Dejo la mirada fija, y todo se fue nublando. Estaba harto de respirar en la misma silla, de sentir luego de un rato la incomodidad de la madera, y lo pequeño de los apoyos. El cuerpo no estaba a gusto frente a tanta quietud. Puso un disco en los auriculares, un piano intenso. El mismo sonido iba creciendo como si se agigantara empezara a romper todo a su paso. El loop incesante se mezcla con los ladridos del barrio. Todo suena a caos, sin saber por dónde empezar a disipar.
Escribir sin un norte, es tomar la mochila y la ruta y empezar a patear. Se parece a algo que no conocemos, se parece a escapar. Cuando la cabeza no toma ninguna decisión, está bueno mirarse los pies.
En el movimiento habita un nacimiento que se parece al piano, cuando suena y no para de crecer. ¿Cuál es el techo para salir o entrar? Y si nos quedamos en un punto fijo hasta borrar el paisaje, ¿dónde estamos?
Camine toda la hoja, salte en teclado, fui de letra en letra, me entusiasme y quise apretar la cruz del margen superior derecho. Cuando estaba por rendirme, cambie la posición de los pies y una ráfaga de silencio me soplo calma. Eso sonaba a esperanza, sonaba a viento que presagia lluvia cuando el calor te rajo la piel.
Cargué agua, los labios secos y agrietados, con sed y sin querer hablar. Frente a mi tengo seis años y corro luego de bajar de un tren que tiene un olor que dura décadas. Todavía juego a atrapar panaderos en las ventanas y trato de no perderme un segundo la salida del sol.
Corro con todas mis fuerzas, los pastizales me igualan en altura y los cardos me lastiman, para recordarme que ser veloz tiene su precio. No sé bien que busco, pero estar ahí es una aventura, correr hasta una camioneta que nos lleve a la estación.
No recuerdo mi infancia sin que llegase tarde a todos lados.
Recuerdo el tren, la coca de vidrio y un señor que parece envejecer al ritmo de los tapizados que comienzan a mostrar su relleno. La recompensa siempre es el abrazo y el saludo desmedido de quienes no se ven siempre, pero se quieren incondicionalmente.
Vuelvo al asfalto caliente de las calles que no pasa nadie, que se puede jugar sin mirar atrás. Vuelvo al silencio de los dos de la tarde, cuando la corneta del heladero enciende las ganas de manguear un palito bombón.
Todas esas cosas me fascinaron, recordarlas enciende una pequeña llama en mi centro. Ya estoy ahí, y el piano se acelera, mi vieja me pide que no corra, yo grito y me voy tambaleando de lado a lado, las ojotas me complican la mecánica pero las ganas me llevan de los saltos.
Ojala me agitara con esa felicidad que me generaban esas diagonales de campo travieso.
Estuve sin saber a dónde ir, pero me fui a Cabré. Estuve en Open Door, donde las diagonales de pasto me dejaban siempre en los brazos de gente que ame, y que sigo amando.
Hoy viaje.
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