El niño se acercó a los almacenes Harrods  saltando los charcos, tratando de evitar mojar sus  viejos zapatos, de suelas desgastadas   por el uso. Llevaba su abriguito verde musgo, herencia de algún niño que lo había donado al orfanato del que se había escapado. Ya había oscurecido y una niebla gruesa cómo la lengua de un gato caía sobre las calles y envolvía la ciudad del Big Ben. 

     Las mujeres de  bien ya estaban en sus casas guisando el pavo para la cena de Navidad.  

   Cuándo llegó al edificio, se sorprendió ante el gran árbol  repleto de luces de colores —amarillas, verdes, azules y rojas que ocupaba casi toda la calle. 

   Se acercó al escaparate, y pegó su naricita al cristal. Los labios azulados, los dedos de los pies congelados. Entonces reparó en ella, en una vendedora vestida de Papá Noel, que  envolvía regalos. 

        Metió las manos en los bolsillos de su  abrigo, en uno, un mendrugo de pan seco, en el otro una cajita de fósforos.

     Sólo le quedaba uno. Consciente de que aquella noche, podría ser su última noche, cuando se apagaran     las  luces  y la gélida   noche de diciembre se apoderara de él,  decidió entrar en el establecimiento, y se puso a la cola de la dependienta.

    Tardó en llegar hasta ella  unos  minutos. La gente pasaba a su alrededor con prisa, como si algo se fuera a acabar pronto. Niños bien vestidos de la mano de sus padres, perfumes jamás imaginados, villancicos de zambombas  y panderetas  como música de fondo. Una señora con un visón  le empujó suavemente   y le dijo que para qué hacía cola, si no iba a comprar nada. 
     La dependienta de cabellos de oro envolvía en silencio los regalos. Había aprendido a usar su sonrisa con discriminación  y ya no sonreía ante las injusticias.

   La chica reflexionaba mientras envolvía… la gente que   regala en Navidad… ¿Qué es lo que de verdad  regalan?

   ¿Qué  envuelven y guardan sus regalos? 

   Algunos envuelven falsedad, la tapan con  celofán  transparente, y en su último gesto ficticio,  se delatan. 

   Otros regalan hipocresía, un saber estar, una incierta educación, están regalando :  soberbia. 

   Otros regalan humildad, están diciendo :  «Mi regalo es pequeño pero  mi amistad es grande «. Estos  son leales, daría igual que su regalo no fuese envuelto en papel de colores. 

   Otros  revelan un trato : «Hoy te regalo esto, pero tú tienes que ser cómo yo te diga». Estos regalos se deben rechazar siempre. 

   Y otros, no tienen qué regalar.  Te entregan   su corazón  y  su confianza. Estos son los regalos más  importantes, te están diciendo: «el regalo soy yo,  que estaré a tu lado, pase lo que pase».

      El niño llegó frente a la dependienta joven, y musitó : 

—¿Me puedes dar un poco de papel?  Te lo cambio por mi cajita de  fósforos. —Y la  puso  sobre el mostrador. 

   El papel le serviría para ponerlo de relleno dentro de sus zapatos y protegerse un poco del frío suelo de la calle. 

      Se fijó en el niño. Los ojos azules, casi transparentes, las manitas blancas, la sonrisa graciosa, con un diente torcido. El pelo dorado y revuelto. 

 —¿Cómo te llamas? —le preguntó.

   El niño ocultó   el apodo  con el que se burlaban de él en el orfanato, y  dijo su verdadero nombre:

—Soy  Jesús. 

—Jesús.   —repitió la muchacha devolviéndole la dignidad de su  nombre. Y   el niño sonrió.
   Entonces la chica recordó lo que le había dicho el médico tres días antes. Lo del latido de más, que su corazón era más grande que el del resto de los mortales, y que por eso, no debería llevar disgustos ni emociones fuertes.  

      Luego, las palabras de su vecina   Carol :   Que algún día encontraría la señal decisiva, de que ése era su momento y debería aprovecharlo y salir en busca  de sus sueños. 

   Miró la papelera, y rescató de ella  su libreta de cuentos, los que había estado escribiendo durante todo el año  en las tardes de domingo,  al lado de la ventana de la salita,  la habitación más luminosa de su buhardilla.

—¿Sabes dibujar?  Necesito un dibujante para mis cuentos.

El chico puso la boca en forma de O y exclamó:

—¡En el orfanato tenía una caja de pinturas, y era el mejor dibujante de todos!   —Y luego, frunció el ceño, y añadió en voz baja— Pero he dejado todo allí    y no quiero volver… 

   Entonces ella se quitó el disfraz de Papa Noel, cogió su bolso, metió dentro la  libreta de cuentos,  y se puso el abrigo.

   Le compró a Jesús unos zapatos nuevos, un gorro de lana y  una caja de  lápices con todos los colores del arco iris.

—La vida es un regalo y un presente —le explicó. 

—Sí,  es un presente. —repitió el niño, sonriendo  y saltando  al compás del corazón de ella.

—En casa nos espera un estofado. —invitó ella.

Y salieron de los almacenes Harrods, a cumplir sus sueños. 

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