“EL BRACERO”

Por Víctor Manuel Jácome

Cornelio distaba mucho de ser aquel hombre tranquilo, taimado, respetuoso, mal vestido y desaliñado, que vagaba como fantasma diariamente por las calles empedradas y terregosas de su pequeño pueblo natal. Esta vez, su presencia en San Timoteo de las Cruces luego de tanto tiempo de ausencia, no pasaba desapercibida para nadie y mucho menos para las muchachas a quienes ahora tenía embobadas como un moderno “Don Juan”, elegantemente vestido, pulcro, parlanchín, dicharachero y sobretodo con muchos dólares y anécdotas que había traído del extranjero, además de un potente automóvil convertible.

Realmente el haberse aventurado a ir a los Estados Unidos en donde se contrató como lavatrastes en un bar latino durante cinco años, le había producido un verdadero cambio en su vida, permitiéndole superar la pereza mental en la que estaba hundido en su pueblo, viviendo sin pena, ni gloria.

Nadie se explicó nunca cómo fue que decidió irse de bracero, ni quien lo ayudó, pero el cambio estaba a la vista y había que ver ahora como lo recibía la muchachada.

A cualquier lugar que se presentaba cargaba con su enorme radio portátil sonando los últimos éxitos del momento. De inmediato sus amigos de generación y los recién formados adolescentes del pueblo le hacían rueda para escucharlos y sobretodo para oír de su propia boca, las miles de anécdotas que le habían ocurrido allende el Río Bravo, donde planeaba regresar al concluir sus vacaciones.

En cuanto tocaba el tema de su regreso a San Francisco, los jóvenes deslumbrados por la posibilidad de abandonar el terruño y cambiar de vida, le demostraban su interés y deseos de acompañarlo. No se podían sustraer al encanto del viaje a tierras extrañas, que como por arte de magia, transforma a nuestros paisanos y que inclusive los hacía ver hasta guapos, como lo constataban en el propio Cornelio, su amigo de la infancia.

Esa ilusión fue manipulada hábilmente por Cornelio quien a cambio de la promesa de llevarlos a Norteamérica fue actualizando en las cuestiones sexuales a los hombres y mujeres más interesados.

La muchachada fue advertida por Cornelio que los Estados Unidos es un país muy avanzado en todo, por lo que “la mochila de prejuicios” hay que dejarla antes de cruzar la frontera, ya que el sexo se convierte en una llave maestra para no padecer hambres, sobretodo si se es joven como era el caso de quienes lo estaban escuchando.

Una vez adentrado en el tema y sobretodo cuando constató que nadie de los ahí presentes se asustó de lo crudo de sus palabras, se lanzó a fondo:

“Por ejemplo, los hombres deben entender que el ser bisexual no tiene nada de malo y antes al contrario los puede ayudar para pasar algunos días con alimentos y techo seguro. Todo lo que hay que hacer es irse a un baño público y contactarse. Lo demás es fácil”.

“En cuanto a las mujeres — agregó — les recomiendo de antemano, que el cuidado de su virginidad es un obstáculo para poder desarrollarse en ese país, porque se puede perder una invitación o ganar algunos dólares fácilmente, sobretodo si no tienen donde dormir o no han logrado conseguir un trabajo fijo. Eso se ve hasta en las películas”. — les dijo, además de aleccionarlas en el uso de anticonceptivos orales.

Más pronto de lo que se imaginaron, las sesiones prácticas superaron a las teóricas y la mayoría de los seguidores de Cornelio eran ya entre sí íntimos. La modernidad había llegado a San Timoteo de las Cruces.

Ansiosos de emprender el viaje, un domingo en la mañana, varios amigos que habían reunido suficiente dinero para emprender la aventura se dieron cita en casa de Cornelio para determinar la fecha exacta de la partida a “la tierra prometida”.

Al llegar a ésta, Anselmo, el hermano menor de Cornelio les informó que éste se había sentido muy enfermo en la madrugada, por lo que al despuntar el alba, sus padres lo habían llevado a la clínica de campo del poblado vecino.

Los jóvenes no creyeron en las palabras de Anselmo, y decidieron comprobar por sí mismos esa versión. El pueblo vecino estaba cerca, así que en media hora confirmarían esa desagradable noticia, que postergaría por un tiempo su ida a los Estados Unidos.

Sus dudas se aclararon al llegar a las instalaciones de la pequeña clínica de campo en donde se entrevistaron con los padres de su amigo, quienes visiblemente preocupados, les informaron de la inesperada situación que así como que esperaban informes del médico para conocer la enfermedad que afectaba a su hijo.

— ¿Qué tiene mi hijo doctor? — preguntó la madre en cuanto vio acercarse al médico que lo atendía.

— No puedo decirles con exactitud todavía. Los síntomas son muy confusos. Todo parece indicar que es una tifoidea, pero no estoy muy seguro, es necesario que lo traslademos a nuestro hospital de zona más cercano para que le practiquen varios análisis y ahí les podrán informar exactamente que es lo que tiene. Podemos aprovechar que está aquí la ambulancia para que se lo lleven de una vez. Puede acompañarlo uno de ustedes. — dijo el médico que cumplía un año de prestar en ese pueblo vecino su servicio social.

Un mes después, la palomilla de jóvenes modernizados por Cornelio enterraban, junto con el ataúd de su amigo, los sueños de viajar a San Francisco y dejar atrás las largas y angustiosas tardes en San Mateo de las Cruces, que no obstante gracias a las enseñanzas de su difunto guía modernizador, ahora eran menos aburridas.

Inconsolables, los orgullosos padres de Cornelio, nunca entendieron qué enfermedad les arrancó de su lado a su hijo. “Que si tifoidea; que de la sangre; que de un tal SIDA contagiado en los Estados Unidos; sepa Dios”. En fin, ya qué importaba. No contarían más con él y su ayuda. Aquellos “dolaritos”, que al final de cuentas eran ahora su mayor preocupación porque ya se habían acostumbrado a la buena vida.


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