Me di cuenta que el aislamiento no era algo nuevo en mi vida. Ya había estado aislado, allá por el verano del 94. Tenía diez años, y mi viejo se enfermó de hepatitis A, que vendría a ser la menos mala, lo cierto es que en su caso le derivaría en un montón de complicaciones hepáticas y a nivel del páncreas, que lo llevarían a estar muy cerca de la muerte. En algunas sobremesas mi padre narraba esa seguidilla de hechos que cuando se escuchan parecen duros, y de solo escucharlo.
El aislamiento nos dejó a los dos en casa, mi vieja y mi hermano más chico no se contagiaron. Ellos se mudaron a la casa de mi abuela, que estaba viuda. Claro que ese es otro capítulo, en el que conocí la muerte en los ojos de mi abuelo.
A medida que fui transitando esta “cuarentena” o “infinitena”, de a poco algunas imágenes en mi mente despertaron , como si esto ya lo hubiera vivido. Quizás me ayudó, no lo sé, quizás simplemente el cuerpo recuerda, o era momento de abrir esa pestaña. Lo complejo de poner en palabras episodios vividos tiene que ver con la negación de los hechos, y los hechos son siempre obstinados. Temo no tener las palabras que pinten ese lienzo con los colores adecuados; por más galaxias que exijamos al tiempo hay que saber contarlas.
Cuando tu viejo es un laburante, un tipo que puso un ladrillo tras otro, lo ves poco, y cuando llega está agotado, está ofuscado o hay tensión en el aire. En mis primeros veinte años compartimos un solo viaje de vacaciones, que tuvo que interrumpir por laburo. Y ahí estábamos, en la rutina de un verano caluroso, de un pibe de diez inquieto, lejos de sus amigos, y un padre preocupado, porque si no laburaba no se comía. Lo que más temor me daba, eran los análisis semanales que debía enfrentar, porque en la hepatitis no se medicaba, había que hacer reposo, comer liviano, horrible… y tener paciencia. En el medio de todo esto empecé a sufrir parásitos, cosa que no le deseo a nadie, a nadie. Necesito volcar lo que traumó mis días, llegó primero al recuento y quiero ser justo en mis memorias.
En una mañana de esas que despertaba en casa con mi viejo,las menos, siempre había lo mismo. No lo digo a modo de queja, me encantaba: tostadas con dulce y un mate cocido, que a veces volvíamos a llenar. Recuerdo los mediodías de comidas casi sin sabor, no había mucho aceite, no había picante, ni salsas, ni creatividad. Siempre había sí, un plato de comida, una pechuga a la plancha disfrazada con un poco de orégano de paquete y unos tomates, todavía veo ese sartén pequeño, color aluminio rasqueteado infinitas veces.
Mi viejo se había enganchado con el juicio por el asesinato de María Soledad Morales, lo transmitían por Crónica tv, y pasábamos horas viendo eso. Recuerdo que me daba miedo, un miedo fascinante: los careos, los testigos, las pruebas, era algo desconocido, increíble. Y eso ya era parte de nuestra rutina. Un asesinato que para muchos fue y será el primer femicidio, no caratulado como tal, pero sí a los hechos puntuales, trágicos e imborrables grabados en la memoria del pueblo argentino.
Cuando empezamos a movernos un poco más, porque el encierro y la quietud te empiezan a atrofiar, salíamos por atrás de casa, que había montes y un automóvil club . Me encantaba cazar pájaros, algo que hoy no haría ni alentaría, pero no era para matarlos, era para tenerlos en jaulas, cosa que tampoco estaba bien. No quiero juzgarme, ni a mi viejo, lo compartíamos, me hacía feliz estar por ahí, juntos, me daba sensación de aventura. Tenía un cuchillo, que era de explorador, con una brújula en el mango, no lo sabía usar, dentro del mango traía fósforos, un anzuelo de pesca y algunas pequeñas cosas secretas que le daban más salvajismo a todo. Fueron tres meses de compartir ese ostracismo con mi viejo, y hoy veo que fue una oportunidad, tengo recuerdos, cosas compartidas, claro que hubiera preferido no enfermar, que no enferme mi padre.
Me viene todo este mundo hoy, cuando muchos hablan de oportunidad en este contexto donde aún no se ve si hay un cartel de vuelta, o el camino ya no será el mismo. Creo que si puedo traer eso que con tanto detalle aflora, tal vez aquella oportunidad pasada me dé esta oportunidad presente de su tinta sobre el texto en la pantalla.
De todos los meses que pasaron hasta llegar hasta hoy, transitamos el día doscientos y más de cincuenta, el aislamiento me trajo otra vez hasta mí, y hasta mi viejo.
Y en esta conexión, aparece una nueva congruencia, y él no es ese tipo joven que no quería estar aislado porque había que parar la olla, y yo no soy el niño que se aburre o que espera las tardes para cazar. Sin embargo, cuando llega el momento de sentarnos a compartir, como lo hacíamos en silencio y con mate cocido frente a la tele, estamos juntos.
Estar lejos de alguien que uno ama, o que desprecia o que siente lejos antes de saber conceptualmente que no va a poder estar allí si lo deseara, desarma muchas murallas que al final dejan ver con claridad, que lo que tenemos, lo que de verdad nos pertenece, es toda esa gente que es parte de nuestra historia, no importa el papel que interprete. Estamos hechos de otros, y somos partes de otros aunque no queramos serlo.
El problema de parar o bajar de la calesita después de no conocer otra sensación más que el vértigo, la velocidad y el exceso de futuro, es ese pedo, ese mareo que aún quietos nos tira por todos lados.
Me agarré fuerte a una silla que me regaló mi abuela, y que ya me durmió las piernas de lo dura que es, estoy en el patio de una casa pequeña, que elegimos para vivir con una mujer que aún estoy conociendo, y que ya amo. Al lado mío el mate, y al otro lado una pileta de lona con un niño que me está explicando con mucha sabiduría que si me necesita tengo que estar, que si hay que jugar con dinosaurios, no podemos faltar a la cita, y que cuando me ve llorar susurra que no llore, que él me va a cuidar. Y hablamos de todo, contesto cien preguntas al día, hasta quedar agotado, porque el necesita absorber el mundo, y yo necesito estar ahí.
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