaban atestadas de gente que se dirigía a la plaza principal, el sitio de donde partiría el desfile, así que Laura y Francesco, disfrazados, caminaban muy despacio, al paso de las máscaras que les precedían. De pronto, de un callejón salió un grupo de personas disfrazadas de esqueletos, que se dirigía en dirección contraria a la de ellos. Francesco sujetó a Laura por la mano, pero a pesar de todo, el grupo se abrió paso entre los dos y cuando terminó de pasar, Francesco ya no vio a Laura, la chica había desaparecido. Francesco miró a un lado y otro, pero las máscaras que venían detrás le empujaban y no podía detenerse. Consiguió llegar a un puente que se levantaba por encima del nivel de las aceras, un buen observatorio para localizar a Laura. Sin embargo, aunque se fijó en multitud de disfraces parecidos, ninguno era el de ella.

         Esperó a que terminase de pasar todo el gentío y entonces volvió al hostal. Tal vez Laura habría regresado o quizás hubiera decidido acudir sola a la fiesta, o le estuviera buscando…

         Al día siguiente, preguntó al portero por Laura. No, anoche no regresó, le dijo. Empezó a preocuparse y decidió ir a la policía. Había que esperar para poner la denuncia, no hacía ni 24 horas de la desaparición. Tuvo que volver al día siguiente. El agente que estaba de servicio era el mismo del día anterior y se acordaba de Francesco. Al verle le dijo que, precisamente, un señor había ido a denunciar la desaparición de su hija, llamada también Laura, y que aún se encontraba en la comisaría. Parecía que los dos querían denunciar la desaparición de la misma persona.

         Francesco se acercó a saludarle y en cuanto se presentó, el hombre se abrazó a él, lo que no dejó de sorprenderle. Se llamaba Giacomo Pellegrini y sí, había ido a denunciar la desaparición de Laura. Francesco le ayudó a cumplimentar la denuncia, pues nadie mejor que él sabía en qué circunstancias había desaparecido. Después ambos salieron de la comisaría y fueron hasta el hostal, donde Giacomo recogió las pertenencias que su hija había dejado en la habitación. Al despedirse, Francesco le dio su correo electrónico y quedaron en escribirse, sobre todo si Giacomo tenía alguna noticia de Laura.

         Pasaron unos días y Francesco volvió a su trabajo. El curso estaba finalizando y tenía que empezar a preparar el siguiente. Este año, entre los alumnos y él habían elegido a George Bernard Shaw y Francesco tenía que preparar una adaptación de Pigmalión para que sus alumnos la estudiaran y pudieran representarla al finalizar el curso.

         Una noche Francesco recordó de qué conocía a Laura: su salvapantallas era una reproducción de “La primavera”, de Boticelli. Laura tenía la misma cara que Flora, la misma melena rubia encuadrándole el rostro, la misma nariz, los mismos ojos, la misma boca…

         Aunque concentrado en su trabajo, Francesco no conseguía olvidar a Laura y cuanto más se acordaba de ella, más se culpaba de su desaparición. Tal vez si la hubiera sujetado de la mano con más fuerza… si hubiera elegido otro camino para ir, si… No hacía más que darle vueltas a la cabeza. ¿Dónde estaría Laura ahora?

         Al mes, Francesco recibió un correo. No, no había noticias de Laura. Giacomo sólo le escribía para que le contase cosas de ella. Como le suponía enterado, Laura había perdido a su madre cuando tenía cinco años y él, que por su trabajo estaba continuamente en el extranjero, tuvo que dejarla con su madre, la abuela de la niña. Cuando Laura se hizo mayor se escribían con frecuencia y por eso sabía que su hija y él se habían conocido en el trabajo y que se habían hecho novios.

         A Francesco le extrañó el correo de Giacomo, sobre todo cuando hablaba de su relación con Laura. Tendría que aclararle la situación.

         Siguió leyendo.

         A Giacomo le gustaría saber más de su hija. El padre de Laura se había perdido toda su infancia y eso le afectaba mucho, se sentía un extraño en su vida. Francesco, conmovido, decidió seguirle la corriente, al fin y al cabo, ¿qué trabajo le costaba?

         Le contestó lo primero que se le ocurrió: a los dos les apasionaba la música clásica, en particular Vivaldi y Mahler. Laura daba clases de música y había formado una pequeña orquesta con sus alumnos. De vez en cuando, daba algunos conciertos en otros Centros Culturales. Y aunque él trabajaba en el mismo Centro, daba clases de arte dramático. Francesco creía que la música era una de las cosas que más les había acercado.

         Giacomo no tardó en contestar. La afición de Laura por la música le venía de su madre, sin duda. Y, a propósito ¿seguía tocando el violín?

         Francesco, que estaba muy ocupado con su trabajo, tardó algo en contestarle. Desde luego que lo seguía tocando, respondió Francesco, aunque se dedicaba más a dirigir que a tocar.

         Así siguió la correspondencia entre Giacomo, que preguntaba, y Francesco que respondía lo que pensaba que a él le gustaría leer.

         Esa particular forma de comunicarse siguió durante todo el verano hasta que, próximo a empezar el nuevo curso, Francesco fue un paso más allá.

         ¿Le había hablado Laura del día que fueron a patinar? Habían inaugurado una pista de patinaje cerca de casa y una tarde fueron allí. Laura patinaba de maravilla y gracias a ella pudo dar algunos pasos en la pista, aunque estuvo más tiempo en el suelo que de pie.

         ¿Y qué decir del buen gusto que tenía Laura para decorar la casa? Y todo gastando poco dinero. Laura recorría los mercadillos de segunda mano y encontraba verdades joyas. Giacomo podría comprobarlo cuando apareciera Laura y lo celebraran en la casa que ambos compartían.

         Este cambio en la correspondencia se afianzó y Giacomo parecía estar encantado de descubrir todas las cualidades de su hija que, hasta entonces, había ignorado.

         Al cabo de unos meses, Francesco fue consciente de que se había metido en un juego -si así se podía llamar- muy peligroso, porque no se limitaba a contestar las preguntas de Giacomo, sino que le daba datos sobre Laura que Giacomo no le había pedido, datos, naturalmente, que él se inventaba.

         Francesco se prometió abandonar el juego, incluso contarle a Giacomo la verdad: que se habían conocido el día anterior a la desaparición de Laura y, que por supuesto, nunca habían sido novios. Pero, lo mismo que sucede con las buenas intenciones de un alcohólico al día siguiente de una borrachera, esa promesa duró el tiempo que tardó en escribir de nuevo a Giacomo. Y Francesco siguió dando vida a una Laura perfecta.

         Un día llegó un nuevo correo del padre de Laura, pero esta vez era distinto: Laura había aparecido. La habían encontrado vagando por la calle y la habían llevado al hospital, aún llevaba puesto lo que parecía haber sido un disfraz. La policía había estado con ella, pero Laura no recordaba nada, parecía haberse quedado con la mente en blanco. Después, al parecer, se había dormido. Los médicos decían que era cuestión de tiempo, que había que dejarla descansar.

         Camino del Hospital, donde había quedado con Giacomo, Francesco se preguntaba si Laura se habría despertado, si se acordaría de él, si recordaría su vida en común, los momentos que habían pasado juntos, los conciertos, los viajes …Pero ¿y si no era así? ¿y si no volvía a despertarse, a recuperar la memoria? Sintió un nudo en la garganta, notó que le zumbaban los oídos y que le faltaba el aire.

         No, no hay ninguna novedad, Laura sigue dormida, le informó Giacomo. Entraron juntos en el hospital y llegaron a la habitación que, a modo de antesala, disponía de un espacio pequeño con algunos sillones para las visitas. Al fondo un gran cristal hacía las veces de pared. Tras él se podía ver una habitación como todas las habitaciones de los hospitales: con una mesilla, un armario, los artilugios para colgar el suero, la toma del oxígeno y, en medio, una cama.

         Una cama vacía.

         Se quedaron largo rato mirando, callados. Luego salieron.

         -Está muy demacrada, ¿no crees?, preguntó Giacomo.

         -Sí, muy demacrada, asintió Francesco.

      Diciembre 2020

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