I. Esto no debe ser un sueño
La primer noche de cuarto creciente de noviembre, ella me había invitado a entrar a su apartamento, ya no era tan difícil como en un inicio que así terminara una cita. Ofelia recostó su cabeza sobre mi pecho desnudo y la meneó hasta dar con ese espacio que tanto le gusta, donde mis huesos salidos no le incomodaban.
—Es como si no hubiera mejor lugar en el mundo —dijo, exhalando satisfecha una vez que dio con el rinconcito perfecto. Mis dedos se enredaron en uno de sus mechones rizados. Lo estiré cual resorte y su cabello desprendió ese característico aroma a avellana; sus bucles mantenían la espiral perfecta incluso después del ajetreo. Rozó mis labios con los suyos, se abrigó con mis brazos y comenzó con ese característico tarareo, apenas perceptible, que siempre entona tras el clímax. A diario cambia la melodía y compone sobre la marcha. Es la Frédéric Chopin de la cama, sin embargo, nunca alcanzará la magni cencia de Mozart.
Cerró los ojos, me pidió que acariciara su espalda e interrumpió el canturreo solamente para decirme un «te amo». Le respondí de la misma manera, ¿por qué no? Se lo había dicho cientos de veces y no parecía hacer daño alguno. Tal vez había algo de cierto, o quizás si lo repetía lo suficiente terminaría creyéndolo.
Se hacía tarde y yo anhelaba volver a casa; mi otra cita me esperaba. Sabía que estaría ahí sin importar la hora a la que llegara, mas no quería arriesgar quedarme dormido junto a Ofelia. Aun cuando ya lo había hecho varias veces, no era ni lo más cómodo para mí, ni lo más respetuoso para ellas dos.
—¿Seguro que no te quedas, Ab? Ya es tarde —intentó convencerme con una de sus tiernas miradas que, por lo regular, le consiguen cualquier capricho.
—No puedo, debo terminar algunas tareas antes de dormir —mentí.
—Por lo menos déjame llevarte. Las calles son peligrosas a esta hora.
—No, gracias. Pre ero ir a pie, el clima es perfecto. Te prometo que cuidaré mis pasos —rechacé su oferta manipulado por el remordimiento de consciencia.
Al salir de su apartamento se me presentó la perfecta oportunidad de enmendar el desaire sin sentirme culpable con una simple observación:
—¿Ya viste la luna? —pregunté alzando mi vista.
Ofelia respondió con un enérgico abrazo como sólo ella sabe. Y es que el cielo era tenuemente iluminado por una muy delgada línea plateada. El primer día de luna visible es nuestra etapa favorita en el ciclo de tan bello astro; uno de los pocos gustos que tenemos en común. Ambos pensamos que, cuando se encuentra redonda en plenitud, es simplemente una brillante esfera sin misterio; en cambio, oculta tras la Tierra, deja en incógnita si el solitario conejo sigue allí o se va a explorar las lunas de galaxias más lejanas con la ilusión de hallar a su amada coneja.
Se sentía un viento helado en las calles bajo la estrellada velada, justo el clima que más disfruto. Un poco de nieve la haría perfecta, pero la ciudad casi nunca se pinta de blanco debido a su privilegiado clima templado. De hecho, tan sólo una vez durante mi infancia había caído una ligera nevada y para mi mala fortuna, una ebre descomunal me había atado a la cama forzándome a disfrutar de tan increíble espectáculo desde la ventana.
No resistí la tentación y, entre delirios causados por la enfermedad, saqué una mano para experimentar esa helada sensación durante unos cuantos segundos. Desde ese momento, me prometí que cada invierno subsecuente lo pasaría rodeado de nieve, no importaba si tenía que recurrir a los sueños para cumplirlo.
Me alejé caminando tras zafarme del estrujamiento de sus brazos. A la distancia, besé la punta de mis dedos y ondeé la mano derecha, extendida en su dirección para cumplir con un empalagoso ritual de despedida que data desde los comienzos de nuestra relación. Alcancé a ver su cara nostálgica antes de que cerrara la puerta.
Reconozco que estuve tentado a volver; una que otra hormona en mi interior deseaba regresar con fervor. El problema era que el resto de mi sistema circulatorio me imploraba correr a toda prisa. La mujer de mis sueños aguardaba en mi cama.
Todavía indeciso, giré en la primera esquina y un fuerte golpe en el estómago me liberó de todo pensamiento no relacionado con dolor. Por un instante creí que en mi distracción había chocado con algún objeto imperceptible en la oscuridad, pero a la brevedad comprendí que un sujeto enfundado en un pasamontañas me propinaba una paliza. Me doblé de dolor y, en mi trayecto al suelo, mi cabeza se estremeció por el impacto de algo que, de no sonar tan absurdo, habría jurado era un gigantesco yunque al puro estilo caricaturesco. Cubrí mi cara y detecté un tibio riachuelo de sangre que recorría mi frente, levanté la barbilla y con la vista nublada distinguí la silueta del cañón de un arma de fuego que apuntaba en mi dirección. El hombre me agarró del cuello, me cargó cual novia recién casada y con la furia de un lanzador olímpico de bala me arrojó al asiento trasero de una estereotipada camioneta negra de vándalo a cuatro puertas. De inmediato se abalanzó sobre mi cuerpo e inmovilizó mis extremidades con una cuerda de henequén. Le fue muy sencillo someterme ante la nula resistencia de mi parte.
No tenía caso pelear, era un tipo fuerte y tras la vapuleada que me había dado mi coordinación era muy pobre.
Lanzó un par de insultos hacia mi persona antes de colocarse tras el volante, encendió el motor y partió quemando los neumáticos sobre el pavimento. Ahora sí, esto lucía como un típico secuestro de telenovela mexicana.
Traté de convencerme de que todo era una ilusión, repasé mentalmente cada una de las señales características. Toqué con la lengua cada uno de los 28 dientes en mis mandíbulas, todos estaban en su lugar, ni siquiera un poco sueltos; me hallaba completamente vestido, nada de desnudez en público; emití un grito desesperado y el sonido agónico de mi voz se escuchó a la perfección; antes de perder la consciencia me asomé al exterior y no caía un solo copo de nieve. Era de nitivo, esto no podía ser un sueño.
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