Decidí abandonar el pueblo. Las carencias en mi vida eran tan profundas que no tenía sentido continuar. Sin familia ni amigos que puedan contenerme, el aviso de despido en el lavadero de autos que por tantos años había sido mi única relación con ese mínimo mundo, fue el punto final.

Abandoné mi cuerpo cansado sobre la cama de una plaza y repasé mi vida de principio a fin: mala infancia, privada de juegos y educación, una adolescencia solitaria, sin metas definidas ni sueños. Recordé a Carla, volví a enredar mis dedos en su pelo oscuro y reviví los besos mal dados a la salida de la panadería donde ella gastaba diez horas de su vida todos los días.

Huyó pronto, reaccionó a tiempo y abandonó una relación que percibió vacía. Hizo bien.

El dolor callado, la imposibilidad de revertir la realidad, una paga mísera reflejada en mi vestimenta y en mi rostro, terminaron alejándome de todos. Presentía a mis espaldas la risa burlona de algunos imbéciles que, en la vereda del bar, rociaban su ociosidad bebiendo mala cerveza.

Tiempo atrás había recibido la noticia de la muerte del viejo que habitaba una cabaña escondida en el bosque. Otro solitario como yo.

Mas que mis pasos, fue la necesidad urgente de evadirme lo que provocó mi reacción y me dirigí hacia ese lugar. No tengo recuerdo del tiempo transcurrido en esa caminata que, al concluir, no hizo otra cosa que corroborar los dichos pueblerinos.

Una casucha de madera, en muy mal estado, vacía y silenciosa me invitó de inmediato a ocuparla. Los sonidos del bosque circundante, la vegetación, su entorno se abrieron ante mis sentidos de manera amistosa. Con astucia y algunos utensilios rudimentarios, mi sustento diario estaría asegurado.

No fue mi preocupación inicial acondicionar la cabaña; destinaba mi tiempo a meditar sentado en su puerta rendido por la atracción de la naturaleza.

A poco de estar allí, comencé a aventurarme en largas caminatas que permitieron el descubrimiento de un rincón maravilloso que se mostraba con todo esplendor a cierta distancia. Una tupida arboleda se apretujaba en ambas orillas de un río angosto sobre el cual, a modo de techo y en forma de punta de flecha, asomaba una saliente rocosa dominando el paisaje.

Pronto se transformó este sitio en el preferido de mis andadas y al que destinaba largas horas matinales de contemplación.

Una mañana que se destacaba por su luminosidad, fue grande mi sorpresa al ver que, con andar lento, la figura de un hombre paseaba sobre la roca y se sentaba, casi peligrosamente, en el extremo último de cara al río. Al rato, volvía sobre sus pasos para perderse en el bosque.

Esta escena se repitió en cada una de mis incursiones al lugar. Era imposible lograr una visión clara del rostro de ese hombre anónimo y eso comenzó a intrigarme hasta la obsesión. Muchas eran las preguntas que me formulaba en torno a ese extraño personaje que tanto me atraía.

Mi inquietud me arrastró sobre esa roca, un día que amenazaba lluvioso. Él ya estaba allí, dándome la espalda y sin mostrar reacción alguna ante mi saludo, me obligó a abandonar la idea de mantener una conversación.

Esto sucedió incontables veces. Sin diálogo posible, sin conocer su rostro y viendo únicamente su dorso difuso como a través de la niebla.

Pero aquella mañana decidí no regresar a la cabaña y esperar. Cuando el sol alcanzó su punto más alto, su voz sonó ronca y acalló el rumor del río y del viento.

Hablaba lento, pero sin descanso. Tampoco me miraba. Un frío mortal descendió por mi cuerpo cuando me percaté que lo que este hombre estaba contando era mi vida. Hasta en los más mínimos detalles que yo mismo había olvidado. Su voz se hacía más profunda cuando su relato versaba sobre aspectos negativos de mi existencia.

Comencé a flotar en medio de la angustia. Él recriminaba siniestramente mis errores, sin piedad los desnudaba. También me habló de Carla y al escuchar su nombre, quise acallarlo. Tomé coraje, me acerqué por detrás y vi cómo se incorporaba y por primera vez pude observar sus ojos duros por la ira atravesándome como espadas.

Desesperado, traté de empujarlo hacia las quietas aguas que corrían debajo nuestro a pocos metros. Mis brazos, inútilmente atravesaban su figura espectral. Era una imagen proyectada, inconsistente, que no cesaba de hablar.

En instantes todo concluyó. El fantasma había desaparecido y retornaron los sonidos del bosque. Exhausto, apenas pude regresar a mi refugio.

Nunca más volví a la roca. Aquel hombre podía seguir allí para recordarme que mi amarga vida me perseguiría por siempre y que las penurias me acompañarían hasta el fin de mi vida.

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