El atentado de la calle del Turco

El atentado de la calle del Turco

Nunca
había hecho caso a ninguna de las amenazas y anónimos que recibía
a menudo, desde que ejercía el cargo de presidente del Consejo
de Ministros.
Antes al contrario, estaba convencido de que podría volver a salirse
con la suya tal y como acostumbraba a lograr en su vida. Hacía poco
más de un mes (16 de noviembre de 1870) que las Cortes
Constituyentes habían optado por ofrecer el trono español al duque
de Aosta Amadeo de Saboya, hijo del rey Víctor Manuel II de Italia,
en una votación que significó un escarnio para el ambicioso
pretendiente Antonio María de Orleáns,
duque de Montpensier, hijo del rey Luis Felipe I de Francia ─en
el exilio─ y
cuñado de la depuesta reina Isabel II. El francés solo cosechó 27
votos, frente a los 191 emitidos a favor de su rival italiano y los
60
que fueron para la opción republicana.

Como
adalid del éxito de Amadeo, el general Juan Prim y Prats, de 56
años, también
titular
de las carteras de Estado y Guerra, además de capitán general de
los Ejércitos, conde de Reus y marqués de los Castillejos, estaba
en la cúspide de su poder. Él era quien cocinaba los entresijos de
aquella España abierta en canal por La
Gloriosa

revolución de septiembre de 1868, que envió a Isabel II al exilio y
otorgó el poder del Estado a los liberales y progresistas que,
finalmente, le auparon a la jefatura del Gobierno.

Desde
hacía más de un año el militar desempeñaba su
cargo bajo la Regencia
provisional de su correligionario el general Francisco Serrano y
Domínguez, duque de la Torre. El
famoso
amante de la reina ─el general
bonito

le apodaron─ entregado a la pasión del ejercicio del poder y
el cultivo de las tramas conspirativas, al igual que Prim, debía su
prestigio revolucionario al hecho de haber resultado vencedor en la
decisiva batalla del Puente de Alcolea (Córdoba, 28 de septiembre de
1868), derrotando a las tropas realistas en
las
orillas del Guadalquivir.

Serrano
impidió que
los isabelinos accedieran
a la capital cordobesa por aquel gran puente ─levantado
por Carlos III─,
combatiendo
en contra de su
oponente Manuel
Pavía y Rodríguez de Alburquerque, otro
famoso general al
que hoy recordamos por haber disuelto ─entrando a caballo en el
Palacio del Congreso─ las Cortes de la Primera
República española (3 de enero de 1874). Quizá
por ironías de la historia, Pavía volvería
a entregar todo el poder al duque de la Torre tras protagonizar su
histriónico golpe de Estado. Pero no adelantemos los acontecimientos
y centrémonos en desentrañar
el complot
del
asesinato ─por
primera vez en la historia moderna de España─
de un primer ministro, ejecutado en la persona de uno de los más
eminentes militares y políticos liberales que alumbró nuestra
Nación.

Aquel
27 de diciembre de 1870 el país aguardaba la inminente llegada al
puerto de Cartagena de la fragata Numancia
─el primer buque blindado en dar la vuelta al mundo y famoso por el
combate de El Callao─, en la que viajaba a bordo el futuro rey
Amadeo I de Saboya, quien había embarcado en el italiano de La
Spezia. En el
Palacio de las Cortes
de la Carrera de San Jerónimo, Prim acababa de conseguir la
aprobación de la asignación presupuestaria para el sostenimiento de
la nueva Casa Real, cifrada en un monto de 4.000
duros diarios. Tan solo le restaba firmar algunos papeles en su
despacho del Parlamento y
dar a sus subordinados las instrucciones oportunas para ultimar su
viaje a Cartagena al día siguiente, en donde se proponía recibir al
monarca con todo el boato propio del feliz acontecimiento.

Eran
alrededor de las 19 horas cuando el general se dispuso a abandonar el
Hemiciclo, tras despedirse con su habitual cortesía de algunos
diputados y ministros, incluidos Francisco Pi y Margall, Nicolás
Salmerón y Emilio Castelar, los tres líderes del Partido
Republicano Federal
opuestos
a la restauración monárquica; pero siempre
reacios
a cualquier pronunciamiento o sublevación armada para lograr la
proclamación de una
república.
Sin embargo, poco antes de salir a la calle por la puerta del Palacio
que da a la pequeña calle de Floridablanca, el presidente no pudo
evitar el tener que cruzar unas tensas palabras con un exaltado
diputado republicano, quien a modo de vaticinio y sabiendo quizá lo
que le aguardaba a su rival político, le espetó con desprecio:

¡Mi
general, tenga por seguro que a cada cerdo le llega su San Martín!

Aquel
diputado no era otro que José Paúl y Angulo, un joven jerezano de
32 años, hijo de una familia de afamados bodegueros y director del
periódico El
Combate,

un
panfleto subversivo en
el que ya
había pedido públicamente
la cabeza de Prim: «…por
haber traicionado los ideales de la Revolución»,

según
la tesis que argumentaban los republicanos. A
pesar de haber
sido amigo del
general en
su
exilio londinense, Angulo lo
abordó de mala manera cuando Prim se
despedía
del
presidente de la Cámara, Manuel Ruiz Zorrilla y de
Práxedes Mateo Sagasta, entonces
líder
de la Unión
Liberal.

De
ahí que, algo disgustado por aquel desabrido encuentro, Prim
se encaminara a su coche asistido por Sagasta,
quien se había encarado con Angulo saliendo en su defensa.

Recordemos
que tanto Zorrilla como Sagasta eran
dos
destacados miembros de la Orden
de la M
asonería,
con
los que el general compartía sus ideales fraternos y
revolucionarios. Más
adelante, entre 1876 y 1881, Sagasta sería el Gran
Maestre y Soberano Comendador del Gran Oriente de España,

una de las obediencias masónicas más importantes de su tiempo. Y
restándole importancia
al incidente, los
dos
«compañeros»
se
despidieron cordialmente, aunque Práxedes observó
que un individuo llamado Montesinos, secretario de Angulo, salía
a toda prisa del recinto camino
de
la calle del Sordo (hoy, Zorrilla), advirtiendo
a su amigo sobre los rumores que circulaban por Madrid respecto a una
conjura
contra su persona
y la conveniencia de que sus colaboradores y él mismo fueran
armados.

Ya
era
noche cerrada y
caía una copiosa nevada en
Madrid,
pero en
la calle lo esperaba
su cochero Ramón Martínez, en
compañía de
un lacayo. Ambos estaban subidos al pescante de una ligera berlina de
color verde olivo,
tirada por dos caballos, y embozados en sus gabanes para soportar
mejor el intenso frío. Un ujier de las Cortes, vestido con su
levita, le abrió al general la portezuela derecha del vehículo, y
Prim se acomodó lo mejor que pudo en el lado opuesto
del asiento de atrás, dejando sitio a sus dos ayudantes habituales:
el coronel Juan Francisco Moya ─encargado de velar por su
seguridad─, que se sentó enfrente
de
él,
y su fiel secretario personal Ángel González Nandín,
quien lo hizo a su lado. Por
desgracia,
ninguno de los dos hombres portaba
un arma porque
el presidente se lo tenía expresamente prohibido, para que nadie
pudiera pensar «¡que el
héroe de los Castillejos tuviera
miedo!»

Con
un trote ligero de los animales, el carruaje emprendió su ruta
habitual hacia el Palacio de Buenavista, sede
del Ministerio de la Guerra en
donde Prim había ubicado su residencia oficial, o
bien hacia
la logia ubicada en la calle Barquillo, a donde él solía acudir.
Cubrir los poco más de setecientos metros de distancia que separan
ambos palacios, equivalía a menos de diez minutos de trayecto a
bordo del coche, rodeando la trasera del Congreso para acceder a la
calle del Turco (actual Marqués de Cubas) bajando por la del Sordo.
De ahí que en Madrid se popularizara la coplilla que cargada de
intención chistosa proclamaba: «¡Sordo
a los avisos, el general bajó por Sordo!»


La
celada

Sin
percatarse ninguno de los cinco
ocupantes
de la berlina, de las tenues llamas de cerillas que algunos
individuos encendían a su paso, el vehículo enfiló la calle del
Turco y una vez dentro de ella, Ramón observó que había otros dos
carruajes atravesados a la altura de la tapia del jardín del palacio
del marqués de Casa Riera, casi esquina con la populosa calle de
Alcalá. El cochero tiró de las riendas y aplicó el freno,
deteniéndose en medio de la calzada tapizada de blanco por
la densa nevada. Unos segundos después, el coronel Moya se bajó por
la portezuela derecha del habitáculo, para tratar de solventar la
situación; pero alarmado
vio
cómo dos
grupos de hombres cubiertos con amplias capas rodeaban el
coche provistos de lo que le parecieron carabinas o retacos
atrabucados, mientras que uno de ellos esgrimía en alto la pistola
que empuñaba con su mano derecha.

El
más decidido de la media docena de asaltantes
que se aproximaron a la pequeña berlina rompió el cristal de la
ventanilla izquierda
con
el
cañón
de su arma, a la vez que con voz desafiante advertía a los de
dentro:

¡Encomendaros
a Dios y preparaos…, que vais a morir!

Estupefacto,
González Nandín vio asomar el arma dentro del coche y solo tuvo
tiempo para gritar: «¡Cuidado,
mi general!»

Al tiempo que de
manera casi
refleja
ambos
se aplanaron
sobre el testero del carruaje y
oyeron
como Moya les gritaba desesperado:

¡Bájese
usted, mi general…, que nos hacen fuego!

Casi
de inmediato, se produjo la detonación de varios retacos
al unísono, seguida de una segunda orden para volver a disparar:
«¡Fuego,
puñeta!..
¡Haced fuego!..»,

y la descarga, esta vez a través de la portezuela derecha, de las
armas
de
tres o cuatro hombres embozados que
arrojaron su metralla en diagonal, para no herirse entre sí los
asesinos. Todos los cristales del coche se quebraron, y uno de los
sicarios
logró hacer fuego por
segunda vez introduciendo
el cañón de su trabuco dentro de la berlina, tan cerca del
presidente que la cara de Prim quedó marcada por los impactos de los
granos de pólvora. Horrorizado, su férvido Nandín
trató
de
desviar el tiro
con un movimiento reflejo o desesperado para
proteger a su
mentor,
interponiendo su brazo derecho en la trayectoria del arma. La
munición le destrozó la mano, que quedó convertida en jirones de
carne abrasada, mientras que las esquirlas de sus huesos se
incrustaban en la tapicería del
coche al
igual
que
las
postas de plomo.

La
cobarde agresión apenas duró unos segundos, el tiempo que Ramón
Martínez y
Moya tardaron
en reaccionar, golpeando el
cochero con
su látigo tanto a los sicarios
como a los caballos, hasta lograr romper el cerco subiéndose por la
acera y atropellando
a varios de sus atacantes, gracias al empuje de los
dos
corceles
ya
encabritados.
Rápidamente, con
Moya asido por fuera, el
coche cruzó a la carrera la calle Alcalá, consiguiendo
eludir
a
una segunda patrulla de embozados apostados en esa calle y
enfiló
la del Barquillo, accediendo al recinto
del Ministerio
de la Guerra por la primera puerta de la verja perimetral que
encontró abierta, con su conductor hecho una furia y pidiendo
socorro a voces, soliviantando a los soldados del cuerpo de guardia.

Al
llegar al pie de la escalinata de la puerta del palacio,
correspondiente a la fachada de la calle de la Reina ─que
hoy lleva el nombre de Prim─,
los dos heridos descendieron del vehículo con la ayuda de Moya y el
cochero, sin esperar la ayuda
de los hombres que se acercaban a ellos corriendo. Dicen los testigos
que el presidente subió por su propio pie los peldaños de esa
escalinata, apoyándose en la barandilla con su
brazo derecho,
pero
dejando en el suelo un reguero de sangre. Al encontrarse con su
mujer, la mexicana Francisca Agüero González, que
alarmada por el eco de los disparos ya había salido a su encuentro,
Prim
le esbozó un gesto tranquilizador, asegurándole que sus heridas no
revestían gravedad, y que gracias a la cota de malla que llevaba
puesta y le
protegía el torso: «¡se
había librado de lo peor!».

Y
en efecto, cuando los militares revisaron la berlina ─que
hoy se conserva en el Museo del Ejército,
en
el Alcázar de Toledo─,
contaron hasta
quince impactos de balas, y en el propio gabán que vestía el
general, una
docena
de
agujeros.
Seguramente la cota de malla debió detener mucha metralla, pero
no
obstante, los disparos le habían sepultado hasta
ocho
plomos en su cuerpo, repartidos por el pecho, hombro y brazo
izquierdo, además de tener atravesada la palma de su mano derecha y
dañados los dedos, presentando otras heridas de menor consideración
sobre la cara y el torso.

En
cuanto llegaron los médicos, avisados con la premura que requería
la gravedad de lo sucedido, el doctor Losada ─su médico de
cabecera─ y su colega el doctor Lladó, no tuvieron más remedio
que amputarle de inmediato la primera falange del anular de la mano
afectada, quedando pendiente la del índice. Con todo, lo más
preocupante era el trabucazo que su paciente había recibido sobre el
hombro izquierdo, que le impedía mover el brazo, de ahí que
operándole en un
consternado
silencio, los galenos prolongaran su intervención durante varias
horas, y a eso de las dos
de la madrugada le habían extraído siete proyectiles y diversas
astillas punzantes de los
huesos.

Por
su parte, su
ayudante
Nandín
fue trasladado con urgencia a la Casa de Socorro de
la calle de la Ternera, muy próxima
a la Puerta del Sol, y
en donde en 1808 había muerto el capitán Luis Daoiz, héroe del Dos
de mayo.

Allí
le tuvieron que amputar la
mano
destrozada
y
le curaron de otras muchas heridas.
Entretanto, la noticia del atentado ya
corría
como
la pólvora por
los mentideros de la capital, y la Secretaría de la Presidencia, en
connivencia con la Regencia del
general Serrano,
mentía sobre la gravedad de lo ocurrido restándole importancia. Sin
duda, las autoridades procuraban evitar sembrar la alarma, en un
momento político en el que resultaba preciso mantener la calma en
todo el país. Incluso el mismo
Prim
estuvo de acuerdo en ocultar su postración en el lecho, acordando
con sus subordinados la conveniencia de transmitir la idea de que iba
a reponerse muy pronto.

Al
menos, así lo parecía, y durante los dos días siguientes el
presidente
permaneció estable y recuperándose razonablemente bien de sus
heridas. Pero por
desgracia,
en la mañana del 30 de diciembre fue presa de una fiebre muy alta.
El general
permanecía vigilado
en todo momento por su esposa y los doctores, a los que se les había
unido su buen amigo Ricardo Muñiz Viglietti,
compañero
de armas y uno
de los diputados masones,
liberales
y
progresistas de
mayor predicamento.

Fue
este entrañable amigo el que, muy alarmado por la rápida
desmejoría
del herido,
dejó de lado a los doctores que lo
atendían
y mandó llamar,
bajo su entera
responsabilidad,
al más
afamado
cirujano, académico y médico de la familia real, el
doctor Melchor
Sánchez de Toca, una eminencia en su época.
Este se presentó sobre
las cuatro de la tarde en los aposentos del matrimonio,
pero ya era tarde.
El ilustre médico, desolado tras reconocer a Prim, dicen que le
reprochó a Muñiz:

¡Me
trae usted a ver un cadáver!

Y
así fue, una infección letal ponía fin a la vida del presidente
apenas cuatro horas después de aquel inapelable dictamen. Lo
más probable,
aun cuando las heridas no revistieran
excesiva gravedad, fue
que
estas se
le infectaran, lo
que contribuyó
decisivamente a su muerte. El motivo de la infección fue la
introducción en su cuerpo
de minúsculos retazos del abrigo de piel de oso que llevaba puesto
por el frío aun dentro de su coche, causantes
de una
galopante septicemia en
una época en la que la medicina carecía
del recurso de la
penicilina y los
antibióticos. Para la historia queda el relato de la lucidez de
Prim, que consciente de su agonía y lo que su muerte suponía
para España,
pronunció la famosa frase que hoy reproducen todos sus biógrafos:

¡El
rey llega y yo me muero!

Eran
las 20:15 horas del 30 de diciembre cuando el equipo médico
certificó su muerte y
el Gobierno, presidido de forma provisional por su
amigo Sagasta,
esa misma noche daba cuenta al país: «Del
doloroso fallecimiento del presidente
del
Consejo de Ministros
don
Juan Prim y Prats, conde de Reus, marqués de los Castillejos y
vizconde del Bruch»,

coincidiendo con la llegada del
príncipe
Amadeo de Saboya al puerto de Cartagena a
bordo de la Numancia.


El
duque de Aosta

Con
25 años y cargado de nobles intenciones, el joven duque
de Aosta era
el
segundo
hijo del rey Víctor Manuel II de Italia y de la reina María
Adelaida de Austria, bisnieta del monarca Carlos III de España. Se
trataba de un
príncipe ilustrado
de cuyo liberalismo y caballerosidad se hacían lenguas en media
Europa, y
eran
tantas y tan nobles sus cualidades personales
que Prim
lo había elegido para ocupar el trono, después de rechazar
cualquier
atisbo de continuidad de la dinastía borbónica con su
famosa
consigna:
«¡Fuera
los Borbones!».

Corría
la mañana del 2 de enero cuando Amadeo se
presentó
en un desolado
y
nevado Madrid.
El
príncipe llegó
en tren a la estación del Mediodía y su primer acto oficial en
la capital de España fue
acudir inmediatamente
al
recinto de la popular basílica de Atocha, para arrodillarse delante
del féretro
de su mentor.
El cadáver
del general yacía embalsamado y vestido con su uniforme de
gala,
custodiado en
su descanso eterno por
una pequeña guardia de honor que lo alumbraba con algunos hachones
funerarios. Su
catafalco permanecía expuesto a toda
la
ciudadanía que, haciendo una
cola
interminable
por
fuera
del
templo,
se
agolpaba para
verlo porque
aún
no se hacía cargo de su desaparición.

Los
testigos aseguran que el joven
Amadeo
lloró de pena, apesadumbrado y consciente de la ardua tarea que le
aguardaba sin el apoyo de su gran
valedor.
Seguidamente, tal y como era su deber, el
príncipe se
trasladó desde
la basílica de Atocha hasta el
Palacio de las
Cortes, montando a caballo por el Paseo del Prado y
seguido de una brillante escolta, con
la que iba despertando
a
su paso la simpatía de muchos
madrileños, gracias a
su imagen gallarda y
constantes saludos a la población.
No
obstante,
su cortejo estuvo falto de los acostumbrados «¡Vivas
al Rey!»

y demás aclamaciones de rigor, habida
cuenta del ambiente luctuoso que reinaba sobre las heladas calles de
la capital. Y
alcanzada la plaza de la fuente
de Neptuno

y la desembocadura de la Carrera de San Jerónimo, el duque
de Aosta
fue recibido al pie de la
escalinata del
Congreso
de los Diputados por su
presidente Manuel Ruiz Zorrilla y otras muchas autoridades del
Estado, con las que cruzó
solemnemente
la
puerta de
los leones,
abierta solo para las grandes ocasiones.

Quizá
sin que el nuevo
monarca
lo sospechase, allí permanecía la presencia de Prim, custodiada por
los dos magníficos leones fundidos con el bronce de los cañones que
el general se trajo de África, arrebatándoselos a los moros en la
batalla de Wad-Ras (23 de marzo de 1860). La
admiración que suscitó esa
victoria fue
inmortalizada por el joven pintor Mariano Fortuny, quien acompañó a
las tropas de los voluntarios de Cataluña que
protagonizaron aquella
acción, y a los que el héroe de los Castillejos arengó en su
lengua vernácula antes de entrar en combate. Una vez dentro del
hermoso
Hemiciclo
y frente a los numerosos diputados que
lo recibieron enlutados
y sin grandes aplausos,
el joven Amadeo se
dispuso a pronunciar
el preceptivo juramento de
lealtad sobre
el texto constitucional promulgado en 1869, poniéndose con su mejor
voluntad al servicio de la Nación que
lo recibía como su
soberano.

Era
la primera vez que un rey de España era elegido por el Parlamento,
un hecho insólito que suponía una grave afrenta para los
monárquicos más recalcitrantes, repartidos
entre los partidarios del duque de Montpensier, los
viejos carlistas,
y
los
defensores
del infante
don Alfonso, hijo de Isabel II, acaudillados por Antonio Cánovas con
la eficaz colaboración de José
Osorio y Silva,
duque de Sesto y
ex alcalde de Madrid.
Y,
por supuesto, la
oposición a todos ellos de los
republicanos.
Pero el
duque
de Aosta afirmó por su vida y honor: «Acepto
la Constitución y juro guardar y hacer guardar las Leyes del Reino
de
España
».
A continuación, el presidente de las Cortes se dirigió a todos los
presentes formulando la solemne declaración: «Las
Cortes han presenciado y oído la aceptación y juramento que el Rey
acaba de prestar a la Constitución de la Nación española y a las
leyes. ¡
Queda
proclamado Rey de España don Amadeo I
de
Saboya
!».
A la que siguió la obligada aclamación y
vivas al
monarca, unas
de las pocas que iba a cosechar durante su breve reinado.

Muy
pronto, a su dificultad para aprender con rapidez el idioma español
se sumaron otras muchas, debidas a la inestable
situación
política del reino, la oposición de republicanos y carlistas, o
la
frialdad de la vieja nobleza
española, que
pronto
se convertirían
en una
manifiesta
hostilidad hacia el nuevo soberano.
Precisamente,
el
centro de ese desprecio hacia Amadeo I serían los salones madrileños
y sevillanos, y en especial, los de la condesa de Montijo. No
olvidemos que la
altiva emperatriz
María
Eugenia de Montijo, destronada
de Francia, condesa
de Baños y de Teba,
había
regresado a España odiando profundamente y por igual tanto a los
entrometidos nobles alemanes como italianos. Ese
enconado vacío que la rancia aristocracia hispana
iba a dispensar al joven rey, nos
explica
en gran medida los escasos dos años y 49
días que duró el reinado de Amadeo I hasta firmar
su
abdicación (11
de febrero de 1873).

Tampoco
ayudó a su permanencia en el trono la descomposición interna que
sufrió el Partido
Progresista,
una
formación que
estaba destinada
al sostén de la nueva dinastía; pero que sucumbió ante las
disputas habidas entre sus dos máximos dirigentes, los
mencionados Práxedes
Mateo Sagasta y Manuel Ruiz Zorrilla, enfrentados entre
si al
tratar
de capitalizar la malograda herencia del
general Prim. Por
todo ello, de
poco le valió al apuesto turinés ─héroe
de Italia por su valiente participación en la guerra contra Austria
en la que resultó herido (1869)─,
el manifiesto apoyo que recibió de las logias y los
políticos más progresistas, ni
le
sirvieron de
mucho
sus
creencias en la bondad de los hombres, el progreso de la Humanidad, o
la fraternidad universal en las que había sido educado. Bastó
con que esos
egoístas,
soberbios
y ociosos patricios,
de
rancio abolengo,
sin
más altura de miras que la defensa de la
religión y sus
grandes patrimonios y privilegios, le
dieran la espalda. Al
tiempo
que muchos de
ellos
financiaban
en
Navarra,
las Vascongadas,
Cataluña
o
el Maestrazgo, las
partidas armadas que peleaban por los supuestos
derechos
sucesorios de
don
Carlos, el
nieto
de Carlos María Isidro, hermano del tirano Fernando VII.

Toda
esa
oligarquía, después
de mostrarse incapaz y perder un imperio,
no admitió nunca esa nueva
monarquía
parlamentaria ideada
por Prim,
con
la
soberanía
nacional descansando
en el pueblo y por
encima de la propia Corona. Una
democracia liberal
y de
corte europeo, dotada en
su Carta
Magna

de
sufragio universal ─masculino, por supuesto─ para
la elección de los diputados a
Cortes,
respetuosa
con la libertad
religiosa y los
derechos
de asociación, libertad de expresión,
de prensa
e imprenta, que el difunto general
y el joven
soberano
italiano representaban. Sin duda, la Constitución de 1869 era mucho
más de lo que aquellos reaccionarios
ultramontanos
podían soportar.

En
opinión de los historiadores y
por comparación con
las demás,
esa
Constitución del 69 hoy
nos merece el reconocimiento de considerarla como una de las más
democráticas de nuestra historia.
En su redacción, resultó ser la primera que, además de postular el
sufragio universal, recogía en su articulado una amplísima
declaración de derechos humanos, como nunca antes se había visto en
ningún otro texto
legislativo español. De
ahí los empeños más reaccionarios por convertirla muy pronto en
papel
mojado. ¡Lástima
que Amadeo tampoco supiera ganarse el aprecio del pueblo!

La
Iglesia y el carlismo, opositores encarnizados

Nuestra
avanzada Carta
Magna,

fruto
de La
Gloriosa
revolución
de 1868,
irritaba profundamente
a la retrógrada Iglesia española que, muy
empobrecida por las desamortizaciones,
se había aliado
a la oligarquía y opuesto
con todas sus fuerzas a la libertad de culto que
la constitución proclamaba.
De
ahí que la mayoría de los
prelados despotricaran
contra aquella
monarquía liberal y los valores revolucionarios que
esta
representaba
en
todos sus
púlpitos. Y respecto al joven
Amadeo
I,
además de su supuesta
adscripción
masónica, que
era
falsa, pero
que la Iglesia le atribuía para
despestigiarle
por
su defensa de las desamortizaciones, los
obispos tampoco le perdonaban que su padre Víctor Manuel II hubiera
despojado al papa
Pío IX de los Estados Pontificios.

Y
para
colmo de males, y ante la indiferencia de las clases populares, la
burguesía industrial y comercial catalana, vasca, andaluza o
valenciana, junto con la cubana y filipina, que habían puesto sus
esperanzas en el progresismo y el liberalismo por el que Juan Prim y
el ministro de Hacienda Pascual Madoz habían luchado, se amedrentó
enseguida ante las
demandas políticas
de
la
clase
obrera.
El
fuerte aldabonazo que
supuso la
famosa
experiencia libertaria de la Comuna
de París,

sembró el miedo entre
las clases pudientes.
Sin
duda, aquel
movimiento insurreccional, que gobernó la capital de Francia desde
el 18 de marzo al 28 de mayo de 1871, fue el germen al sur de los
Pirineos de la frustrada
Primera
República española y
la
Restauración borbónica.

Pero
fracasada la experiencia republicana, por la sencilla razón de no
ser capaz de satisfacer las demandas
sociales
de las
gentes
más desfavorecidas, al revelarse como incapaz de mejorar sus duras
condiciones de vida, sumadas
al
dislate que
supuso para España el
federalismo cantonal; al
país
no le gustó verse tan bien reflejado
en el espejo de su arraigado provincianismo, al que de paso sacaban
brillo y destellos de sables algunos
militares.

Conscientes
de su oportunidad,
los monárquicos alfonsinos se
apresuraron,
dirigidos
por el talento de Cánovas y con
el apoyo de la Iglesia y la milicia, a desandar el camino
revolucionario y reclamar la Restauración borbónica. Para lograr su
propósito, no le hicieron ascos al pacto con la burguesía patria,
concediendo a los empresarios lo que estos venían reclamando a voz
en grito: ¡Paz
y orden público!,

para poder seguir beneficiándose de
sus
buenos negocios. De ahí al ascenso imparable del cerril caciquismo
que gobernó aquel régimen burgués, confesional
y aristocrático, solo habría un paso.

Por
supuesto que recién llegado al país y reconocido tan solo
formalmente como nuevo soberano de la Nación, Amadeo I desconocía
por completo el avispero en el que se había metido e ignoraba la
triste suerte de su breve reinado. Inmerso en la tercera guerra
carlista…, la oposición republicana e isabelina…, más
las
huelgas
y agitaciones
de las
masas de
obreros
y braceros del campo…,
el rey
acabaría siendo víctima del fallido atentado contra su vida del que
fue objeto el
19
de
julio
de 1872. El
monarca
paseaba
confiado
en
un
coche de caballos descubierto, en compañía
de su joven esposa la reina María Victoria del Pozo por la calle del
Arenal. Un
grupo de pistoleros salió del callejón de San Ginés y les
dispararon
sin que ninguno de ellos resultara herido.

Serrano
y el duque de Montpensier

Para
muchos historiadores, este atentado fue obra de los mismos
instigadores que dos años antes habían asesinado al general Prim.
Recordemos que fruto de su
inexperiencia como monarca, Amadeo I
cometió
su primer error el mismo día de su proclamación ante las Cortes,
confiando prematuramente en el general Serrano. Deseoso
de expresar sus condolencias a la viuda del presidente, el rey
solicitó al duque de la Torre
que le acompañara en
su visita
a Francisca
Agüero,
con objeto de transmitirle su más sincero pésame. El general
se hizo de rogar, pero no le quedó más remedio que aceptar el
ofrecimiento cuando además este
le
pidió que se ocupara personalmente de iniciar las pesquisas para
esclarecer el magnicidio que tenía consternada a la Nación.

La
llegada de Amadeo
al Ministerio de la Guerra fue anunciada de inmediato a la familia
de Prim, y su
viuda
recibió al
soberano
vestida
de riguroso luto y acompañada por sus dos hijos, Juan e Isabel,
arrodillándose los tres ante él y agradeciéndole su consideración.
Solícito y enternecido, el
rey
abrazó a la mujer, prometiéndole por su honor que buscaría y
encontraría a los culpables del asesinato de su esposo, a lo que
Agüero,
mirando
al general Serrano
le respondió:

¡Pues
no tendrá vuestra merced más que buscar a su alrededor!

Enrojecido
por la ira y
luciendo sobre su pecho las medallas y condecoraciones que su valor y
ambición le habían proporcionado, el
duque
de la Torre
disimuló
como si nada
de aquello
fuera
con él, esquivando
la
mirada de desprecio que le dirigió la
viuda,
lamentando profundamente el haber tenido que acompañar al monarca
en su visita.

En
la actualidad,
todos los indicios señalan al
general
Serrano
como responsable
del atentado contra
Juan Prim,
perpetrado seguramente por el jefe de su
escolta,
José María Pastor Pardillo, un ex policía que actuó con la
complicidad del coronel Felipe Solís Campuzano, ayudante a su vez
del aristócrata
Antonio
de Orleáns,
duque
de Montpensier.
Estos dos hombres de confianza fueron, con toda probabilidad, los
brazos ejecutores, rodeados a su vez por una veintena de sicarios a
sueldo que
se repartieron por las calles en torno al Palacio de las Cortes, para
cubrir todos los itinerarios posibles del carruaje del presidente.
En aquella conspiración, ¡qué
duda cabe!,
confluyeron múltiples intereses, incluso contrapuestos; aunque los
historiadores sostienen que el móvil inicial del magnicidio se debió
a la ambición
de Serrano y la venganza
del despechado pretendiente al trono, que ya en su época fue el
principal acusado.

Según
opina el historiador Fernando García de Cortázar: «Antonio
María de
Orleáns
fue el autor intelectual del crimen. Su frustración es comprensible.
Sin su dinero no habría habido revolución. Le prometieron el trono
y no cumplieron. ¿Por qué se libró de la cárcel? Cuestión de
linaje, era hijo de Luis Felipe de
Orleáns
y de María Amalia de Borbón Dos Sicilias, y estaba casado con la
hermana de Isabel II».

Por su parte, su hombre de confianza, Solís Campuzano, huyó a
Londres, pero a su regreso a España fue detenido y encausado. Sin
embargo, tras la restauración borbónica y el matrimonio de Alfonso
XII con María de las Mercedes, hija del duque de Montpensier,
desaparecieron del Sumario
de
la causa las
decenas de folios que lo imputaban.

Precisamente,
el Sumario judicial que ha llegado hasta nosotros, está
formado por 81 libros encuadernados que apenas representan la tercera
parte del original, algo más de seis mil folios ─con hojas
mutiladas, emborronadas, o agredidas por la humedad y el tiempo─ de
los dieciocho mil que llegó a tener. El Sumario lo
confeccionaron además trece jueces distintos, y aunque los hubo
honrados y comprometidos con la búsqueda de los culpables, también
terciaron los interesados en dilatar la causa y ocultar las pruebas
que incomodaban a los poderosos. De hecho, la investigación sobre el
atentado quedó a merced de la voluntad del Ejecutivo, cuando su
promotor el fiscal Joaquín Vellando, fue cesado y apartado del caso
por negarse a obedecer a la torticera política en esta historia.

De
su instrucción se han localizado dos dictámenes, el primero de los
cuales estima, con fecha del 9 de septiembre de 1871: «Que
aparecía en primer término la responsabilidad del duque de
Montpensier; contra quien debe dirigirse el procedimiento como
principal autor del complot que tuvo por objeto el asesinato del
Excmo. Sr. D. Juan Prim».

En el segundo, del 12 de junio de 1872, se solicita además
claramente: «Prisión
del Excmo. Sr. duque de Montpensier».

Sin duda, al fiscal le constaba que el duque de Orleáns
culpaba al general Prim de no haberle conseguido la Corona, y ya
había organizado algunos intentos anteriores para acabar con su
vida, que la policía pudo abortar gracias a las delaciones. Como
buen catalán, el presidente se había jurado que jamás consentiría
el regreso al trono de España de la dinastía borbónica.

Tampoco
se libró de sospechas el general Francisco Serrano, que había sido
aliado de Prim en los inicios de la revolución; pero que
calladamente hacía tiempo que se había convertido en su enemigo.
Los papeles con las anotaciones del pago y los nombres de los
supuestos sicarios, que se encontraron a su ayudante José María
Pastor Pardillo, dejan pocas dudas sobre su implicación en el
asesinato. De
manera significativa
el duque de la Torre ─al
que no se le pudo investigar por haber sido Regente
del reino y disfrutar de un gran poder personal─,
nunca manifestó el menor interés en esclarecer el crimen, aun
cuando accedió a la presidencia del primer gobierno del rey Amadeo I
unas semanas después. Tal y como señalamos, la viuda de Prim estaba
segura de su culpabilidad y su marido, en sus dos días de
convalecencia antes de morir, le había confesado sus sospechas,
asegurándole: «No
lo sé; pero no me matan los republicanos».

Hoy
nos caben pocas dudas acerca de la participación directa de Pastor
Pardillo en los hechos. Tres encausados capturados por la Policía:
Francisco Ciprés, Pedro Burrundarri y Manuel Iturralde, declararon
haberse reunido con él en persona en el Café de Correos,
ubicado en la Puerta del Sol, y haber recibido diez duros cada uno
por tomar parte en uno de aquellos atentados fallidos. Y respecto a
su famosa lista, los presuntos asesinos que figuran en ella son, por
este orden: Juan Monferrer, Benito Rodríguez, Francisco Huertas,
Antonio Camacho, José Martínez, los hermanos Luis y Francisco
Villanueva (alias, Pacorro), Ramón Armella, José Masá, Adrián
Ubillos y José Montesinos, en su mayoría, hombres procedentes de La
Rioja y Valencia.

Como
ya sabemos, la policía arrestó a los hombres de confianza de
Serrano y Montpensier, junto con más de una veintena de sus
supuestos colaboradores, pero ninguno de ellos llegó nunca a ser
juzgado y condenado por su implicación en los hechos. Por el
contrario, siete fallecieron estando en prisión preventiva, y otra
docena murieron asesinados más adelante, tras ser puestos en
libertad por falta de pruebas. Lo cierto, es que solo se salvaron los
pocos implicados que pusieron tierra de por medio marchándose a
Hispanoamérica. Aunque financiar sus nuevas vidas y conseguir la
conformidad de sus familias debió de costar un dineral a los que
compraron su silencio. En el caso concreto de Pastor Pardillo, que
había estado a las órdenes del periodista, empresario y político
Felipe Ducazcal Lasheras, jefe a su vez de la tristemente famosa
Partida de la porra ─que solía apalear a los opositores del
general Serrano─, resultó asesinado al poco tiempo de recobrar su
libertad, sin que nunca se lograra acusar a nadie de su muerte.

El
tercer gran sospechoso de esta trama conspirativa fue,
indudablemente, el mencionado periodista y diputado radical José
Paúl y Angulo, quien días antes había herido a Ducazcal en un
duelo (10 de diciembre). Se trataba de un señorito jerezano que se
volvió revolucionario, y quien desde las páginas de su periódico
El combate ─que pudo haber sido financiado por el mismo
duque de Montpensier, valiéndose de una trama oculta─, atacaba la
supuesta traición de Prim a los ideales que había despertado La
Gloriosa.
El jerezano había sido aliado del militar en antiguas
intrigas, y al parecer le acompañó en el desembarco que Prim
realizó en Gibraltar, disfrazado de criado, para iniciar la
Revolución de 1868. Pero el asunto de la monarquía
los había enfrentado de manera tajante, y por ello Paúl y Angulo
resultó sospechoso desde el primer momento. Hubo incluso quienes
aseguraron al fiscal que el general había reconocido su voz,
ordenando disparar contra el coche la funesta tarde-noche del
atentado. Su inmediata fuga a Francia, de la que no regresó jamás,
solo consiguió que aumentasen los recelos contra él, y sabemos que
más adelante participó en los acontecimientos que impulsaron la
insurrección de la Comuna de París.

Basándose
en estas sospechas, toda la clase monárquica española hizo lo
imposible, durante decenios, para atribuir la autoría del atentado a
los republicanos, argumentando que el general Prim era contrario a la
República porque para él representaba una aventura para España muy
incierta. Lo cual es rigurosamente cierto. Sin embargo, esta
hipótesis hoy está desechada por los historiadores de prestigio, y
son muy escasos los autores que aún sostienen la participación de
Angulo en el magnicidio y su presencia en la calle del Turco, si bien
la desaparición del estadista favoreció la proclamación de aquella
nada más producirse la abdicación de Amadeo I.

Por
último, los investigadores no descartan que a los inductores
directos del atentado se les sumaran otros grupos o colectivos
descontentos con la política de nuestro primer presidente
constitucional. Tales como los ricos industriales catalanes, a los
que les había disgustado sus reformas arancelarias, tendentes a
favorecer la competencia con los textiles ingleses; o bien los
grandes hacendados cubanos, que de sobra sabían que Prim era
partidario de una emancipación de la isla por la vía de la
negociación, y no digamos de sus fundados recelos respecto a su
empeño en abolir definitivamente la esclavitud. Una materia, por
cierto, en la que este coincidía con el desaparecido presidente
estadounidense Abraham Lincoln, al que conoció personalmente cuando
acudió como observador a la guerra civil entre la Unión y los
Estados Confederados. De hecho, en la isla se daba por seguro: «Que
el gatillo se había apretado desde La Habana».

Tampoco
estaban del lado de Prim los recalcitrantes carlistas, que en el
verano de 1869, valiéndose de una masa de gente reaccionaria y
enfurecida por las prédicas del clero, habían linchado al
gobernador liberal de Burgos a los gritos de: «¡Mueran
los liberales! ¡Viva Carlos VII! ¡Viva la religión!».
En
definitiva, tanto conspiraban los carlistas como conspiraban los
republicanos, y cualquiera de sus dirigentes pudo contribuir con su
apoyo encubierto o financiación a la interesada desaparición del
gran estadista.

Nota
biográfica:

Juan
Prim y Prats (Reus, 12 de diciembre 1814 / Madrid, 30 de diciembre
1870), fue un eminente general y político liberal que llegó a ser
presidente del Consejo de Ministros de España. Era miembro de una
familia burguesa ─su padre era notario─ pero desde muy joven se
sintió atraído por la vida militar, alistándose como soldado a los
19 años en la Primera Guerra Carlista.

Más
adelante, participó en la Guerra de África, donde se ganó los
galones demostrando sus relevantes dotes de mando, estrategia, valor
y temeridad. De regreso a la Península, y aparte de su demostrado
talento militar, pronto se reveló como un hábil político,
conspirando primero contra Espartero, y después frente a Narváez y
O’Donnell, además de protagonizar algunos levantamientos
populares, o bien aplastarlos sin misericordia, incluyendo el sonado
bombardeo y asedio de Barcelona en 1843.

También
estuvo comisionado en México, al mando del cuerpo expedicionario
español, junto con los ingleses y franceses, cuando el presidente
Benito Juárez decidió dejar de pagar la deuda externa de su país.
En el país de los aztecas conoció a su mujer, y disponiendo de su
gran dote, pudo ejercer como un verdadero hombre de mundo.

Finalmente,
participaría en la Gloriosa
Revolución de 1868

que depuso a Isabel II del trono, lo que le convirtió en uno de los
hombres más influyentes y poderosos de la España de su tiempo. Al
desairar al pretendiente de la Casa de Orleáns
y patrocinar el regreso de la Monarquía en la persona del rey Amadeo
de Saboya, desató los enrevesados odios que se habían ido anudando
en su contra.

Para
conocer de forma
más
amena
y con mayor detalle esta historia, todos los interesados pueden
acudir al libro del hispanista Ian Gibson, La
berlina de Prim,

premio de Novela Fernando Lara, 2012; y
el
volumen Juan
Prim y Prats. Discursos Parlamentarios,

editado por el Congreso de los Diputados en 2014 con motivo del
bicentenario de
su nacimiento,
que
vino
acompañado
por el descubrimiento de una Placa
Conmemorativa

─obra del escultor Ramón Ferrán─ colocada en la fachada del
edificio del Banco de España, justo en el lugar donde se produjo
aquel trágico suceso. La frase que recoge la placa: «No
olvidéis la sangre derramada por nuestras discordias políticas»,

fue pronunciada por el general el 11 de noviembre de 1862, durante
uno de sus discursos parlamentarios, y nos recuerda la nobleza de
carácter, talento y buen hacer de aquel gran hombre de Estado,
asesinado cinco años después de la misma manera cobarde y
traicionera que su amigo el presidente norteamericano Abraham
Lincoln. El cadáver embalsamado del general Prim fue depositado en
un mausoleo del Panteón
de Hombres Ilustres

de la Basílica de Atocha, en donde permaneció hasta 1971, año en
que fue trasladado a Reus.

Carta
de abdicación del rey Amadeo I
al
Congreso:

Grande
fue la honra que merecí a la Nación española eligiéndome para
ocupar su Trono; honra tanto más por mí apreciada, cuanto que se me
ofrecía rodeada de las dificultades y peligros que lleva consigo la
empresa de gobernar un país tan hondamente perturbado. Alentado, sin
embargo, por la resolución propia de mi raza, que antes busca que
esquiva el peligro; decidido a inspirarme únicamente en el bien del
país, y a colocarme por cima de todos los partidos; resuelto a
cumplir religiosamente el juramento por mí prometido a las Cortes
Constituyentes, y pronto a hacer todo linaje de sacrificios que dar a
este valeroso pueblo la paz que necesita, la libertad que merece y la
grandeza a que su gloriosa historia y la virtud y constancia de sus
hijos le dan derecho, creía que la corta experiencia de mi vida en
el arte de mandar sería suplida por la lealtad de mi carácter y que
hallaría poderosa ayuda para conjurar los peligros y vencer las
dificultades que no se ocultaban a mi vista en las simpatías de
todos los españoles, amantes de su patria, deseosos ya de poner
término a las sangrientas y estériles luchas que hace tanto tiempo
desgarran sus entrañas.

Conozco
que me engañó mi buen deseo. Dos largos años ha que ciño la
Corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada
día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente
anhelo. Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al
frente de estos soldados, tan valientes como sufridos, sería el
primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la
pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación
son españoles, todos invocan el dulce nombre de la Patria, todos
pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate, entre
el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre
tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es
imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía
hallar el remedio para tamaños males. Lo he buscado ávidamente
dentro de la ley y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de
buscarlo quien prometió observarla.

Nadie
achacará a flaqueza de ánimo mi resolución. No habría peligro que
me moviera a desceñirme la Corona si creyera que la llevaba en mis
sienes para bien de los españoles; ni causó mella en mi ánimo el
que corrió la vida de mi augusta esposa, que en este solemne momento
manifiesta, como yo, el vivo deseo de que en su día se indulte a los
autores de aquel atentado. Pero tengo hoy la firmísima convicción
de que serían estériles mis esfuerzos e irrealizables mis
propósitos. Éstas son, señores diputados, las razones que me
mueven a devolver a la Nación, y en su nombre a vosotros, la Corona
que me ofreció el voto nacional, haciendo de ella renuncia por mí,
por mis hijos y sucesores. Estad seguros de que al desprenderme de la
Corona no me desprendo del amor a esta España tan noble como
desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no haberme sido
posible procurarle todo el bien que mi leal corazón para ella
apetecía. Amadeo.

Palacio
Real
de
Madrid a 11 de febrero de 1873.



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