Escoger es libertad

Escoger es libertad

Beatriz Beatriz

09/12/2020

Estoy comenzando una nueva vida más allá de lo creíble del mundo material. Cupido me ayudó con las píldoras que necesitaba y un rico jugo de dátiles. No puedo dejar de escribir mis últimos apuntes como articulista de una revista semanal. Él fue mi destino. El amor que mantuvo mis sueños y mi esperanza. Fue mi garantía a la eternidad compartida. Les contare nuestra historia, a ti lector y al resto.

La vida no es una oportunidad. La vida es una opción.

Yo había nacido en una de las culturas más antiguas del mundo. En Irak se asentaron las antiguas civilizaciones de Mesopotamia. No puedo asegurar si soy asiria, babilónica, persa o kurda, pero dicen que la historia del mundo había comenzado en mi ciudad natal. Bagdad, cuna de Los jardines colgantes de Babilonia y de los famosos cuentos de Las mil y una noche.

El majestuoso rio Tigris, no faltaban en los libros de historias, los mitos y las leyendas clásicas. Los cuentos de los abuelos en las escuelas provenían de mi cultura ancestral. La riqueza de mi tierra y la ambición del mundo moderno convirtió al tiempo en el conductor de todos los problemas en la vida de aquel destino milenario. En nombre de la religión algunos eran esclavos de sus propias creencias.

Mi familia pertenecía a una clase acomodada. Yo era una periodista exitosa con una carrera profesional siempre en crecimiento, pero siempre azotada por l interminables guerras vividas desde que tengo razón. El conocimiento abre las puertas. Mi mente pensaba en aquellos lugares que, aun siendo más jóvenes en historia, poseían una riqueza social y una libertad envidiable. El velo que nos obligaban a usar no solo respondía a una fe. Era un arma para subyugar a la población. Muchos tenían en su vida solo la opción de rezar. Las guerras locales separaban las etnias. La política nos subyugaba. La lucha por el oro negro nos hacia olvidar y maldecir la riqueza de nuestros antepasados. Muchos de mis amigos, tenían un solo sueño, escapar.

Finalmente, logre huir. Me esclavizaba la cultura y de la violenta política. Me condenaban mis aparentes pecados, mis silencios juzgados y comportamiento no aceptado. Llegue a aquel nuevo destino. Era un país del considerado viejo continente por el mundo occidental, la añorada Europa. ¿Que sabían ellos de antigüedad? Era un país frio, de gente encerrada en su soledad, sin sonrisa en sus ojos, pero definitivamente reinaba la paz. En Noruega, la libertad toco mi cuerpo, pero de mi vida lujosa, llena de suntuosas comodidades solo quedaba el recuerdo. No imaginaba todo lo que me esperaba como emigrante en condición de refugiada. Pase días, semanas y años, estudiando otro idioma. Recibí ayuda del estado. Viví en los lugares menos indulgentes de mi vida. Ahora, estaba allí, viviendo en colectividades, compartiendo habitaciones y baños, trabajando de niñera. Perdiendo las esperanzas de volver a escribir una crónica incluso, hasta de mi propia vida.

Durante toda mi itinerancia llegue a unos de esos sitios en que las palabras no alcanzan a describir. Las condiciones para unos eran decadentes. Para otros un palacio en plenitud. No todo fue maligno. En medio de mi escondida desesperación, lo conocí. Dormía en la acera de aquel ambiguo albergue. Comía de lo que muchos de mis vecinos le ofrecían. A veces lo dejaban tomar una ducha en los baños del gimnasio. Irradiaba compasión. Su indiferencia destacaba una postura elegante. Su lectura constante mostraba unos ademanes y comportamientos sofisticados. El enigma que encerrada aquel mendigo desconocido atraía profundamente mi atención. Me acostumbre a verlo. Observaba su rutina de cerca. Comencé a buscar en silencio su mirada cálida. Me fascinaban sus exquisitos modales.

Su capacidad e inteligencia me sorprendieron un día. No imaginaba que la curiosidad era reciproca. El descubrió que yo no pertenecía a aquel mundo. Pero mi tez anacarada, mi pelo negro y mis ojos algo almendrados denunciaban mis orígenes. También sospecho que no me había resignado como él. Me pregunto como un profesor que evalúa la respuesta insegura de un estudiante:

  • ¿Conoces a Napoleón Bonaparte? Y se sonrió como sabiendo mi respuesta
  • Realmente no, pero he escuchado su nombre. – Dije cautelosa para justificar mi ignorancia.
  • En realidad, da igual. Lo importante es recordar lo que él dijo:” Hace falta más valor para sufrir que para morir”

Sus palabras me dejaron perpleja. Su notorio intelecto me atraía cada vez más. Su condición social no podía estar más lejana de mi cultura, mi profesión y mi estatus. Hoy cuando miro hacia atrás, siento vergüenza de haber pensado en cosas que hoy no son tema para mí. Mi familia las consideraba un enorme problema.

Durante mi estancia en aquel lugar colectivo, yo pasaba mucho tiempo aburrida. Estudiaba el idioma hasta que me cansaba. Hacia algún que otro trabajo ilegal. No quería recibir ayuda de mis padres. Sin conciencia de ello, empecé a salir antes del oscurecer, después de la cena. Necesitaba conversar con él. Nunca le lleve nada comer. Me negaba a aceptar que yo era aquella que sentía atracción hacia un hombre que vivía en la calle. Él era un indigente.

Después de muchos meses, nuestros intereses se hicieron más y más cercanos. Me sentaba a conversar con él. Lo invitaba a cenar. Cada encuentro era una hermosa aventura. Él había cambiado mucho. Su apariencia era diferente. Ahora era un hombre interesante. Su cuerpo atlético, su prestancia y su olor me atraían cada vez más.

Un viernes hermoso de verano, me invito a un café. Siempre lo había visto sentado en la escalera del albergue. Me sorprendí al verlo de pie. Tenia un serio problema ortopédico. Usaba un bastón con mucha dignidad. Era un lord ingles en toda su plenitud. Sus cabellos rubios y sus ojos azules resultaban un contraste exótico para mí. Venia de Europa del Este. Había vivido el derrumbe del campo socialista y participado activamente en la caída de este.

Nos sentamos en un lugar hermoso y tranquilo. Yo creía que todos me observan. Todas esas miradas estaban solo dentro de mí. Me parecía guapo e interesante aquel peculiar galán. Había tenido un problema serio en la rótula mientras practica Ruby en su país natal. Esperaba una operación gratuita. Había mentido al decir que vivía con amigos, razón por la que vivía en la calle. No podía trabajar. No quería abusar de los beneficios de ese benevolente sistema social. Su honestidad me enamoro aún más. Vi la prolijidad de su corazón. No tengo otro nombre para describir mi inmensa admiración por él. Necesitaba su presencia

. Cada una de sus palabras me hacían olvidar donde el dormía. Su olor me recordaba algo muy conocido y familiar. Con él no me sentía sola. Verlo comer era como ver a un caballero de la realeza. No busque más excusas. Yo lo amaba. Él me amaba.

Así comenzó nuestra relación hermosa, pura, libre de intereses, conveniencias y condiciones. Llena de verdades y confianza, ausente de prejuicios y nimiedades. Decidí llevarlo a conocer a algunas amigas. La impresión de ellas quedo visible. Nunca habían sido tan transparentes en sus vidas. Sus caras mostraban un asombro único. Tenían una expectativa diferente. El orgullo de él lo llevaba a estar por encima de esas pequeñas cosas tan miserables. Comprendía que eran parte de ser humano. Reflexionando, la actitud fue generalizada. Mi incomodidad era evidente. No quería que ni el aire hiriera aquel ser bendito de amor, pureza y libertad. Yo quería morir en ese momento. Mi sufrimiento era interminable. Mi felicidad también lo era.

Opte por no repetir la experiencia. Me reuní con mis amigas. Entendí sus aprehensiones. Creo que llegaron lejos en sus juicios. Esta distancia social me hizo volcarme en este amor.

Meses después lo operaron de su rodilla. La cirugía fue un rotundo éxito. Lo sorprendí con una sorpresa. Gestione un departamento como parte de un beneficio social. Él se lo merecía más que muchos. Yo no me sentía preparada para compartir su vida. No estaba segura si mi amor era un ideal. ¿Era la persona con la quería vivir para siempre? Mi subconsciente también me traicionaba. De manera sutil los prejuicios me inundaban. Visitamos a su familia. Nunca me sentí tan cómoda entre parientes que no fueran los míos. El traje de boda estaba casi preparado. Yo no estaba al tanto de que su familia conocía todo acerca de nuestra relación. Una prueba infinita de amor. Pasamos unas lindas vacaciones. Nuestra intimidad alcanzo la más sublime libertad.

A la semana siguiente volvimos para visitar al doctor. Fue sometido a otra pequeña cirugía para terminar el trabajo comenzado. Recibimos una desbastadora noticia. Los exámenes médicos, arrojaron un cáncer de páncreas en estado terminal. ¿No era yo una soltera fatal? ¿O sea, una eterna solterona? Por enésima vez algo inesperado e irreparable empañaba mi felicidad. Dicen que el corazón no duele, pero SI, es un dolor desgarrador, sordo, que comprime. Dicen que lo único imposible es la muerte. Atenuar el dolor y la angustia que comprime el corazón también es imposible.

En paralelo a este destructible evento, no sé cómo mi familia se enteró. Quizás fui yo misma la que lo comenté. Quizás fue algún amigo. Quizás fue ese dios al que había renunciado muchos años atrás. Quizás ese dios volvió a mí a través de la señal a mis padres. Solo sé que ellos aparecieron en el funeral. Pensé que su presencia sería un apoyo importante. No, su presencia laceró mi alma como nunca. Podía notar el alivio familiar con mi desolación. Ese ser indigno de mí, no me acompañaría en aquel camino rocoso que es la vida. No era importante que por primera vez había sido totalmente feliz. No sabían que esa perdida era irreparable. No sabían el dolor que les esperaba.

El funeral fue hermoso. El discurso fue leído por uno de sus amigos de la calle. Compartían sus noches oscuras mientras dormían en los portales de aquella hermosa ciudad. El discurso era tremendamente profundo. Dejaba ver su corazón y su alma, su sensibilidad y en especial su amor por mí y por la vida a pesar de todo lo que había tenido que vivir. La compasión no aparecía en ninguno de mis familiares y amigos. Se percibía cierta satisfacción en su obligada compañía.

Sentí profunda piedad por mis seres queridos. Nunca valoraron mi radiante alegría. Cruzaron océanos solo para asegurarse que mi vida con esa persona había terminado. No sabían que pronto tendrían que preparar mi funeral. Yo lo seguiría hasta el fin de los días. Me sentía dichosa y feliz por primera vez desde el comienzo de mi vida.

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