Como la última hoja que cae en el otoño, bajo el último rayo de luz en un día cálido, así se despliega mi alma cual rosa que fallece petalo a petalo.
Y se desprende la vida en un grito apagado y una sonrisa funesta.
Se detiene el reloj, la copa de vino cae de su mano, me mira por última vez y se desploma.
Su silueta se borra a la distancia, nuestro mundo da vueltas, siento un nudo en la garganta y me pregunto si alguien me entiende.
La luna pinta el cielo con la luz con la que el sol la abraza, se burlan las estrellas de su incomprendido amor.
El no puede más, ella ya no está, un disparo se escucha, las campanas de la muerte comienzan a sonar.
Un charco de Sangre cubre la habitación, ella se levanta del suelo toma su copa en la mano la rellena de vino, llama a su amante y le dice la actuación fue un exito, el ha mordido el anzuelo, ahora tenemos libre el camino.
Cuelga el teléfono, levanta al muerto, lo besa, lo envuelve en una sábana y lo arrastra hasta su auto, lo oculta en la cajuela, conduce a casa de su amante y al llegar este toma el cuerpo lo quema hasta que sus huesos se hagan polvo.
Con sus cenizas plantan un árbol en un pequeño jarrón, le ponen un bonito lazo negro.
Ella y él huyen, más yo sigo aquí.
Incorporeo, amorfo, como el frío de sus almas, adusto, horrido, el reloj vuelve a marcar el tiempo, ha llegado la hora funesta, hago sonar las campanas de la muerte, invito a los amantes a beber el vino conmigo por la eternidad.
El fuego de los campos Elíseos está listo para recibirme a mí agradecido por hacer justicia en esta tragedia en cuanto a ellos, me verán beber el vino de los dioses y suplicaran por tan sólo una gota para librarse de la eterna llama ardiente del abismo pero no podrán.
Sí, pero no podrán.
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